Notas para una lectura materialista de los Evangelios.
Imagen: Soldado soviético rezando durante la batalla de Kursk (julio-agosto de
1943).
Tabla de contenidos.
0. Introducción.
1. Lo material en los Evangelios. Hacerse
carne.
2. Lo político en los Evangelios. Invertir el
mundo.
3. Lo oculto en los Evangelios. Pasar
desapercibido.
4. Violencia y Amor en los Evangelios. Fundar
un pueblo.
5. Desesperanza y rememoración en los Evangelios. Hablar a los judíos.
6. Los
contrastes en los Evangelios. Morir.
7. El fin de los tiempos en los Evangelios. Anunciar.
8. Tentativa de conclusión.
0.
Introducción.
En este
texto nos proponemos una tentativa de análisis materialista de los Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas, Juan),
entendiendo por análisis materialista no la comprobación de lo empíricamente
demostrable ni la evidencia histórica de lo que cuentan los textos, sino las
implicaciones políticas, históricas y sociales que pueden rastrearse en ellos.
¿Qué importa si Jesús fue o no el Hijo de Dios comparado con toda la gente que
murió por defender esa idea? ¿Qué importa si hay o no una evidencia histórica
de la existencia de Jesús comparado con la pervivencia de los Evangelios, y con la larga tradición de
interpretación y adhesión que provocaron? El materialista estúpido verá en los Evangelios un libro de ficción, un
engañabobos, al igual que verá en un crucifijo “un trozo de madera” o en la
Iglesia un agente lavacerebros, pero esa nunca fue la posición del marxismo.
La
expresión de Marx acerca de la religión que más suerte histórica ha corrido es
la que la define como «opio del pueblo» (Contribución
a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel). Realmente, si vamos al
texto original, vemos que esa expresión es unilateral y no capta la esencia del
pensamiento de Marx: «La miseria religiosa es a la vez la expresión
de la miseria real y la protesta contra la miseria real.
La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el
corazón de un mundo descorazonado, y el alma de condiciones desalmadas. Es
el opio del pueblo». Quedarnos con únicamente una de las definiciones que
da Marx sobre la religión es convertirlo en un pensador mecanicista y
unilateral.
Antonio
Gramsci verá en la Iglesia (del griego eclesia, asamblea) un enorme aglutinador
de masas, un intelectual orgánico colectivo (el contexto histórico de la Italia
de los 30 era bastante distinto al actual) y Vladimir Lenin, en La actitud del Partido obrero hacia la
religión, afirmaba la estupidez de declararle una guerra abstracta la
religión, y abogaba por explicar las causas de la opresión, reconociendo el
papel social que la religión tiene.
En Dialéctica de lo concreto, Karel Kosik
demolerá la concepción materialista estúpida de reducir los objetos religiosos
a su expresión material, física, una concepción que comenzó en la Ilustración:
«La crítica de la Ilustración que dejaba a los seres humanos sin religión y que
les demostraba que los altares, los dioses, los santos y los oratorios no eran
“otra cosa” que madera, tela y piedra, se encontraba filosóficamente por debajo
de la fe de los creyentes, puesto que los dioses, los santos y los templos no
son en realidad cera, tela o piedra. Son productos sociales, y no naturaleza.
Por esta razón, la naturaleza no puede crearlos ni sustituirlos».
Para el
materialista dialéctico Dios no es un trozo de madera, sino una relación, un
producto social. Lo que nos interesa de los Evangelios,
por tanto, no es su carácter histórico, la verosimilitud de lo que allí se
cuenta, o cuál fue el Jesús que realmente existió, si es que existió alguno (el
Jesús de Juan es muy distinto al del resto de evangelistas, y esto será muy
interesante), o si los milagros son posibles. Lo que nos interesa es rastrear
en los textos todo un proyecto político que fondea y que ni mucho menos es unitario
y unívoco, toda una teología política contra el poder terrenal del César que se
ha mantenido viva durante dos mil años, y que ha generado discusiones y debates
muy reales, muy “materiales”, tan materiales como la sangre que derramaron, una
teología que transformó de forma radical la forma de entender el mundo. En este
sentido, la pregunta fundamental que queremos hacernos es cómo se inserta el
Cristianismo primigenio, esta primera generación de cristianos, de seguidores
de Jesús, en el mundo. El Cristianismo revolucionó totalmente el mundo
estableciendo una cosmovisión que duró siglos, y eso nos lleva a una pregunta
que se ha hecho mucha gente desde posiciones progresistas: ¿fue Jesús un
revolucionario en el sentido comunista?
Creemos que
es necesario, antes de comenzar la exposición, dar unas pinceladas históricas
sobre el contexto histórico de los Evangelios. La tradición católica los fecha
entre el año 50 y el 90 d.C. Alrededor del año 50, Pablo escribe sus epístolas
y Mateo consigna por escrito en arameo una tradición oral (y una fuente
complementaria desaparecida, Q, donde
probablemente hubieran textos del propio Jesús). Pasado el año 70, se escriben los
tres primeros Evangelios en griego: Marcos, Mateo (a partir de sus notas en
arameo) y Lucas (discípulo de Pablo, quien además escribirá posteriormente los Hechos de los Apóstoles). Bastante
después, hacia el año 90, Juan escribe su Evangelio y posteriormente el Apocalipsis.
Entre los
años 66 y 70 d.C. se produce la guerra judía por la liberación contra el
Imperio Romano, que comienza con una insurrección de los zelotes, un grupo
antiimperialista que abogaba por un Estado teocrático judío tradicional. Los
judíos, organizados para expulsar al invasor, miden mal sus fuerzas. En el año
70 caerá Jerusalén, defendida durante cuatro años. Los romanos destruirán su
Templo, hecho que aparece como profecía apocalíptica en los Evangelios. Podemos
imaginar a Lucas, probablemente escribiendo durante el sitio a Jerusalén, creyendo
que está viviendo el Apocalipsis: “Cuando viereis a Jerusalén rodeada de
ejércitos, sabed entonces que su destrucción ha llegado” [Lc 21:20]. Como
veremos, esta conciencia de la inminencia del fin de los tiempos es común en
este Cristianismo primitivo y sin ella es incomprensible su actividad política.
Aun así, el
periodo de tiempo que cubren los Evangelios, desde el nacimiento de Jesús hasta
su muerte, fue un tiempo políticamente tranquilo. La presencia romana en
Palestina era mínima, Roma gobernaba a distancia a través de gobernantes
locales fieles y serviles al emperador, como era el caso de Herodes, y no
imponía ninguna institución educativa ni religiosa. Está claro en la lectura de
los Evangelios que Jesús no tenía una
vocación política de liberación del pueblo judío del dominio imperial romano. A
diferencia de Pedro Simón, de filiación zelote (una figura muy interesante, no
es muy usual encontrar un pescador que siempre fuera armado con una espada),
Jesús parece esquivar el compromiso político antiimperialista de forma abierta
(“al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios” [Mt 22:21]). Además,
si Jesús hubiera sido un líder revolucionario judío, el Imperio Romano no
hubiera dejado escapar a sus discípulos (Pedro negando a su Maestro tres veces
antes de que cantara el gallo y marchándose) y los hubiera perseguido hasta
darles caza, o incluso les habría destruido a todos en vez de llevarse
únicamente a Jesús tras la traición de Judas Iscariote (incluso Pedro
desenvaina su espada cortando la oreja a un siervo sin ser prendido por ello,
antes de que Jesús le llame al orden para evitar una desgracia mayor, en un
gesto que recuerda al mensaje radiofónico de Salvador Allende hacia su pueblo
durante el golpe de Estado de Pinochet). Un virrey como Poncio Pilato, famoso
por su brutalidad y su propensión a los linchamientos, acusado de cohecho,
crueldad, ejecuciones sin juicio y que fuera depuesto de su cargo por deshonra
no habría tenido ningún reparo en perseguir y ejecutar revolucionarios. Por cierto,
algo muy interesante en los Evangelios es
que, especialmente Juan, dulcifican la figura de Pilato, vendiéndolo como un
liberal que se lava las manos, y lo exculpan de la muerte de Jesús, acusando de
esta a los sacerdotes judíos (quizás había un interés de estos primeros
cristianos en mantener buenas relaciones con el Imperio, volveremos sobre
ello).
Por otro
lado, es inverosímil pensar que no hubiera revolucionarios en las filas
cristianas viendo que su mensaje iba dirigido hacia los pobres. Quizás, el uso
de parábolas por parte de Jesús, ese “decir sin decir”, tenía dos finalidades
claras. La más obvia, no levantar sospechas entre las autoridades romanas,
intuyendo el peligro. La segunda, no ahuyentar a los revolucionarios y
perderlos para la misión. No podemos olvidar que Jesús muere crucificado, y que
la cruz no era únicamente una manera terrible de morir sino también una
ejecución donde primaba el aspecto público y visible, en presentar al reo
desesperado, agonizando humillado ante los ojos del pueblo, para dar ejemplo y
advertir a futuros delincuentes (o revolucionarios) del futuro que les espera.
La idea de plantear la nueva vida como una muerte para el poder establecido
(muerte literal o muerte simbólica, convertirse en invisible, kenosis) es una forma de plantear una
dualidad de poderes, de plantear la absoluta incompatibilidad entre el reino
terrenal y el reino de los cielos, entre el sistema de clases y la sociedad
cristiana. Sólo los que estén muertos para el sistema son llamados al reino de Dios.
1.
Lo material en los Evangelios. Hacerse carne.
«Hizo falta
mucha violencia para que los filósofos dejaran de mirar a las estrellas y
empezaran a estudiar el barro».
Hegel, Fenomenología del Espíritu.
La
Antigüedad clásica, cuyo exponente más completo es el mundo griego, se sostiene
sobre una cosmología que establece un corte irresoluble entre el mundo
supralunar y el mundo sublunar, entre lo divino y lo imperfecto. Al primero se
le concede un movimiento regular y una composición incorruptible, mientras que
el mundo sublunar está sometido a la generación y descomposición, al cambio. En
este sistema toda causa es unilateral, es el mundo supralunar el que genera el
movimiento en el mundo sublunar sin ser afectado por éste (Aristóteles
inventará la figura del motor inmóvil). La tradición romana hereda esta
cosmología, que entroncará también con las leyes de pureza judías.
En los Evangelios, al menos hasta Juan, encontramos un continuo desafío a estas
leyes de pureza. Que Dios se haga carne es un misil contra la cabeza del mundo
griego, una afirmación tan inconcebible que la propia institución de la
Iglesia, a partir de Juan, intentará matizarla (recordemos que, muchos siglos
después, Galileo será condenado no por su heliocentrismo sino por descubrir manchas
en el Sol, es decir, por afirmar que el material del mundo supralunar era el
mismo que el del mundo sublunar, que las estrellas eran también piedras).
El sólo hecho de no lavarse las manos antes de
comer, de comer con “manos inmundas” [Lc 11:38] [Mc 7:2] es una terrible
afrenta a las leyes de pureza judías de la Torah. Resulta bastante indicativo
de este desafío que se insista constantemente en el tocar a los leprosos para sanarlos
[Mt 8:3], o que lo primero que haga Jesús al resucitar ante sus discípulos sea
preguntar si tienen algo de comer y decir: “mirad mis manos, palpad” [Lc 24:39]
(Juan será más gráfico, contando la historia de Tomás el incrédulo, a quien
Jesús le pide que meta la mano en su costado [Jn 20:27]). Por supuesto, la
mayor afrenta de todas es que el Mesías, el Cristo, nazca en un establo entre
suciedad y heces.
En la
tradición mesiánica judía la figura del Mesías (Christos, el Ungido) es una figura regia, heroica y guerrera, que
viene a cumplir la misión de liberación del pueblo judío frente a sus enemigos
políticos. En los Evangelios, el
Mesías llega a Jerusalén subido en un burro, y su muerte y sufrimiento se
presentan de una forma para nada heroica sino desesperada (Eagleton hablará de
un «gesto antimesiánico»). La idea de un Mesías fracasado, crucificado, es
absurda para el pensamiento judío, y supone una novedad absoluta para esta
tradición. El Mesías judío muere sacrificándose por su Pueblo en una guerra de
liberación, el Mesías cristiano no quiere morir y acaba haciéndolo por amor:
“misericordia quiero, no sacrificio” [Mt 9:13]. Posteriormente hablaremos de la
necesidad del fracaso para la redención, algo que es absolutamente clave en el
Cristianismo, pero queremos resaltar que en los Evangelios presentan gestos del Mesías tanto mesiánicos (en
concordancia con la tradición judía, especialmente en Juan) como antimesiánicos
(en clara ruptura con esta). Se mezcla la solemnidad y lo ridículo, lo elevado
y lo bajo, lo excepcional y lo cotidiano.
Los Evangelios, al menos todos menos Juan
(por su carácter distinto será tratado con detalle posteriormente) presentan la
salvación y la redención en la propia cotidianeidad y mundanidad. En ellos se
muestran las preocupaciones cotidianas de los seres humanos entre las que
destaca por importancia el hambre: el milagro de los panes y los peces es
muestra de ello, así como la exhortación de Jesús a buscar bienes más elevados
(“no sólo de pan vive el hombre” [Mt 4:4], o ver los bienes materiales como
algo de lo que no preocuparse si se tiene fe: “buscad el reino de Dios y el resto
será añadido” [Lc 12:31] [Mt 6:32]). La salvación parece tener aquí una causa
material: dar pan al hambriento, agua al sediento, ropa al desnudo, asilo al
forastero, visitas al enfermo y al encarcelado [Mt 25:35]. Al final, para todos
ellos está reservado el reino de Dios, para quienes corrigen las injusticias
del mundo. Jesús no viene a adaptarse al mundo, viene a salvarlo. Porfirio
Miranda hará una reflexión interesantísima sobre esto: «¿nos quieren decir cómo
vamos a darles de comer a todos los que tienen hambre si dejamos los medios de
producción en manos privadas que necesariamente
los destinan al aumento del capital y no para la satisfacción de las
necesidades de la población?».
En un
famoso pasaje, Jesús comparará el reino de los cielos con el grano de mostaza
(el más pequeño pero que, al plantarlo en buen suelo, se convertirá en un
robusto árbol donde los pájaros podrán anidar) y con la levadura (que, oculta
en la harina, la hace crecer) [Lc 13:18]. Está bastante claro que Jesús busca
ejemplos cotidianos para ilustrar sus enseñanzas, y que busca darle un enfoque
práctico y material a su misión. También utiliza un ejemplo cotidiano para
hablar de condenación: para referirse al infierno usará el término gehenna [Mc 9:45], que se trata de un
vertedero de basura situado al sudoeste de la ciudad antigua de Jerusalén. Además,
hay que mencionar que los Evangelios están
escritos en griego koiné, que era el
griego cotidiano, el que se hablaba masivamente. Este registro coloquial tenía
una implicación evidentemente política: Jesús no hablaba para el pueblo culto,
para los eruditos. Hablaba para los pobres, para el pueblo. Sólo ellos eran, a
fin de cuentas, los llamados por Dios.
Como
curiosidad, podemos completar este apartado mencionando el tan enigmático como
humano final del Evangelio antiguo de Marcos. Aunque no venga explicitado en
las versiones modernas de la Biblia, este Evangelio terminaba en Mc 16:8,
siendo los versículos posteriores añadidos en una segunda versión. Ya sea
porque se perdiera el final o porque Marcos quisiera dejarlo abierto (no por
casualidad el Evangelio de Marcos es el que históricamente se ha considerado
más gnóstico y propicio al secretismo y a señales inconclusas), el Evangelio
termina con uno de los sentimientos más humanos posibles. Al ver a Jesús
resucitado, María Magdalena, Salomé y María madre de Jacobo “se fueron huyendo
del sepulcro, porque les había tomado temblor y espanto; ni decían nada a nadie,
porque tenían miedo” [Mc 16:8]. Este miedo tan “humano” también puede verse en
el ataque de pánico que sufre Jesús en el huerto de Getsemaní ante su inminente
crucifixión [Mc 14:4]. Como curiosidad, extraña que estos pasajes muestren a
los discípulos de Jesús como incapaces de vencer al sueño y mantenerse en vela
mientras su Maestro está sufriendo un gigantesco tormento espiritual a escasos
metros de ellos (Jesús tiene que despertarles dos veces, a la tercera se da por
vencido y se marcha). En estos fragmentos se puede apreciar miedo a la muerte,
miedo a ser exterminados y que la misión fracase.
2.
Lo político en los Evangelios. Invertir el mundo.
“No le
regalas al pobre una parte de lo tuyo, sino que le devuelves algo de lo que es
suyo”.
Ambrosio de
Milán, De los deberes.
De
principio a fin los Evangelios están
llenos de referencias políticas que llaman a invertir el mundo, a darle la
vuelta al orden social establecido. La suerte que corrió esta doctrina en las
clases populares no es en absoluto casual ¿Esto bastará para considerar
revolucionario en el sentido comunista a Jesús? Antes de responder a esta
pregunta, nos gustaría ir recopilando y explicando todos esos momentos de los Evangelios en los que Jesús toma
partido, sin género de dudas, por los oprimidos. Y en un apartado
complementario, explicar aquellos momentos en los que parece no hacerlo, y
decantarse más bien por una neutralidad que legitima a los opresores.
El
Evangelio de Lucas comienza ya casi desde el principio con una loa al poder de
Dios de invertir el orden terrenal. María cantará el Magnificat, una canción que probablemente fuera una versión de un
canto zelote y que termina así: “quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó
a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos”
[Lc 1:52]. Resuena aquí un pasaje del Aviso
al Rey de Jeremías, en el un pasaje del Antiguo Testamento: “Así dice el Señor:
practicad el derecho y la justicia y liberad al despojado de manos de su
opresor, rescatad al explotado del poder del explotador" [Jer 22:3], y
también a los Salmos: “los ricos
quedarán pobres y hambrientos” [Sal 34:11]. Jesús, siguiendo la tradición
mosaica, parece haber sido enviado a la tierra para transformar las relaciones
de poder y de producción, para acabar con un sistema de explotación y
expropiación de la riqueza: “[El Espíritu del Señor me ha enviado] a pregonar
libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los
oprimidos, a predicar el año agradable del Señor” [Lc 4:18]. Es importante
destacar aquí que el “año agradable del Señor” no es una metáfora ni un recurso
estético, sino que se refiere específicamente a la redistribución de la riqueza
que va asociada en la tradición judía (y posteriormente cristiana) al año
jubilar. Predicar el jubileo es idéntico a predicar la redistribución de la
riqueza, una economía del Sabbath: el mundo es un lugar de abundancia y no de
escasez, hay más que suficiente para sobrevivir, y es la codicia y la
acumulación la causa del hambre y la injusticia. Véase, en Levítico del Antiguo Testamento, [Lv 25:8]. La abolición de la
propiedad privada y el reparto de riqueza en base a las necesidades será
también un punto central en Los Hechos de
los Apóstoles: “y todos los que habían creído estaban juntos y tenían en
común todas las cosas; y vendían sus posesiones y sus bienes, y lo repartían a
todos, según la a necesidad de cada uno” [Hch 2:45]. Leyendo con atención los Evangelios, podemos ver que los
discípulos de Jesús tenían una bolsa común de dinero, y lo tomaban según sus
necesidades ([Jn 12,6], Judas Iscariote era el encargado de llevar esta bolsa,
por lo que su futura traición por treinta monedas de plata se vuelve más grave
aún). Para un desarrollo más extenso de esta idea de abolición de la propiedad
privada y reparto de la riqueza, [Hch 4:32]. Esta misma idea será tomada por
Louis Blanc y, a su vez, por Karl Marx en la conocida expresión: «de cada cual
según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades».
Otro
ejemplo en el que se presenta la inversión de poderes es cuando Mateo cuenta la
historia de unos poderosos magos (no dice ni que sean tres, ni que sean reyes)
van a adorar a un niño recién nacido [Mt 2:11]. Los poderosos inclinándose ante
los pobres. Como curiosidad, en Lucas el niño no es adorado por reyes sino por
pastores, por iguales [Lc 2:8]. La importancia que tiene la figura del niño en
los Evangelios es central. En un
famoso pasaje, Jesús los defenderá cuando sus discípulos los reprenden por
acercarse a él, y en otro afirmará que la única forma de entrar en el reino de
los cielos es ser como un niño [Lc 9:47] [Mt 18:3]. Frecuentemente, la
explicación que se le da a estos pasajes está relacionada con la pureza de
sentimientos de un niño, con su inocencia. Nacemos libres de pecado y el mundo
nos corrompe, por lo que para ser buenos debemos volver a ese estado de
inocencia previo. Realmente esta idea tiene más que ver con la subjetividad
moderna que con la idea de niñez en el siglo I. Debido a la elevadísima tasa de
mortandad infantil, en los padres y en la sociedad en general había un desapego
emocional hacia los niños. Como pocos niños llegaban a la edad adulta, reducir
la carga emocional era una forma de evitar un sufrimiento ante su más que
probable pérdida, y los niños se volvían socialmente invisibles. La idea de
poderosos inclinándose para adorar a un niño, la idea de un niño preguntando y
escuchando a filósofos y estos respondiendo amablemente, la idea de que para
entrar en el reino celestial hay que ser como un niño, tenían que ser
infinitamente rompedoras para esta sociedad que invisibilizaba y reprendía a
los niños y no les mostraba ninguna clase de afecto. De nuevo, la palabra de
Jesús se dirige indudablemente hacia los invisibles, hacia la “sal de la
tierra” [Mt 5:12] (Pablo fue más lejos al utilizar el término de anawim, que de tener traducción exacta
en hebreo sería algo así como “hez”). Como curiosidad, sólo un Evangelio, el de
Lucas, le da importancia a otro grupo social invisibilizado pese a ser una
mayoría sociológica, las mujeres. Su Evangelio se inicia con Isabel, Elisabeth
y María, continúa con María Magdalena, Juana, Susana, Marta y su hermana María,
con las anónimas “Hijas de Jerusalén” que lloran y lamentan el calvario de
Jesús [Lc 23:27], y termina con mujeres descubriendo su resurrección (María
Magdalena, Juana, María). De nuevo, esta importancia otorgada a las mujeres
debió resultar tremendamente chocante en una sociedad tremendamente patriarcal,
así como los llamamientos a aborrecer la familia biológica como condición
necesaria para todo aquel que busque ser discípulo de Jesús [Lc 14:26]. Ante
esta familia biológica Jesús reclamará una familia de comunidad, política,
llamando hermanos a sus discípulos.
Las
referencias al favor de Dios hacia los pobres, a su toma de partido por ellos,
llenan de una forma tan clara los Evangelios
que sería ridículo negar este posicionamiento de favor divino: “bienaventurados
los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” [Lc 6:20], afirmación que Mateo
matiza quitándole carga política al añadir “los pobres de espíritu” [Mt 5:3];
“los primeros serán postreros y los prosteros, primeros” [Mt 20:15], “el que se
enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” [Mt 23:12] [Lc
14:11], “el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor” [Mc
10:43] (consigna que recuerda bastante al Servir
al pueblo de Mao), la archiconocida afirmación de que es más fácil que un
camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los
cielos [Lc 8:24] [Mt 19:23] [Mc 10:25], afirmación que es bastante sorprendente
que se reproduzca de forma idéntica en los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas
(como no hubo contacto entre los evangelistas, nos hace pensar que los tres
bebieron de la misma fuente original, seguramente “Q”), aquella parábola sobre el mayordomo donde Jesús dice “ningún
siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro,
o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las
riquezas” [Lc 16:13], lo que tendrá una consecuencia lógica: “cualquiera de
vosotros que no renuncia a todo lo que posee no podrá ser mi discípulo” [Lc
14:33], o el hecho de que Jesús le diga a uno de los ladrones crucificados
junto a él que le acompañará en el Paraíso [Lc 23:43]. Con todo esto, Jesús
parece estar identificando sin ningún género de dudas la riqueza (en relación
con la pobreza, es decir, la desigualdad social) con la injusticia. Jesús puede
aceptar, y pedir que le acompañe al Paraíso, a un pobre que roba. Lo que nunca
va a perdonar es que alguien se enriquezca gracias a la pobreza de otros. Y
esta idea era ya un punto común del Antiguo Testamento: en Isaías podemos observar la indignación ante el hecho de que un
servidor de Yahvé hubiera sido enterrado en el cementerio de los ricos, “pese a
no haber cometido opresión ni hubo engaño en su boca” [Is 53:9]. La identidad
entre los ricos y los injustos es difícilmente negable (Porfirio Miranda cuenta
57 veces en los Salmos en los que
cuando se habla de “injustos” [reshaim]
se habla como contrapuesto a “pobres”).
Una de las
historias más conocidas sobre este carácter “anticapitalista” de Jesús es la de
los mercaderes en el templo. Los Evangelios
muestran aquí a un Jesús colérico, látigo en mano, rompiendo las mesas de
los cambistas que están haciendo negocios en el templo, acusándolos de
convertirlo en una cueva de ladrones. Es muy importante ver dónde se ubica esta
historia. Juan, preocupado por minimizar el aspecto político de la actividad de
Jesús y por mostrar que fue ejecutado por razones teológicas, sitúa esta
historia al comienzo de su Evangelio [Jn 2:14]. El resto de evangelistas sitúan
la historia al final, en Jerusalén y durante la festividad de Pascua.
Recordemos que la Pascua judía celebra la liberación del pueblo de Israel del
dominio egipcio, y que era común la analogía de ver en los romanos unos nuevos
egipcios que esclavizaban al pueblo judío. En esta situación, para un oyente cotidiano
de las historias relatadas en los Evangelios
en el siglo I, la analogía entre Jesús y Moisés es inmediata y evidente.
Pese a sus repetidos llamamientos a sus discípulos a llevar un perfil bajo y
pasar desapercibidos, Jesús está llegando a Jerusalén a morir aclamado por el
pueblo (pese a que luego fuera abandonado por él, volveremos sobre ello), entra
en cólera expulsando a latigazos a los mercaderes del templo, y su última cena
es una comida pascual. Ver en Jesús un nuevo libertador comparable con Moisés
parecería claro para cualquier lector judío de los Evangelios. Por supuesto, otra referencia inmediata y conocida
hacia Moisés es cuando Jesús se transfigura ante Pedro, Jacobo y su hermano
Juan “en un monte alto apartado” [Mt 17:1]. La idea del ascenso a una montaña
como un acercamiento a Dios se convertirá en un lugar común de la tradición
mística cristiana.
Pero, ¿era
la misión de Jesús convertirse en un nuevo libertador del pueblo judío? Las
extrañas referencias antisemitas en los Evangelios
(especialmente el de Juan, será analizado posteriormente), así como el carácter
internacionalista del Cristianismo (“haced discípulos a todas las naciones” [Mt
28:19]) parecen indicar que no. Los Evangelios
insisten en que el reino de Dios es un “reino para todos los pueblos” [Lc
2:31], para judíos, romanos y gentiles. Como curiosidad, Lucas describe desde
el principio el reino de Dios dirigido tanto a judíos como a gentiles, mientras
que Mateo sólo lo hace al final. El pueblo de Israel no es el único Hijo de
Dios, sino que la tarea es fundar un pueblo universal. Obviamente, quien más
esfuerzos dedicó a esta tarea es Pablo de Tarso, en su acercamiento con sus
cartas a los Romanos y a los Gentiles (no sin razón se suele decir que quien
universaliza el Cristianismo, quien lo convierte realmente en Cristianismo es
Pablo, por ello Antonio Gramsci afirmaría que se debería hablar con justicia de
un “Cristianismo-Paulismo”).
