sábado, 5 de octubre de 2013

Mi ciudad.

A las siete y veinte de la mañana aún hace frío.

Hace frío al salir de casa con la mochila en la espalda, hace frío al ponerte los cascos y escuchar a Cohen. Pero hace más frío al bajar la cuesta del paro para ir a la Renfe, y encontrarte más de treinta personas, de todas las edades, haciendo cola. Haciendo cola en silencio y en orden, incluso al otro lado del paso de cebra. Hace frío al ver tanta gente cabizbaja, que probablemente lleve de pie en ese lugar varias horas, esperando a que la oficina abra. Hace frío al pensar en todas esas caras que pasan de un barrido por delante de los ojos. Pero entrar un par de horas más tarde a la universidad es, si cabe, peor.

Porque todavía hace más frío a las diez y veinte de la mañana.

Antes, los bancos del parque cerca del metro estaban ocupados por ancianos descansando, o esperando a que un par de niñas se cansaran de montar en bicicleta para volver a casa a comer. Esta mañana estaban ocupados por jóvenes de unos treinta años esperando no se sabe a qué, levantándose y caminando hacia no se sabe dónde. Lo más desolador, si cabe, no es la situación, sino la aceptación de esa situación: millones de personas que sienten su situación como un fracaso propio, personal. La resignación de haber perdido toda esperanza combinada con la fuerza centrípeta que les arrastra cada mañana al Inem, aunque sólo desean bajar los brazos definitivamente y pudrirse en casa frente al televisor. Pero son incapaces de volver a casa, vagan por la calle sin destino ni intención, pisando baldosas llenas de grietas y chicles negros. Que todo estalle de una vez, lo que vendrá no puede ser peor que lo que hay ahora mismo.

En la periferia, todo es una ruina constante. Calles cuyas baldosas están rotas y entre las que crece hierba, paredes ennegrecidas y cubiertas de graffitis mal hechos. Del garito al que solíamos ir sólo queda una gran verja metálica permanentemente cerrada. El escaparate lleno de juguetes que me gustaba mirar de pequeño está ahora vacío. La planta embotelladora que permitía vivir a cientos de familias está cerrada y ornamentada con banderas de los sindicatos que, con la cabeza dura y los puños cerrados, aún se niegan a claudicar. Ya no existe el pequeño supermercado en el que solía comprar el pan y gastarme el cambio en chuches. El descampado en el que me raspaba las rodillas ahora está asfaltado, lleno de coches a las siete de la mañana y completamente vacío a las tres de la tarde. Si tienes suerte, mi ciudad es una ciudad que sólo utilizarás para dormir. Las conversaciones de sábado noche se resumen a:
-          ¿Salimos por la plaza?
-          Mejor vamos a Madrid. Esto está muerto.

Y quizás no haya mejor palabra para describir mi ciudad. En la periferia sólo hay ciudades dormitorio. Cada mañana cogemos el tren para ir a la ciudad, ya sea a la oficina o a la facultad. Y a veces, sólo a veces, con el traqueteo, recordamos a los que han quedado atrás. Recordamos a aquellos desesperados que se comen varias horas de cola cada mañana sabiendo que su esfuerzo es inútil, pero que aún se niegan a despertarse a las doce y quedarse en casa muriendo lentamente. Recordamos a los compañeros de clase que no tuvieron tanta suerte y no llegaron a la universidad. Y recordar a los que quedaron atrás nos hace sentirnos miserables y traidores. Hemos escapado individualmente de la periferia, una periferia gris que el tiempo, ciertas políticas o incluso la heroína de los ochenta ha convertido en un estercolero, y eso debería hacernos sentir agradecidos. Por lo menos, logramos salir adelante. Pero sólo podemos sentirnos tristes. Somos como el proletariado que nos describe Owen Jones: huimos nosotros solos, dejando atrás a nuestra gente. Aún así, que te sigan considerando uno más llena de absoluta gratitud.

Reconozcámoslo: nos sentimos más a gusto en el barrio, sentados en una grada de granito a las tres de la mañana a varios metros de un grupo de jóvenes gritando y fumando porros que en un moderno garito de Moncloa. Hemos conocido la felicidad en la tranquilidad de madrugada bajo las farolas, y desde aquí se ve un puñado más de estrellas que en Madrid capital. Nos sentimos más a gusto en el parque con una cerveza o con una freeway del Lidl para hacerle el boicot a Coca-Cola. Nos sentimos más a gusto cerca de un cani que de un hipster. Y nos sentiríamos más a gusto si pudiéramos partirle la boca a cualquiera que salga en la televisión hablando de sacrificio y cultura del esfuerzo desde el puesto de asesor en la empresa familiar, sin haber visto en su vida lo que ocurre en mi ciudad todas las mañanas. Y si también os sentís así, en la periferia del sur siempre seréis bienvenidas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario