La violencia, entendida en su vertiente política (opuesta por tanto a la
violencia particular de individuos aislados), se ha dado como causa y también
como consecuencia de la inmensa mayoría de los procesos históricos hasta
nuestros días: más específicamente, durante las revoluciones entendidas estas
como transformación radical (desde la raíz) de la realidad. Se puede afirmar
sin errar que todas las transformaciones sociales que se han dado en la historia
de la Humanidad han estado ligadas a la violencia política en, al menos, alguna
de sus formas. Recordemos por ejemplo aquel grito de Robespierre, padre
fundador del Estado moderno, cuando exclamaba: “¡Dejad de sacudir ante mi
rostro el manto ensangrentado del tirano o creeré que deseáis encadenarme a
Roma!”. Todo orden institucional se sustenta en la violencia, ya sea la
violencia de ciudadanos contra esclavos en la antigua Grecia, de señores contra
siervos en la Edad Media, o de explotadores contra explotados tras la
Revolución Industrial. Esta violencia puede atenuarse, maquillarse o
difuminarse, pero siempre estará presente de una u otra forma en la
organización del ámbito público de la sociedad: Siguiendo a Maquiavelo, primer gran
teórico del Estado moderno, la violencia política tiene dos vertientes:
coacción y consentimiento (represión y hegemonía). La metáfora del centauro es
clara: la parte humana convence a los dominados, busca consenso y apoyo, pero
cuando esta fracasa, la parte animal coacciona, intimida, agrede. Tanto en los
estados totalitarios como en las democracias liberales está presente esta
figura del centauro (sin obviar, claro está, las diferencias entre las formas:
los estados totalitarios se escudan en la represión militar, las democracias
liberales en la violencia simbólica).
Tras dejar patente la presencia de la violencia en todo proceso histórico
y modelo social, me gustaría plantear el eje Engels-Benjamin-Arendt (al que
añadiríamos posteriormente a Sartre-Fanon, a Sorel-Schmitt quizás y a Zizek
para terminar) que es interesante para contextualizar y entender el problema de
la violencia en la época contemporánea y más específicamente, el siglo XX,
siglo de barbarie, injusticia y utopía aniquilada, siglo, en palabras de
Hobsbawm, de “miedo burgués al cambio”.
Friedrich Engels, y toda la tradición marxista posterior, entiende la
violencia como “partera de la historia” (valga la matización de Arendt: la
importancia está en las contradicciones en el proceso de producción). La función
que Engels nos presenta de la violencia es puramente instrumental: el que tenga
más medios para desarrollar la violencia es el que gana. No importa el deber
ser, no importa el aspecto axiológico ni ético: Por mucho que sea injusto, el
que tiene la espada más grande acaba venciendo. Engels, en el Anti-Dühring, se expresa de esta forma:
“Lo mismo que Robinson pudo procurarse una espada, nos place admitir que
Viernes aparecerá una mañana con un revólver cargado y entonces la relación de fuerza se invertirá completamente y será
Viernes quien mande y Robinson quien trabaje”. El ejemplo llega más lejos:
podemos suponer que si Viernes no quiere ser explotado, lo único que puede
hacer es hacerse con un revólver, o arrancárselo violentamente a Robinson de la
mano.
El sistema de opresión (Robinson obligando a trabajar a Viernes) necesita
siempre la violencia para legitimar esa opresión: Sin Viernes que trabajara el
doble, Robinson tendría que trabajar para sobrevivir. En términos marxistas,
esta idea se puede expresar bajo la expresión de relaciones de producción: el
opresor tiene la propiedad de los medios de producción, y construye esa
relación de dominación sobre el oprimido, que debe trabajar. Pero Marx y Engels
entienden la historia en términos dialécticos: el desarrollo de las fuerzas
productivas hará inevitable la transformación de las relaciones de producción
desde la “anarquía de la producción” hacia la producción consciente y
planificada. La violencia es el medio en el que estas relaciones de producción se
transforman en la Historia, por ello puede ser entendida como “partera”. Cada
transformación en el modelo económico lleva consigo una gran cantidad de
violencia. No únicamente en la economía, también se puede leer en términos
filosóficos, cuando Hegel afirma en la Phä:
“hizo falta mucha violencia para que los filósofos dejaran de mirar las
estrellas y comenzaran a estudiar el barro”. Para ser más claros, pensemos en
la Ilustración francesa: La Declaración Universal de los Derechos Humanos sólo
podía estar encima de la mesa si había una guillotina en la plaza que la defendiera
(recordemos por ejemplo El siglo de las
luces de Carpentier: cuando parten en barco a hacer efectiva la liberación
de los esclavos de las colonias llevan en la cubierta una guillotina). Se
podría afirmar, con Engels, que el destino de la victoria o la derrota de una
transformación política se basa en la producción de armas, tesis que, de hecho,
defiende Arendt para afirmar que la tecnología se ha puesto a producir
herramientas de destrucción (contexto de la Guerra Fría) para garantizar el
status quo.
Antes de entrar en Walter Benjamin, es necesaria una matización: El
vocablo alemán Gewalt, presente en el
título Zur Kritik der Gewalt
significa violencia, pero en un doble sentido puede ser entendido como poder
político o poder instituido. Este hecho lingüístico del alemán se adecua
perfectamente a la tesis anterior en la que, aún no siendo justo, hemos ligado
inevitablemente violencia a poder político. Benjamin realiza una
caracterización de la violencia a lo largo de la historia exponiendo su
relación con la justicia y el derecho, desde el contractualismo-iusnaturalismo
que convierte la violencia en “producto natural” (medio) sujeto a un fin
determinado. De esta forma, se naturaliza la violencia. Frente al derecho
natural, el derecho positivo no tiene una visión tan instrumental de la
violencia. La legalidad del medio determina y legitima el orden jurídico y esta
legitimación lleva a Benjamin a distinguir entre derecho y moralidad. Como afirma
el profesor Eduardo Maura, “[el derecho] es un medio formal de legitimación
articulado mediante diversas fórmulas jurídicas aparentemente neutrales”. En
esta tesis se puede ver una cierta influencia soreliana, o incluso de Carl
Schmitt, al separar la esfera política de la moral.
Benjamin distingue entre dos tipos de violencia (como medio): la
violencia que funda (instauradora-mítica) el derecho y la violencia que lo
mantiene (mantenedora). Sin violencia no puede existir el derecho, por estar
esta “en el origen”. La Revolución Francesa impuso el gobierno de la Ley
cortando la cabeza al tirano, y el gobierno francés actual utiliza ese mito
para legitimar sus políticas xenófobas. La violencia originaria es violencia fundadora
de derecho, y esta legitima al Estado, según Benjamin, a poseer el monopolio de
la violencia. Así, el Estado, utilizando el recuerdo de la violencia fundadora,
se legitima como aplicador de violencia para conservar la dominación y ejercer
el poder (recordemos a Foucault: el poder se ejerce, no se posee). Benjamin
postula (y estará de acuerdo Arendt) el lenguaje, el entendimiento político
como única vía para evitar la violencia en un conflicto.
Pero existe en Benjamin, y esto nos llevará a comprender la perspectiva
de Franz Fanon, otro tipo de violencia distinta: la violencia que no es medio
porque no tiene fin: la ira sin finalidad, la manifestación objetiva de rabia.
Esta violencia es una especie de venganza aniquiladora y autodestructiva que se
da, aparentemente sin motivo: Pongamos un ejemplo que revolvió toda la
sociología posmoderna hace poco mostrando su gran inoperancia: los estallidos
de violencia en Londres en 2011. Los barrios más bajos de Londres (inmigrantes que
sobrevivían únicamente de las ayudas sociales) comenzaron a enfrentarse
abiertamente contra la policía, de forma absolutamente espontánea, sin
organización. Los ataques de los inmigrantes se dirigieron, exclusivamente
contra sus propios hospitales, vehículos, tiendas y colegios: algunos acabaron
ardiendo o con las ventanas rotas. El objetivo de su rabia era su propio
barrio. El inmenso componente de autoagresión era inexplicable para todos los
sociólogos: estos no entendían cómo en las varias semanas que duraron las
protestas se destruyeron cientos de servicios de dependencia que habían sido
construidos a lo largo de muchos años, y eran los que permitían sobrevivir a
los inmigrantes. Sin esos servicios, no tenían posibilidad de supervivencia a
corto plazo. Cavaban su propia tumba. La clase obrera blanca (inglesa) había
interiorizado el discurso de creerse clase media y exigía a la policía actuar
inmediatamente contra los inmigrantes, a los que veían como una subclase que se
“negaba a convertirse en clase media”. La clase obrera se había convertido en
un espectro marginal del que había que salir individualmente. Las protestas
acabaron con varios muertos y miles de heridos, pero lo que no entendía ningún
sociólogo (obviando por supuesto a Owen Jones que dio en el clavo con Chavs, la demonización de la clase obrera)
era esa violencia pura que mostraban los inmigrantes, que, siguiendo con la metáfora
marxista, no tenían “nada que perder, y tenían un mundo por ganar”. Pero el
problema es que la clase obrera inmigrante de Brixton no quería “ganar ese
mundo”. Esta es la violencia divina de la que habla Benjamin, la violencia de
los “condenados de la tierra” que, de vez en cuando, estallan literalmente y
nos salpican de fuego y sangre. Los oprimidos bajo el huracán del progreso del
que hablaba Benjamin, los que la historia convertía en ruinas invisibles, de
pronto estallaban desorganizadamente, con rabia pura, y se hacían visibles ante
los ojos del “Angelus Novus” de Paul Klee. La violencia divina en Benjamin se
contrapone a la violencia mítica que funda derecho. La violencia mítica (mito
del líder que fundó el derecho) sirve para legitimar las relaciones jurídicas,
y la violencia divina sólo destruye esas relaciones jurídicas.
