jueves, 22 de octubre de 2015

Sobre el espontaneísmo y la revolución.

Cada vez me cansa más ir a manifestaciones, dar un paseo, pegar unos cuantos gritos y volver a casa creyendo que el mundo está mejor que hace un par de horas. No me malinterpretéis, nunca me cansaré de salir a la calle, lo que me cansa es esa sensación de haber “hecho” algo, la conciencia tranquila de “al menos estoy aquí, en la calle”. Yo no quiero tener que mirar en el futuro a mi hijx y encogerme de hombros cuando me pregunte por qué todo apesta. “A mí no me mires, yo al menos salía a veces a manifestarme”.

Hablo a toda la gente de mi generación: ¿realmente alguna de vosotras espera vivir hasta los setenta años, realmente creéis que tendréis una vida tranquila? Es una costumbre histórica de todo presente intentar proyectarse en un futuro homogeneizado (igual exactamente al presente), negando los acontecimientos y pretendiendo mantenerse en un “no pasa nada ya”. Si alguien os dice que esta detención del tiempo es únicamente propia de nuestra “época posmoderna”, no es así. Siempre ha ocurrido. Pero la verdad es que leyendo historia sabemos que vendrán los “tiempos interesantes” de los que hablaba Zizek (expresión, por cierto, utilizada como maldición), que nuestra generación no va a pasar de puntillas por el mundo: habrá otra guerra, habrán oportunidades revolucionarias, contrarrevoluciones, represión. Nada es eterno, nada dura para siempre.

Y nos tocará tomar partido. Si no lo hacemos, elegirán por nosotras. Por ello, querría escribir un par de apuntes sobre la relación entre el espontaneísmo con la teoría revolucionaria. Voy a entender aquí por espontaneísmo algo así como lo que Foucault entiende como “percepción de lo intolerable”, es decir, un acto de puro rebote contra un sistema opresor, un levantamiento directo ante una injusticia, una explosión de rabia incontrolada “contra la totalidad” como decía Debord. Una revuelta, ni sólida ni líquida sino directamente gaseosa: como el humo, no se puede atrapar ni inscribir dentro de una lógica de dominación; la misma revuelta destruye la lógica de la dominación. Tenemos muchos ejemplos de estos procesos: Londres, Watts, Ferguson. Focos de la revuelta, “verdaderos estados de excepción” donde, como decía Benjamin, abolen la “regla” de la dominación (creo que soy incapaz de escribir nada sin citar a Benjamin).

Pero vamos con un ejemplo más “próximo”: Las marchas de la dignidad (de Madrid) y la comparación entre las de 2013 y las de 2014. En ambas el ambiente fue tranquilo hasta minutos antes de las 21:00, hora a la que empiezan los informativos. En ambas, la policía comenzó a cargar en ese momento. Y aquí comienzan las divergencias:

2013 fue un “sálvese quien pueda”, fue un puñado de gente corriendo de un lado a otro de Madrid, sin saber muy bien qué hacer, buscando refugio de las ostias de la policía y sin tener claro, siquiera, en qué calle estaban o no estaban cargando. Algunas decidieron responder a la violencia de la policía, pero se trató de casos muy aislados y de pura rabia e impotencia. Aquella noche la policía despejó Madrid sin problemas.

En 2014 hubo un salto cualitativo. Tal y como afirmaron los mass media (por cierto, igualando organización y terrorismo, algo que no es casualidad) varios grupos organizados se desplazaron a Madrid con un objetivo claro: saber cómo responder a la violencia policial. Habían estudiado, habían entrenado, sabían cómo moverse. Cuando la policía empezó a cargar, muchas corrimos de nuevo sin saber qué hacer, sí. Pero otras muchas mantuvieron la calma. Quien, con un mapa de Madrid en la mano, empezó a decir: “si cortamos esta calle y golpeamos aquí, el centro es nuestro”, provocó este salto cualitativo. Lo cierto es que aquella noche la policía se llevó un gran susto. Lo cierto es que todas tenemos en nuestras retinas la imagen de un furgón de policía totalmente destrozado dando marcha atrás por Recoletos: viendo de nuevo ese vídeo en Youtube te percatas de que, por unos momentos, la calle fue “nuestra”, y que si la policía logró despejar el centro de Madrid aquella noche se debió, únicamente, a la correlación de fuerzas. La policía se replegó y luego atacó con una fuerza muy superior. No hubo ningún error táctico por parte de la gente que estaba allí, lo que ocurrió, ya lo dijo Brecht es que:

Fracasamos,
Porque fuimos pocas.

