lunes, 25 de enero de 2016

Ideología, violencia política y filosofía política en tres colisiones.

Índice.






I: «Allegro: Platón contra Trasímaco»:

Una lectura de la ideología en República apoyada en John Carpenter.



II: «Scherzo: Maquiavelo contra Hobbes»:

Confrontación articulada desde Spinoza y Descartes.


III: «Adagio: Benjamin contra Schmitt»:

El canon historiográfico contra la irrupción mesiánica.




IV: Bibliografía.


V: Notas





Este trabajo versa sobre la violencia política, la ideología y sus formas de reproducción, y el entrecruzamiento de estas con distintas filosofías de la historia. Está articulado en tres bloques históricos, en los que se enfrentarán concepciones opuestas: en el primero enfrentaremos a Platón y Trasímaco, en el segundo a Maquiavelo y Hobbes, en el tercero, a Walter Benjamin y Carl Schmitt. 



Allegro: Platón contra Trasímaco.



En el diálogo República Sócrates discute con Trasímaco y Glaucón acerca de la constitución y composición del Estado, así como de la forma más óptima de preservación de este para lograr un elevado nivel de felicidad y, por tanto, de asentimiento de los gobernados: «modelamos el Estado feliz, no estableciendo que unos pocos, a los cuales segregamos, sean felices, sino que lo sea la totalidad»[1]. Movidos por este mismo objetivo de estabilidad, ambos proponen los fundamentos de una teoría propia del Estado, y a su vez de la organización del koinós, de la comunidad. Se trata de la búsqueda de una vía para tratar de unificar intereses totalmente opuestos en un interés común. Platón afirmará que dentro del Estado existen, al menos, dos Estados: el de los ricos y el de los pobres[2]. Para evitar la destrucción y lograr un orden racional dentro de la polis, para lograr vivir según las leyes, en el mundo ordenado y domesticado (hemeros) y no en el exterior desconocido, el espacio inconceptualizable del agros. 


A partir de aquí, Sócrates y Trasímaco comienzan a discutir acerca de la fuerza, el poder y la violencia en política. La cuestión de la legitimidad del soberano por imponerse, y de dónde obtiene esta legitimidad, se vuelve central. Ambos reconocerán la necesidad del poder político para gobernar, pero difieren de la forma en la que este se adquiere y mantiene. Trasímaco afirmará que todo gobierno, sea este democrático o tiránico, «implanta las leyes en vista de lo que es conveniente para él […] una vez implantadas, manifiestan que lo que conviene a los gobernantes es justo para los gobernados»[3]. Queremos destacar aquí que cuando Trasímaco afirma que los intereses de los gobernantes se convierten en justos para los gobernados, no hay aquí ninguna idea platónica de justicia, ningún ideal regulativo que se muestre o se presente en la historia. Lo justo, para Trasímaco, es simplemente lo que la ley (obviamente, impuesta por los gobernantes) dice que es justo. La única forma de que los gobernados puedan transformar la ley e imponer la suya es, sencillamente, venciendo a los gobernantes. Por tanto, aquí el conflicto entre legalidad y legitimidad directamente no se presenta: lo legal es siempre lo legítimo, y para que este binomio pueda transformarse es necesaria siempre una acción ilegal e ilegítima (en este caso toda revolución es ilegítima) que logre imponerse y subvertir el estado de cosas dado, construyendo así una nueva legalidad, una nueva legitimidad.


Contra Trasímaco, Platón (utilizando a Sócrates como personaje) presenta una visión totalmente contrapuesta: «en ningún tipo de gobierno aquel que gobierna, en tanto gobernante, examina y dispone lo que le conviene, sino lo que conviene al gobernado y a aquel para el que emplea su arte […] »[4]. Aquí Platón presenta la idea garantista de Estado de derecho. El corte existente entre legalidad y legitimidad es total. Si una ley es injusta, es decir, ilegítima, es completamente legítimo cambiarla, siempre que se haga siguiendo los cauces marcados por la propia ley. Una ley que no lleve dentro de sí los mecanismos de su transformación «conforme al derecho», sencillamente no es una ley. Y esta ley, como condición de posibilidad de la supervivencia de la polis, está por encima de todo, incluyendo al propio demos[5]. Para explicar su postura sobre lo que conviene a gobernantes y gobernados, Platón pondrá el caso del médico: este (como «gobernante de cuerpos» y no como un mercader) debe siempre hacer aquello que le conviene al paciente, para así curarle de su enfermedad, y no aquello que le conviene al propio médico[6]. Hacer esto último es, sin lugar a dudas, una mala praxis. Lo lleve a cabo un médico o un gobernante. Aquí, Platón parece sostener (y también desenmascarar) algo así como la lógica presente de un «esclavismo de rostro humano», cuando afirma que todo esclavista tiene intereses (y temor) en que el odio de los esclavos no alcance un nivel tan elevado e insostenible que propicie una respuesta: «si alguno de los dioses sacara del Estado a uno solo de esos hombres que poseen cincuenta esclavos o más […], y lo pusiese con el resto de su patrimonio y de los sirvientes en un desierto donde ningún hombre libre pudiera acudir en su auxilio, ¿cuál piensas que sería el temor que lo asaltase, y cuán grande de que pereciera a manos de los esclavos?»[7]


A partir de esta divergencia, comienza una serie de reproches mutuos. Por ejemplo, Trasímaco le recrimina a Sócrates que este sólo busca desprestigiarle pero que, una vez destapado el argumento, este «no podrá ejercer ninguna violencia»[8], le recrimina haberle tendido una trampa, hasta tal punto que comienza a cuestionarse la propia lógica interna de la discusión: «o bien me dejas hablar como quiero, o bien, si quieres preguntar, pregunta y yo te diré “está bien” – como a las viejas que cuentan leyendas – asintiendo o disintiendo con la cabeza»[9]. Al aceptar estas condiciones, parece que Sócrates al fin y al cabo se decanta por no intentar convencer a Trasímaco, sino por llevar a cabo un monólogo en el que no se sacará nada en claro. De esta forma, Sócrates elige incumplir la máxima brechtiana-galileana: «la victoria de la razón sólo puede ser la victoria de los que razonan»[10].


Después, como hemos afirmado, comienza una disertación socrática acerca de la fundación y mantenimiento del Estado, entendiendo este como el orden social óptimo para la seguridad y la asignación de roles determinados. Sócrates contrapondrá a los fundadores del Estado con los poetas[11], afirmando que estos últimos no hacen sino sustituir el qué por el cómo: «una vez que se asigna al texto la armonía y el ritmo adecuados, sucede que el que recita correctamente sólo necesita recitar según la misma cadencia y en una misma armonía»[12]. Por tanto, lo que Sócrates intenta es evitar las trampas retóricas que utilizan los poetas para fingir que poseen un conocimiento que en realidad no tienen.


