«Verás, Tuco. El
mundo se divide en dos categorías: los que tienen el revólver cargado y los que
cavan. Tú cavas».
- Rubio (Clint
Eastwood). El bueno, el feo y el malo.
La transformación histórica de las relaciones sociales siempre ha estado transversalmente atravesada por la violencia en, al menos, una de sus vertientes. La violencia antigua, la violencia del Leviatán y de los estados absolutos se ha difuminado y ha fluido hacia otras formas de dominación. Es nuestra tarea reconocer esas formas que permiten sustentar el orden social existente, los sistemas de dominación estructurales que permiten y han permitido reproducir y perpetuar la permanencia en el poder de todas clases dominantes durante toda la historia. Para ello, en las páginas que siguen, se aportarán, en un primer momento, algunas de las teorías que articulan y giran en torno al concepto de la violencia. Más adelante, se realizará un análisis comparativo de esas teorías con las circunstancias históricas, políticas, sociales y culturales que caracterizaban a cada periodo, para observar las relaciones de violencia dentro de cada marco. El objetivo principal de este ensayo es demostrar que la transformación de los niveles de violencia a lo largo de la Historia no ha eliminado esta por mucho que se camufle como vestigio del pasado, sustituida por el consenso en la actualidad. Todo consenso sólo puede ser producto de la violencia. El análisis se realizará desde un enfoque multidisciplinar, ya que este nos permitirá elaborar construcciones teóricas mucho más sólidas que cualquier enfoque reduccionista.
La radical oposición
entre ideología y violencia (que es también la oposición entre consentimiento y
coacción) presente hasta la Modernidad se ha ido difuminando en los análisis
políticos. La revisión negativa de la Ilustración en Frankfurt, y el
estructuralismo francés, comienza a entender estas como elementos
constituyentes de la misma lógica de dominio: retoma aquí su operatividad la
figura especista y maquiaveliana del centauro de la que nos habla Gramsci: La
parte animal coacciona, la parte humana busca consenso. Violencia y
civilización se oponen únicamente para afirmar el dominio sobre las oprimidas.
La ética es sustituida por la eficacia, la política por la disciplina. Como
hemos afirmado, cobra importancia aquí la razón instrumental en la línea de
Frankfurt: En palabras de Marcuse, “La tela de araña de la dominación ha
llegado a ser la tela de araña de la razón misma”.
Para explicar la noción
antigua de poder tomamos como autor central a Hobbes (también podríamos haber
escogido exponentes anteriores como la “ley del más fuerte” en Trasímaco, la
noción de poder de Julio César en sus discursos sobre las Galias o la
naturalización de la dominación en Aristóteles). Escogemos a Hobbes por mayor
extensión y claridad en la exposición. En este, la causa final de todo ser
humano es su propia conservación, lograr los medios efectivos para su propia
supervivencia: para esto, debe ser capaz de llegar a acuerdos (entendiendo
siempre el acuerdo como un pacto artificial movido por intereses: si no hay
esperanza de mejora de la situación no se pacta, sería absurdo) y conquistar
para defenderse de los conquistadores, es decir, ejercer poder para sobrevivir.
Recordemos que en el estado de naturaleza ni siquiera las fuertes pueden dormir
tranquilas (las débiles podrían unirse o maquinar para destruirlas) por lo que
la única forma de garantizar la supervivencia sería pactar un gobierno
absoluto, un Estado-Leviatán que, imponiéndose sobre todos, igualara a las
súbditas entre sí y a la nada. Por ello, Hobbes será visto por la filosofía de
la historia y la sociología de los conceptos del siglo XX (cuyo principal
exponente es Schmitt) como el representante clásico del decisionismo, teoría
por la cual la decisión del soberano está siempre por encima de la Ley
(“Autoritas, non veritas facit legem”). El voluntarismo y la subjetividad única
del soberano aquí son claras y se explican muy claramente desde el modelo
teológico del Barroco. Entre las estructuras de los conceptos “monarca moderno”
y “Dios barroco” hay una analogía sistemática que explica la legitimación de la
monarquía absoluta desde la teología política.
Quizás parezca tentador
rastrear este decisionismo hasta el Renacimiento, en la figura de Maquiavelo,
padre del Estado moderno, cuando desliga la política de su vertiente ética y la
vinculará a la conservación y seguridad de los Estados, comenzando la teoría de
la Realpolitik. Pero hay un punto de ruptura.
La consigna de los Discorsi es aquí clara:
que nadie en el reino te deba tu posición o la vida. El príncipe debe ser justo
para conservar su principado, la justicia no se ve como un fin en sí mismo
(como sí la vería Kant), sino como medio. Se debe gobernar “como se pueda”
(entendiendo esto equivalente a como permitan las circunstancias concretas en
las que se asienta un Estado). La virtud consistirá en saber detectar la
ocasión y actuar en consecuencia: el buen príncipe es el que conserva la constitución política en estado
de normalidad y el que propicia la disolución del Estado cuando es necesario
refundarlo en época de estado de excepción (recordemos la tesis central
schmittiana: soberano es quien decide sobre el estado de excepción). Aquí
reside el arte del stato en
Maquiavelo. Pero, aunque podemos vislumbrar una clara desconexión con la ética,
no podemos ligarle sin matices a la corriente decisionista: la pretensión de la
búsqueda de normalidad le llevará a afirmar que un buen príncipe debe entrar lo
menos posible en la violencia (recordemos aquello de los castigos rápidos y los
premios distanciados en el tiempo). Debe estar claro que tras esta concepción,
en Maquiavelo no late un humanismo rebelado contra la violencia (el humanismo
surge directamente del sujeto moderno cartesiano, vinculado al decisionismo, a
la subjetividad trascendental teísta frente a la inmanencia del dios de Spinoza).
Maquiavelo sólo propone evitar la violencia para que el Estado no se vuelva
insostenible: la violencia dilatada degenera con facilidad en desorden. El
terror se vuelve un camino que no es deseable transitar, pero que hay que
conocer. La concepción maquiaveliana de poder es meramente instrumental, y no
tiene, como hemos afirmado, implicaciones éticas, no las necesita: El poder son
los medios que tiene un individuo a mano para obtener un bien futuro. Este
aspecto metodológico del poder podremos encontrarlo en muchas de las
concepciones posteriores sobre la violencia. Por ejemplo, se ve claramente en
la filosofía marxista: Engels nos invitará a pensar que si Robinson esclavizaba
a Viernes con una espada en la novela de Defoe, Viernes podría aparecer con un
revólver cargado en la mano y la relación de poder se invertiría: Viernes
mandaría, y Robinson se vería obligado a trabajar. “Entre derechos iguales, es
la fuerza la que decide”, afirmaría Marx. El hecho de ejercer el poder no
depende de la voluntad de los dominadores (algo que sería profundamente antimaterialista)
sino de los medios instrumentales que estos tienen a su disposición para
llevarlo a cabo. Esta definición también la podemos rastrear en Rousseau,
cuando afirma en su Contrato social
que “la fuerza es un poder físico [...] la pistola que el ladrón empuña es
también un poder”, noción de Rousseau que es a su vez totalmente calcada de la
filosofía de Pufendorf.
Pero lo importante de la
filosofía marxista es que vincula (por primera vez en la historia) la violencia
organizada, el poder ejercido sobre un colectivo, con las relaciones de
producción: Sin esclavitud no hay Estado griego, al igual que sin asalariadas
no hay sociedad civil capitalista. Garantizar el dominio sobre las oprimidas es
necesario para mantener estáticamente las relaciones sociales de producción
sobre las fuerzas productivas. Todo sistema de leyes se sustenta en la
estructura de la economía. Pero quedarnos en esta violencia represiva
estructural es llegar sólo a la mitad de la concepción engelsiana de la
violencia: la violencia juega otro papel, el papel revolucionario de ser
“partera de la historia”: Todas las transformaciones de las relaciones sociales
sobre los medios de producción están ligadas inevitablemente a la violencia. El
movimiento social se vale de la violencia para abrirse paso en el “viejo mundo”
y liberar las fuerzas productivas. Las revoluciones (no olvidemos que deben
estar acompañadas, en palabras de Robespierre, por ese amor a la Humanidad sin
el cual sólo son estruendosos crímenes que sustituyen a otros crímenes)
utilizan la violencia como instrumento para resolver las contradicciones de los
modos de producción osificados e históricamente acabados. Recordamos de nuevo a
Robespierre, cuando pedía que dejaran de agitar ante él el manto ensangrentado
del tirano, ya que le hacía creer que alguien quería encadenar de nuevo a Roma.
Las teorías descritas de Hobbes o Maquiavelo, vinculadas con las
relaciones de poder y la utilización de recursos materiales para consolidar el
Estado, nos llevan a pensar, más que en los procesos de formación de dicha
institución organizativa, en el sistema geopolítico de Estados desde un ámbito
interdependiente, donde estas instituciones interactúan entre ellas para
incidir de modo significativo en el destino de sus partes y cuyo objetivo
primordial es la competencia por la adquisición de territorios y recursos. Esto
nos lleva a destacar el paradigma hobbesiano predominante dentro del sistema
internacional, cuyo recurso más característico es la guerra. Si la mecánica
dentro de este tablero son los intereses personales y relaciones de suma cero,
la utilización de recursos presentados en su nivel más extremo, como es el dicho
caso de la guerra, son los más característicos para adquirir una posición
destacada dentro de este sistema. Dentro de esta mecánica podemos observar cómo
se asienta lo que antes afirmamos sobre Engels acerca de la violencia: para que
los Estados compitan por la adquisición de territorios y recursos es necesario
la utilización de instrumentos materiales en su forma más violenta. Y esta
utilización depende de condiciones históricas y geopolíticas. Por ejemplo, un
mundo con dos bloques armados con misiles atómicos y capaces de destruirse
mutuamente (MAD) es un terreno distinto que una guerra cerrada en un campo de
batalla.
Sin embargo, lo presentado hasta ahora versa sobre la consolidación de
una institución que presenta un alto poder centralizado y organizado. Lo que
nos interesa destacar también es cómo se ha llegado hasta tal punto de
centralización y las consecuencias sociales que esta ha traído consigo. Para
ello, se hace necesario comentar las características presentes dentro una sociedad
inmediatamente anterior a la consolidación del Estado-Nación como tal: La
sociedad feudal. Las relaciones de poder existentes eran aquí básicamente de
dominación en base a la explotación de la tierra. Existía una división entre
los propietarios de los medios de producción, en este caso las tierras, (los
amos) y aquellas que vendían su fuerza de trabajo para sobrevivir (siervos). El
poder era ejercido desde los niveles locales con una gran autonomía, por lo que
el propietario de las tierras disponía de un gran poder para ejercer su
control. Sin embargo, al producirse esta descentralización, la acumulación del
capital y la coerción eran mínimas, y el sistema político organizativo era muy
inestable. Debido a que el recurso para obtener riqueza era la explotación de
la tierra, la sociedad era rural y su característica principal eran los fuertes
lazos comunitarios que se daban entre las campesinas. Como consecuencia de
esto, las organizaciones y los ciclos de acción colectiva estallaban cuando las
condiciones se volvían insostenibles. Para ello recurrían a repertorios que se
caracterizaban por su carácter violento, como la cencerrada o la quema en
efigie entre otros.
Se podría decir que el proceso de consolidación del Estado-Nación se
encuentra ligado a elementos como el aumento de la concentración de capital y
coerción, los instrumentos necesarios para la preparación de la guerra, y la
posición del Estado dentro del Sistema Internacional. En el caso de la
concentración de capital, tal circunstancia fue posible gracias al desarrollo
del sistema capitalista y la aparición de las ciudades: el capitalismo, basado
en la propiedad privada y la acumulación de capital y riqueza, trae consigo una
nueva clase social en ascenso, la burguesía, que se conforma a través de la
propiedad privada de los medios de producción, que en este caso son las
fábricas. Por ello, a un nivel social, se produce una transición de las zonas
rurales a las urbanas, ya que fue en estas zonas donde empieza a aumentar la
concentración de capital. El avance del sistema capitalista fue posible gracias
a la primera y segunda revolución industrial, que trajo consigo el avance
necesario para poder aumentar beneficios y minimizar costes. La consecuencia
social que esto acarreó, sin embargo, fue la eliminación de un gran número de
puestos de trabajo, que provocó una situación de conflicto entre las obreras.
La respuesta obrera ante esta situación fue la utilización de repertorios de
acción colectiva violentos y espontáneos, como el ludismo, u organizados como
la huelga revolucionaria (aparte de otros repertorios no violentos como el
cartismo).
Otro elemento que se ha visto implicado en la conformación y
legitimación del Estado moderno es la construcción de la identidad. Obviamente,
en otras formas de gobierno menos centralizadas (Imperios o sistemas de
soberanía fragmentada, como las ciudades-Estado) dieron también identidades
fuertes, situación que produjo la movilización de colectivos ante situaciones
de injusticia). Sin embargo, la consolidación del Estado es respaldada
legítimamente a través de la construcción de una identidad nacional por parte
de la población. Esta situación es planteada por Tilly en uno de sus estudios
acerca de la consolidación de los Estados europeos a lo largo de la historia,
donde establece una clara distinción entre Estado-nación y nación-Estado.
Mientras que el Estado-nación se define como un forma organizativa con poder
coercitivo, diferente de cualquier relación de familia o parentesco, que ejerce
una clara prioridad sobre cualquier otro tipo de organización y con un
territorio de dimensiones considerables, la nación-Estado comprende como
característica distintiva el hecho de que la población comparte una fuerte
identidad lingüística, religiosa y simbólica. Teniendo en cuenta esto, se puede
añadir que han existido Estados-nación consolidados que no se han conformado
como nación-estados. Por lo tanto, incorporar ese fuerte sentimiento de
identidad dentro de la conformación del Estado-nación provocará una mayor
legitimidad de la institución, al verse respaldado por individuos que comparten
fuertes sentimientos hacia el territorio en torno al cual se organiza el
Estado.
El capitalismo y el auge de la burguesía vienen ligados, normalmente,
a la Revolución Francesa y resto de las revoluciones liberales del siglo XVIII.
Pero creemos que meter en el mismo saco a Robespierre y a Locke, a de Gouges y
a Washington, es un error teórico que se ha empeñado en cometer parte de la
tradición marxista. Creemos, con Domenech y Florence Gauthier, que lo más
burgués que tuvo la Revolución Francesa fue la contrarrevolución, y que el
Terror Revolucionario jacobino debería ser reivindicado sin tapujos por la
causa marxista-leninista (el único error que a nuestro juicio cometió el Terror
Revolucionario para las que nos declaramos marxistas puede ser compensado con
la reivindicación y defensa de la figura de Olimpia de Gouges).
La violencia de la
Revolución Francesa, de la guillotina y el Terror Revolucionario, puede
analizarse desde la perspectiva de la Crítica
de la violencia de Walter Benjamin. Este busca una violencia de carácter
mesiánico (religioso, recordemos que aún no ha leído a Lukács), una praxis que
tenga valor en sí misma, que abra una esfera de interrupción del tiempo
histórico y escape a la razón instrumental. Benjamin comenzará hablando de la
violencia como medio para un fin jurídico, y dentro de esta distinguirá entre
la violencia que funda derecho (la llamada violencia mítica) y la violencia que
conserva el derecho. El problema es que estas violencias siempre hacen “algo
más” de tipo represivo, no se limitan a fundar y a conservar el derecho. Lo
jurídico, siguiendo a Schmitt, siempre oculta su secreto: la violencia original
que lo engendró. Podemos pensar, por ejemplo, en el Frente Nacional de Marine
Le Pen utilizando el concepto republicano “Francia” (un concepto
revolucionario, forjado cortándole la cabeza al tirano) para defender unas
políticas xenófobas y restringir el derecho a los inmigrantes. Tampoco la
violencia que conserva derecho únicamente se limita a conservarlo: esta siempre
produce una nueva norma. La violencia originaria es violencia fundadora de
derecho, y esta legitima al Estado, según Benjamin, a poseer el monopolio de la
violencia. Así, el Estado, utilizando el recuerdo de la violencia fundadora, se
legitima como aplicador de la violencia para conservar la dominación y ejercer
el poder.
Pero existe en Benjamin
otro tipo de violencia: la violencia que no es medio porque no tiene fin, la
afirmación pura de violencia, que no trasciende la propia violencia, una
venganza aniquiladora y autodestructiva: la violencia divina. La noción judía
de lo mesiánico irrumpe y fragmenta el tiempo, hace volar el continuum por los
aires, suprimiendo la lógica de la violencia como medio. Es la violencia que
fulmina, que destruye el derecho (el derecho que servía como legitimación
aparentemente neutral de la violencia mítica: toda violencia mítica es siempre
legitimada por un derecho trascendente a la violencia, desde las “bombas
humanitarias” de la OTAN, hasta las torturas al pueblo argelino por su
proximidad con el FLN en cárceles de Argel). La violencia divina no sólo no
busca legitimarse, sino que destruye la propia lógica de la legitimación. Esta
violencia se da cuando las oprimidas estallan espontáneamente en un movimiento
desorganizado, sin objetivos concretos, como una explosión descontrolada de
rabia. El ejemplo claro es el de los disturbios, que analizaremos
posteriormente: esta violencia tiene un claro componente autodestructivo, y
parece que tiene como único objetivo la visibilización de las invisibles. Las
últimas capas del proletariado, los últimos engranajes del sistema, que de
pronto estallan en una rabia incontrolable, provocando la condena de las clases
sociales inmediatamente superiores (recordemos al proletariado blanco de
Tottenham pidiendo más actuación policial frente a las “indeseables” que se
dedicaban a incendiar sus propios barrios, tras la muerte de Mark Duggan en
2011).
Esta violencia divina nos
puede ayudar a entender la postura de Franz Fanon y Jean-Paul Sartre en Los condenados de la tierra. Fanon analiza las condiciones del
lumpenproletariado argelino bajo la colonización francesa, desde una óptica
panarabista. La esperanza de los pueblos africanos contra el imperialismo pasa
por enfrentarse abiertamente contra los colonizadores: se podría afirmar que la
violencia desde la casbah argelina contra los policías franceses es la
violencia divina contra el Estado francés, fundador de derecho. Al principio,
afirma Sartre en el prólogo, todo marchaba bien: Occidente, desde su humanismo
ilustrado gritaba ¡Fraternidad!, pero los indígenas sólo podían llegar a
escuchar el eco ¡...nidad! En la segunda mitad del siglo XX, durante los
procesos de descolonización los pueblos africanos, latinoamericanos y asiáticos
abrieron la boca para reprocharnos a los europeos nuestra inhumanidad y exigir
su hueco en la Historia occidental. Fanon se limita a hacer su diagnóstico:
Europa está muerta y no puede evitar la descolonización de sus colonias. Ni el
mejor ejército puede contra un pueblo organizado (las hormigas vietnamitas
derribando a cabezazos al elefante estadounidense es un ejemplo claro de ello),
porque nunca hay una victoria definitiva. Las guerras se convierten en
guerrillas, y el enemigo se esconde en las selvas del Mekong y en Sierra
Maestra. Nunca se sabe si sigue activo o no, nunca se sabe si están derrotadas.
Y Fanon emite el diagnóstico de la enfermedad terminal de Europa de forma
aséptica, como quien apunta un dato objetivo. No es una amenaza, Fanon se
encargará de recordarnos que no escribe para nosotras, las europeas: escribe
para los pueblos colonizados y saqueados por el imperialismo, para así llevar
su diagnóstico hacia el plano de la ontología política: la consigna de La batalla de Argel de Pontecorvo “matad
europeos” sólo puede entenderse desde este nivel: el concepto “francés” niega
ontológicamente al pueblo argelino. El francés empuja a la argelina hacia la
negación de su existencia, un terreno de “no ser”, en el plano puramente
ontológico. La afirmación del francés es la eliminación de la argelina. El
reconocimiento de la argelina como ser humano sólo puede ser posible
destruyendo el concepto “colono”. Destruir el tablero de juego es la única
posibilidad de existencia que tienen las que quedan fuera del tablero. Como
hemos dicho, en un nivel ontológico. Y Sartre utiliza este diagnóstico como
purga individual. Se trata de matar al francés imperialista que duerme dentro
de nosotras, de “desnudar nuestro humanismo” y apoyar sin tapujos al pueblo
argelino en la lucha por su liberación. Ser occidental y no tomar partido en el
bando argelino nos alinea inevitablemente en el bando de los opresores, de los
verdugos: no existe equidistancia posible. Hannah Arendt criticará la toma de partido
de Sartre en el bando argelino, equiparando la violencia del FLN con la
violencia del ejército francés (al igual que hace lo propio con la violencia
racista en EEUU y la violencia del Black Panther Party). De esta forma,
igualando en un todo homogéneo la violencia del opresor (de ataque) con la
violencia de la oprimida (de respuesta), saltando neutralmente por encima de la
desigualdad patente, Arendt elige (en palabras de Desmond Tutu) apoyar al
opresor.
Para explicar el modelo
sartreano de las manos sucias (Les mains salés) podemos hablar de la noción de
“pecado estructural”, popularizada por la Teología de la Liberación (con
influencia de la rama estructuralista desde Lévi-Strauss hasta Althusser o
Kristeva, y también con un claro paralelismo con la “banalidad del mal” de
Hannah Arendt). La noción es clara: en la cotidianeidad, es la estructura la
que peca. Cualquier acción banal que se realice en Occidente es una acción
inmoral. Por ejemplo, comprar una camiseta es robar plusvalía a niños indonesios,
y legitimar su explotación. Llamar por el móvil es causa directa de la muerte
de casi cuatro millones de seres humanos en la guerra del coltán en el Congo.
