miércoles, 2 de abril de 2014

Sobre la violencia.






La violencia, entendida en su vertiente política (opuesta por tanto a la violencia particular de individuos aislados), se ha dado como causa y también como consecuencia de la inmensa mayoría de los procesos históricos hasta nuestros días: más específicamente, durante las revoluciones entendidas estas como transformación radical (desde la raíz) de la realidad. Se puede afirmar sin errar que todas las transformaciones sociales que se han dado en la historia de la Humanidad han estado ligadas a la violencia política en, al menos, alguna de sus formas. Recordemos por ejemplo aquel grito de Robespierre, padre fundador del Estado moderno, cuando exclamaba: “¡Dejad de sacudir ante mi rostro el manto ensangrentado del tirano o creeré que deseáis encadenarme a Roma!”. Todo orden institucional se sustenta en la violencia, ya sea la violencia de ciudadanos contra esclavos en la antigua Grecia, de señores contra siervos en la Edad Media, o de explotadores contra explotados tras la Revolución Industrial. Esta violencia puede atenuarse, maquillarse o difuminarse, pero siempre estará presente de una u otra forma en la organización del ámbito público de la sociedad: Siguiendo a Maquiavelo, primer gran teórico del Estado moderno, la violencia política tiene dos vertientes: coacción y consentimiento (represión y hegemonía). La metáfora del centauro es clara: la parte humana convence a los dominados, busca consenso y apoyo, pero cuando esta fracasa, la parte animal coacciona, intimida, agrede. Tanto en los estados totalitarios como en las democracias liberales está presente esta figura del centauro (sin obviar, claro está, las diferencias entre las formas: los estados totalitarios se escudan en la represión militar, las democracias liberales en la violencia simbólica).

Tras dejar patente la presencia de la violencia en todo proceso histórico y modelo social, me gustaría plantear el eje Engels-Benjamin-Arendt (al que añadiríamos posteriormente a Sartre-Fanon, a Sorel-Schmitt quizás y a Zizek para terminar) que es interesante para contextualizar y entender el problema de la violencia en la época contemporánea y más específicamente, el siglo XX, siglo de barbarie, injusticia y utopía aniquilada, siglo, en palabras de Hobsbawm, de “miedo burgués al cambio”.

Friedrich Engels, y toda la tradición marxista posterior, entiende la violencia como “partera de la historia” (valga la matización de Arendt: la importancia está en las contradicciones en el proceso de producción). La función que Engels nos presenta de la violencia es puramente instrumental: el que tenga más medios para desarrollar la violencia es el que gana. No importa el deber ser, no importa el aspecto axiológico ni ético: Por mucho que sea injusto, el que tiene la espada más grande acaba venciendo. Engels, en el Anti-Dühring, se expresa de esta forma: “Lo mismo que Robinson pudo procurarse una espada, nos place admitir que Viernes aparecerá una mañana con un revólver cargado y entonces la relación de fuerza se invertirá completamente y será Viernes quien mande y Robinson quien trabaje”. El ejemplo llega más lejos: podemos suponer que si Viernes no quiere ser explotado, lo único que puede hacer es hacerse con un revólver, o arrancárselo violentamente a Robinson de la mano.

El sistema de opresión (Robinson obligando a trabajar a Viernes) necesita siempre la violencia para legitimar esa opresión: Sin Viernes que trabajara el doble, Robinson tendría que trabajar para sobrevivir. En términos marxistas, esta idea se puede expresar bajo la expresión de relaciones de producción: el opresor tiene la propiedad de los medios de producción, y construye esa relación de dominación sobre el oprimido, que debe trabajar. Pero Marx y Engels entienden la historia en términos dialécticos: el desarrollo de las fuerzas productivas hará inevitable la transformación de las relaciones de producción desde la “anarquía de la producción” hacia la producción consciente y planificada. La violencia es el medio en el que estas relaciones de producción se transforman en la Historia, por ello puede ser entendida como “partera”. Cada transformación en el modelo económico lleva consigo una gran cantidad de violencia. No únicamente en la economía, también se puede leer en términos filosóficos, cuando Hegel afirma en la Phä: “hizo falta mucha violencia para que los filósofos dejaran de mirar las estrellas y comenzaran a estudiar el barro”. Para ser más claros, pensemos en la Ilustración francesa: La Declaración Universal de los Derechos Humanos sólo podía estar encima de la mesa si había una guillotina en la plaza que la defendiera (recordemos por ejemplo El siglo de las luces de Carpentier: cuando parten en barco a hacer efectiva la liberación de los esclavos de las colonias llevan en la cubierta una guillotina). Se podría afirmar, con Engels, que el destino de la victoria o la derrota de una transformación política se basa en la producción de armas, tesis que, de hecho, defiende Arendt para afirmar que la tecnología se ha puesto a producir herramientas de destrucción (contexto de la Guerra Fría) para garantizar el status quo.

Antes de entrar en Walter Benjamin, es necesaria una matización: El vocablo alemán Gewalt, presente en el título Zur Kritik der Gewalt significa violencia, pero en un doble sentido puede ser entendido como poder político o poder instituido. Este hecho lingüístico del alemán se adecua perfectamente a la tesis anterior en la que, aún no siendo justo, hemos ligado inevitablemente violencia a poder político. Benjamin realiza una caracterización de la violencia a lo largo de la historia exponiendo su relación con la justicia y el derecho, desde el contractualismo-iusnaturalismo que convierte la violencia en “producto natural” (medio) sujeto a un fin determinado. De esta forma, se naturaliza la violencia. Frente al derecho natural, el derecho positivo no tiene una visión tan instrumental de la violencia. La legalidad del medio determina y legitima el orden jurídico y esta legitimación lleva a Benjamin a distinguir entre derecho y moralidad. Como afirma el profesor Eduardo Maura, “[el derecho] es un medio formal de legitimación articulado mediante diversas fórmulas jurídicas aparentemente neutrales”. En esta tesis se puede ver una cierta influencia soreliana, o incluso de Carl Schmitt, al separar la esfera política de la moral.



Benjamin distingue entre dos tipos de violencia (como medio): la violencia que funda (instauradora-mítica) el derecho y la violencia que lo mantiene (mantenedora). Sin violencia no puede existir el derecho, por estar esta “en el origen”. La Revolución Francesa impuso el gobierno de la Ley cortando la cabeza al tirano, y el gobierno francés actual utiliza ese mito para legitimar sus políticas xenófobas. La violencia originaria es violencia fundadora de derecho, y esta legitima al Estado, según Benjamin, a poseer el monopolio de la violencia. Así, el Estado, utilizando el recuerdo de la violencia fundadora, se legitima como aplicador de violencia para conservar la dominación y ejercer el poder (recordemos a Foucault: el poder se ejerce, no se posee). Benjamin postula (y estará de acuerdo Arendt) el lenguaje, el entendimiento político como única vía para evitar la violencia en un conflicto.

Pero existe en Benjamin, y esto nos llevará a comprender la perspectiva de Franz Fanon, otro tipo de violencia distinta: la violencia que no es medio porque no tiene fin: la ira sin finalidad, la manifestación objetiva de rabia. Esta violencia es una especie de venganza aniquiladora y autodestructiva que se da, aparentemente sin motivo: Pongamos un ejemplo que revolvió toda la sociología posmoderna hace poco mostrando su gran inoperancia: los estallidos de violencia en Londres en 2011. Los barrios más bajos de Londres (inmigrantes que sobrevivían únicamente de las ayudas sociales) comenzaron a enfrentarse abiertamente contra la policía, de forma absolutamente espontánea, sin organización. Los ataques de los inmigrantes se dirigieron, exclusivamente contra sus propios hospitales, vehículos, tiendas y colegios: algunos acabaron ardiendo o con las ventanas rotas. El objetivo de su rabia era su propio barrio. El inmenso componente de autoagresión era inexplicable para todos los sociólogos: estos no entendían cómo en las varias semanas que duraron las protestas se destruyeron cientos de servicios de dependencia que habían sido construidos a lo largo de muchos años, y eran los que permitían sobrevivir a los inmigrantes. Sin esos servicios, no tenían posibilidad de supervivencia a corto plazo. Cavaban su propia tumba. La clase obrera blanca (inglesa) había interiorizado el discurso de creerse clase media y exigía a la policía actuar inmediatamente contra los inmigrantes, a los que veían como una subclase que se “negaba a convertirse en clase media”. La clase obrera se había convertido en un espectro marginal del que había que salir individualmente. Las protestas acabaron con varios muertos y miles de heridos, pero lo que no entendía ningún sociólogo (obviando por supuesto a Owen Jones que dio en el clavo con Chavs, la demonización de la clase obrera) era esa violencia pura que mostraban los inmigrantes, que, siguiendo con la metáfora marxista, no tenían “nada que perder, y tenían un mundo por ganar”. Pero el problema es que la clase obrera inmigrante de Brixton no quería “ganar ese mundo”. Esta es la violencia divina de la que habla Benjamin, la violencia de los “condenados de la tierra” que, de vez en cuando, estallan literalmente y nos salpican de fuego y sangre. Los oprimidos bajo el huracán del progreso del que hablaba Benjamin, los que la historia convertía en ruinas invisibles, de pronto estallaban desorganizadamente, con rabia pura, y se hacían visibles ante los ojos del “Angelus Novus” de Paul Klee. La violencia divina en Benjamin se contrapone a la violencia mítica que funda derecho. La violencia mítica (mito del líder que fundó el derecho) sirve para legitimar las relaciones jurídicas, y la violencia divina sólo destruye esas relaciones jurídicas.