Durante el
“juicio” a Jesús (los Evangelios muestran
constantemente su carácter capcioso y preparado de antemano), hay una parte
interesantísima en la que le preguntan con qué autoridad hace los milagros, y
quién le dio esa autoridad. En vez de caer en la trampa, Jesús la esquiva
trasladando esa pregunta al Profeta Juan el Bautista. ¿Quién le dio el poder a
Juan el Bautista? ¿Dios, o los seres humanos? Esto pone en una difícil tesitura
a sus interrogadores y a todo aquel que hizo caso omiso a su palabra. Si Dios
fue quien dio autoridad a Juan el Bautista, desoírle sería un desafío al propio
Dios. Si su autoridad fue dada por los seres humanos, por el pueblo, entonces
la fuerza de este era temible [Mc 11:28] [Mt 21:23]. La disyuntiva con el caso
de Jesús es tan similar que él mismo se ampara en la comparación para no
responder a la pregunta: “tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas
cosas”.
Pero al
final, lo curioso de todo es que Jesús muere solo en la cruz. Tanto Dios como
el pueblo le dejan morir. En los Evangelios
de Mateo, Marcos y Lucas se ve un Jesús desesperado que clama al cielo
buscando respuestas a por qué Dios le abandona, y un pueblo que termina
vitoreando la sentencia de su crucifixión y la liberación de Barrabás a cambio
(únicamente recibe el apoyo terrenal de sus discípulos y de las anónimas “hijas
de Jerusalén” que lloran por él en el Evangelio de Lucas). En cambio, el
Evangelio de Juan busca una explicación bastante interesante a este abandono
por parte del pueblo: “mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este
mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos,
pero mi reino no es de aquí” [Jn 18:36]. Sus camaradas no se alzan en armas
para salvar su vida (únicamente Pedro, el zelote, desenvaina su espada pero
volverá a guardarla) porque no creen realmente que esa lucha tenga sentido. La
explicación de Juan parece bastante clara: el reino de los cielos nada tiene
que ver con el reino de los hombres, la salvación que predica Jesús no es en
ningún caso política sino una salvación del espíritu, de las almas. Realmente
esto suena a justificación retrospectiva de los propios discípulos, a aliviar
la pesada carga de la culpa de no haber luchado.
Sostener la
idea de que el reino de los cielos nada tiene que ver con el reino terrenal supone
establecer una ruptura entre el Evangelio de Juan y el resto, ya que deja sin
explicar toda la teología de la dualidad de poderes que atraviesa los textos.
Creemos que sí que existe esa ruptura y que es bastante clara, pero por otros
motivos (que serán explicados en un punto aparte). La separación que establece
Juan entre Dios y el mundo, entre el reino de los cielos y el terrenal, no
tiene como objetivo inmediato la legitimación del orden social existente, del
Imperio Romano. Es innegable que los seguidores primigenios de Jesús hicieron
un trabajo considerable por mantener buenas relaciones con el Imperio, y sería
absurdo negarlo. Pero el objetivo de estos no es, de ninguna manera, buscar el
favor del Imperio, convivir pacíficamente en su seno, sino pasar
desapercibidos: los cristianos creen que el Apocalipsis es inminente, por lo
que ven absurdo cualquier sacrificio inútil (“Misericordia quiero, no
sacrificio” [Mt 9:13]). También al principio el propio Jesús parece ver su
propia muerte como evitable, lamentándose cuando esta va a consumarse y
pidiendo al pueblo que sana que no cuente lo que ha ocurrido (volveremos sobre
este “pasar desapercibido” en el siguiente apartado). Sólo cuando el Mesías
muere y la Parousía no llega, cuando el tiempo del Acontecimiento (kairós) transmuta en el tiempo lineal (chronos), es cuando la tradición
católica necesita encontrar una teología de legitimación del dolor, en la que
Jesús se entrega a la muerte para salvar al mundo de sus propios pecados.
3.
Lo oculto en los Evangelios. Pasar desapercibido.
En los Evangelios hay bastantes referencias a
la lucha de la luz contra las tinieblas. La referencia más conocida sin duda es
la parábola de la lámpara [Lc 11:33], donde Jesús dice que nadie enciende una
lámpara para ocultarla en un cajón, sino que esta debe colocarse en un
candelabro para que ilumine toda la habitación: todo debe salir a la luz, lo
oculto debe ser desvelado y lo oscuro, iluminado. Esta crítica a la ideología
mistificadora de la realidad, esta defensa de la claridad luminosa frente a las
sombras, estaba ya bastante extendida en la historia del pensamiento occidental
(recordemos, por ejemplo, el mito de la caverna en Platón). Aun así, creemos
que hay bastantes referencias en los Evangelios
al secretismo y a permanecer ocultos, que muchas veces no acaban de encajar
con la imagen del Jesús socrático, platónico y helénico que se presenta en el
Evangelio de Juan (referencias ocultas que son especialmente prolíficas en el
Evangelio de Marcos: “mira, no digas nadie a nada, sino ve” [Mc 1:44]). Esta
idea del secretismo en los Evangelios no
es en absoluto nueva, sino que desencadenó toda una rama de pensamiento
cristiano, el gnosticismo, ya desde el mismo nacimiento de la doctrina
cristiana (con Marción, quien sólo reconocía como válidos el Evangelio de Lucas
y las cartas de Pablo).
La primera
de las referencias que podrían justificar este secretismo es el uso continuo de
parábolas. La parábola es aquí una forma de “decir sin decir”, de afirmar algo
a través de una analogía sugerente que permita concluir un juicio sin que este
haya sido emitido, y al mismo tiempo atraer al oyente mediante la extrañeza y
dejarlo pensativo. No creemos que se trate de una forma de explicación, de
hacer inteligible un contenido, porque cuando Jesús quiere ser claro no da rodeos
y expresa las cosas directamente. Como hemos defendido anteriormente, creemos
que Jesús no utiliza las parábolas para explicar una realidad que de otra forma
sería inteligible (tampoco, como sostiene el gnosticismo, como una forma de ir
“dejando pistas” para buscar las determinaciones del reino de los cielos). Las
utiliza, primero, para no levantar sospechas entre los romanos y sacerdotes
serviles al Imperio y segundo, para mantener en sus filas a los revolucionarios
que le seguían.
Prácticamente
la mitad de párrafos de los Evangelios consisten
en cómo Jesús sana enfermos de diversa índole por medio de milagros (leprosos,
ciegos, desangrados, incluso resucita muertos). Esto creemos que es otro signo
más de la naturaleza material de la teología del Nuevo Testamento: sanar
cuerpos es luchar contra el dolor, contra el mal, devolver esos cuerpos a la
paridad con los demás. Leyendo cuidadosamente, Jesús no busca con sus milagros
demostrar ser el hijo de Dios (esta es la línea que sigue la tradición
cristiana, por ser el único camino libre: si Dios es Creador y el mundo es su
creación, hacer milagros sería transformar la Creación, que debería ser
perfecta; por tanto, la única motivación de Jesús para hacer milagros no puede
ser corregir al Padre, sino demostrar ser su Hijo ante los hombres incrédulos).
Todos los milagros que Jesús hace los hace por compasión. Pasa bastante tiempo
huyendo de las multitudes que se le acercan para comprobar si es hijo de Dios
(hasta llegar a encolerizarse, [Mt 17:17]), y se niega sistemáticamente a hacer
milagros de autolegitimación. Además, constantemente pide a los enfermos
sanados que no hablen de lo que ha ocurrido, y muchas veces se cuida de
utilizar la forma pasiva (es decir, en vez de “perdono tus pecados”, dirá “tus
pecados han sido perdonados”). Parece que Jesús se da cuenta de la
imposibilidad de que se mantenga una discreción a medida que sus milagros
llegan a más oídos, más gente se acerca a él, y comienza a intuir el peligro.
¿Qué
peligro? El que lógicamente encarnan las autoridades romanas y sacerdotales
judías. Jesús se cuida constantemente de esquivar las trampas, de medir sus
palabras y de no blasfemar contra la ley judía. Sobre la acusación de que sanar
en Sabbath supone una violación inadmisible de la ley judía, Jesús buscará
defenderse: “¿es lícito en los días de reposo hacer bien, o hacer mal; salvar
la vida o quitarla?” [Mc 3:4]; “el Hijo del Hombre es aún Señor del Sábado” [Lc
6:5] (como curiosidad, la expresión aquí utilizada, “Hijo del Hombre”, ha sido
interpretada de distintas formas: una interpretación sostiene que proviene de
una figura apocalíptica de Daniel [Dn
7], mientras que la más aceptada es que es una forma de decir “ser humano”,
incluso un circunloquio lingüístico para decir “yo”). A la capciosa pregunta
sobre si era justo el pago de impuestos al Imperio, Jesús también respondería
esquivando la trampa: en la moneda está grabada la cara del César, luego “dad a
César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios” [Mt 22:21]. Hay reputados
comentaristas de las Escrituras, como Schweitzer o Dibelius, que apelan al
carácter irónico de la respuesta de Jesús. En una Jerusalén de tradición
zelote, que consideraba los impuestos como un abuso imperial, los sacerdotes
pusieron esta trampa a Jesús bien para señalarle a las autoridades, bien para
enemistarle con el pueblo. Jesús, al responder de forma irónica, estaría
salvando la trampa no pudiendo ser acusado y manteniendo al pueblo de su lado:
“no pudieron atraparlo en palabra alguna ante el pueblo” [Lc 20:26]. Convenza o
no esta interpretación, lo que sí es innegable es que se trataba de una trampa
tendida.
Ante el
interrogatorio tras ser prendido, las autoridades le preguntarán si es el
Mesías. La respuesta de Jesús es evasiva, ni confirma ni niega: “Tú lo dices”
[Lc 22:67] [Mt 26:63]. La noche anterior les dará a sus discípulos directrices precisamente
en el mismo sentido: “Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijesen que
él era Jesús el Cristo” [Mt 16:20], “No digáis a nadie la visión hasta que el
Hijo del Hombre resucite de los muertos” [Mt 17:9]. Jesús parecía ser
consciente del precio de la notoriedad.
Pero sin
ningún género de dudas, los versículos donde queda más clara y explícita la
motivación de pasar desapercibido ante los enemigos, están en el Evangelio de
Mateo. Aquí Jesús hablará de la necesidad de reconciliarse con los enemigos, y
da una motivación clara: “ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre
tanto que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al
juez, y el juez al alguacil, y seas echado en la cárcel” [Mt 5:25]. Pasad
desapercibidos, limad tensiones con vuestros enemigos, no derraméis vuestra
sangre en vano. La universalidad del mensaje de Jesús parece bastante clara, y
también se aplica sobre enemigos políticos aunque, esto es muy importante,
únicamente sobre los enemigos que quieran escuchar; quien rechace el mensaje
sufrirá condenación: “si alguno no os recibiere, ni oyere vuestras palabras,
salid de aquella casa o ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies. De cierto
os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para Sodoma y
Gomorra que para aquella ciudad” [Mt 10:14] (la referencia en este pasaje a la
destrucción de Sodoma y Gomorra [Gn 19] es una prueba textual de que la quiebra
moral de estas ciudades no tiene nada que ver con prácticas homosexuales sino
con la falta de hospitalidad hacia los extraños). El pueblo judío no es el
único pueblo hijo de Dios, el mensaje es universal y también debe ser extendido
a extranjeros y enemigos. Quien asumió esa tarea como propia e indispensable,
antes incluso de la redacción de los Evangelios,
fue Pablo de Tarso. En su Carta a los Romanos también encontramos que se tomó
muy en serio la exhortación de su Maestro a pasar desapercibidos.
Leyendo
detenidamente el fragmento acerca de la autoridad y la obediencia de la Carta a los romanos, que parece
contradecir nuestra tesis de inversión del mundo, Pablo hace un llamamiento a
someterse a las autoridades en el poder, utilizando como carta de legitimación
que esos poderes han sido puestos por Dios [Rom 13:1]. Creemos, con Jacob
Taubes, que este fragmento no puede leerse de forma aislada de su inmediata continuación:
“tened en cuenta en qué tiempos estamos: ya es hora de despertar del sueño,
porque ahora está más cerca de nosotros la salvación que cuando abrazamos la
fe” [Rom 13:11]. Pablo está haciendo aquí una referencia directa a la
inminencia del tiempo escatológico, un tiempo-ahora (Jetztzeit) que inunda el presente, que hará estallar la continuidad
de la historia y que invertirá todas las relaciones sociales. Para que no quepa
ningún tipo de dudas, Pablo continúa de una forma cargada de fuerza: “la noche
está avanzada y el día está cerca; por lo tanto, dejemos a un lado las obras de
las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz” [Rom 13:12]. De hecho,
esperaba poder asistir en persona a la segunda venida del Mesías: “después
nosotros, los que estemos hasta la venida del Señor, seremos arrebatados” [1 Tes
4:17]. La misión de Pablo es alertar, salvar al mayor número de personas
posibles, sean romanos, gálatas, corintios o tesalónicos. Construir la
comunidad internacional que será salvada. Y, mientras tanto, evitar el
sacrificio absurdo en las filas cristianas: obedeced, pagad impuestos, no
creéis conflictos, guardad la espada y esperad. Que el fin de este mundo está
próximo.
4.
Violencia y Amor en los Evangelios. Fundar un pueblo.
Los Evangelios también están atravesados, de
principio a fin, de un contraste entre violencia y amor, entre ira y perdón. La
cita más importante, y con mayor recorrido, sobre la violencia, es la conocida
“no penséis que he venido para traer la paz a la tierra; no he venid para traer
paz, sino espada” [Mt 10:34]. Lucas, en vez de espada, hablará de disensión [Lc
12:51]. Justo después, Jesús afirmará que viene a poner en conflicto a padres e
hijos, hermanos y hermanas, es decir, que viene a invertir todas las formas de relaciones
familiares. Es importante que este fragmento, en el que resuena toda la fuerza
del Antiguo Testamento (donde Dios tiene una función de Creación y Destrucción,
mientras que en el Nuevo Testamento Dios no es creador sino redentor), la
amenaza caiga sobre quien se niega a escuchar la palabra. Justo antes, Jesús
dice: “cualquiera que me niegue delante de los hombres, también yo le negaré
delante de mi Padre que está en los cielos” [Mt 10:33]. En el Evangelio de
Juan, volveremos sobre ello, Jesús sólo rogará por sus discípulos, no por el
mundo [Jn 17:9]. Jesús lleva, a través de sus discípulos, un mensaje de amor a
sus enemigos, y cuando estos lo rechazan, es cuando hay que sacudirse el polvo
de los pies, porque no cabe otra cosa que no sea la condenación.
En un
pasaje del Evangelio de Lucas, en el huerto de Getsemaní, Jesús reúne a sus
camaradas y hace un recuento de las armas que poseen (dos espadas [Lc 22:38]).
Parece que realmente duda de si el reino de Dios llegará por sí solo, o habrá
que traerlo a la tierra por medio de la espada: “el que no tenga espada, venda
su capa y compre una” [Lc 22:36]. Este fragmento es interesantísimo, porque
parece que se está preparando para la lucha (recordemos que ya sabe de la
traición de Judas y puede intuir que irán a por él) pero, tras una reflexión y
oración apartado, a solas, en la que descubre que sus discípulos son incapaces
de mantenerse en guardia, decide que la mejor táctica es entregarse sin
derramamiento de sangre. Con dos espadas, la lucha contra el ejército que viene
a prenderle sería absurda y habría desembocado en una carnicería. Sus
discípulos están dispuestos a luchar por él, pero Jesús pide guardar la espada.
Éstos terminan huyendo aterrados de Jerusalén al contemplar el fin de su
Maestro. La tradición católica desarrollará toda una teología del sacrificio en
el que el Hijo de Dios muere como un Cordero por los pecados del mundo, pero en
una lectura atenta de estos pasajes del Evangelio de Lucas parece que el Hijo
de Dios muere para otorgar el tiempo suficiente a sus valiosos camaradas para
huir de una batalla perdida de antemano (¡Misericordia quiero, no sacrificio!).
Sabemos que
es sin duda polémica la tesis de que el acto fundacional de la historia de la
Cristiandad, el sacrificio de Jesús, dependiera al final del número de espadas
con el que contaban sus discípulos. Jesús sabía que ya no podía salir vivo de
Jerusalén, que sus enemigos venían a por él, y que iba a pagar por sus
alborotos en el templo y porque los enfermos sanados hubieran estado pregonando
sus milagros. Es ahí cuando se sacrifica, pero se trata de un sacrificio
contingente basado en el mal menor: en vez de que les maten a todos, Jesús se
entrega, muere sólo él. Esta decisión, absolutamente central en la historia del
Cristianismo, se acaba reduciendo a una pregunta muy sencilla: ¿somos capaces
de defendernos o no?
Como
decimos, el papel del conflicto es central en los Evangelios, y este desgarra por completo la sociedad y la atraviesa
de arriba hasta abajo: “si un reino está dividido contra sí mismo, no puede
permanecer” [Mc 3:24], “todo reino dividido contra sí mismo es asolado” [Lc 11:17].
Esta cita, que suena tan hobbesiana, será utilizada por Maquiavelo para
presentar su figura del Príncipe, y por Carl Schmitt para presentar la
dicotomía entre dictadura del sable (Poder) o dictadura del cuchillo
(Anarquía). Los campos se delimitan claramente por el conflicto, y los Evangelios buscan legitimar una suerte
de dialéctica entre amigo y enemigo (inimicus,
no hostis), que será importante en la
lucha del Cristianismo por imponerse, en la lucha de lo nuevo por barrer lo
viejo. En un pasaje del Evangelio de Marcos, los discípulos descubren a alguien
echando demonios fuera de cuerpos en nombre de Dios, aunque se negaba a seguir
a Jesús. Este le ordena a sus discípulos que no le prohíban hacer milagros, y
lo justifica así: “el que no es contra nosotros, por nosotros es” [Mc 9:40].
Como vemos, Jesús no está definiendo al enemigo, sino que deja que sea el
enemigo el que se defina. Considera amigo a todo aquel que no le niegue, y envía
condenación a todo aquel que trabaje por destruirles: “cualquiera que os diere
un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, de cierto os digo que no
perderá su recompensa. Cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos
que creen en mí, mejor le iría si se le atase una piedra de molino al cuello y
se le arrojase al mar” [Mc 9:42].
El ejemplo
más claro y más patente de esta dualidad de poderes que está presente en los Evangelios es, sin duda, la oposición
entre Jesús y Herodes. Sostener que Jesús es el rey legítimo del pueblo de
Israel, heredero de David y de Abraham, es al mismo tiempo sostener que Herodes
no lo es. Por si fuera poco, encima los números de las generaciones encajan: catorce
generaciones desde Abraham a David, otras catorce desde David a la deportación
de Babilonia y otras catorce desde la deportación hasta el nacimiento de Jesús
[Mt 1:17] (el cálculo de los números de generaciones será muy importante en la
tradición escatológica cristiana, pensemos por ejemplo en Joaquín de Fiore). La
figura de autoridad de Jesús amenaza constantemente la legitimidad de Herodes
(éste verá la amenaza gracias a los magos y mandará asesinar a todos los niños
menores de dos años de Belén, los llamados santos inocentes [Mt 2:16]). Esta
dualidad de poderes es también la lucha entre dos formas de universalidad, una
universalidad falsa, terrenal, de injusticias, y una universalidad verdadera,
celestial, de amor y equidad. Sin el amor no puede entenderse la violencia.
Si queremos
encontrar un pasaje en el que se exprese textualmente el proyecto cristiano de
amor hacia los enemigos, lo podemos hallar en las indicaciones que da Jesús a
sus discípulos: “amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen,
haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y persiguen”
[Mt 5:44]. Esta voluntad queda más que clara en la archiconocida petición misericordiosa
que Jesús le hace a Dios cuando está siendo crucificado: “Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen” [Lc 23:34]. Marx añadirá a esta afirmación una
segunda parte muy interesante, con la que describirá en el primer tomo de El capital la función de la ideología: «no lo saben, pero lo hacen».
Queda
meridianamente claro el objetivo del amor cristiano (tanto judíos como
gentiles, tanto amigos como enemigos), pero faltaría explicitar cuál es la
función de este amor: esta no es otra que fundar un Pueblo, construir una
comunidad de hermanos y hermanas: “todo aquel que hace la voluntad de mi Padre
que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre” [Mt 12:50]. Este
objetivo está ya en Jesús, y se va desplegando de forma matizada (por ejemplo,
la universalización del mensaje en Mateo está al final, mientras que Lucas ya
presenta ese objetivo desde el principio), pero fue antes, en Pablo, donde cobró
toda su importancia.
En el
Evangelio de Mateo, Jesús está explicando cuáles son los mandamientos que hay
que seguir para llegar al reino de los cielos. El primer mandamiento, el
“primero y grande”, es “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda
tu alma, y con toda tu mente” [Mt 22:36]. En Marcos, la formulación es muy
similar [Mc 12:28]. El segundo mandamiento, afirma Jesús, es “amar al prójimo
como a ti mismo”. Queda bastante claro en los textos que los mandamientos están
interrelacionados y que es imposible que para el pensamiento cristiano se dé
uno sin que se dé el otro, pero lo interesante es que Jesús los ordena,
establece una priorización. Y lo que es más interesante aún es que Pablo, en
esa maravilla de texto que es Rom 13, reduce los dos mandamientos a uno solo:
“no debáis nada a nadie; amaos unos a otros, pues el que ama al prójimo ha
cumplido la ley” [Rom 13:8]. Dios está en la alteridad, se desvela en la
interpelación de los otros. Taubes hablará aquí de una formulación casi
feuerbachiana (Ludwig Feuerbach afirmará en el siglo XIX, en La esencia del Cristianismo, que Dios es
una proyección humana creada para expresar el amor de la humanidad hacia sí
misma, que es tan intenso que necesita una mediación celeste). No sabemos si
realmente la ruptura de Pablo con Jesús es tan grande: hay otra formulación
menos radical de lo mismo en el Evangelio de Juan, donde Jesús dice “éste es mi
mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” [Jn 14:12]; además,
el cariñoso apelativo que Jesús utiliza para referirse a Dios, Abba, que podría ser traducido como
“papá”, sugiere que la relación que Jesús tiene con Dios es totalmente distinta
de la relación con Dios en el Antiguo Testamento plasmada en los Mandamientos
mosaicos (que Jesús utilizara el término “Hijo de Dios” podía llegar a ser
tolerable para un judío, porque al final el pueblo de Israel era hijo de Dios;
lo que no podía ser de ninguna forma tolerable es que se refiriera a él
llamándole papá). Tampoco sabemos si Pablo está realmente tan cerca de
Feuerbach como sugiere Taubes, pero sí podemos afirmar que el mandamiento de
amar al prójimo (amigo o enemigo, judío o gentil) acaba teniendo una
importancia absolutamente central en el pensamiento cristiano.
5.
Desesperanza y rememoración en los Evangelios. Hablar a los judíos.
“Sólo por mor de los
desesperanzados nos ha sido dada la esperanza”.
Walter Benjamin, Las afinidades electivas de Goethe.
Como
hemos afirmado anteriormente, la idea de un Mesías fracasado, crucificado, es
una novedad absoluta en el pensamiento escatológico judío. Un Mesías que viene
al mundo a darle la vuelta acaba siendo derrotado por el propio mundo (pese a
que Juan vendiera la derrota como una victoria [Jn 16:33], entraremos en detalle
en esto posteriormente). Un Mesías que a ojos del pueblo no resulta ser tan
omnipotente, que no se salva pese a haber salvado a otros (lo que provocará
burlas de soldados romanos y de paseantes), es inconcebible para la tradición
judía. No se salva ni a sí mismo y quiere salvarnos a todos.
Pero
realmente, este fracaso sí tiene un sentido muy específico en la tradición
cristiana. Jesús es aquí el héroe trágico, que sólo puede triunfar mediante el
fracaso. Pese a que podemos sostener, con evidencias textuales, que Jesús no
quiere ni busca morir, también podemos sostener que sí que acepta la muerte
cuando esta es inevitable, que sabe que hay cosas más importantes que la vida,
y que muchos murieron antes que él (como, por ejemplo, el propio Juan el
Bautista). El fracaso, en la tradición cristiana, es necesario para que ocurra
la redención. Que Jesús muera abandonado y sin esperanza en salvarse es la
condición de su resurrección; que muera sin esperanza acaba siendo al final la
condición de toda esperanza posible. En Mateo y Marcos se expresa la
incomprensión: “Padre, ¿por qué me has abandonado? [Mt 27:46] [Mc 15:34], en
Lucas la asunción de que ya no puede hacer nada: “Padre, en tus manos
encomiendo mi Espíritu” [Lc 23:46]. Aquí hay un enorme contraste con la sobriedad
con la que Jesús afronta la muerte en Juan: “Consumado es” [Jn 19:30]. No hay
desolación, no hay temor, ni improperios. En ningún momento pierde aquí Jesús
la fe en la victoria, en su triunfo sobre el mundo. Esta versión de Juan será
el origen de toda una tradición de representación artística, el Christus Victor, y creemos que vacía
completamente de significado la muerte de Jesús. Como afirma Eagleton, «la
crucifixión proclama que la verdad de la historia humana es un delincuente
político torturado […]. Sólo si se puede contemplar esta horrible imagen sin
ser convertido en piedra, aceptándola absolutamente como la última palabra, hay
una pequeña oportunidad de que no sea tal». Este es el significado último de la
muerte de Jesús: seguir creyendo aun habiendo perdido toda esperanza.
Pero
donde creemos que la ruptura entre Cristianismo y Judaísmo es más clara, es en
su relación con el tiempo: el Cristianismo llama al futuro y al reino de los
cielos, el Judaísmo llama a rememorar el pasado, al recuerdo, a la búsqueda de
esas “astillas mesiánicas” que se insertan en la historia. Los judíos, como
afirmara Walter Benjamin en sus Tesis
sobre el concepto de historia, tenían prohibido indagar sobre el futuro:
toda la investigación se realiza hacia el pasado, hacia esas “generaciones
pasadas” cuyo peso “oprime al cerebro de los vivos” como dijera Marx. En
cambio, el Cristianismo dirige su mirada hacia el futuro, llama a un nuevo
mundo que aún no existe y que debe ser creado superando esa melancolía que nos
ancla al pasado. Para ello, construye toda una teología de la resurrección que
es increíblemente interesante: una resurrección en la que el tiempo queda
abolido, en la que la dignidad de los muertos queda restaurada, en la que sus
acciones son las que los redimen o los condenan (esto, como vemos, nada tendrá
que ver con la predestinación luterana y calvinista). El fragmento de los Evangelios donde más claro queda esta
mirada al futuro, está en Lucas: “ninguno que poniendo su mano en el arado mira
atrás, es apto para el reino de Dios” [Lc 9:62]. El Ángel de la Historia es
obligado a mirar hacia atrás, al seguidor de Jesús se le prohíbe mirar hacia
atrás. Justo antes, Lucas pone en la boca de Jesús una expresión que correrá
bastante suerte en la tradición marxista: “deja que los muertos entierren a los
muertos” [Lc 9:60]. Marx, otro pensador que proviene de la tradición judía y
rompe con ella, utilizará esta expresión en El
dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, cuando hable que el movimiento
revolucionario de su época debe ser capaz de salir de la eterna repetición de
todas las revoluciones fracasadas previas: «La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía
del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea
antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las
anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia
universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo
XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia
de su propio contenido».