No se trata de que exista una mayor posibilidad de victoria, ni de que la fuerza aumente exponencialmente: se trata, como he dicho, de un cambio cualitativo, no meramente cuantitativo. A los medios de comunicación le preocupó más ese carácter de “grupo violento organizado” que el doble de personas, por separado, provocando más daños y rompiendo más cosas. De hecho, los días siguientes fueron una fiesta: los tertulianos “de izquierdas” defendiendo que se trataba de “cuatro energúmenos” contra los de derechas que hablaban de “terror organizado”.

Pero abandonemos los ejemplos para hablar de algo más abstracto: ¿Es posible, o mejor que posible, producente, una acción espontánea sin una teoría revolucionaria que la sustente? Que está abocada a desvanecerse está claro: ninguna revolución se ha llevado a cabo sin una teoría revolucionaria sólida que asome por detrás (de hecho, durante la segunda mitad del siglo XX, toda revolución efectiva que llevó a cabo un proceso de descolonización contra el invasor-opresor imperialista, tarde o temprano, tuvo que, por decirlo así, “leer las obras de Lenin”). Pero no nos estamos preguntando eso. La pregunta que nos hacemos es: ¿El mundo, después de una revuelta espontaneísta, queda “igual” a como estaba antes de dicha revuelta?

La situación de la conciencia efectiva, la correlación de fuerzas, ¿siguen igual? Es obvio que no es posible responder a esta pregunta de modo abstracto sin ir observando caso a caso (¡análisis concreto de la realidad concreta!), pero sí me atrevería a afirmar, con Rosa Luxemburg, que muchos de esos levantamientos fallidos por alcanzar el poder “antes de tiempo” (Luxemburg une este “antes de tiempo” con la visión reformista de “esperad un poco más para hacer la revolución”, siempre acaba siendo demasiado pronto o demasiado tarde), estas revueltas prematuras, crean las condiciones de posibilidad para la victoria final. Es tremendamente cierto que sin la reconstrucción de la teoría revolucionaria nunca alcanzaremos el poder, pero las luchas del “mientras tanto” crean las condiciones de posibilidad para esta reconstrucción. De las Marchas de la dignidad de 2014, de Ferguson, de Londres: de todas estas experiencias podemos extraer enseñanzas prácticas para construir la teoría, y hay muchas compañeras que están ahí ahora. No debemos caer en el espontaneísmo como un fin en sí mismo porque sólo nos emociona durante un par de semanas para después desaparecer como vino, pero tampoco creo que debamos rechazarlo en bloque como contraproducente e imposible de revolucionarizar.

Alguien, para explicar este tema, puso un ejemplo muy gráfico: estamos ante un muro y podemos, bien intentar demolerlo a cabezazos, bien buscar un martillo. El martillo es el marxismo-leninismo. Pero, en la situación que estamos, en un mundo intolerable, podrido, estructuralmente asesino en el que es extremadamente fácil convertirse en Eichmann, quizás haya que cambiar un poco el ejemplo:


Pongamos a una persona que se está ahogando en un mar tremendamente peligroso. Tenemos dos opciones: saltar a salvarle, o ir en búsqueda de un flotador. El marxismo-leninismo es el flotador: lo único que impedirá que nadie más se ahogue en un futuro en esas aguas. Vamos a dejar de lado el aspecto moral y problemático de si es legítimo que una persona inocente muera ahogada mientras estamos buscando el flotador, y si se puede o no reinscribir su muerte en una lógica histórica de progreso. Vamos al aspecto más técnico, menos individual y más estructural: si no hemos saltado al agua a intentar salvar a alguien, si sólo nos quedamos en la orilla o buscando flotadores, no tenemos ni idea de qué flotador necesitamos para salvar a alguien. No podemos calcular el índice de flotación, ni la cuerda necesaria para llegar a la orilla. A lo mejor nuestro flotador ni siquiera llega al agua. Lo importante, todas estaremos de acuerdo, es construir un flotador que sirva en el futuro: no podemos estar dependiendo de que existan buenas personas que, en el futuro, salten a salvar a las personas que se ahoguen. Necesitamos el flotador, necesitamos el marxismo-leninismo. Pero necesitamos haber salvado a alguien para poder construirlo.


martes, 20 de octubre de 2015

Conferencia de Losurdo "Antonio Gramsci. Del liberalismo al comunismo crítico".

Este texto es un resumen de la conferencia que dio ayer (19 de octubre) Domenico Losurdo en Madrid para presentar la edición en castellano de su libro Antonio Gramsci. Del liberalismo al comunismo crítico. La intervención de Losurdo fue íntegramente en italiano y no fue traducida, por lo que existen partes más oscuras que he tenido que reconstruir (probablemente inventarme) para darle coherencia al texto. Aún así, se agradece que hablara bastante despacio e intentando vocalizar siempre. Sin más, empezamos la exposición.

La obra de Losurdo se puede entender como el trabajo de insertar a Gramsci en su contexto histórico: Antonio Gramsci muere en una prisión fascista en 1937, después de haber vivido la crisis y la posterior Gran Guerra con odio contra el sistema capitalista que la ha generado, después de haber saludado la revolución socialista en Rusia con esperanza (y el auge de los movimientos obreros y comunistas en Europa, lo que Losurdo denomina la primavera mundial), después del triunfo del fascismo como respuesta reaccionaria de la burguesía contra estos movimientos obreros, después también de que Europa se convirtiera en el epicentro de un occidentalismo que legitimaba la opresión en las colonias (Losurdo pone como ejemplo el reclutamiento arbitrario de habitantes de las colonias para luchar en la IGM: el mismo Gandhi trabajó como reclutador para el imperio inglés). La clase obrera europea se cierra sobre su propio país y desarrolla un chauvinismo monádico. Frente a esta opresión occidental colonialista (bajo la categoría de “supremacía blanca”, muy en boga por ejemplo en los Estados Unidos: Losurdo recordará las cartas de Marx a Lincoln) Gramsci habla de nuestro internacionalismo: el planteamiento revolucionario no puede ser occidental, la revolución no es revolución si no libera a los países saqueados por el imperialismo, a las colonias: la revolución sólo es revolución si contiene la totalidad.

A partir de aquí, Losurdo entra con el tema del internacionalismo, quizás la cuestión más polémica: este afirma que, en Gramsci, es impensable despreciar la cuestión nacional, articulada esta en torno a la construcción de un Estado-nación. El nacionalismo no es una simple ideología, sino una pieza clave en la construcción de un nuevo orden social. De esta forma se expresa Gramsci cuando es condenado por el gobierno fascista italiano, un gobierno que se ampara en la recursividad de la patria: “vosotros, fascistas, condenáis a la nación italiana al desastre”. Losurdo afirmará que aquí Gramsci sigue a Lenin y afirma que la historia del siglo XX es sin duda la historia de las grandes revoluciones nacionales contra los colonizadores capitalistas (y pone como ejemplo la “gran guerra patriótica”, término con el que se conocía la IIGM en la Unión Soviética). Para Losurdo Lenin es el más grande estatista de Europa, el salvador del Estado y de la nación rusa: contra el proceso de fragmentación y balcanización de Rusia, Lenin logra salvar la unidad nacional en torno a la oposición a la guerra.

Después, Losurdo hablará del tema de la revolución, que no debe ser entendida como un resultado mecánico de una crisis (sea esta económica o política) sino como un proceso positivo y consciente de creación de nuevo poder, del orden nuevo. En esta construcción, Gramsci distinguirá entre “rebelde” y “revolucionario” y aquí radica todo su odio al anarquismo. Es un texto bastante duro y creo que cae en una caracterización demasiado simplista: para Gramsci, el anarquismo es únicamente la continuación y radicalización del liberalismo. Se trata de una “subversión reaccionaria”, como una forma de apoliticismo (Losurdo pone como ejemplo a Berlusconi hablando contra el Estado e invitando a la desobediencia). Es incapaz de construir un orden nuevo, ya que entiende la revolución como una revuelta de la sociedad civil contra el Estado. Pero este corte entre sociedad civil y Estado es insostenible: la propia sociedad civil, aunque se enfrente contra el Estado, se constituye ella misma como Estado; tiene forma y por tanto es de hecho un Estado. Este no es sino el instrumento que permite la progresiva expropiación de la población, que permite la esclavización en las colonias y que, en el fondo, permite la acumulación capitalista de la propia sociedad civil occidental: el punto de vista de la sociedad civil es siempre el punto de vista del liberalismo, y esta indisociabilidad entre Estado y sociedad civil es lo que Losurdo denomina la fenomenología del poder.

Frente al liberalismo, Losurdo pone “la verdadera concepción del marxismo” en Gramsci, entendiendo la revolución comunista no como una transformación históricamente inevitable sino como humanamente necesaria: la revolución de octubre fue, según Gramsci, una revolución “contra El capital”, es decir, una revolución contra la necesidad de entender el capitalismo como fase necesaria previa al socialismo. Además, como hemos afirmado, Gramsci también combate el mecanicismo en los ciclos de crisis del sistema capitalista: pensar que una revolución depende de una gran crisis significa no saber nada de las revoluciones (la crisis del 29 es ejemplo de esto). La clase dominante siempre va a ser reaccionaria por su pretensión de conservar el poder, y por ello hablar de forma optimista de inevitabilidad histórica puede llevarnos – y de hecho nos ha llevado – a grandes derrotas y decepciones históricas: el ejemplo más claro, afirma Losurdo, es el del fascismo como una fuerza política y social reactiva, que fue el carnicero de esta primavera mundial de la que antes hablábamos.