La técnica ha llegado a tal nivel de desarrollo que su sola aplicación implica
necesariamente la aplicación de sufrimiento: las occidentales podemos, como
Eichmann en Jerusalén, gritar que no hemos matado a nadie. Pero no somos puras,
no somos meras espectadoras. La herida colonial nunca va a cerrar. Lo único que
podemos hacer es sentir vergüenza cuando nuestros gobernantes, desde su
posición histórica – no natural – de superioridad, condenan la violencia con la
que las inmigrantes “ilegales” se enfrentan a nuestros policías cuando intentan
saltar nuestras vallas. Porque en eso se ha convertido ese “Occidente
ilustrado”, esa “Europa civilizada cosmopolita” que hacía que a Kant se le
llenara la boca: en una inmensa valla, en un campo de concentración a la
inversa en el que nos escondemos de las que han sido expoliadas y saqueadas por
el sistema imperialista. Sólo podemos decir que somos morales si cientos, miles
de policías protegen nuestras fronteras, nos protegen a nosotros del infierno
exterior. Leer a Fanon y a las antropólogas estructuralistas francesas
(Backes-Clement tiene textos increíbles sobre etnocentrismo) se torna
imprescindible para abandonar el eurocentrismo.
El sistema de dominación
occidental que hemos comenzado a analizar desde los Estados absolutos (Hobbes)
culmina, sin duda, en la democracia burguesa de posguerra y en aquello que
Castells llama la sociedad de la información. Si en el paradigma industrial o capitalista predominaba un profundo
sentimiento de comunidad en las obreras para luchar por sus derechos,
actualmente encontramos altos procesos de individualización. La concepción de
ciudadanía es entendida desde un nuevo nivel de significado: El espacio público
por un lado, que comprende roles que han sido definidos normativamente y
burocratizados, y el espacio privado, un espacio donde se construye la
identidad personal normalizada del individuo acorde a un patrón determinado de
consumo.
Según Melucci, la aparición de esta amplia cantidad de información en
el mundo actual hace necesario, para su distribución, la presencia de
individuos autónomos, y esto sólo puede conseguirse a través de los procesos de
individualización. Al mismo tiempo, se ha producido una planetarización,
rompiendo los esquemas de espacio y tiempo conocidos hasta entonces. La
deslocalización de grandes empresas en territorios pertenecientes, desde el
punto de vista de las relaciones internacionales, al Sur, provoca un aumento de
beneficios y una minimización de costes, al situar las relaciones de producción
en zonas donde la mano de obra esclava produce a ritmos exorbitantes. Debido a
esta deslocalización, las actividades que controlan actualmente la vida
occidental son los mercados financieros y la gestión internacional. La nueva
cultura conforma su identidad a través del consumo masivo y la adquisición
continua de mercancías. La producción, a miles de kilómetros de distancia,
parece que ha desaparecido: la plusvalía se oculta en periféricos “estados
fallidos” y a veces se deja ver – siempre después de un proceso de
neutralización que evite su nocividad – tras la pantalla del televisor.
En la sociedad occidental se ha producido, en palabras de Bauman, una
degradación de los espacios públicos, donde, en lugar de conformar y explotar
un pensamiento crítico, la mayor parte de los lugares públicos se han
convertido en largos pasillos llenos de luces y colores, en centros comerciales
donde adquirir aquellos recursos materiales que ayudan a la conformación de la
nueva identidad de moda (“Piensa diferente”). Los territorios están siendo
dominados por estos tipos de espacios y poco queda del espacio público
ateniense (no olvidemos nunca que construido sobre esclavas y negándole los
derechos a mujeres y extranjeras) donde discutir los asuntos públicos. Este es
el melodrama de la sociedad actual y el nuevo mecanismo de violencia, que ha
adquirido una dimensión simbólica. Este orden simbólico oculta, tras modelos de
consumo, el ejercicio de control que incide en la mente de los individuos. Los
controles se vuelven eficaces al ofrecer una variada demanda de productos a las
consumidoras. No sólo se vende el producto sino también la posibilidad de
decisión (y con ella de diferenciación). La reproducción espontánea de cada
sujeto individualizado de sus propias necesidades reproduce la estructura de
poder a todos los niveles. Siguiendo a Marcuse, esta reproducción se vincula
claramente a la asimilación cultural: el hecho de que una trabajadora lea el
mismo periódico que lee su jefa no hace desaparecer las clases sociales
objetivas sino que preserva el sistema de posibilidades de satisfacción de las
necesidades. La democracia se convierte así, no en la negación del poder y del
dominio, sino en la forma más efectiva de dominio. Marcuse escribiría en El hombre unidimensional que “la libre
elección de amos no elimina ni a los amos ni a los esclavos”. Este sistema de
dominación se ve obligado, para sobrevivir, a redirigir la agresividad de las
oprimidas, en vez de hacia el sistema de dominación, hacia un fin socialmente
útil. Esta agresividad debe ser sublimada (si fuera real en términos lacanianos
se convertiría en violencia divina, inasumible en términos políticos) y de eso
se encargan los medios de reproducción de información y de comunicación de
masas. Estas estructuras de control redirigen la tendencia suicida hacia fines
útiles para el sistema de dominación.
La represión deja de ser
real, carnal, cruel y violenta para convertirse en subliminal, mediatizada por
una imagen y simbólica. La violencia simbólica se convierte en componente de la
publicidad y se afirma con la misma fuerza que antes se afirmaba la represión.