La primera acción de la filosofía debe de ser, siguiendo a Platón, el enfrentamiento directo con los poetas, los «amantes de la opinión». Este es el sentido que tiene el conocido «mito de la caverna», que en realidad no es sino el acto positivo (no como simple negación) y doloroso de escapar de las garras de la ideología. Por así decirlo, en la ideología no se cae (porque lo inunda absolutamente todo), sino que se lucha por escapar de esta (que después se logre o no ya es otra cosa). Para esta explicación utilizaremos alguna escena de la película They live [Están vivos] (1988) de Carpenter. Platón, una vez explicado el juego de sombras que opera en la caverna, afirma: «¿no piensas que [quien acaba de ver objetos y no sombras] se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas [sombras] que antes veía eran más verdaderas que las que se muestran ahora [objetos]?»[13]. Es aquí donde opera sin duda el juego de la ideología: lo «viejo falso» se presenta como más real que lo «nuevo verdadero». El primer paso en el análisis de la ideología, o mejor dicho, en empezar a contar con ella en nuestros análisis, es la negación de esta [14]. En el caso de la película de Carpenter este movimiento también está presente. Recordemos la trama: se trata de John Nada, un trabajador homeless que un día encuentra unas gafas de sol que le permiten descubrir un mensaje oculto bajo todos los carteles publicitarios (Obey) e incluso en el papel moneda (This is your god). Su primera reacción es, como la del esclavo platónico, arrancarse violentamente las gafas de forma perpleja. Una vez que se «acostumbra» a lo que ve («necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba»[15]), descubre una aterradora realidad: entre los humanos habitantes de la tierra hay extraterrestres camuflados, indistinguibles sin las gafas, que intentan tomar el control de la tierra y dominar a sus habitantes. Lo importante de aquí es que el acto de luchar contra la ideología no es sólo negativo (la ideología no es un velo que se puede arrancar a todo el mundo): es un acto en positivo. Es necesario el esfuerzo de coger las gafas y ponértelas: aquí entra en juego la famosa escena de la película, en la que Nada intenta obligar a un compañero a ponerse las gafas de sol y, ante su negativa, comienza una pelea estilo pressing catch que dura más de nueve minutos. Detrás de esta pelea está el dolor de no querer asumir la realidad (los golpes entre ambos parecen muy duros, son el «anhelo de la imagen de una pasión, el sufrimiento»[16], como afirmó Barthes sobre este espectáculo). La cita de Platón no puede ser más clara al respecto: «y si se le forzara (sn) a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran?»[17].


Al final, Nada consigue llevar a cabo el «sueño platónico», la revolución del Rey filósofo. Junto al resto de personas sintecho, y armados con fusiles y gafas de sol, deciden asaltar la sede central de la televisión, ocupada por extraterrestres y desde donde sale la señal que permite camuflarlos. De esta forma, Nada consigue desenmascarar a los poetas: ahora todo habitante de la polis es capaz de verlos tal y como realmente son: como extraterrestres, como conquistadores galácticos imperialistas.


Por tanto, en Platón, la violencia contra los poetas es totalmente legítima[18], no porque República sea un ideario totalitario protofascista como sostenía Popper, sino porque la violencia contra los poetas es de respuesta, es la violencia de la realidad, del «mundo de las ideas», contra el simulacro, la representación, la copia, la ilusión, el espectáculo. Se trata, como afirma Badiou[19] de la irrupción de las ideas de Bien, Justicia, Belleza, en el continuum infragmentado del sistema de representación, del shock desestabilizador, del Acontecimiento.






Scherzo: Maquiavelo contra Hobbes.


Dando un salto de trapecista de unos dos mil años, nos desplazamos directamente a otro punto de choque político e histórico que puede rastrearse al comienzo de la Modernidad: el choque entre las ideas de sujeto, de telos y de proyecto político en, por un lado Hobbes y Descartes, contra Maquiavelo y Spinoza por otro. Aquí intentaremos que el choque no sea tan localizado y unidimensional, sino que se extienda a todo el pensamiento moderno en su conjunto.


Es muy recurrente en la Modernidad el uso de la falacia naturalista para explicar el nacimiento y desarrollo de las sociedades: esta falacia naturalista se presenta siempre con la idea de «pacto social». Se trata de un proyecto de explicación del funcionamiento óptimo de las sociedades humanas atendiendo al llamado «estado de naturaleza», es decir, a una idea de humanidad totalmente ahistórica, trascendente e inmutable que vertebra toda construcción social humana[20]. Se constituye siempre como límite infranqueable, y ha sido utilizada tanto por revolucionarios jacobinos como por reaccionarios antiilustrados como de Maistre.


Podemos afirmar sin equivocarnos que el análisis del Estado que Hobbes lleva a cabo en Leviatán parte del poder. Este define el poder como «los medios que [alguien] tiene a mano para obtener un buen futuro que se le presenta como bueno»[21], es decir, como la capacidad de un «hombre»[22] para lograr que se impongan sus intereses. De hecho, cuando Hobbes habla de libertad se refiere a esta en términos puramente geométricos y físicos, exclusivamente como libertad negativa: «libertad significa, propiamente, ausencia de oposición; por oposición quiero decir impedimentos externos del movimiento, y puede referirse tanto a las criaturas irracionales e inanimadas como a las racionales»[23]. Por tanto, el concepto de libertad en Hobbes puede igualarse a ausencia de impedimento, es totalmente asimilable con la libertad liberal (que defienden parcialmente pensadores como Smith o Mill). De hecho, la función del Estado, al igual que la de los individuos, Hobbes la define como «el procurar su propia conservación y, consecuentemente, una vida más grata»[24].


Hobbes parece defender los postulados liberales también cuando habla de «estado natural» como de un estado de guerra y de competencia. Para caracterizar retrospectivamente este estado previo a la civilización, Hobbes utiliza un postulado fundamental, el de la igualdad natural entre todos los seres humanos: «la diferencia entre hombre y hombre no es tan apreciable como para justificar el que un individuo reclame para sí cualquier beneficio que otro individuo no pueda reclamar con igual derecho»[25]. Estamos aquí ante el paraíso neoliberal del llanero solitario de los westerns de Ford: miles de emprendedores que, cargados de sueños y con intereses totalmente opuestos a los del resto del mundo, se lanzan a la carrera por vallar terrenos de nadie y prosperar. El límite es el cielo, ni siquiera es necesario que se aplique el tópico de la «ley del más fuerte». Como afirma Hobbes: «en lo que se refiere a fuerza corporal, el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya mediante maquinaciones secreta, o agrupados con otros que ven el mismo peligro que él»[26]. Las diferencias físicas no son decisivas para triunfar en el mercado, puesto que pueden ser compensadas con otras aptitudes. Se presupone una igualdad metafísica de base en este juego que consiste en algo así como conquistar para defenderse de los conquistadores, en un estado de guerra.


Según este relato que estamos contando, Hobbes debería ser un pensador de cabecera para todos los ideólogos liberales, aquellos que Marx llamaba, en el Postfacio a la segunda edición del primer libro de El capital, «espadachines y sofistas intelectuales a sueldo de la clase dominante»[27]. Pero, ¿por qué Hobbes (máximo exponente del concepto liberal de libertad negativa) no es bien recibido entre intelectuales liberales? Precisamente porque a las conclusiones a las que llega son de todo menos liberales. La consecuencia fundamental la podríamos resumir diciendo algo así como que la competencia es totalmente incapaz de producir vínculo, de producir una comunidad: «mientras los hombres viven sin ser controlados por un poder común que los mantenga atemorizados a todos, están en esa condición llamada guerra, guerra de cada hombre contra cada hombre»[28]. Es necesario por tanto, para Hobbes, la existencia de un poder superior de control y sujeción, un Leviatán, «capaz de atemorizarlos a todos»[29], que logre imponer la paz[30], ante toda la inseguridad jurídica. De esta preciosa forma lo expresa Hobbes: «donde no hay un poder común, no hay ley; y donde no hay ley, no hay injusticia»[31].


Esta idea hobbesiana de Leviatán como sujeto central que logra imponerse para salvaguardar el mundo y sus relaciones sociales, se puede ver como la realización política del proyecto cartesiano. Se trata de un voluntarismo que se impone a la realidad y de una clara analogía estructural entre Dios y el Soberano (el nombre bíblico de Leviatán ya es un claro indicativo de esto). En sus Cartas a Marin Mersenne, Descartes afirmará que las verdades eternas son criaturas, es decir, tienen el mismo estatuto ontológico que el del resto de la creación divina. Por tanto, no pueden sino depender también de la voluntad de Dios, una voluntad que, recordemos, es eterna e inmutable[32]. Por tanto, estas verdades eternas no pueden decir nada sobre su Creador, Dios, por estar este por encima de la inteligibilidad de las leyes. Lo único que se puede decir de las leyes naturales es que dependen de Dios, pero no explican nada de este[33].


Y un poco más adelante, Descartes vinculará esta posición epistemológica con una posición política, que se parece bastante a la filosofía política de Hobbes y, como veremos en el último bloque, a la de Carl Schmitt. Se trata de la articulación de un conjunto formado por un sujeto central, un voluntarismo político y una noción de telos, que legitima una analogía estructural entre los conceptos de Dios y de Soberano: «Dios establece las leyes naturales como un rey las leyes de su reino»[34]. La analogía entre orden natural y orden político aquí es llevada a su máximo exponente: la legitimación de un orden social proviene del funcionamiento de las leyes físicas y las verdades eternas, el Soberano se afirma como Dios encarnado, con la diferencia (claro está) de que Dios siempre es capaz de imponer las leyes naturales. Un rey, afirma Descartes, si pudiera, «imprimiría las leyes en el corazón de sus súbditos»[35], al igual que Dios hace con las leyes de la naturaleza y nuestro entendimiento.


En el otro lado del esquema tenemos, como hemos afirmado, las posiciones opuestas de Maquiavelo, Spinoza y, como veremos después, Walter Benjamin. Aquí está presente una crítica a la teleología, la destrucción de la noción de sujeto y el desmontaje de la noción de pacto social. Podemos entender la figura de Maquiavelo como la de un pensador de las formas jurídicas justamente previas a la construcción del Estado Nación, en una especie de desconexión con una tradición, un pensamiento inclasificable, aislado, sin continuación (de hecho creo que es imposible, desde su pensamiento, contestar a una cuestión tan fundamental como la cuestión de Monarquía o República, Maquiavelo escapa a esta lógica y busca una nueva forma de gobierno, un «nuevo príncipe»). De esta forma lo describe el pensador italiano Antonio Gramsci: «El estilo de Maquiavelo no es el de un tratadista sistemático, como los que existían en la Edad Media y en el Humanismo; al contrario: es el estilo de un hombre de acción que quiere mover a la acción, es el estilo de un manifiesto de partido»[36]. Por tanto, siguiendo a Gramsci, cuando leemos El príncipe no debemos leerlo como un tratado político sino como un manifiesto de acción, no se trata tanto del componente descriptivo sino del performativo.


Y en este sentido analiza Maquiavelo los contratos y reformas, no como simple anotador sino para proponer la transformación política de la realidad existente. Podríamos aplicar perfectamente sobre su propia obra estas palabras: «todo innovador tiene como enemigos a cuantos el viejo orden beneficia y como tibios defensores a aquellos a los que nuevas leyes beneficiarían»[37]. Quizás esta impresión de “fuera de tiempo” que nos dé Maquiavelo al leerlo explique esta enemistad con los beneficiarios del viejo orden. Al igual que Marx[38], Maquiavelo destruye, previamente a que tomaran forma en la Modernidad, los mitos contractualistas. Debajo de la construcción del Estado moderno no está el pacto social, no hay ninguna pacífica reunión de oikos que buscan articular una comunidad. Debajo de la construcción del Estado moderno subyace violencia y poder. Como afirma Althusser, Maquiavelo descubrió que «toda forma política entraña antagonismo, lucha de clases»[39]. Maquiavelo siempre se muestra de esta forma crítico respecto de todo relato de legitimación de todo orden jurídico-político.


Y con posiciones filosóficas bastante incompatibles a las de Descartes encontramos sin duda a Spinoza[40]. Spinoza, contra el sujeto central del cogito, entiende el yo como un nódulo de determinaciones (desde aquí toma pie la lectura estructuralista que hace Althusser en Sobre Spinoza[41]), en el que este es entendido como dispersión: Spinoza pone mucho cuidado en no caer en la común oposición moderna de oponer sujeto y mundo (o alma y cuerpo) sino en hablar de una coordinación, del pensamiento como un atributo de la sustancia natural[42].


Además, su enfrentamiento con Descartes también tiene otro punto de conflicto en otra cuestión, si cabe, más importante: la cuestión de la voluntad de Dios y la teleología. El inmanentismo de Spinoza (es decir, entender que a lo que llamamos Dios no es sino las leyes de la naturaleza) entra radicalmente en conflicto con la idea de Descartes de una voluntad divina que trasciende las leyes naturales. Spinoza afirma que lo que hace el «vulgo» (aquí este término no tiene connotación social, la ignorancia de la que habla Spinoza es exclusivamente epistemológica) es proyectar su falta de entendimiento sobre la infinita potencia de Dios y de la naturaleza. Nos perdemos en la idea de causa (es decir, estamos preguntando por la causa de la causa, estableciendo una cadena) y terminamos por cerrar el argumento circular recurriendo a la voluntad divina como algo trascendente a la naturaleza: «no cesarán de preguntar las causas de las causas, hasta que os refugiéis en la voluntad de Dios, ese asilo de la ignorancia»[43]. Por desgracia, es fácil caer en este prejuicio teleológico, por lo que la tarea de Spinoza está encaminada aquí a intentar resaltarlo y combatirlo con algo así como una “genealogía de la superstición”: nuestra ignorancia de las causas, acompañada de un deseo por conocer nos lleva a proyectar una idea de causa final que utiliza la naturaleza como medio[44], no quedándonos más remedio que refugiarnos en la causa eficiente definitiva: la voluntad de Dios.


Esta voluntad divina está sin duda reforzada por la idea de teleología que recorre los planteamientos de Descartes, Hobbes, y de Carl Schmitt. La oposición de Spinoza a esta teleología no puede ser más clara: «la naturaleza no tiene fin alguno prefijado, todas las causas finales son, sencillamente, ficciones humanas»[45]. Hablar de fines en Dios es, directamente, negarle su perfección, la necesidad de actuar conforme a un fin implica ya una carencia, que no estamos legitimados a atribuirle a Dios: «si Dios actúa con vistas a un fin, es que – necesariamente – apetece algo de lo que carece»[46]. Por tanto no se trata de explicar las leyes naturales conforme a la «libertad de su voluntad o por su capricho absoluto, sino en virtud de la naturaleza de Dios [es decir, según Spinoza de la naturaleza de las ¡mismas! leyes naturales], o sea, su infinita potencia, tomada absolutamente»[47].


Aparte del citado Apéndice del Libro I de la Ética, el otro texto clave donde Spinoza intenta llevar a cabo esta “genealogía de la superstición” es el Prefacio del Tratado teológico-político[48]. Aquí, Spinoza hablará del miedo como la «causa que hace surgir, que conserva y que fomenta la superstición»[49]. Como afirma Althusser, con estos dos textos se puede construir una teoría de la ideología en Spinoza. La mistificación ideológica consiste en una «alianza secreta» entre el fin entendido como forma y la ilusión de un sujeto[50]. Destruir esta mistificación será la prioridad de Benjamin.