Creo firmemente que Arendt posteriormente no supo comprender las causas y consecuencias de esta violencia del “lumpenproletariado” (término marxista despectivo para referirse a la capa más baja del proletariado). La posición equidistante de Arendt la podemos observar en la crítica que realiza del prólogo de Sartre a Los condenados de la tierra, acusándole de pervertir el discurso marxista con su apología “maoísta” de la violencia. Pero antes, debemos explicar la visión de Fanon y Sartre, herederos en parte de la violencia mítica benjaminiana.

Franz Fanon analiza las condiciones del lumpenproletariado argelino bajo la colonización francesa desde una óptica panarabista y no nacionalista. La esperanza para los pueblos africanos de resistir la colonización pasa por enfrentarse abiertamente a los colonizadores: “Cuando decimos: hay que actuar, algunos ven las bombas sobre sus cabezas, los tanques blindados avanzando por las carreteras, la metralla, la policía... Y se quedan sentados”. La violencia desde la casba contra los policías franceses es la violencia divina contra el Estado francés como fundador de derecho. El francés niega ontológicamente al argelino, de ahí la consigna repetida en La batalla de Argel de Pontecorvo: matad europeos. Al principio, todo iba bien: Occidente, desde su humanismo, gritaba ¡Fraternidad!, pero, como afirma Sartre, los indígenas sólo podían escuchar el eco ¡...nidad!. Occidente abrió las venas de América Latina (como denuncia magistralmente Eduardo Galeano) y aniquiló y expolió a los pueblos indígenas. La vergüenza todavía nos salpica hoy en día a los españoles cada 12 de octubre. Pero, en la segunda década del siglo XX, la época de descolonización, los africanos, latinoamericanos o asiáticos abrieron la boca para reprocharnos nuestra inhumanidad, y exigir su hueco en el mundo. Únicamente puede cambiar la situación de los pueblos oprimidos si los intelectuales europeos toman partido por la causa argelina y todas las causas anticolonialistas, y esto es lo que hace Jean-Paul Sartre. Aquí toma sentido la proclama del Che Guevara en la ONU: “los países no alineados como nosotros luchan contra el imperialismo. Queremos paz”. Fanon hace un diagnóstico, el diagnóstico de la muerte de Europa, cuna de la Ilustración, que está tocada y hundida y no puede evitar la descolonización de los pueblos. No es una advertencia ni una amenaza, únicamente un diagnóstico, que Sartre utiliza como purga individual: los occidentales debemos expulsar al colonizador que vive dentro de nosotros, hacer un “striptease de nuestro humanismo”. Ser occidental y no tomar partido en el bando argelino nos alinea inevitablemente en el bando de los opresores, de los verdugos. No existe equidistancia posible. Cuando Arendt equipara la violencia de la policía francesa con la del lumpenproletariado argelino (al igual que hace con la violencia racista en EEUU y la violencia del Black Panther) está eligiendo la equidistancia, la neutralidad: Equiparar la violencia del opresor (ataque) con la violencia del oprimido (respuesta), equiparar la violencia mítica con la divina, el pretender ser neutral ante una desigualdad, es una muestra inequívoca del apoyo al opresor (siguiendo a Paulo Freire o a Desmond Tutu).