Todo desemboca, en palabras de Debord, en el espectáculo. La pantalla del
televisor nos protege del infierno sartreano del Otro con mayúscula, y la
tragedia se convierte lentamente en farsa (el ejemplo claro de esto último es
Timisoara en 1989, cubierta de cadáveres desenterrados de los cementerios y
cámaras de televisión). Agamben, parafraseando a Adorno, afirmaría que ver la
televisión después de lo que ocurrió en Timisoara sólo puede ser un acto de
barbarie. Pero avancemos un poco sobre el texto de Debord La sociedad del espectáculo. Debord entiende el espectáculo como
objetivación del mundo mediatizada por la imagen. La mercancía ha ocupado la
totalidad de la vida social, y el tiempo se convierte en homogéneo, en
acumulación de instantes equivalentes y totalmente iguales. Podemos citar aquí
a Jameson cuando afirma que el espacio pasa a ocupar el papel dominante sobre
el tiempo, y la realidad se osifica y detiene. El espectáculo es esa figura
antidialéctica parecida al drama barroco alemán en la obra de Benjamin, una
totalidad detenida, muerta, que sólo permite la relación de contemplación con
el sujeto. El espectáculo inmóvil de la detención también se da en la Historia
universal (Fukuyama hablaría del “fin de la historia”), en forma de “la vida de
lo muerto que se mueve a sí mismo” como Hegel diría sobre el dinero. Se produce
en la sociedad posmoderna una ruptura de la cadena del significante
(relacionado en Lacan con la esquizofrenia) y la imposibilidad de comunicación
o, mejor dicho, de responder a una respuesta. La pantalla del televisor no
admite respuesta (aunque a veces gritemos alguna blasfemia contra ella durante
el telediario o un partido de fútbol), está diseñada para ser una comunicación
unidireccional. Además se caracteriza por la imposibilidad de esperar: se trata
de un bombardeo inmediato de información (el shock que produjo el cine es
analizado, por ejemplo, por Benjamin en La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica). Cuando queremos
analizar semiológicamente la imagen que el televisor emite, esta ha cambiado a
otra sin relación (el ejemplo claro es el informativo: las noticias no tienen
ninguna relación entre ellas, el telediario se define por la muerte de la trama).
Sólo podemos recibir y tratar de mirar todas las imágenes al mismo tiempo.
“El fin de las
ideologías” se constituye en la sociedad del espectáculo como la forma más
perfecta de camuflaje de la ideología (Althusser afirmaría que es la “idea
ideológica par excellence”). La ideología no es una quimera sino la conciencia
deformada de la realidad bajo la sociedad del espectáculo, su realización más
pura. La crítica que Arendt hace de Sartre acusándolo de “pervertir el marxismo
con su apología maoísta de la violencia” es paradigmática. Desde posiciones
arendtianas se ha criticado al llamado “socialismo real” por ser ideológico y
por tanto falaz, totalitario y manipulador. Pero desmarcarse de un
planteamiento por ideológico supone siempre colocarse en un “afuera” de la
ideología, en un espacio de neutralidad que no existe en política. Todo
planteamiento es ideológico, y toda crítica política es ideológica, no se
realiza desde ningún pedestal desideologizado, neutro y puro. Asumirse a sí
misma como lo neutral y al enemigo como lo marcado es una ficción de
legitimidad que se debe desmontar siempre (Beauvoir afirmaría que así se
construye la identidad “hombre” como lo neutral contra la identidad “mujer”
como lo otro marcado). Las críticas sólo pueden ser políticas, no pueden
pretender superponerse en un “más allá”. La falacia naturalista debe ser siempre
atacada y destruida en cada una de sus formas.
El rechazo a toda forma
de acción colectiva que implique violencia (la cultura de la no-violencia en
términos de Losurdo) va unida a la defensa de un sistema estructuralmente
violento que ejerce un poder de dominación sobre una parte de la población.
Esta dominación es percibida como neutral, eterna e inevitable por las
oprimidas: como si se tratara de una catástrofe natural, estas la asumen.
Intentar transformar la realidad se convierte en una tarea inabarcable. Esta
forma de poder organizado (que produce legitimación y hegemonía como hemos
afirmado) no se sustenta por razones políticas, ni siquiera técnicas. No se
trata del sistema más justo ni del más eficiente. Se sustenta por la
incapacidad de las dominadas para imaginar otro tipo de Estado, para imaginar
unas distintas relaciones sociales de producción. La naturalización del sistema
político de dominación capitalista es absoluta: como afirma Zizek, “es más
fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” (Hollywood aquí
reproduce la ideología de la clase dominante, basado en la resignación ante un
sistema inevitable, “el sistema menos malo”, ya que “es mejor lo malo conocido
que lo bueno por conocer”). El poder no sólo se ejerce desde arriba sobre las
oprimidas, sino que se ha ido insertando en todas las relaciones sociales. Como
el agua, este se ha filtrado también a nivel micropolítico hasta tal punto que
podemos hablar, siguiendo a Marcuse, de sociedades avanzadas agresivas, de una
hostilidad permanente en todos los individuos que viven dentro del sistema
capitalista. Todo espacio (incluido el espacio de ocio) está diseñado para la
reproducción agresiva de la ideología y está colonizado por el poder. La
identidad personal se construye de este modo de forma subliminal, mediante
técnicas de disciplina, de refuerzo y de estímulo al más puro estilo
conductista. De esta forma se puede conseguir que un pueblo “vote bien” (la
amenaza de un nuevo Pinochet por si acaso a alguien se le ocurre votar a otro Allende
de nuevo) o conseguir que un individuo sea “normal” (sólo quien tiene control
sobre el significante “enfermedad” puede definir como “enfermo mental” a
alguien).