La clase dominante siempre intentará hacer pasar sus intereses de clase como intereses generales para lograr reproducir su dominio, y para ello se sirve, según Gramsci, de la ideología. El proletariado, al ser cooptado por el bloque de la clase dominante, se queda decapitado ideológicamente, es incapaz de producir los esquemas epistémicos que articulen un movimiento obrero revolucionario. Volvemos de nuevo a la experiencia de la IGM: estamos ante un proletariado que es directamente colonialista y reaccionario, y ante un partido socialista que abandona el propio proyecto socialista para retornar junto a sus respectivos gobiernos burgueses a apoyarlos en la guerra imperialista (siempre hay pequeñas excepciones, por ejemplo, la Liga Espartaquista de Luxemburg y Liebknecht llamando a la huelga y al internacionalismo). El problema es cómo evitar este apoyo que la inmensa parte del proletariado europeo le presta a su burguesía nacional, y para ello, Losurdo se remonta a la época de Marx.

Estamos en el contexto histórico de la represión de la revolución obrera en París (1848-1871). Marx habla aquí de “decadencia ideológica de la burguesía”: la burguesía, por mucho que lo intente, es incapaz de imponerse ideológicamente a un movimiento obrero que avanza sin descanso y construye nuevo poder. Aquí es cuando la burguesía comienza a articular una estrategia basada, según Losurdo, en dos aspectos fundamentales: el expansionismo colonial que logra desactivar el conflicto social en Europa (uniendo a proletariado y burguesía en torno a un proyecto colonialista común) y una astuta utilización del sufragismo como “revolución pasiva”, es decir, conceder el derecho a voto no por miedo a perder el poder sino como vía para conservarlo mediante otras formas.

Losurdo hablará después de la tesis de la extinción del Estado en la sociedad postcapitalista, dando únicamente un par de pinceladas: no se trata de transformar “el poder en amor” (como mantiene Bloch en El espíritu de la utopía, donde esta utopía se acaba disolviendo en la forma del mercado) sino de oponerse a esta fenomenología liberal del poder de la que hemos hablado antes, afirmando que el Estado no puede disolverse en la sociedad civil (cambiará su forma o se desinstitucionalizará, pero seguirá siendo un Estado). Se trata de construir una nueva sociedad que constituya la emancipación más radical y efectiva de toda la humanidad (no sólo del mundo occidental).

En el turno de preguntas, hay algunas muy precisas y pertinentes (otras que, como en todas las conferencias, sólo sirven para que el preguntador disfrute durante minutos de su propia voz) por lo que rescato unas cuantas. A una pregunta sobre la opinión de Gramsci sobre la violencia (para que hable un poco de su libro Cultura de la no violencia y lo relacione con Gramsci), Losurdo primero aclara que no se trata de saber lo que piensa Gramsci sobre todo (“nuestro trabajo no es hacer una ouija”). Después, comienza su explicación afirmando que la revolución de octubre sin duda se levanta contra la violencia de la IGM. La pregunta “violencia sí” o “violencia no” es errónea en su planteamiento. Losurdo pone un ejemplo clarísimo, el de la reacción a la IGM en la propia Italia: el partido reformista italiano apoya incondicionalmente la IGM y cierra filas en torno a su gobierno. Gramsci, en cambio, se opone a la guerra. ¿Quién es el violento? ¿Turatti o Gramsci? Otro ejemplo: el “gobierno burgués de la ley” preocupándose de los crecientes linchamientos en las colonias. ¿Quién es más violento? ¿Los que sostienen un sistema de opresión o las que cometen excesos al tratar de sacudírselo? La cuestión no es “violencia sí” o “violencia no”, sino que esta sigue siendo, como escribió Luxemburg: “reforma” o “revolución”. Ambas son violentas, ambas pueden ser más violenta que la otra: no existe la vía pacífica y la vía violenta. Hablar de violencia en este sentido no explica absolutamente nada.

Por ello, Losurdo continúa con su ejemplo de contraponer al Turatti reformista y al Gramsci revolucionario, esta vez atendiendo a dos aspectos fundamentales: la cuestión meridional y la revolución de octubre.

Por un lado, Turati mostrará un rancio racismo al calificar el pueblo del sur de Italia de “decrépito e incapaz de renovarse”. Sobre la revolución de octubre es incluso más gráfico: los bolcheviques eran, para Turati, una “horda barbárica que ha entrado arrasando por las puertas del parlamento”.

Gramsci, en cambio, demuestra una clara simpatía con la revolución leninista. Defiende el nuevo poder soviético y su gran consenso social entre las masas, y considera la Asamblea constituyente como un “canto de cisne”, un régimen opresivo levantado contra un nuevo orden que aún tarda en afirmarse, cuyo objetivo es la paralización del movimiento obrero. Sobre la cuestión meridional basta conocer la procedencia de Gramsci para saber a quién apoyó.

En una pregunta sobre la anterioridad de la sociedad civil sobre el Estado y la construcción del nuevo poder, Losurdo hace una analogía entre este nuevo poder con la producción de un nuevo edificio (mediante la confrontación de Erasmo con Lutero, Losurdo afirma la necesidad de una especie de Renacimiento y de la Reforma protestante en la construcción de un régimen nuevo de sentido).


La última pregunta que merece la pena rescatar es qué opinión tiene Losurdo sobre Podemos y Syriza. Losurdo, con una media sonrisa, empieza afirmando que él habla sólo desde el reconocimiento de su terreno nacional, y que España e Italia no están “tan lejos”. Para contestar, Losurdo vuelve a remitir a Gramsci, en especial, cuando este se refiere a la lectura que Benedetto Croce hace de Marx. Croce dice algo así como “Marx ha descubierto que la economía es fundamental. Pero cuando habla de comunismo, es sólo un profeta”. De esta forma, Croce niega a Marx la parte positiva de su pensamiento, convirtiéndolo en poco más que en un autor subalterno. Intenta neutralizar a Marx, separarlo del comunismo, para ahogar su potencial revolucionario. Convierte al Marx revolucionario en el “Marx economista”. Losurdo hace, para responder a la pregunta, un apunte crucial trasladando este problema a Gramsci: Gramsci, cuando escribe, no interpela en sus textos a Marx, sino a Lenin. Es profundamente marxista, sí. Pero también es profundamente leninista. La analogía que Losurdo hace aquí es bestial: este afirma que el Cristianismo debería ser llamado cristianismo-paulismo. Quien construye la doctrina del Cristianismo es Pablo, no Jesucristo. Sin ánimo de comparar a Marx con Jesucristo, quien construye la teoría marxista para su desarrollo en el mundo (con la famosa idea althusseriana de coyuntura) es Lenin, no Marx (Marx analiza el modo de producción capitalista pero no establece algo así como una “teoría de la revolución”, Lenin empieza de cero en este terreno). Y al fin, Losurdo contesta sobre Podemos y Syriza: desactivar a Gramsci, utilizarle contra el movimiento comunista, es cagarse en todo lo que representa Gramsci.


Madrid, 19 de octubre de 2015.

jueves, 1 de octubre de 2015

La posmodernidad en 15 minutos.

Lo primero que quiero denunciar es esa actitud de criticar algo llamándolo “posmo”. Muchas corrientes denominadas a menudo posmodernas han dado en el clavo al denunciar, por ejemplo, el carácter de construcción cultural de muchas instituciones que la Modernidad alegremente (bajo la legitimación ideológica del iusnaturalismo) ha denominado “natural”. Intentar trazar de un plumazo un puñado de rasgos para explicar corrientes tan heterogéneas, opuestas y enemigas a muerte como el postestructuralismo queer y los estudios decoloniales por un lado y el capitalismo hipster fukuyamista por otro es una actitud kamikaze. Lo único que estas teorías tienen en común es su época histórica (algo que creo que no tiene nada que ver con la posmodernidad, como explicaré). Así que lo único que se me ha ocurrido es construir un enemigo y golpearle con todas nuestras fuerzas marxistas: el enemigo, claro está, no es ni los estudios decoloniales ni la teoría queer (en ambas la crítica de “posmoderno” no roza ni la superficie de su complejidad, ni siquiera explica nada). 