Para explicar el modelo sartreano de las manos sucias (Les mains salés) podemos hablar de la noción de “pecado estructural”, popularizada por la Teología de la Liberación (con influencia de la rama estructuralista desde Saussure hasta Althusser, y también con un claro paralelismo con la “banalidad del mal” de Hannah Arendt). La noción es clara: en la cotidianeidad, es la estructura la que peca. Cualquier acción banal que se realice en Occidente es una acción inmoral. Por ejemplo, comprar una camiseta es robar plusvalía a niños indonesios, y legitimar su explotación. Llamar por el móvil causó la muerte de casi cuatro millones de seres humanos en la guerra del coltán en el Congo. Ir al trabajo en coche es una acción no universalizable (hay siete mil millones de seres humanos en el mundo, imaginemos siete mil millones de coches), por tanto, una acción contra el imperativo categórico kantiano. Cuando la técnica (que nunca es neutral) se ha desarrollado hasta tal nivel que su sola reproducción se convierte en reproducción de sufrimiento y tortura, no podemos cerrar los ojos y exclamar: “Yo no he matado a nadie, sólo seguía órdenes”, como exclamaba Eichmann en Jerusalén. La banalidad del mal es asombrosa: sólo apretar un botón (o dejar caer un voto dentro de una urna) puede provocar un infierno en un periférico “Estado fallido”. No se puede ser moral en Occidente. Ya no es que tengamos las manos sucias de sangre, sino que, casi literalmente, nadamos en ella. El modelo imperialista es, con diferencia, la peor barbarie que ha existido jamás, ya sea en Auschwitz o en cualquier intervención “humanitaria” de la OTAN. El antiimperialismo se convierte en humanismo. Franz Fanon lo expresa, en mi opinión, de manera inmejorable: “No hay manos puras, no hay inocentes, no hay espectadores. Todos nos ensuciamos las manos en los pantanos de nuestro suelo y el vacío tremendo de nuestros cerebros. Todo espectador es un cobarde o un traidor”.

Creo que la culpabilidad occidental es innegable. La herida colonial nunca va a poderse cerrar, pues no existen parches tan grandes. Y ante esto, sólo se puede sentir vergüenza al ver a los gobernantes europeos, desde su pretendido pedestal moral, condenar la violencia de los inmigrantes ilegales contra la policía cuando llegan a nuestras costas o tratan de saltar nuestras enormes vallas: Porque en eso se ha convertido el "Occidente ilustrado" por el que luchaban aquellos "amantes del saber" durante el s.XVIII: en una valla enorme, en un campo de concentración a la inversa en el que nos escondemos de los que han sido expoliados, aniquilados y saqueados por nosotros mismos. Sólo podemos convencernos de ser morales, de afirmar “por lo menos yo no he matado a nadie” si cientos de policías protegen nuestras fronteras, nos protegen del infierno del exterior.

No hay que olvidar que estos condenados de la tierra son también los olvidados por la política. La única forma en que han sido reconocidos semióticamente (hablando en nivel puramente ontológico) ha sido desde una óptica paternalista (del mismo modo que en el reconocimiento de la mujer a lo largo de la historia) pero nunca de forma racional, como sujeto jurídico. En todo caso, formalmente (sobre el papel) pueden haber sido reconocidos como seres humanos, pero materialmente se les sigue considerando en un nivel por debajo de la humanidad (parafraseando a Virginia Woolf, no tienen “la habitación propia”, la independencia que todo ser humano necesita para ser libre). Así puede ser entendida la tesis de Hannah Arendt: “cada reducción de poder [política] es una abierta invitación a la violencia”. Se podría afirmar que la violencia ciega, la violencia divina, es la respuesta a esa marginación no sólo política y social sino también puramente humana. Esta violencia sólo se detendrá cuando la política sea realmente construida por las oprimidas y olvidadas, cuando las constituya real y no sólo formalmente como sujeto político de derecho, cuando “desnudemos nuestro humanismo”, parafraseando a Sartre.

Esta violencia divina es la que se opone a la violencia mítica instauradora y mantenedora de derecho-opresión (que puede ser entendida como la violencia que ejerce el Leviatán de Hobbes). La violencia divina es la única posibilidad de redención que tienen los condenados de la tierra, la única posibilidad de devenir sujetos jurídicos, de hacerse visibles en la historia (quizás de salir en los libros de texto) y de constituirse, a fin de cuentas, como seres humanos. Porque de eso se trata al fin y al cabo. Porque a veces, como afirma Zizek, permanecer neutrales, no hacer nada, “es lo más violento que puede hacerse”.







Bibliografía.


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  WOOLF, V. Una habitación propia. Laura Pujol (trad.); Barcelona: Seix Barral. 2010. 189 p. ISBN: 978-84-322-1789-0.



  ZIZEK, S. Sobre la violencia. Antonio José Antón Fernández (trad.); Barcelona: Austral. 2013. 287 p. ISBN: 978-84-08-11423-9.

2 comentarios:

  1. Una entrada con un contenido impresionante, grandes tesis de grandes teóricos de la violencia y de la ideología. Si he de poner un pero: la rapidez en la exposición.

    Buen trabajo, :-)

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    1. Muchas gracias por tu comentario!

      El problema que tuve es que era un trabajo de la uni que no debía sobrepasar los 5 folios, de ahí ese resumen y ritmo tan acelerado de exposición. Me alegro de que te interesara. Salud!

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