Adagio: Benjamin contra Schmitt



Nuestro último enfrentamiento, dando otro salto de trapecista pero no tan exagerado, será el que enfrente las filosofías de la historia de Walter Benjamin y de Carl Schmitt. Antes de nada, queremos hacer una precisión por pura justicia: oponer autores con situaciones vitales tan distintas nos parece totalmente injusto. Benjamin pasó media vida huyendo del régimen nazi, mientras que Schmitt tuvo «una habitación propia» en términos de Virginia Woolf, es decir, independencia y tranquilidad para escribir y desarrollar una línea teórica más sistemática y menos fragmentaria[51]. Sólo esta diferencia pone en tremenda desventaja a ambos autores, entre los que, recordemos, se forjó una amistad extraña[52] de respeto e interés mutuo y de grandes luchas teóricas a través de cartas. Estas luchas teóricas fueron tan fuertes que podemos afirmar que bastantes conceptos desarrollados por Benjamin (irrupción, violencia divina, Stillstand) directamente fueron construidos para oponerse al sistema de Schmitt. Por tanto, primero explicaremos el esquema de este último para después analizar cómo la filosofía de Benjamin se inserta para destruirlo.


En su conferencia de 1932 La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones[53], Carl Schmitt intenta construir lo que él denomina una «historia conceptual», es decir, una historia de los conceptos que esté desvinculada de la filosofía política entendiendo esta como historia de las ideologías, planteamientos y valores trazados para la organización de una sociedad determinada. Esta historia conceptual jamás puede ser abstracta, sino que, como afirma Schmitt, parte de un presente determinado, de una situación propia concreta: «todo conocimiento histórico es conocimiento del presente»[54]. Se trata por tanto de un esfuerzo por evitar todos esos anacronismos y proyecciones ingenuas que arrojamos desde nuestro presente a las sociedades pasadas, como si el significado de los términos fuera ahistórico, se conservara inmutable con el paso del tiempo[55]. 


Hemos afirmado que la historia conceptual, la historia de la cultura, se hace siempre desde un presente cargado de prejuicios: la idea de un presente cargado de sentido, de algo así como un «sentido actual» resuena bastante hegeliana. Se podría afirmar que en el planteamiento de Schmitt aún existe ese poso hegeliano que desborda su filosofía de la historia (cuando analicemos los desplazamientos de las esferas esto se verá mucho más claro). El sentido que rebosa el presente es tal que la estructura del proceso histórico o, más bien, el mismo proceso histórico, es un jalón que constituye una parte del presente. De esta forma la estructura se inserta en el presente y lo vertebra.


Schmitt entiende la estructura de la historia como un conjunto de «centros de gravitación espiritual»[56], como esferas autónomas que están vertebradas en su centro por conceptos. Se trata, siguiendo con la analogía hegeliana y el mismo texto de Schmitt, de «etapas que ha recorrido el espíritu»[57] y que se desplazan en el tiempo, es decir, tienen un movimiento de arrastre que determina los vectores que constituirán el presente del espíritu. Cada centro tiene un concepto de cultura que le es interior, un problema que está latiendo en el núcleo y al que el resto de motivaciones se presentan «por añadidura»[58], de hecho, afirma Schmitt, «el Estado […] adquiere su realidad y su fuerza a partir de lo que en cada caso constituye ese ámbito central»[59]. Estos centros de gravitación se identifican prácticamente con los propios siglos meramente cronológicos y, desde el XVI al XX son: teología, metafísica, moralismo humanitario, economía, técnica[60]. En base a estos criterios, Schmitt se lanza a construir un canon historiográfico, que no llega a ser ni materialista ni idealista (puesto que radica en la historia concreta pero se basa en los conceptos) con el que poder analizar cada época e ir cribando a aquellos autores que escapan al canon[61]. El criterio que utiliza Schmitt para proyectarlo y construir el canon es el siguiente: existe una analogía estructural entre los conceptos teológicos-metafísicos y los políticos[62]. El derecho a gobernar se basa según Schmitt en la capacidad para reconocer la evolución histórica de los conceptos, y el centro de gravedad en torno al cual gira una determinada época[63]. A partir de aquí, Schmitt introduce una reflexión muy interesante acerca de la neutralidad: hay una tendencia, en el desplazamiento y afirmación de las esferas, a la neutralización de la política, a la «búsqueda de una esfera neutral»[64], una esfera que logre acabar con los enfrentamientos y litigios (no es casualidad que el «sistema natural de la teología, la metafísica, la moral y el derecho»[65] surgiera en un momento en el que las guerras de religiones estaban desangrando Europa). De esta forma explica Schmitt la neutralidad: «un dominio que desempeña un papel central hasta un momento determinado se neutraliza por el hecho de que deja de ser central; se tiene la esperanza de que sobre la base del nuevo centro de gravedad pueda hallarse un mínimo de coincidencia y de premisas comunes que pueda garantizar seguridad, evidencia, entendimiento y paz»[66]. Fue necesario despotenciar y neutralizar estos conceptos teológicos para evitar la destrucción en las ya mencionadas guerras civiles de religión.


A partir de este desarrollo introductorio de la filosofía de la historia schmittiana, podemos pasar ya a analizar Teología política[67]y el concepto de soberanía que opera en este texto. La definición de soberanía que da Schmitt justo al inicio no puede ser más clara: «soberano es quien decide sobre el estado de excepción»[68]. Es decir, el soberano es aquel que es capaz de decretar el estado de excepción y, lo que es más importante, el que puede considerar qué situaciones son excepcionales y cuáles no[69]. Además, el soberano es capaz de trazar la distinción existencial más originaria y que define lo político (la distinción que existe entre «amigo y enemigo»), así como poder decretar la guerra. Bajo la figura del soberano podemos rastrear dos principios que son centrales: la voluntad y la decisión. Utilizando a Bodino («el mérito de Bodino […] se debe a haber insertado en el concepto de la soberanía la decisión»[70]), Schmitt construirá su método de investigación (la sociología conceptual, que consiste en estudiar la estructura sistemática de los conceptos jurídicos y relacionar esta estructura con la estructura de los conceptos teológicos) y fundamentará el decisionismo. La motivación latente que atraviesa todo Teología política es la de rastrear lo teológico bajo lo jurídico.


Schmitt ve una clara analogía estructural entre los conceptos de Monarca moderno y de Dios barroco y, paso a paso, va desglosando varias propiedades atribuibles a ambos (la trascendencia respecto de la ley del Monarca y trascendencia respecto de la naturaleza de Dios, la decisión y la gracia, el poder ilimitado del Monarca y el creacionismo divino, el estado de excepción y los milagros, la emisión de decretos y los dogmas). La estructura, como forma lógica que sustenta los conceptos, es la misma en ambos casos. La forma teológica evidente converge necesariamente con la forma política evidente[71].


Del decisionismo, contrapuesto a lo que Schmitt llama parlamentarismo[72], podemos extraer algunos rasgos que lo definen: la trascendencia del soberano respecto del derecho se opone a la inmanencia del «imperio de la ley» del parlamentarismo[73]. Un fuerte voluntarismo (con una idea central de sujeto) se opondrá a la disolución del sujeto por medio de la razón[74], al antihumanismo y a la «discusión perpetua» del parlamentarismo. Un realismo político barrerá el utopismo, y la idea de un telos como finalidad, como sentido último en la acción del soberano (desde la que se puede rastrear una escatología y un «fin de la historia» en sentido hegeliano) se opondrá a la dispersión del sentido, a la antiteleología y la crítica a la idea de progreso en las filosofías ateas de Spinoza o Maquiavelo. Exponente de este «ateísmo» es también Walter Benjamin, cuyo materialismo dialéctico es radicalmente antiteleológico[75]. De hecho, como hemos afirmado, la oposición entre Schmitt y Benjamin era manifiesta y no sólo teórica sino también política[76]. Los conceptos benjaminianos que explicaremos no pueden ser integrados de ninguna manera en el sistema de los centros de gravitación de Schmitt, ya que destruyen su lógica de movimiento. Comenzaremos por el concepto de «violencia divina» para después, ya en las tesis Sobre el concepto de historia[77] hablar del concepto de «suspensión mesiánica del acontecer» y de la «irrupción».


En su prólogo a Crítica de la violencia, el profesor Eduardo Maura define el propósito del ensayo de Benjamin como doble: «primero, establecer los fundamentos para una distinción entre violencia mítica y violencia divina; segundo, elevar desde dicha dicotomía una crítica de largo alcance de las estructuras del poder establecido»[78]. Benjamin habla de dos tipos de violencia que sirven al status quo, es decir, al orden social establecido. Estos dos tipos son la violencia que funda derecho («violencia mítica») y la violencia sostenedora de derecho (la policía, la represión armada). Estas dos violencias son monopolio del Estado como garante de la seguridad y de la paz (recordemos aquí a Schmitt cuando afirma que el Estado obtiene su legitimidad en base a garantizar esta seguridad) y son visibilizadas en aquellas situaciones en las que el Estado necesita imponerse. Si Schmitt afirmaba algo así como que todo pacto siempre esconde la violencia que lo engendró[79], podemos decir algo no muy diferente con Benjamin: la violencia mítica, así como la violencia de coerción, intentan ser invisibles, se refugian en la cotidianidad, y sólo salen a la superficie en situaciones muy especiales. Por ejemplo, la violencia mítica como fundación, como mito originario de la construcción de una sociedad, puede resaltarse en un momento de exaltación nacional[80] o la violencia sostenedora del derecho, que sale a flote en una situación de excepción política[81]. Estas dos violencias sirven para la «conservación de un orden establecido por el destino»[82], y obedecen a la lógica teleológica de fines y medios (es decir, la violencia se legaliza por medio de ordenamientos jurídicos para ser utilizada con la finalidad de preservar un orden social). El «dogma fundamental» común a la teoría jurídica es aquí el siguiente: «fines justos pueden ser alcanzados con medios legítimos, medios legítimos pueden ser empleados para fines justos»[83].


Pero existe en Benjamin otra violencia que escapa a la lógica de medios y fines, una lógica que no puede ser conceptualizada y utilizada por un sistema de opresión: la «violencia divina»[84]: «La violencia divina constituye la antítesis de la violencia mítica en todos los aspectos. Si la violencia mítica instaura derecho, la divina lo destruye; […] si la violencia mítica inculpa y expía al mismo tiempo, la divina redime»[85]. El filósofo esloveno Slavoj Žižek nos propone, en Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales[86] identificar este concepto de «violencia divina» con procesos históricos. Por ejemplo, violencia divina es el Terror Revolucionario (sea el francés de 1792 o el ruso de 1919), violencia divina es odio autodestructivo de la clase obrera negra inglesa tras el asesinato de Mark Duggan en 2011, son las explosiones de rabia de aquellos jóvenes franceses a los que Sarkozy llamó racaille de la patrie en 2008. La violencia divina es, según Žižek, «sólo el signo de la injusticia del mundo, de ese mundo que éticamente carece de vínculos»[87], un «signo sin significado»[88] incapaz de ser asumido por ningún medio, una violencia que tiene valor por sí misma, que jamás es medio y no sirve para legitimar y sostener un orden social[89], se trata de una irrupción desde el orden del acontecer que destruye la lógica del continuum, es decir, la lógica de reproducción de la historia.


Ahora pensemos cómo podría integrarse esta noción de violencia divina en la filosofía de la historia de Carl Schmitt. Una violencia que sólo sirviera para desestabilizar el orden social, para abolir la noción de telos y para resistir al canon historiográfico que Schmitt lleva a cabo no puede ser integrada en la lógica de esta filosofía. Pareciera que Benjamin, cuando escribía la Crítica de la violencia, estuviera pensando en un concepto que sirviera algo así como de cuña, de tope que impidiera el desplazamiento de las esferas de Schmitt. Parece que el concepto de acontecer benjaminiano[90] de lo cualitativamente distinto, la lógica del Acontecimiento utilizando el término de Alain Badiou, sirviera precisamente para destruir la teleología del sistema de Carl Schmitt[91].


El historicismo de las esferas espirituales desplazadas de Schmitt se parece bastante a ese «huracán» al que Benjamin en la tesis más conocida de Sobre el concepto de historia (la IX), denomina «progreso»[92]. Se trata de un desplegamiento hegeliano por etapas, que constituyen el desvelarse de un sentido último, que sólo Dios es capaz de observar, un sentido que justifica todas las catástrofes, guerras, ruinas, que inundan las páginas de los libros de historia. Este «amontonamiento de ruinas», que produce terror en los conocidos ojos del Angelus novus de Paul Klee (recordemos: el huracán del progreso le impide plegar sus alas, es arrastrado hacia el futuro, al que da la espalda, y mientras sólo es capaz de ver las ruinas acumuladas que la historia deja en su paso), es lo que justifica el Zeus homérico de Schiller que pintó Ingres: «como el Zeus homérico, la Historia observa con una mirada igualmente regocijada los trabajos sangrientos de las guerras y la actividad de los pueblos pacíficos que se alimentan inocentemente con la leche de sus rebaños. Por desordenada que parezca la confrontación de la libertad humana con el curso del mundo, la Historia contempla con tranquilidad ese juego confuso; porque su mirada, que llega lejos, ya descubre a la distancia la meta hacia la cual esa libertad sin reglas es conducida por la cadena de la necesidad»[93]. Podemos ver en el Angelus novus benjaminiano de Paul Klee y en el Zeus homérico schilleriano de Ingres a dos imágenes espectrales opuestas, a dos enemigos irreconciliables. El terror contra la serenidad. El sufrimiento empático contra la complicidad e indiferencia.


Pero este historicismo, recogido bajo la fórmula de Löwy de «cortejo triunfal de vencedores»[94], de un enemigo «que no ha dejado de vencer»[95], no es lo único que acontece en la historia. De hecho, entre esta acumulación de ruinas, a veces ocurre la irrupción de algo nuevo, de una chispa que no se ha perdido entre las ruinas («la historia no pierde nada de lo que jamás aconteció»[96]): un instante de detención [Stillstand], de «suspensión mesiánica del acontecer»[97]. Estos ejemplos son 1792, 1871, 1917, fechas grabadas en la memoria de aquellas personas que sobreviven entre las ruinas que deja la historia, momentos en los que el tiempo se detiene: durante la Comuna de París (1871), Benjamin escribe: «cuando había caído la noche del primer día de combate, sucedió que en muchos lugares de París, independientemente y al mismo tiempo, comuneros dispararon contra los relojes de las torres de los campanarios. Un testigo, […] escribió entonces: […] tiraient sur les cadrans pour arrêter le jour [disparaban a los relojes para detener el día]»[98].


La posibilidad de recuperación y articulación de estos momentos de detención, de suspensión, radica en el carácter de actualidad que estos presentan: las revoluciones pueden ser recuperadas porque nunca son totalmente pasadas, siempre están, como un espectro, en un espacio entre el pasado y el presente[99], como una «citación a la orden del día»[100]. El pasado, que amenaza siempre con desaparecer, sólo emerge entre las ruinas y se hace citable cuando el materialista histórico «cepilla a contrapelo la historia»[101]. Recordemos aquí la lectura del tiempo hebreo, no como una temporalidad vacía, mecánica y meramente cuantitativa[102], sino un tiempo inseparable de su contenido, cualitativamente distinto y lleno de memoria y de actualidad, un «tiempo actual»[103]. Se trata de algo así como de sustituir la temporalidad del reloj por la temporalidad del calendario.


Aun así, este pasado sólo podrá ser completamente citable cuando se produzca el día del «Juicio Final»[104], en la que se producirá la salvación final de todas las almas (apokatastasis en la teología cristiana) y el momento de la redención (tikkun, en la teología hebrea). Aquí late esa «débil fuerza mesiánica»[105] que el materialista histórico debe reconocer en el pasado no sólo para contemplarlo sino para dar ese «salto de tigre hacia el pasado»[106], hacerlo presente y lograr hacer saltar por los aires el «continuum de la historia»[107]. El historiador materialista, al igual que los adivinos judíos, no debe mirar al futuro. Este es sólo una «pequeña puerta entreabierta en espera de la entrada del Mesías»[108] de la que nada más podemos saber. Debe mirar al pasado, puesto que el odio y la voluntad de sacrificio del que quiere llevar a cabo una revolución haciendo estallar el continuum no nace de la esperanza, sino del sentimiento de venganza: «ambas se nutren, no del ideal de los nietos liberados, sino del recuerdo de los antepasados sometidos»[109].












Bibliografía.



ALTHUSSER, L., La soledad de Maquiavelo, Madrid, Akal, 2008
BADIOU, A., La República de Platón, Buenos Aires, FCE, 2013
BARTHES, R, Mitologías, Madrid, Siglo XXI, 1999
BENJAMIN, W., Estética y política, Buenos Aires, Las cuarenta, 2000
                       Escritos políticos, Madrid, Abada, 2012
                       Crítica de la violencia, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010
                       Calle de dirección única, Madrid, Abada, 2011
BRECHT, B., Galileo Galilei, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1976
DESCARTES, R., Cartas a Marin Mersenne, Madrid, Encuentro, 2013
GRAMSCI, A, La política y el Estado moderno, Barcelona, Diario Público, 2009
HOBBES, T., Leviatán, Madrid, Alianza, 2009
ILYENKOV, E., Dialectical Logic, Polonia, Marx-Engels-Lenin Institute Press, 2014
KORSCH, K., Concepción materialista de la historia, Bilbao, Zero, 1975
LÖWY, M., Walter Benjamin: aviso de incendio, Argentina, FCE, 2012
MAQUIAVELO, N., El príncipe, Barcelona, Altaya, 1993
MARX, K., El capital (8t.), Madrid, Akal, 2013
PLATÓN, República, en Obras completas II, Madrid, Gredos, 2011
ROBESPIERRE, M., Virtud y terror, Madrid, Akal, 2010
SCHMITT, C., El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 2014
                    Teología política, Madrid, Trotta, 2009
SPINOZA, B., Ética, Madrid, Alianza, 2011
                    Tratado teológico-político, Madrid, Alianza, 2014
ŽIŽEK, S., Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Barcelona, Austral, 2013




Notas:



[1] Platón, República, en Obras completas II, Madrid, Gredos, 2011, p.120.
[2] Ibíd., p.122. Queremos recalcar la necesidad de entender que el Estado no es una totalidad abstracta y detenida sino que está totalmente atravesado de pugnas, luchas y de reconocimiento político.
[3] Ibíd., p.26.
[4] Ibíd., p.31.
[5] Recordemos el conocido caso del juicio en bloque a los generales de las Arginusas en el 406 a.C.
[6] Muy interesante aquí el uso de una falacia naturalista en el argumento de Platón: el hecho de comparar el gobierno de una ciudad con el cuidado del cuerpo. La relación biopolítica estará bastante presente en todos los análisis del Estado a lo largo de la Modernidad y de las corrientes contemporáneas.
[7] Ibíd., p.293.
[8] Ibíd., p.29. Muy interesante aquí la idea de que un argumento “destapado” no tiene fuerza.
[9] Ibíd., p.40.
[10] Brecht, B., Galileo Galilei, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1976, p.160.
[11] Platón, República, op. Cit., p.71. El término “poeta” ha sufrido una mutación importante. En la época de Platón estos debían identificarse, a grandes trazos, con los creadores de opinión que, a través de la música, obligaban a memorizar al pueblo.
[12] Ibíd., p.94.
[13] Ibíd., p.223.
[14] Como afirma Zizek, el movimiento de negación de la ideología es el más fuerte, y el movimiento ideológico por excelencia: toda ideología se camufla de no ideológica para reproducirse y perpetuarse.
[15] Ibíd., p.224. Nos preguntamos si no sería mejor aquí utilizar el verbo en negativo, y hablar de “desacostumbrarse”.
[16] Barthes, R, Mitologías, Madrid, Siglo XXI, 1999, p.17. Muy interesante aquí analizar que el mismo combate es un juego de espejos, una representación teatral en el que el dolor es exagerado.
[17] Platón, República, op.cit., p.223.
[18] Hasta tal punto que pueden ser coaccionados para impedir que sus composiciones sean recordadas por el pueblo, obligándoles a tocar únicamente marchas militares. La coacción de los poetas es tan de vital importancia que se encuentra al principio (y no al final como apostilla), como parte estructural del proyecto platónico. 
[19] Badiou, A., La República de Platón, Buenos Aires, FCE, 2013.
[20] Esta falacia naturalista, salvo algunas excepciones (Robespierre, Sade), tiende a ser profundamente reaccionaria y legitimadora del orden social existente (en el caso de Kant, o del Emilio de Rousseau, esto es muy claro).
[21] Hobbes, T., Leviatán, Madrid, Alianza, 2009, p.83.
[22] Muy importante aquí esto: Hobbes, como la mayoría de los pensadores modernos salvo honrosas excepciones (de la Barre, por ejemplo), justifica y legitima la opresión patriarcal. Lo que le diferencia del resto de pensadores como Rousseau o el mismo Maquiavelo es que para Hobbes la injusticia jurídica, política y epistemológica que sufren las mujeres no se debe a razones naturales, a una naturaleza inferior, sino a una derrota histórica: en algún momento del pasado, las mujeres en su conjunto debieron sufrir una derrota militar frente a los hombres. Sólo así se explica para Hobbes toda desigualdad, y la de género no iba a ser distinta. Leyendo entre líneas, sólo la lucha de las mujeres logrará revertir esta situación.
[23] Ibíd., p.187. Muy interesante aquí ver cómo Hobbes le atribuye libertad tanto a animales (sean estos humanos o no humanos) como a objetos inanimados: «Cuando lo que impide el movimiento es parte de la constitución de la cosa misma, no decimos que le falta libertad, sino el poder de moverse, como ocurre cuando una piedra permanece quieta o un hombre se halla sujeto a su cama por causa de enfermedad» (Ibíd.).
[24] Ibíd., p.153.
[25] Ibíd., p.113.
[26] Ibíd. De esta forma, Hobbes parece estar inventando los ejércitos para la seguridad privada.
[27] Marx, K., El capital (8t.), Madrid, Akal, 2013.
[28] Hobbes, T., Leviatán, op. Cit., p.115.
[29] Ibíd., p.114.
[30] Muy importante esta idea: En Hobbes la paz sólo puede ser impuesta por un vencedor que domine, si no es simple papel mojado.
[31] Ibíd., p.117.
[32] Por tanto, que entendamos las leyes naturales (o las verdades matemáticas) como inmutables y eternas se debe a que estas leyes describen el perfecto funcionamiento de la razón humana y son congruentes con esta, es decir, que existe una adecuación perfecta entre las leyes (que dependen de la voluntad de Dios) y nuestro entendimiento. Como nuestro entendimiento está construido para encajar con las leyes naturales, las concebimos como totalmente necesarias por sí mismas, como obvias, “claras y distintas”, aunque en realidad no dependan de sí mismas sino de la voluntad de Dios. Esta congruencia total es en realidad el significado oculto que se esconde al rastrear bajo el conocido “innatismo” (y su simplificación: la existencia de ideas innatas en la mente) que defiende Descartes.
[33] Más tarde explicaremos la crítica de Spinoza a esta posición cartesiana, utilizando para ello la filosofía política de Maquiavelo.
[34] Descartes, R., Cartas a Marin Mersenne, Madrid, Encuentro, 2013.
[35] Ibíd.
[36] Gramsci, A, La política y el Estado moderno, Barcelona, Diario Público, 2009, p.85.
[37] Maquiavelo, N., El príncipe, Barcelona, Altaya, 1993, p.24.
[38] En La acumulación originaria (Marx, K., El capital, op. cit., libro I, tomo III), Marx desenmascara el funcionamiento de la ideología burguesa que ha construido el mito de un pasado originario en el que unos trabajaron y ahorraron (antepasados de los capitalistas) y otros fueron vagos y despilfarraron (antepasados del proletariado): detrás de la estructura capitalista no está el ahorro y el despilfarro, está la expropiación masiva y destrucción de las condiciones de supervivencia de parte de la población, está el ejército industrial de reserva, está la violencia estructural y masiva (la historia que Marx cuenta sobre el señor Peel en las colonias Nueva Holanda es un caso paradigmático).
[39] Althusser, L., La soledad de Maquiavelo, Madrid, Akal, 2008, p.338.
[40] Pese a que ambos han sido etiquetados con la palabra “racionalismo”, creemos, y explicaremos, diferencias muy sustanciales en sus proyectos metafísicos y, por ende, políticos.
[41] En Althusser, L., La soledad de Maquiavelo, op. Cit., p.193. Simplificando demasiado, podemos definir el estructuralismo con tres ejes centrales: degradación de la noción organicista-hegeliana de sentido en la historia, prevalencia del significante sobre el significado y antihumanismo (contra Sartre y la influencia de los Manuscritos del 44 de Marx).
[42] Ilyenkov, E., Dialectical Logic, Polonia, Marx-Engels-Lenin Institute Press, 2014, p.15.
[43] Spinoza, B., Ética, Madrid, Alianza, 2011, p.114.
[44] Sería tan absurdo como que afirmáramos algo así que el mar existe para criar peces.
[45] Ibíd., p.112.
[46] Ibíd., p.113.
[47] Ibíd., p.108.
[48] Spinoza, B., Tratado teológico-político, Madrid, Alianza, 2014, p.75.
[49] Ibíd., p.77.
[50] Althusser, L., La soledad de Maquiavelo, op. Cit., p.197. Aquí Althusser está hablando de la dialéctica hegeliana (recordemos que la pregunta que mueve el texto es bajo qué condiciones de posibilidad puede ser materialista una dialéctica como la de Marx, sacada de las entrañas de la Ciencia de la lógica hegeliana): el ser mismo como sujeto histórico, y el telos hegeliano es, según Althusser, una «envoltura mística» que recubre la dialéctica hegeliana, pero que a su vez le es interna, una forma que a su vez es capaz de producir contenido, de producir su propia materia. Aun así, Althusser le reconoce a Hegel un potencial que no existe en la filosofía de Spinoza: dicho en términos de Adorno, el potencial de la negatividad, expresado magistralmente por Engels en la fórmula «todo lo que existe merece perecer».
[51] No nos atreveríamos a decir la frivolidad de que Benjamin, si hubiera tenido una vida más “tranquila”, hubiera sido más sistemático puesto que el fragmento, como veremos, será una de las herramientas de combate benjaminiana. Sin embargo, resulta sorprendente la capacidad de Benjamin de lograr articular un pensamiento no sólo coherente sino además brillante calzando los zapatos de emigrante que se exilia de su tierra, y no las botas heideggerianas de la campesina que permaneció en Alemania.
[52] Como no podía ser de otra forma, era una relación entre enemigos a muerte (un comunista judío y un nazi) que sabían que, al fin y al cabo, sólo uno de los dos lograría esquivar la muerte. Lo paradigmático fue que aquel de los dos cuyo bando venció en Stalingrado fue precisamente el que fue perseguido hasta la muerte.
[53] En Schmitt, C., El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 2014, p.111 y ss.
[54] Ibíd., p.111.
[55] El ejemplo más claro que se nos ocurre de esto es hablar de la “democracia griega” utilizando la proyección actual de democracia burguesa post Segunda Guerra Mundial, presente en tópicos y frases hechas como “el ágora era un parlamento” o “los derechos de los ciudadanos en la Grecia Antigua” (con una idea de derechos y de ciudadanía totalmente moderna).
[56] Ibíd., p.112.
[57] Ibíd.
[58] Ibíd., p.118.
[59] Ibíd., p.119. Remarcamos aquí la idea del Estado “adquiriendo realidad”, es decir, afirmándose a sí mismo como soberano, como principio de realidad del presente, capaz de articular la ley y, como veremos en el posterior análisis de Teología Política, “decretar el estado de excepción”. Para legitimarse a sí mismo, el Estado necesita utilizar estos conceptos culturales centrales que vertebran el esquema de cada época.
[60] Es necesario matizar algo: no se trata de un determinismo total ni de negar de forma simplista excepciones, sino de la articulación de un canon historiográfico. Schmitt acepta la diacronía, es decir, la coexistencia en el tiempo de varias etapas (lo que recuerda a la cita de Gramsci de un mundo viejo que ha muerto y uno nuevo que «no acaba de nacer»), y además acepta la existencia de excentricidades, de conceptos que no orbitan en torno a este centro sino que están, como el tiempo en Hamlet, out of joint (los casos de Maquiavelo y Spinoza son ejemplo claro de estas excentricidades). 
[61] Desde aquí se puede explicar por qué, pese a conocerlo bastante bien, Schmitt no hable de Spinoza en toda su Teología Política, mientras que las referencias a Hobbes o a Descartes son constantes. Simplemente, un autor que denuncia la mistificación del sujeto y el fin (como se ha explicado en el capítulo anterior) no encaja en la época de la monarquía teológica y la analogía estructural entre Dios y el soberano.
[62] Esta analogía no es temporalmente inmediata sino que existe algo así como un descabalgamiento, un retraso en el proceso: la política se legitima utilizando la metafísica de la esfera anterior. Así, el monarca racionalista metafísico se apoya en la teología del siglo XVI, o el moralismo moderno ilustrado de 1789 tiene un componente metafísico claro (la sustancialidad esencialista que se esconde tras el “hombre” de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano es innegable).
[63] Schmitt, C., El concepto de lo político, op.cit., p.120.
[64] Ibíd., p.121. Schmitt afirmará que esta esfera neutral es la técnica, pero un distinto tipo de neutralidad: «la técnica es siempre sólo instrumento y arma, y porque sirve a cualquiera no es neutral. […] La técnica misma se mantiene […] culturalmente ciega», en Ibíd., p.123.
[65] Íbid., p.121, (sn).
[66] Ídem, (sn): resaltamos el término evidencia por sus connotaciones cartesianas y la certeza innegable del cogito que a fin de cuentas produce el cambio cualitativo en las Meditaciones metafísicas. 
[67] Schmitt, C., Teología política, Madrid, Trotta, 2009.
[68] Ibíd., p.13.
[69] Pongamos un ejemplo práctico, pensemos en nuestra sociedad actual. La soberanía, según Schmitt, recae en aquel poder que puede decretar estados de excepción. Si nos fijamos un poco en los telediarios, es curioso que allí donde se habla de “excepción” es en el caso de las Bolsas y de la cotización de las grandes empresas.
[70] Ibíd., p.15.
[71] Volvemos a remarcar aquí el concepto de evidencia, y recordamos lo que dijimos en el anterior capítulo sobre Descartes: las leyes de la naturaleza son evidentes para nosotros porque Dios ha creado nuestra mente convergente con estas leyes (esto es lo que explicamos que era el significado último de dualismo). Al igual, la forma política actual nos parece evidente porque nuestra forma de pensar es histórica, profundamente ideológica y depende del centro de gravitación espiritual actual: la democracia burguesa es para nosotros tan evidente, eterna, inmutable e indestructible como la monarquía absoluta era para aquellas personas que vivieron en el siglo XVI.
[72] No tenemos en absoluto claro que este parlamentarismo sea equiparable al parlamentarismo burgués: el enemigo de Schmitt no es tanto el parlamento burgués (al que considera como un “entre medias”) sino el ateísmo, encarnado en el “diablo”, “Caín”, Bakunin, : «el odio a la monarquía y a la aristocracia empuja a la burguesía liberal hacia la izquierda; el miedo a perder su propiedad amenazada por la democracia radical y el socialismo hace que vuelva su ojos hacia una monarquía potente, capaz de protegerla con su poder militar; vacilando entre los dos enemigos, bien quisiera engañar a ambos», en: Ibíd., p.54.
[73] Schmitt tomará a Kelsen como oponente directo.
[74] El racionalismo planteará una idea de razón abstracta que no criba, sino que es común a todo ser humano, sin distinciones, se trata de un “etcétera” aglutinador.
[75] Dentro del marxismo, otro exponente podría ser Karl Korsch. Se trata, en Concepción materialista de la historia, de destruir la idea socialdemócrata de que la revolución comunista llegará sola, por una especie de ley inevitable de la historia, y que no es por tanto necesario organizar el partido: «[…] después de que la socialdemocracia se haya pasado al reformismo más abierto, es decir, considerar el ocaso de la sociedad capitalista y el nacimiento de la sociedad comunista como una necesidad económica natural que debe llegar sola» en Korsch, K., Concepción materialista de la historia, Bilbao, Zero, 1975, p.42.
[76] En realidad, en este caso la distinción entre teoría y política parece bastante artificiosa.
[77] Por preferencias personales (y la inclusión de los términos originales en alemán) utilizaremos la traducción de Bartoletti, T.A., y Fava, J.M., recogida en Benjamin, W., Estética y política, Buenos Aires, Las cuarenta, 2000, p.135 y ss, pero nos apoyaremos también en la traducción de Brotons Muñoz, A., y de Navarro Pérez, J., en Benjamin, W., Escritos políticos, Madrid, Abada, 2012, p.167 y ss.
[78] Benjamin, W., Crítica de la violencia, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010, p.17
[79] Idea muy ligada a aquello que hemos explicado desde Maquiavelo: que bajo todo pacto social siempre hay una relación de dominación y de violencia oculta.
[80] El ejemplo claro de esto es el concepto de “Nación francesa”, un concepto impuesto cortándole la cabeza al Rey y desde la solidaridad cosmopolita burguesa de todos los pueblos del mundo, siendo utilizado en un discurso xenófobo de Marine Le Pen. Otro ejemplo más cercano geográficamente es el recurso a hablar de la Transición y la redacción de la Constitución de 1978 como de mito originario fundador de nuestra democracia, la diferencia es que, aquí, el discurso de la violencia está totalmente ausente (de hecho el mito consiste en justo lo contrario, en enemigos que rechazaron la violencia para llegar a un acuerdo).
[81] Recordemos aquí la figura especista del centauro que dibuja Gramsci en La política y el estado moderno, op.cit., en la que divide el poder en dos partes: la humana, que busca la hegemonía y el consenso, y la animal, que reprime y coacciona. Se podría decir que la represión se hace presente cuando no se cuenta con el consentimiento y asentimiento de los gobernados. Mientras estas se den, la represión es invisible, estructural, espectral.
[82] Benjamin, W., Crítica de la violencia, op.cit., p.99.
[83] Ibíd., p.112.
[84] Ibíd., p.124.
[85] Ibíd., p.117.
[86] Žižek, S., Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Barcelona, Austral, 2013, p.232 y ss.
[87] Ibíd., p.236.
[88] Ídem.
[89] En todo caso sirve para demolerlo. Recordemos unas palabras de Robespierre, en el discurso en el que pedía la ejecución de Luis XVI: «Las personas no juzgan del mismo modo que los tribunales: no realizan sentencias, lanzan disparos; no condenan a los reyes, los arrojan al vacío. Y esta justicia vale tanto como la de los tribunales», en Robespierre, M., Virtud y terror, Madrid, Akal, 2010, p.141 y ss.
[90] Claramente resuena aquí el eskhaton de la filosofía judía.
[91] No es descabellado pensarlo: cuando Benjamin acabó de redactar la Crítica de la violencia, no es difícil adivinar quién fue el primer destinatario del texto.
[92] Benjamin, W., Sobre el concepto de historia, op.cit, p.146.
[93] Schiller, F., ¿Qué es la historia universal?, recogido en Löwy, M., Walter Benjamin: aviso de incendio, Argentina, FCE, 2012.
[94] Ibíd., p.128. Benjamin afirmará, pensando en aquellos Arcos del triunfo siempre edificados por vencedores, que «no hay documento de cultura que no sea, a la vez, uno de barbarie». En Benjamin, W., Sobre el concepto de historia, op.cit., p.144.
[95] Benjamin, W., Sobre el concepto de historia, op.cit, p.142.
[96] Ibíd., p.139.
[97] Ibíd., p.155. La traducción detención es de Brotons Muñoz y Navarro Pérez, mientras que Bartoletti y Fava prefieren, considero que más acertadamente, hablar de suspensión: no se trata sólo de la interrupción del curso de la historia sino de la destrucción de su lógica imperante. Aun así, volvemos a matizar que el término original en alemán es Stillstand. 
[98] Ibíd., p.153-154. Resuena aquí aquella conocida corrección que Benjamin escribió sobre Marx en sus borradores sobre la filosofía de la historia: «Marx dijo en alguna parte que las revoluciones son la locomotora de la Historia universal. Pero tal ve las cosas se presentan de muy distinta manera. Puede ser que las revoluciones sean el acto por el cual los viajeros que viajan en el tren aplican los frenos de emergencia». También, en Calle de dirección única: «Hay que cortar la mecha antes de que la chispa llegue a encender la dinamita», Benjamin, W., Calle de dirección única, Madrid, Abada, 2011, p.56.
[99] El concepto de melancolía en Freud, como el «duelo infinito de lo que no termina de irse», y que analiza Derrida en La verdad en pintura, resuena aquí con fuerza.
[100] Benjamin, W., Sobre el concepto de historia, op.cit, p.139.
[101] Ibid., 144, [la cita no es textual, varía en el tiempo verbal].
[102] Como la temporalidad de la rutina laboral, presente en la modernidad y en su obra culmen, Modern times (1936) de Charles Chaplin.
[103] Ibíd., p.152.
[104] Ibíd., p.139.
[105] Ibíd., p.138.
[106] Ibíd., p.152.
[107] Ídem.
[108] Ibíd., p.158 [la traducción está alterada].
[109] Ibíd., p.150 [traducción libre y alterada].

No hay comentarios:

Publicar un comentario