Lo primero de todo, veo necesario establecer una aclaración sobre el propio término de “posmodernidad”. Los pensadores que se llaman a sí mismos “posmodernos” (tomo aquí el ejemplo clásico de Vattimo con su “pensamiento débil”) buscan siempre sustancializar este concepto y hacerlo extensivo a toda una época: estamos ante la época en la que los grandes discursos han caído, en la que hemos superado la Modernidad, en la que es necesario repensar la lógica del mundo de un modo más humilde, sin pretender algo así como verdades absolutas. Lo primero que hay que afirmar es que la actitud de pretender darse nombre a nosotras mismas como corriente histórica es una actitud prepotente y estúpida (imaginemos a Aristóteles llamándose a sí mismo antiguo, o a Descartes utilizando el término Moderno para explicar la centralidad del sujeto en su sistema). Una época que intenta ponerse a sí misma nombre es una época egocéntrica: las corrientes de pensamiento sólo pueden ser nombradas con la distancia histórica necesaria capaz de confrontarlas, oponerlas y “diseccionarlas”, se trata de un trabajo posterior (sin olvidar la inmensa cantidad de “excepciones” y de filosofías que se encuentran out of Joint, es decir, que son inclasificables dentro de un sistema temporal: atribuir un conjunto de rasgos comunes a corrientes heterogéneas es peligroso). Hablar de “época posmoderna”, afirmar que “la Modernidad ha sido superada” es una muestra de una prepotencia absoluta: la caída del mundo Antiguo (y del concepto central de la polis) sólo es perceptible muchos siglos después de la muerte del mundo Antiguo, y sólo puede estudiarse desde un “retroceso”, es decir, desde una vuelta del presente hacia el pasado. Sobre nuestra propia época, podemos seguir añadiendo pronombres “post-” a todo que eso no explica absolutamente nada.

Por tanto, con Jameson, preferimos hablar de “posmodernismo” en vez de utilizar “posmodernidad”, refiriéndonos con este no a una época sino a una lógica cultural de dominio, que permite legitimar, reproducir y hacer tolerable (el concepto de tolerancia que maneja Marcuse aquí es clave) el capitalismo tardío, postfordista, avanzado, de consumo o cuantas etiquetas se le quieran añadir. Toda teoría que busque, mediante la exaltación acrítica del consumo, mediante la moda y la denuncia de lo revolucionario como algo naif y hortera es, para nosotras, una teoría posmodernista. Se trata por tanto de un proyecto político de legitimación del capitalismo, recubierto de una historicidad que sirve para extender su legitimidad y ausencia de alternativa (“no te esfuerces, la época de los sistemas ya ha pasado”).

Una vez tengamos eso claro (que me parece lo fundamental al hablar de posmodernidad), podemos seguir el artículo de Jorge Polo La postmodernidad para ir analizando poco a poco cómo opera esta lógica política y qué carajo significa cada una de las sentencias que los pensadores autodenominados posmodernos utilizan para categorizar el mundo. Lo primero que salta a la vista, como hemos adelantado, es la “muerte de los grandes relatos” y de las creencias: estas, sencillamente, pierden su sentido. Se produce un vacío de sentido y de experiencia, y la imposibilidad de construir un gran sistema (no sólo de filosofía sino también de cualquier otra forma de enfrentarse a la realidad) nos atrapa. Recordamos como dijimos a Vattimo y su pensamiento débil como imposibilidad de una cosmovisión, como algo líquido, voluble: la posibilidad de un pensamiento fuerte se ha perdido entre los infinitos vaivenes del mundo que nos rodea (desde los vaivenes de los valores en la bolsa hasta los vaivenes del metro que nos desestabilizan).

Otro rasgo fundamental es que la historia deja de ser lineal para convertirse en una constelación de imágenes del pasado, en “puntos de vista”. Para esto, los pensadores posmodernos suelen utilizar (y malinterpretar) la crítica de Benjamin al progreso histórico hegeliano (en Benjamin no se trata de un puñado de puntos de vista de la historia sino, al contrario, de recorrer esa misma historia lineal pero a la inversa, fijándose en aquellas que han quedado sepultadas bajo capas y capas de progreso: no es la historia de la indeterminación histórica, es la historia de las oprimidas). Los acontecimientos pasan a ser fragmentarios, imposibles de inscribir dentro de una tendencia (o un devenir en terminología hegeliana), es decir, inexplicables históricamente. Se trata de un nominalismo historicista, unido a un cierto relativismo (entendiendo esto como la pretensión de que la validez de un discurso no es intrínseca a este, sino que depende del contexto). Este pluralismo relativista no sólo se queda en la historia sino que actúa sobre cada una de las ramas de la cultura y producción de conocimiento (por ejemplo, ponemos la epistemología: Feyerabend entiende la ciencia como habilidad, arte, no como una empresa racional independiente de la práctica como se entendía en la Modernidad, algo que no tiene por qué ser negativo: considerar un progreso ascendente de una ciencia neutral después de la bomba atómica y la tecnificación de Auschwitz es pura barbarie).