En este mismo sentido, “Dios es un
Dios de vivos, no de muertos” [Lc 20:38]. Quedar atrapado en el duelo, en la
melancolía por un pasado, desemboca en un sentimiento de inacción y desencanto,
la acedia, que no puede permitirse
una doctrina que busque invertir el orden social establecido y los valores que
le acompañan. Pero, ¿es suficiente con la prefiguración del futuro para que se
consume la acción revolucionaria? Viendo la suerte que corre el Cristianismo,
que su triunfo es su derrota, que acaba triunfando al consumarse como la
ideología del Imperio y enterrando el kairós,
el tiempo del Acontecimiento, el fin del mundo, bajo capas y capas de
tiempo lineal homogéneo y vacío de contenido, parece que no.
En palabras de Benjamin, y esto lo
entendió muy bien el Judaísmo, la fuerza para luchar no se extrae del “ideal de
los nietos liberados”, sino del “recuerdo de los antepasados esclavizados”. A
diferencia del pensamiento cristiano, el pensamiento judío paga su retirada del
mundo y del tiempo futuro con la moneda de renegar de la transformación del
mundo. Para terminar el apartado queremos recoger una cita del pensador judío
Franz Rosenzweig, en La estrella de la
redención, porque creemos que explica muy bien esta diferencia entre la
temporalidad judía y la cristiana, y que es una explicación que sintetiza muy
bien las desavenencias entre judíos y cristianos: «Ante Dios, el judío y el
cristiano trabajan en la misma obra. No puede prescindir de ninguno. Los ha
enemistado en todo tiempo, pero los ha vinculado del modo más estrecho. A
nosotros [los judíos] nos dio eterna vida al encendernos en nuestro corazón el
fuego de la estrella de su verdad. A ellos [los cristianos] los puso en el
eterno camino haciéndoles correr en todo el tiempo tras los rayos de la
estrella de su verdad, hasta el final eterno. Nosotros vemos, pues, en nuestro
corazón la fiel imagen de la verdad pero, para ello, damos la espalda a la vida
temporal, y la vida del tiempo nos da la espalda a nosotros. Ellos, en cambio,
van corriendo tras el río del tiempo, pero no tienen la verdad más que a su
espalda. Ella los guía, puesto que siguen sus rayos; pero no la ven con los
ojos. La verdad, toda la verdad entera, no nos pertenece ni a ellos ni a
nosotros».
6.
Los contrastes en los Evangelios. Morir.
Ningún Evangelio es idéntico a otro, algunos relatan unos
hechos que otros no lo hacen, e incluso hay diferencias en la forma de
presentarlos. Aun así, no creemos que pueda dudarse de que Evangelio de Juan es
bastante diferente al resto. El propio Juan es consciente de lo diferente que
es su forma de narrar los hechos cuando se otorga a sí mismo una prioridad
epistémica al autodenominarse “el discípulo amado” o “el discípulo que Jesús
amaba” [Jn 13:23]. El hecho de que ninguno de los otros evangelios hablara de
esta relación especial entre Jesús y uno de sus discípulos, unido a que Juan
escribiera su Evangelio por el año 90 d.C., cuando el resto de discípulos y
evangelistas ya habían desaparecido (imposibilitando así toda réplica) hace
dudar de la veracidad de esta denominación. Lo que sí que podemos observar es
que Juan utiliza a menudo esta relación para darse una mayor legitimidad
respecto del resto de Evangelios, y probablemente eso buscaba a la luz de las
diferencias que su texto tenía con el resto.
Justo al comienzo, Juan identifica a Jesús con el Verbo de
Dios, con el logos (“el Verbo fue
hecho carne, y habitó entre nosotros” [Jn 1:14], siendo un comienzo totalmente
distinto al resto. Durante todo el Evangelio de Juan, Jesús es plenamente
consciente de su muerte, y la entiende como algo preestablecido, hacia la cual
se orienta. Se podría decir que busca el sentido en la muerte, que vive para
ella (este es el Cristianismo que criticará Nietzsche, oponiendo muerte y vida,
Apolo y Dionisos). Jesús no sólo acepta su muerte desde el comienzo, sino que la
ve como algo deseable.
Juan nos presenta aquí a un Jesús plenamente socrático,
helénico, incluso estoico. Un logos que
no puede alterarse, que está por encima de todo lo que pueda pasar en el mundo,
que no se enfada: la reprimenda que lanza a los mercaderes no es, como en el
resto de Evangelios, un furioso ataque, sino una reprimenda que más bien parece
la de un Padre a sus hijos [Jn 2:16] (curiosamente les echa a latigazos pero la
reprimenda no es en absoluto desorbitada, como en el resto de Evangelios). El
Jesús que presenta Juan no se enfada con el pueblo que le sigue para pedirle
milagros (no hay ningún “¡Generación incrédula y perversa!, ¿Hasta cuándo he de
estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar?” [Mt 17:17]). Ni tampoco
maldice a la higuera que no da frutos secándola fulminantemente [Mc 11:21] [Mt
21:19]. Parece que Jesús, en el Evangelio de Juan, está por encima de todas las
particularidades del mundo: es el Evangelio que menos extensión dedica a la
curación de los cuerpos mediante milagros, y el que más dedica a la discusión
filosófica y a los debates.
Jesús
dedica bastante tiempo a establecer un diálogo socrático con los judíos que
niegan su autoridad [Jn 8:30], para reforzar la idea de que el verdadero
conflicto por el que matan a Jesús es teológico y no político; y la noche de la
última cena en Getsemaní, la oración apartada y el sufrimiento se sustituyen
por una disertación con sus discípulos sobre la muerte. Aquí, lo que hace Jesús
es consolar a sus discípulos (exactamente como hace Sócrates en el Fedón antes de tomar la cicuta, el
paralelismo es tan claro que es ridículo negar la influencia directa), y darle
sentido a su propia muerte: si él no muriera, si no fuera a reunirse con su
Padre, no podría llegar el Consolador, el Espíritu Santo: “os conviene que yo
me vaya, porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros, mas si me
fuere, os lo enviaré” [Jn 16:7]. En el mismo discurso, poco más adelante, Jesús
afirmará que la tristeza de los discípulos ante su muerte se convertirá en gozo
[Jn 16:20], la semejanza con Fedón 68a
es muy evidente.
En el resto
de Evangelios, Jesús evita definirse para pasar desapercibido. En Juan, se da a
sí mismo hasta siete definiciones, utilizando la fórmula del “Yo soy”: pan,
luz, puerta, buen pastor, resurrección y vida, camino verdad y vida, vid.
Además, utilizará la formulación de “el Padre está en mí, y yo en el Padre” [Jn
10:38], que será el inicio de la lucha entre Arrio y Atanasio sobre la
naturaleza de la relación entre Dios y Jesús.
La imagen
de Jesús es la de la Razón, la del logos:
con una sola palabra corrige la Ley judía e impide que lapiden a una mujer
adúltera (“el que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la
piedra contra ella” [Jn 8:7]). Es interesante aquí ver cómo Jesús coloca la
conciencia por encima de la Ley ("acusados por su conciencia, salían uno a
uno” [Jn 8:9]). Evitando la trampa que le tienden sobre su legitimidad para
ponerse él por encima de la Ley judía, deja que sea la propia conciencia moral
de cada hombre quien tome el mando, y desobedezca la sentencia. La conciencia
moral de cada individuo está aquí atravesada por la palabra de Dios, de la
Razón.
Juan se
cuida especialmente de separar el reino de Dios y el reino terrenal, de
suavizar todo indicio de politización en la doctrina cristiana, con un afán de
neutralizar su fuerza disruptiva y hacerla compatible con el poder terrenal. El
conflicto realmente importante pasa a ser el teológico (no por casualidad es,
con mucha diferencia, el más antisemita de los cuatro Evangelios, con más de
setenta referencias negativas hacia los judíos). Como el resto de Evangelios
exculpa a los romanos y hace caer el peso de la muerte del Mesías en los
judíos. Las referencias a la separación entre Dios y el mundo se suceden: “el
que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”, donde se utiliza un
juego de palabras entre “nacer de nuevo” y “nacer de lo elevado” [Jn 3:3].
Jesús se separa de los hombres: “no recibo testimonio de hombre alguno” [Jn 5:34],
“mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió” [Jn 7:16], “vosotros sois
de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este
mundo” [Jn 8:23].
Es
importantísimo aquí que, cuando Jesús hable del “no ser de este mundo”, también
incluya a sus propios discípulos: “si fuerais de este mundo, el mundo os amaría
porque ama lo suyo, pero como no sois de este mundo, este os aborrece” [Jn 15:19].
Es curioso lo poco que la Iglesia ha cumplido estos preceptos y ha tomado parte
activa en el reino terrenal, ya sea por unirse a una guerrilla latinoamericana
de liberación o por apoyar ideológicamente dictaduras militares fascistas
(intuimos que no cabe ninguna duda de qué elegiría Jesús en esa disyuntiva). Lo
que sí que podemos observar en Juan es un rechazo, casi una repugnancia, de
Jesús por el mundo terrenal y sus problemas (esto también explica, como
dijimos, la poca importancia que le da a los milagros). Ese rechazo, que se
llega a convertir en frío desprecio, se materializa en que ante su inminente
muerte Jesús no ruega por el mundo sino únicamente por sus discípulos (“no
ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son” [Jn 17:9]) y
por su pueblo (“no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de
creer en mí por palabra de ellos” [Jn 17:20]). Lejos queda aquí la piedad del
“perdónalos, porque no saben lo que hacen” del Evangelio de Lucas. En este
culto a la muerte que es el Evangelio de Juan no existe el fracaso, la muerte
es un éxito, que se condensa perfectamente en la afirmación que les hace a sus
discípulos: “yo he vencido al mundo” [Jn 16:33].