Creo firmemente que Arendt posteriormente
no supo comprender las causas y consecuencias de esta violencia del
“lumpenproletariado” (término marxista despectivo para referirse a la capa más
baja del proletariado). La posición equidistante de Arendt la podemos observar en la crítica
que realiza del prólogo de Sartre a Los
condenados de la tierra, acusándole de pervertir el discurso marxista con
su apología “maoísta” de la violencia. Pero antes, debemos explicar la visión
de Fanon y Sartre, herederos en parte de la violencia mítica benjaminiana.
Franz Fanon analiza las condiciones del lumpenproletariado argelino bajo
la colonización francesa desde una óptica panarabista y no nacionalista. La
esperanza para los pueblos africanos de resistir la colonización pasa por
enfrentarse abiertamente a los colonizadores: “Cuando decimos: hay que actuar,
algunos ven las bombas sobre sus cabezas, los tanques blindados avanzando por
las carreteras, la metralla, la policía... Y se quedan sentados”. La violencia
desde la casba contra los policías franceses es la violencia divina contra el
Estado francés como fundador de derecho. El francés niega ontológicamente al
argelino, de ahí la consigna repetida en La
batalla de Argel de Pontecorvo: matad europeos. Al principio, todo iba
bien: Occidente, desde su humanismo, gritaba ¡Fraternidad!, pero, como afirma
Sartre, los indígenas sólo podían escuchar el eco ¡...nidad!. Occidente abrió
las venas de América Latina (como denuncia magistralmente Eduardo Galeano) y
aniquiló y expolió a los pueblos indígenas. La vergüenza todavía nos salpica
hoy en día a los españoles cada 12 de octubre. Pero, en la segunda década del
siglo XX, la época de descolonización, los africanos, latinoamericanos o
asiáticos abrieron la boca para reprocharnos nuestra inhumanidad, y exigir su
hueco en el mundo. Únicamente puede cambiar la situación de los pueblos
oprimidos si los intelectuales europeos toman partido por la causa argelina y
todas las causas anticolonialistas, y esto es lo que hace Jean-Paul Sartre.
Aquí toma sentido la proclama del Che Guevara en la ONU: “los países no
alineados como nosotros luchan contra el imperialismo. Queremos paz”. Fanon
hace un diagnóstico, el diagnóstico de la muerte de Europa, cuna de la
Ilustración, que está tocada y hundida y no puede evitar la descolonización de
los pueblos. No es una advertencia ni una amenaza, únicamente un diagnóstico,
que Sartre utiliza como purga individual: los occidentales debemos expulsar al
colonizador que vive dentro de nosotros, hacer un “striptease de nuestro
humanismo”. Ser occidental y no tomar partido en el bando argelino nos alinea
inevitablemente en el bando de los opresores, de los verdugos. No existe
equidistancia posible. Cuando Arendt equipara la violencia de la policía
francesa con la del lumpenproletariado argelino (al igual que hace con la
violencia racista en EEUU y la violencia del Black Panther) está eligiendo la
equidistancia, la neutralidad: Equiparar la violencia del opresor (ataque) con
la violencia del oprimido (respuesta), equiparar la violencia mítica con la
divina, el pretender ser neutral ante una desigualdad, es una muestra
inequívoca del apoyo al opresor (siguiendo a Paulo Freire o a Desmond Tutu).
