A las siete y veinte de la mañana aún hace frío.
Hace frío al salir de casa con la mochila en la espalda,
hace frío al ponerte los cascos y escuchar a Cohen. Pero hace más frío al bajar
la cuesta del paro para ir a la Renfe, y encontrarte más de treinta personas, de todas las edades, haciendo cola. Haciendo cola en silencio y en
orden, incluso al otro lado del paso de cebra. Hace frío al ver tanta gente
cabizbaja, que probablemente lleve de pie en ese lugar varias horas, esperando
a que la oficina abra. Hace frío al pensar en todas esas caras que pasan de un
barrido por delante de los ojos. Pero entrar un par de horas más tarde a la
universidad es, si cabe, peor.
Porque todavía hace más frío a las diez y veinte de la
mañana.
Antes, los bancos del parque cerca del metro estaban
ocupados por ancianos descansando, o esperando a que un par de niñas se
cansaran de montar en bicicleta para volver a casa a comer. Esta mañana estaban
ocupados por jóvenes de unos treinta años esperando no se sabe a qué, levantándose
y caminando hacia no se sabe dónde. Lo más desolador, si cabe, no es la
situación, sino la aceptación de esa situación: millones de personas que
sienten su situación como un fracaso propio, personal. La resignación de haber
perdido toda esperanza combinada con la fuerza centrípeta que les arrastra cada
mañana al Inem, aunque sólo desean bajar los brazos definitivamente y pudrirse
en casa frente al televisor. Pero son incapaces de volver a casa, vagan por la
calle sin destino ni intención, pisando baldosas llenas de grietas y chicles
negros. Que todo estalle de una vez, lo que vendrá no puede ser peor que lo que
hay ahora mismo.
En la periferia, todo es una ruina constante. Calles cuyas
baldosas están rotas y entre las que crece hierba, paredes ennegrecidas y
cubiertas de graffitis mal hechos. Del garito al que solíamos ir sólo queda una
gran verja metálica permanentemente cerrada. El escaparate lleno de juguetes
que me gustaba mirar de pequeño está ahora vacío. La planta embotelladora que
permitía vivir a cientos de familias está cerrada y ornamentada con banderas de
los sindicatos que, con la cabeza dura y los puños cerrados, aún se niegan a
claudicar. Ya no existe el pequeño supermercado en el que solía comprar el pan
y gastarme el cambio en chuches. El descampado en el que me raspaba las
rodillas ahora está asfaltado, lleno de coches a las siete de la mañana y
completamente vacío a las tres de la tarde. Si tienes suerte, mi ciudad es una
ciudad que sólo utilizarás para dormir. Las conversaciones de sábado noche se
resumen a:
-
¿Salimos por la plaza?
-
Mejor vamos a Madrid. Esto está muerto.
Y quizás no haya mejor palabra para describir mi ciudad. En
la periferia sólo hay ciudades dormitorio. Cada mañana cogemos el tren para ir
a la ciudad, ya sea a la oficina o a la facultad. Y a veces, sólo a veces, con
el traqueteo, recordamos a los que han quedado atrás. Recordamos a aquellos
desesperados que se comen varias horas de cola cada mañana sabiendo que su
esfuerzo es inútil, pero que aún se niegan a despertarse a las doce y quedarse
en casa muriendo lentamente. Recordamos a los compañeros de clase que no
tuvieron tanta suerte y no llegaron a la universidad. Y recordar a los que
quedaron atrás nos hace sentirnos miserables y traidores. Hemos escapado
individualmente de la periferia, una periferia gris que el tiempo, ciertas
políticas o incluso la heroína de los ochenta ha convertido en un estercolero,
y eso debería hacernos sentir agradecidos. Por lo menos, logramos salir
adelante. Pero sólo podemos sentirnos tristes. Somos como el proletariado que
nos describe Owen Jones: huimos nosotros solos, dejando atrás a nuestra gente.
Aún así, que te sigan considerando uno más llena de absoluta gratitud.
Reconozcámoslo: nos sentimos más a gusto en el barrio,
sentados en una grada de granito a las tres de la mañana a varios metros de un
grupo de jóvenes gritando y fumando porros que en un moderno garito de Moncloa.
Hemos conocido la felicidad en la tranquilidad de madrugada bajo las farolas, y
desde aquí se ve un puñado más de estrellas que en Madrid capital. Nos sentimos
más a gusto en el parque con una cerveza o con una freeway del
Lidl para hacerle el boicot a Coca-Cola. Nos sentimos más a gusto cerca de un
cani que de un hipster. Y nos sentiríamos más a gusto si pudiéramos partirle la
boca a cualquiera que salga en la televisión hablando de sacrificio y cultura
del esfuerzo desde el puesto de asesor en la empresa familiar, sin haber visto
en su vida lo que ocurre en mi ciudad todas las mañanas. Y si también os sentís
así, en la periferia del sur siempre seréis bienvenidas.
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