miércoles, 23 de octubre de 2013

Apuntes sobre lenguaje y dominación.

Lenguaje: sistema de comunicación estructurado para el que existe un contexto de uso y ciertos principios combinatorios formales.


En ocasiones, el reconocimiento de una dominación intrínseca al lenguaje es un reconocimiento visto como inexistente y paranoico, como algo absurdo. De hecho, propuestas lingüísticas como el género neutro son ridiculizadas por llevar al extremo algo tan importante como el machismo en la sociedad. Se argumenta siguiendo la línea de que valorar como machista el lenguaje implica desvalorar otros aspectos más importantes como la violencia machista (mal llamada de género) contra las mujeres. Al final, como la totalidad hegeliana, si todo es machismo resulta que nada es machismo (el absoluto, sin devenir, es nada). Por tanto, sería mejor suponer el lenguaje como neutral y centrarnos en temas más importantes. De ser así, este escrito debería poner punto y final.

Pero no lo hace. Como bien empiezo, el lenguaje es una estructura, es un sistema estructurado. Es obvio y todos asentiremos que el lenguaje es convencional, un código creado para traducir la realidad. Esta traducción, hermenéutica de la realidad, no sólo muestra sino que interpreta la realidad: el niño deviene ser humano en tanto que puede interpretar la realidad y aprender un lenguaje (potencialmente, el recién nacido es capaz de cualquier lenguaje hablado y escrito, es cuando las condiciones materiales le imponen uno de los códigos convencionales cuando comienza su desarrollo lingüístico y, por tanto, racional, pues la racionalidad sólo puede ser exteriorizada mediante el lenguaje).

Pero no vamos a hacer trampa: no vamos a desviarnos de la interpretación materialista de la realidad, Marx puede estar tranquilo: el lenguaje interpreta la realidad, no la crea. La realidad está ahí, y es creada por el trabajo social de la humanidad en forma de relaciones de producción. El lenguaje no crea la dominación, si se quiere explicar de esta forma: la dominación está en la realidad.

Pues bien, ¿cuál es el problema? La forma en la que esa realidad llega al sujeto. El contenido es la dominación machista de la sociedad patriarcal, y este nos llega en la forma del lenguaje. El lenguaje reproduce, perpetúa si se quiere, la dominación real. El lenguaje no es el contenido de la realidad, sino la forma en la que la realidad se presenta. Podemos tomar aquí el esquema kantiano, y afirmar que el lenguaje es una estructura que categoriza la realidad, sin desviarnos en absoluto del materialismo dialéctico.

Por tanto, está claro que ni el género neutro ni la construcción de un nuevo lenguaje van a acabar con la dominación machista en la sociedad: esta seguirá mientras las fuerzas y relaciones de (re)producción del patriarcado sigan vigentes. Pero sí cambiará la forma en la que concibamos esa dominación, sí nos puede ayudar a interpretar y transvalorar esa noción de dominación, de poder (siguiendo a Foucault).

Un cambio en el lenguaje no hará que decrezca el número de violaciones o de maltratadas, pero sí producirá un cambio de conciencia que nos haga responder con más violencia y asco cuando estos casos ocurran. El lenguaje no es, no puede ser neutral. Suponer eso es la auténtica ingenuidad, las palabras siempre son elegidas, no surgen. Aunque parezca una tontería, al hablar de “nosotras” siendo hombres, estamos asumiendo el compromiso de combatir contra la forma en que la dominación se perpetúa y se reproduce. Ganaremos esta batalla cuando al escribir “nosotrxs” dejemos de leer “nosotros”.


sábado, 5 de octubre de 2013

Mi ciudad.

A las siete y veinte de la mañana aún hace frío.

Hace frío al salir de casa con la mochila en la espalda, hace frío al ponerte los cascos y escuchar a Cohen. Pero hace más frío al bajar la cuesta del paro para ir a la Renfe, y encontrarte más de treinta personas, de todas las edades, haciendo cola. Haciendo cola en silencio y en orden, incluso al otro lado del paso de cebra. Hace frío al ver tanta gente cabizbaja, que probablemente lleve de pie en ese lugar varias horas, esperando a que la oficina abra. Hace frío al pensar en todas esas caras que pasan de un barrido por delante de los ojos. Pero entrar un par de horas más tarde a la universidad es, si cabe, peor.