Siguiendo ahora a
Foucault, podemos analizar también un cambio en las penas y castigos, entendidos
estos al modo hegeliano: como restauración de la “normalidad” (Hegel necesita
que alguien incumpla la Ley para que esta pueda negar a la delincuente y el
poder del Estado pueda volver a afirmarse). Las técnicas de castigo han sufrido
una gran transformación a lo largo de la historia: como Foucault afirma en Vigilar y castigar, las penas han pasado
de aplicarse sobre el cuerpo (sobre la carne, la pura materialidad) a aplicarse
sobre el alma. En el siglo XVI era conocida la técnica del suplicio, la tortura
física (cualquier tipo de dolor era causado de formas inimaginables y se
intentaba evitar la muerte de la persona torturada hasta cuando fuera posible). En la
Modernidad la muerte no puede devenir más aséptica: la vida termina al caer la
cuchilla de la guillotina. El poder también se transforma: En la antigüedad era
visible (la cabeza de quien cometiera la osadía de desobedecer clavada en una
pica para afirmar el poder del Rey). En la actualidad, es invisible (como la
justicia en El proceso de Kafka,
cuando Joseph K. no sabe dónde acudir), pero visibiliza a la detenida. Antes esta era invisible ante el omnipotente Estado, ahora la detenida es visible
desde todos los ángulos. Funciona aquí el panóptico: Rodear a la detenida por
cristales y contraluces que le cieguen para que se sienta observada y vigilada
siempre, aunque en realidad no haya nadie mirando. El poder que produce
visibilidad convierte a las detenidas en objetivos para la vista, además de que
las individualiza ante un “ojo que está mirando”. La desprotección del
individuo que no puede responder ante la justicia por ser esta invisible (el
contraluz le impide saber si alguien está vigilando tras el cristal) marca el
inicio de la prisión moderna. Es también el inicio de los psiquiátricos y de las
lobotomías, métodos centrados en eliminar problemas sociales “individuo a
individuo”, es decir, proponiendo soluciones individuales a problemas
colectivos. Recordemos aquí las palabras de Reich, cuando afirmaba que la tarea
de una psicología marxista no es explicar por qué una pobre roba, sino explicar
por qué la totalidad de las pobres no están robando. La causa de un
comportamiento socialmente agresivo debe buscarse en la misma sociedad que ha
construido la identidad del individuo, y en esto pone su empeño esta psicología
marxista.
La transformación de la
ciudadana cosmopolita de la Ilustración en la individualidad fragmentada de la
posmodernidad también puede ser un objeto de estudio: La modernidad se define,
en palabras de Baudelaire, como lo efímero, lo transitorio. Y se mueve a golpes
de shock (el reloj de Tiempos Modernos,
el tiempo homogéneo de la cadena de montaje que atrapa a Chaplin es el signo
clave de la Modernidad). Este tiempo maquínico abstracto que convierte cada
instante en homogéneo, en idéntico a los otros instantes, y cuadra con la
motivación cultural de rastrear siempre el rasgo de la barbarie por debajo de
lo técnico. El shock clave de la Modernidad es sin duda la Primera Guerra
Mundial (IGM), definida por Benjamin como pobreza de experiencia: los soldados
combatientes en la IGM volvían mudos, sin palabras, sin experiencia
comunicable.
La guerra antigua era
vista como sacrificio colectivo de un pueblo orgulloso: Hegel la veía como
“purificación del Estado”. Las caballerías formaban impolutas, trajes brillantes y relucientes, cornetas y
desfiles, todo estaba predispuesto para ser un espectáculo vistoso del honor
militar. Los combatientes volvían a casa con el orgullo de haber defendido a su
país y tenían historias para contar a sus nietos a la luz de una hoguera. Pero
todo eso cambia en la IGM. Los uniformes vistosos duran un día, hasta que la
metralla empieza a caer. Los soldados, que ni siquiera sabían lo que hacían, se
convertían en carne de cañón. En Verdun llegan a morir 600.000 soldados en una
batalla para conquistar 8 km de terreno baldío. La abstracción y tecnificación
de los instrumentos de guerra supuso un distanciamiento entre los combatientes
(que se disparaban desde la trinchera en vez de enfrentarse cuerpo a cuerpo) y
un aumento exponencial de la crueldad. El orgullo por la guerra yace muerto,
manchado de sangre y barro en los túneles del Somme (no bajo ese sol radiante
del campo de batalla). Los supervivientes no quieren recordar sino olvidar:
lanzan sus medallas al canal y vuelven a casa sin palabras. Para hacernos una
idea de la catástrofe: la tragedia más famosa –
gracias, Hollywood – de principio
de siglo fue el hundimiento del Titanic. Esta cifra se igualaba y superaba cada
día durante toda la IGM. Para los soldados, en palabras de Benjamin, todo a
excepción de las nubes había cambiado. El cuerpo humano se convierte en mero
engranaje prescindible de una maquinaria que le trasciende y acaba con él. Ya
no existe el honor guerrero ni el héroe bélico, existe el superviviente. Jünger
afirmaría que a partir del shock de la IGM, la única técnica que permite
retratar ese horror es la fotografía: sólo el disparo de la cámara puede llegar
a ser equivalente al disparo del fusil. Hay una total resignificación de lo
espacial: las fotografías no muestran rostros sino panorámicas, desplazamientos
de tropas, o tomas aéreas que muestren la devastación de los paisajes. El
carácter aurático vuela en mil pedazos.