Esta
separación entre cielo y tierra también tiene un objetivo muy claro para Juan:
limar todas las asperezas políticas entre la religión cristiana y los poderes
terrenales, lograr que el Cristianismo no sea una amenaza para el Imperio. En
este sentido hay dos afirmaciones bastante contundentes: “no he venido a juzgar
el mundo sino a salvarlo” [Jn 12:47], y la afirmación que hacen los judíos ante
Pilato para que este condene a Jesús: “todo el que se hace Rey, al César se
opone” [Jn 19:12]. En la imagen que nos da Juan los judíos, que odian a Jesús
por causas teológicas, se amparan en unas supuestas causas políticas (esa
dualidad de poderes que antes hemos comentado) para que Pilato condene a Jesús.
Lo que en el resto de Evangelios está
en boca de Jesús, Juan lo pone en boca de los judíos (el razonamiento que
siguen aquí los judíos para justificar “engañar” a Pilato es bastante
interesante: “este hombre hace muchas señales, si le dejamos así todos creerán
en él, vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación”
[Jn 11,48], con lo que Caifás concluirá diciendo que conviene que muera un
hombre para que se salve la nación). Pero lo realmente importante es que Jesús
no viene a ser Rey, no viene a ser César.
El papel de
la política en el Evangelio de Juan podría resumirse, pues, en “mi reino no es
de este mundo”; mientras que, en el resto de los Evangelios, en “mi reino es la
inversión de este mundo”.
7.
El fin de los tiempos en los Evangelios. Anunciar.
Es
totalmente imposible entender los Evangelios
sin entender la importancia que la llegada del Apocalipsis tiene en los
evangelistas. En todos ellos está la creencia de que el fin de los tiempos era
inminente: “de cierto os digo que hay algunos de los que están aquí que no
gustarán la muerte hasta que hayan visto el reino de Dios venido con poder” [Mc
9,1]. ¡Marcos está afirmando que quienes estaban vivos verían la llegada del
reino de Dios! Podemos ver también al propio Lucas, como ya hemos mencionado,
creyendo que realmente está viviendo el Apocalipsis con la destrucción de
Jerusalén en la guerra contra los romanos [Lc 21:20], a Mateo que hablaba de la
necesidad de distinguir las señales de los tiempos [Mt 16:3], o al propio Pablo,
si leemos sus cartas, creyendo que iba a asistir en persona a la segunda venida
[1 Tes 4:17], que afirmaba que el tiempo (kairós)
estaba cerca [1 Cor 7:9] [Rom 13:11] y por eso llamaba a obedecer y pasar
desapercibidos [Rom 13:12]. En el propio libro del Apocalipsis, redactado por Juan,
también hay referencias muy claras a la inminencia de los acontecimientos:
“Las cosas que deben suceder pronto” [Ap 1:1], “el tiempo está cerca” [Ap 1:3]
[Ap 22:10].
Aun así, el
mensaje está claro: no os precipitéis. Jesús afirma que, antes de la segunda
venida, llegarán falsos profetas que repetirán que la hora ha llegado, pero no
hay que creer en sus palabras [Mt 24:24] [Mc 13:6] [Lc 21:8]. La inminencia del
fin de los tiempos, del Acontecimiento, del tiempo como kairós y no como chronos
no puede hacer que nos dejemos llevar por cualquier señal. El propio Pablo, en
su segunda carta a los tesalonicenses, llamaba al orden a unos cristianos que
habían decretado una huelga diciéndoles que era necesario seguir trabajando
porque no se sabía ni el día ni la hora de la llegada del reino de Dios [2 Tes
2:1]. En la propia redacción de los Evangelios
podemos observar cómo Jesús está irrumpiendo violentamente en el mundo, su
figura es la de ser precursor de una novedad absoluta que invertirá todos los
valores de la sociedad. Jesús es la encarnación de este mismo mundo y, a la
vez, garantía de que el nuevo mundo va a llegar. Se da aquí una interesantísima
tensión entre presente y futuro en su figura, que al mismo tiempo proclama e
inaugura el reino de Dios en su persona. La meta está en el presente, es
inmanente a este y, al mismo tiempo, es el objetivo al que debe aspirar la
sociedad cristiana.
Se trata
aquí de tener fe en unas condiciones objetivas que llevarán, por sí solas, el
reino de los cielos a la tierra. La misión del cristiano, por tanto, es
reconocer esas semillas de lo nuevo que están floreciendo en el viejo mundo
(“el reino de Dios está entre vosotros” [Lc 17:20]), juntar al máximo número de
seguidores, salvar al máximo número de pueblos, y prepararse para esperar la
Segunda Venida, la Parousía que tendrá una causa exterior al mundo y
significará su fin. La indicación que da Jesús es “velad” [Lc 21:36]. Si
hacemos una lectura detallada del Nuevo Testamento, quizás nos decepcione que
este no ofrezca una guía exhaustiva para actuar en situaciones cotidianas, el
cómo se debe comportar el cristiano en el día a día (a diferencia del Antiguo
Testamento, que está repleto de indicaciones sobre cómo se debe vivir). Las
indicaciones que da Jesús son siempre puntuales, dispersas y no estandarizan
una práctica de comportamiento (con la excepción del Sermón de la Montaña, que sí que tiene unas claras indicaciones
sobre vivir sin propiedad privada y repartir los bienes acorde a las
necesidades humanas; estas indicaciones serán seguidas tajantemente en Los Hechos de los Apóstoles). Creemos
que la inminencia del Apocalipsis, la creencia de estar viviendo el fin de los
tiempos, es lo que explica esta falta de esta guía de actuar cotidiano.
8.
Tentativa de conclusión.
Por tanto,
si queremos responder a la pregunta que nos hacíamos al principio: ¿Fue este
primer Cristianismo revolucionario? La respuesta sería no, al menos en el
sentido comunista que aquí nos atañe. El revolucionario trabaja para que llegue
la revolución, el cristiano se prepara. Este Cristianismo primigenio está más
cerca de esa “concepción rígida y fatalista del marxismo” que consiste en
“aguardar a que la dialéctica histórica nos traiga sus frutos maduros”, que
denunciaba Rosa Luxemburg en Kautsky. La directriz que Jesús da a los suyos es
“velad”, no “organizaos y luchad”. En este sentido recuerda al SPD como
“partido que no hace revoluciones” como afirma Kautsky. La actividad humana no
desempeña ningún papel fundamental aquí: en los primeros cristianos el reino es
un regalo de Dios, en Kautsky, el comunismo es un regalo de la Historia
(entendida esta como enajenación y reificación de la actividad humana). En Jesús
se trata de una posición trascendente, en Kautsky es inmanente al propio
desarrollo histórico. No vale la pena tratar de acabar con el Imperio Romano
cuando Dios está a punto de transformar el mundo por completo; no vale la pena lanzarse
a la insurrección cuando las relaciones de producción están a punto de dar el
paso al comunismo. La única diferencia entre estas dos posiciones es la
honestidad de los primeros cristianos: como la llegada del reino de Dios es
inminente, no hay que preocuparse por el futuro, ni por la acumulación de
riquezas. En cambio Kautsky, mientras pregonaba la inevitabilidad del comunismo
se guardaba de llevar a cabo una práctica reformista que le proporcionara
beneficios personales.
El shock
que sufrió Jesús al morir en la cruz y ver que Dios no aparecía debió ser el
mismo shock que sufrieron aquellos comunistas alemanes de los años 30, que creían
nadar a favor de la corriente histórica, vaticinaban la victoria del comunismo
gracias a la necesidad de hierro de las leyes de la historia y al desarrollo de
las fuerzas productivas, y se encontraron con la irrupción y triunfo de la
reacción fascista. El mismo shock que sufrió aquella primera generación de
cristianos que murió sin que nada hubiera ocurrido, viendo que el tiempo seguía
corriendo. Tras esta generación, la Iglesia sustituiría la concepción del kairós, del tiempo del Acontecimiento,
cargado de sentido, por un tiempo lineal, chronos,
vacío y homogéneo, eliminando todo el sentido de la espera.
Queda para
una segunda parte de este texto el análisis de aquellos que vieron que el reino
de Dios no iba a llegar solo, que había que traerlo. Aquellos herederos del
“Padre, por qué me has abandonado” y del “el reino de Dios está entre
vosotros”, aquellos que entendieron que el Padrenuestro no decía “llévanos al
Reino de Dios” sino “venga a nosotros tu Reino”, que buscaron hacer estallar
ese continuo del tiempo y traer el Acontecimiento, que entendieron que Dios no iba
a llegar sin ayuda.
¿Sería posible conseguir este texto en PDF? Me interesa para tomar apuntes y poder imprimirlo.
ResponderEliminarGracias y enhorabuena por tu trabajo.
Claro! Aquí se puede encontrar la versión en pdf: https://twitter.com/loadupyourgun/status/1359945464116899846
Eliminar