Hablemos ahora de la noción de sujeto: el sujeto que emerge en esta multiplicidad de relatos es el llamado ironista liberal, término popularizado por Rorty. Se trata de un sujeto lúdico (en el un sentido medio nietzscheano del término), que se caracteriza por mostrar la contingencia de sus creencias y no tener ninguna fe en las construcciones que ha levantado la modernidad (paradójicamente, la fe moderna en la propia subjetividad sí es un rasgo característico de este: contra esta subjetividad se levanta el estructuralismo psicoanalista, también considerado curiosamente “posmoderno”, al hablar de antihumanismo teórico). Este sujeto de Rorty, con el tono anímico humorístico del ironista, evoluciona hasta el cinismo del que no se toma en serio ni a sí mismo. Entra aquí la tesis de Lipovetsky de la extensión generalizada del código humorístico: todo se convierte en objeto de risa, se pueden hacer chistes de cualquier cosa (aunque por ejemplo relativicen opresiones). Se expande una actitud lúdica, hedónica y desenfadada ante la vida, aderezada por un consumo acrítico (y muchas veces por la actitud antimarxista de creer estar por encima de la alienación: “mira a todos esos alienados que ven Sálvame/El chiringuito de jugones, no como yo que sólo veo tele de calidad como Salvados/La sexta noche, o directamente no veo la tele nunca”). La fragmentación del sujeto busca sustituir a su alienación. El consumo convierte la marca en un signo (Baudrillard da en el clavo aquí con La sociedad del consumo), que distingue y llena la ausencia de reconocimiento. Lipovetsky hablará de un desierto en el que el vacío ha triunfado (ya no hay valores y a nadie le importa). Ya nadie crea valores al estilo Nietzsche, y el cambio social se ve como algo naif y desfasado. Lipovetsky se pregunta qué tipo de yo es acorde a las necesidades productivas del mercado, y llega a la conclusión de que se trata de un yo sin substancia firme, difuso, sin estructura ni consistencia propia. Un yo que sea pura fluctuación, “neonarcisista”, sin consistencia antropológica, un espacio flotante y disposicionalidad pura. Es muy importante aquí la demarcación individual por gustos y aficiones (la distinción para Bourdieu) en todos los ámbitos, unida a condiciones de precariedad absolutas, hasta tal punto de propugnar la flexibilidad laboral como una marca de identidad. Estamos ante un ser anhelante (que se identifica placenteramente con el mercado): Baudrillard diría en El sistema de los objetos que la función de la publicidad no es engañar a los consumidores para que compren sino hacer que alguien sienta que se preocupan por él (el claro paternalismo del Otro con mayúscula). Estamos ante una segmentación de identidades, un patrón cortado de conductas expresado con etiquetas: cultureta, progre, pijo, rojo... Althusser afirmaría en Aparatos Ideológicos del Estado que la construcción del sujeto sólo es posible con la constante interpelación del Otro. Sennett, al distinguir entre un capitalismo clásico y el actual, afirmaba que el capitalismo clásico necesita un sujeto estable, coherente, que trabaje, sobreviva y se mantenga en una rutina de vida. Este sujeto es imposible de encajar en el capitalismo tardío o actual. Estamos ante dos distintas generaciones: la de la estabilidad y la de la precariedad. Hemos pasado de las condiciones comunitarias a un individualismo consumista y flexible, articulando este individualismo de tal forma que sea imposible la organización colectiva de las oprimidas.

Pero tras esta digresión sobre el sujeto volvamos al que, para mí, es el texto clave en este tema: La lógica cultural del capitalismo tardío de Jameson. Como hemos dicho, Jameson entiende la construcción teórica, artística y cultural de los pensadores posmodernos como la lógica que sustenta estructuralmente el tardocapitalismo. El posmodernismo no es un movimiento cultural sino de una construcción que el capitalismo necesita para legitimarse: tomar partido por este es siempre tomar partido por el capitalismo actual. Todo rasgo cultural está armonizado con la constitución de una “cultura oficial” y se vende la idea de que nunca puede escapar a esta (es decir, no hay un “afuera” a este sistema cultural).

Hemos venido al texto de Jameson para analizar la transformación fundamental que opera en el posmodernismo, la que para mí es clave: la transformación del espacio. Tenemos un nuevo hiperespacio aprendido de Las Vegas como afirma Jameson, en la que el hotel sustituye a la ciudad (el análisis del edificio al que dedica varias páginas es la clave de esto, la construcción de espacios expresamente para que los sujetos se pierdan en ellos). El espacio posmodernista se define por la incapacidad mental para cartografiar la red global (siempre descentrada) en la que el sujeto está atrapado: debe ser imposible en todo momento para este construir unas coordenadas cartesianas donde ubicar los objetos. La ciudad posmodernista es, para Jameson, la ciudad en la que las personas son incapaces de cartografiar su posición (ya no puedes decir: “estoy perdido en la ciudad pero veo casas pequeñas, es el casco antiguo”, sino que lo único que puedes ver son autopistas, ejemplo claro de la homogeneidad). Este cambio en la espacialidad tiene como resultado sus propios productos culturales: por ejemplo, los relatos y novelas posmodernas (Jameson, con toda su gracia, pone de ejemplo a Beckett) se organizan sistémica y formalmente para impedir su interpretación social e histórica.