Esta experiencia nueva,
este shock que deja sin palabras se vuelve a repetir, multiplicado más
exponencialmente aún, en Auschwitz. Arendt afirmaría que Eichmann es una
experiencia sin concepto y que la tradición no nos puede ayudar a enfrentarnos
a él (por ello se ve obligada a construir el nuevo concepto de “banalidad del
mal”) y Primo Levi afirmará que los auténticos testigos de Auschwitz fueron los
que no volvieron, o volvieron sin palabras. Este shock es el que llevará a
Adorno a escribir que no se puede componer poesía después de Auschwitz sin
cometer un acto de pura barbarie. El “todo es posible” de los campos de
concentración (en palabras de Godard, desde descargar diez toneladas de
cadáveres en un camión para dos o quemar a cien seres humanos con gasolina para
veinte) nos muestra una total disponibilidad y conquistabilidad del cuerpo
humano: no queda ya ningún secreto velado, todo es posible para la técnica. El
aura desaparece del cuerpo humano, que se vuelve transparente a la máquina. El
cuerpo humano se torna vidrio, enemigo total del aura.
Y ante este shock, la
humanidad sólo puede responder, como afirma Benjamin, riendo. Una risa
nerviosa, histérica (como en los cuadros clínicos de Charcot), una risa como
único mecanismo de defensa ante un shock que nos impide pensar. La risa del
Joker del Batman de Nolan cuando
cuelga bocabajo de la azotea. Esta risa suena a barbarie, pero es la risa de lo
que queda de la humanidad que se prepara a sobrevivir a la razón y a la
cultura, esa humanidad desesperada que se enfrenta a la crisis de la llamada
civilización, a la aniquilación nerviosa.
Otra transformación
fundamental que se puede analizar es la de las acciones colectivas. Los
movimientos revolucionarios organizados en cuadros (con un movimiento de
vanguardia) han devenido revueltas y protestas no totalizables. Lo sólido, en
palabras de Marx y Engels, se ha “desvanecido en el aire”. Las revoluciones
como “actos de violencia por los cuales una clase derroca a otra”, opuestas al
banquete en palabras de Mao, se han convertido en la lucha espontánea de un
conjunto desesperado y desordenado de combatientes, que niegan la totalidad
social como inaceptable, como algo que “clama al cielo”. Aquellas a los que el
sistema ha expulsado del tablero político (a los márgenes), aquellas que se
constituyen como chavs, una
“subclase” periférica que se le acusa de negarse a ser ciudadana (con la
responsabilización individual de su propia miseria que esta acusación supone),
aquella “racaille de la patrie” en
palabras de Sarkozy. Este es el sujeto revolucionario que ha quedado después de
que la posmodernidad (no como época sino como programa político) arrasase la
conciencia colectiva. Reconstruir un sujeto político consciente, una sólida
roca que no se desvanezca, se torna tarea muy difícil. Las que quedan son las
que antiguamente sólo participaban en revoluciones como carne de cañón, las
primeras en ser traicionadas siempre, no importa dónde. Son estas condenadas de
la tierra las que “no tienen nada que perder, salvo las cadenas, y tienen un
mundo por ganar”. Pero el problema es que las chavs de Brixton no quieren ganar ese mundo (No future, como gritaban los Sex Pistols). Las invisibles, ruinas
que se amontonan en la historia y no salen en sus libros. La carne de cañón que
madruga para descargar cajas o se despierta tarde para fumar porros en el
parque. Las que se traban al hablar y sólo salen en televisión como objeto de
burla para que el pequeño burgués blanco se entretenga. La gentrificación
expulsa de París a los pobres de ojos brillantes de los que habla Baudelaire.
Los barrios se convierten en guetos. Pero siempre llega un momento en el que la
periferia, inexplicablemente, comienza a arder. Los servicios sociales que
ayudaban a vivir – mejor, a sobrevivir – a la inmensa mayoría de estas
desesperadas, son arrasados por esta furia descontrolada que cava su propia
tumba. Los sociólogos empiezan a llevarse las manos a la cabeza y a titubear
extrañados. Se trata de las miserables de cara sucia de Hugo que no exigen
nada. Que sólo quieren ver arder la totalidad de las relaciones sociales. Sin
negociar. Porque, como hemos dicho, sólo negocia quien aspira a conseguir una
mejora. Y el capitalismo tiene enfrente a las que ya no esperan nada de él.
Debord afirmaría en El planeta enfermo (escribiendo sobre
los disturbios raciales y de clase en Watts, barrio de Los Ángeles, ciudad que
carece de centro como el Tokio de Barthes o la Atenas de la que hablaba el rey
persa Ciro), que estas revueltas “se sitúan en el nivel de la totalidad porque
son protestas del ser humano contra la vida inhumana, aunque no estallen más
que en el barrio de Watts”. Foucault se preguntaba en 1979 si era inútil
sublevarse. Creemos que la pregunta está mal planteada: el concepto de utilidad
está ligado a la noción de medio instrumental para la consecución de un fin.
Los disturbios destruyen esa lógica medio-fin. Los disturbios son violencia
divina, explosión mesiánica de rabia, son un fin en sí mismo. Es la lucha de
las nada, de hoy, que todo han de ser.
@voletobonheur
@loadupyourgun
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