Para explicar el modelo sartreano de las manos sucias (Les mains salés)
podemos hablar de la noción de “pecado estructural”, popularizada por la
Teología de la Liberación (con influencia de la rama estructuralista desde
Saussure hasta Althusser, y también con un claro paralelismo con la “banalidad
del mal” de Hannah Arendt). La noción es clara: en la cotidianeidad, es la
estructura la que peca. Cualquier acción banal que se realice en Occidente es
una acción inmoral. Por ejemplo, comprar una camiseta es robar plusvalía a
niños indonesios, y legitimar su explotación. Llamar por el móvil causó la
muerte de casi cuatro millones de seres humanos en la guerra del coltán en el
Congo. Ir al trabajo en coche es una acción no universalizable (hay siete mil
millones de seres humanos en el mundo, imaginemos siete mil millones de
coches), por tanto, una acción contra el imperativo categórico kantiano. Cuando
la técnica (que nunca es neutral) se ha desarrollado hasta tal nivel que su
sola reproducción se convierte en reproducción de sufrimiento y tortura, no
podemos cerrar los ojos y exclamar: “Yo no he matado a nadie, sólo seguía
órdenes”, como exclamaba Eichmann en Jerusalén. La banalidad del mal es
asombrosa: sólo apretar un botón (o dejar caer un voto dentro de una urna)
puede provocar un infierno en un periférico “Estado fallido”. No se puede ser
moral en Occidente. Ya no es que tengamos las manos sucias de sangre, sino que,
casi literalmente, nadamos en ella. El modelo imperialista es, con diferencia,
la peor barbarie que ha existido jamás, ya sea en Auschwitz o en cualquier
intervención “humanitaria” de la OTAN. El antiimperialismo se convierte en
humanismo. Franz Fanon lo expresa, en mi opinión, de manera inmejorable: “No
hay manos puras, no hay inocentes, no hay espectadores. Todos nos ensuciamos
las manos en los pantanos de nuestro suelo y el vacío tremendo de nuestros
cerebros. Todo espectador es un cobarde o un traidor”.
Creo que la culpabilidad occidental es innegable. La herida colonial
nunca va a poderse cerrar, pues no existen parches tan grandes. Y ante esto,
sólo se puede sentir vergüenza al ver a los gobernantes europeos, desde su
pretendido pedestal moral, condenar la violencia de los inmigrantes ilegales
contra la policía cuando llegan a nuestras costas o tratan de saltar nuestras
enormes vallas: Porque en eso se ha convertido el "Occidente ilustrado" por el
que luchaban aquellos "amantes del saber" durante el s.XVIII: en una valla
enorme, en un campo de concentración a la inversa en el que nos escondemos de los
que han sido expoliados, aniquilados y saqueados por nosotros mismos. Sólo
podemos convencernos de ser morales, de afirmar “por lo menos yo no he matado a
nadie” si cientos de policías protegen nuestras fronteras, nos protegen del
infierno del exterior.
No hay que olvidar que estos condenados de la tierra son también los
olvidados por la política. La única forma en que han sido reconocidos semióticamente
(hablando en nivel puramente ontológico) ha sido desde una óptica paternalista
(del mismo modo que en el reconocimiento de la mujer a lo largo de la historia)
pero nunca de forma racional, como sujeto jurídico. En todo caso, formalmente (sobre
el papel) pueden haber sido reconocidos como seres humanos, pero materialmente
se les sigue considerando en un nivel por debajo de la humanidad (parafraseando
a Virginia Woolf, no tienen “la habitación propia”, la independencia que todo
ser humano necesita para ser libre). Así puede ser entendida la tesis de Hannah
Arendt: “cada reducción de poder [política] es una abierta invitación a la
violencia”. Se podría afirmar que la violencia ciega, la violencia divina, es
la respuesta a esa marginación no sólo política y social sino también puramente
humana. Esta violencia sólo se detendrá cuando la política sea realmente construida por las oprimidas y olvidadas, cuando las constituya real y no sólo formalmente como sujeto
político de derecho, cuando “desnudemos nuestro humanismo”, parafraseando a
Sartre.
Esta violencia divina es la que se opone a la violencia mítica instauradora
y mantenedora de derecho-opresión (que puede ser entendida como la violencia
que ejerce el Leviatán de Hobbes). La
violencia divina es la única posibilidad de redención que tienen los condenados
de la tierra, la única posibilidad de devenir sujetos jurídicos, de hacerse
visibles en la historia (quizás de salir en los libros de texto) y de
constituirse, a fin de cuentas, como seres humanos. Porque de eso se trata al
fin y al cabo. Porque a veces, como afirma Zizek, permanecer neutrales, no
hacer nada, “es lo más violento que puede hacerse”.
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Una entrada con un contenido impresionante, grandes tesis de grandes teóricos de la violencia y de la ideología. Si he de poner un pero: la rapidez en la exposición.
ResponderEliminarBuen trabajo, :-)
Muchas gracias por tu comentario!
EliminarEl problema que tuve es que era un trabajo de la uni que no debía sobrepasar los 5 folios, de ahí ese resumen y ritmo tan acelerado de exposición. Me alegro de que te interesara. Salud!