Pero este cambio en el espacio también tiene consecuencias en el plano epistemológico (recordemos que el espacio en Kant es una de las intuiciones trascendentales): la consecuencia más patente es lo que Lacan llama (vinculado a la esquizofrenia) ruptura en la cadena de significante. Se trata justo de eso, de la imposibilidad de articular una cadena coherente de significantes a la hora de formalizar el mundo. El ejemplo claro son los Teletubbies gritando ¡Jugar! ¡Pelota! ¡Jugar pelota!: palabras inconexas carentes de estructuración.

Otro rasgo clave es la sustitución de la profundidad por la superficie. No se trata de una figura artística como el escorzo (la técnica de pintura de representar perspectiva en un plano), sino de algo mucho más denso: se impone la facticidad de los hechos superficiales sobre las causas, impidiendo como hemos dicho la interpretación, la superación de lo inmediato. El ejemplo que pone Jameson es el de un edificio de Los Ángeles que es totalmente plano y desde un punto de vista parece que no existe el edificio, que es sólo la enorme fachada.

Otro texto clave me parece que es Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman. El título es una cita del Manifiesto Comunista, que Marx saca (estoy casi seguro) de un pasaje de La tempestad de Shakespeare. Con ello, Marx quiere decir que todo lo que antes era absoluto, que se tenía como invariable, eterno, como sólido, acabará disolviéndose, tiene un carácter histórico (recuerda también al “todo lo que existe merece perecer” hegeliano). Estas metáforas de fluidos son constantes en la modernidad primero y en los análisis sobre el posmodernismo después (recordemos las cosas líquidas de Bauman).

El último texto que recomendaría es La sociedad del espectáculo, de Debord. Un texto bastante difícil de leer por su carácter condensado y estructurado en unidades separadas. El inicio no puede ser más claro: comienza con una cita de Feuerbach en la que se afirma que nuestra época “prefiere la imagen a la cosa, la copia al original”. Aquí, para no irme del tema, me centraría en algo muy específico: si antes hemos analizado la transformación que el posmodernismo hace en el espacio, ahora podemos analizar la transformación que opera del tiempo. Debord afirma que la imagen como representación se ha convertido en la forma final de reificación de la mercancía. El espectáculo, concepto que vertebra el texto, es definido como una visión del mundo que ha sido objetivada, separada del propio mundo, en la que la mercancía ha ocupado la totalidad de la vida social. Esto convierte el tiempo en una acumulación infinita de instantes homogéneos, intercambiables y equivalentes (es decir, no existe el tiempo de trabajo distinto del tiempo de descanso o tiempo de ocio, sino una amalgama indistinguible de todos): el espectáculo produce una falsa conciencia del tiempo (también aquí antihegeliana) como paralizado, como negación de la sucesión (Jameson afirmaba que el espacio se ha comido al tiempo, que la coexistencia impide la sucesión). Cobra importancia aquí el “fin de la historia” de Fukuyama como un espectáculo inmóvil de la detención de la historia (la forma ideológica más pura, la ideología por excelencia para Althusser).

Las transformaciones del espacio y del tiempo son aquí absolutamente necesarias para la reproducción y legitimación de las relaciones de producción del capitalismo tardío. Toda teoría que apuntale lógicamente estas relaciones de producción (¡esas teorías y ninguna más!) puede ser englobada dentro del posmodernismo y debería ser combatida hasta sus cimientos teóricos y fundamentos epistemológicos.


Tras este inmenso caos, si has conseguido llegar hasta el final sin duda ha sido más gracias a ti que a mí. Siguiendo una sugerencia, reúno aquí los textos que he utilizado para la exposición y que son una introducción muy buena al posmodernismo:

- "La lógica cultural del capitalismo tardío": F. Jameson.
- "La posmodernidad": J. Polo.
- "La agresividad en la sociedad industrial avanzada": H. Marcuse.
- "Experiencia y pobreza": W. Benjamin.
- "La sociedad del consumo": J. Baudrillard.
- "La era del vacío": G. Lipovetsky.
- "La distinción": P. Bourdieu.
- "Todo lo sólido se desvanece en el aire": M. Berman.
- "La lógica del fantasma": A. Carrasco Conde.
- "La sociedad del espectáculo": G. Debord.

Foto del Wells Fargo Court, edificio de L.A. mencionado en el texto de Jameson