Porque todavía hace más frío a las diez y veinte de la mañana.

Antes, los bancos del parque cerca del metro estaban ocupados por ancianos descansando, o esperando a que un par de niñas se cansaran de montar en bicicleta para volver a casa a comer. Esta mañana estaban ocupados por jóvenes de unos treinta años esperando no se sabe a qué, levantándose y caminando hacia no se sabe dónde. Lo más desolador, si cabe, no es la situación, sino la aceptación de esa situación: millones de personas que sienten su situación como un fracaso propio, personal. La resignación de haber perdido toda esperanza combinada con la fuerza centrípeta que les arrastra cada mañana al Inem, aunque sólo desean bajar los brazos definitivamente y pudrirse en casa frente al televisor. Pero son incapaces de volver a casa, vagan por la calle sin destino ni intención, pisando baldosas llenas de grietas y chicles negros. Que todo estalle de una vez, lo que vendrá no puede ser peor que lo que hay ahora mismo.

En la periferia, todo es una ruina constante. Calles cuyas baldosas están rotas y entre las que crece hierba, paredes ennegrecidas y cubiertas de graffitis mal hechos. Del garito al que solíamos ir sólo queda una gran verja metálica permanentemente cerrada. El escaparate lleno de juguetes que me gustaba mirar de pequeño está ahora vacío. La planta embotelladora que permitía vivir a cientos de familias está cerrada y ornamentada con banderas de los sindicatos que, con la cabeza dura y los puños cerrados, aún se niegan a claudicar. Ya no existe el pequeño supermercado en el que solía comprar el pan y gastarme el cambio en chuches. El descampado en el que me raspaba las rodillas ahora está asfaltado, lleno de coches a las siete de la mañana y completamente vacío a las tres de la tarde. Si tienes suerte, mi ciudad es una ciudad que sólo utilizarás para dormir. Las conversaciones de sábado noche se resumen a:
-          ¿Salimos por la plaza?
-          Mejor vamos a Madrid. Esto está muerto.

Y quizás no haya mejor palabra para describir mi ciudad. En la periferia sólo hay ciudades dormitorio. Cada mañana cogemos el tren para ir a la ciudad, ya sea a la oficina o a la facultad. Y a veces, sólo a veces, con el traqueteo, recordamos a los que han quedado atrás. Recordamos a aquellos desesperados que se comen varias horas de cola cada mañana sabiendo que su esfuerzo es inútil, pero que aún se niegan a despertarse a las doce y quedarse en casa muriendo lentamente. Recordamos a los compañeros de clase que no tuvieron tanta suerte y no llegaron a la universidad. Y recordar a los que quedaron atrás nos hace sentirnos miserables y traidores. Hemos escapado individualmente de la periferia, una periferia gris que el tiempo, ciertas políticas o incluso la heroína de los ochenta ha convertido en un estercolero, y eso debería hacernos sentir agradecidos. Por lo menos, logramos salir adelante. Pero sólo podemos sentirnos tristes. Somos como el proletariado que nos describe Owen Jones: huimos nosotros solos, dejando atrás a nuestra gente. Aún así, que te sigan considerando uno más llena de absoluta gratitud.

Reconozcámoslo: nos sentimos más a gusto en el barrio, sentados en una grada de granito a las tres de la mañana a varios metros de un grupo de jóvenes gritando y fumando porros que en un moderno garito de Moncloa. Hemos conocido la felicidad en la tranquilidad de madrugada bajo las farolas, y desde aquí se ve un puñado más de estrellas que en Madrid capital. Nos sentimos más a gusto en el parque con una cerveza o con una freeway del Lidl para hacerle el boicot a Coca-Cola. Nos sentimos más a gusto cerca de un cani que de un hipster. Y nos sentiríamos más a gusto si pudiéramos partirle la boca a cualquiera que salga en la televisión hablando de sacrificio y cultura del esfuerzo desde el puesto de asesor en la empresa familiar, sin haber visto en su vida lo que ocurre en mi ciudad todas las mañanas. Y si también os sentís así, en la periferia del sur siempre seréis bienvenidas.