lunes, 23 de mayo de 2016

Destruir el caleidoscopio.




«Sólo hablaba de escaparates y de muertos».
L. Pirandello, El hombre de la flor en la boca (1923)[1].


« […] se ha perdido la mirada que veía el mundo desde la perspectiva de los muertos, como si yaciera ante él en una penumbra solar: tal como puede aparecer a los ojos del redimido; tal como es»[2].
Th. W. Adorno, En memoria de Benjamin (1940).






Índice.


I: Introducción

II: Finitud e inmanencia

III: Trauerspiel, tiempo y espacio

IV: Alegoría y lenguaje 

V: Bibliografía

VI: Anexo de imágenes









I: Introducción.


En El origen del Trauerspiel[3] alemán, proyectado en 1916 y redactado nueve años después, Benjamin se propone un riguroso estudio que tiene como objeto el drama barroco alemán, una forma menor dentro del barroco (de hecho, las afirmaciones de la superioridad estilística del drama barroco español, especialmente Calderón, son constantes en la obra de Benjamin). Las referencias en este estudio a la caducidad, finitud e inmanencia de un tiempo frágil que se desintegra y sólo puede ser atrapado en fragmentos, se entienden mucho mejor desde la propia matriz temporal e intelectual en la que Benjamin escribe (y sobre todo madura, recordemos que se trata de un largo proceso de nueve años) este proyecto. El barro, la metralla y las trincheras del Somme en la “Gran Guerra” habían producido un inmenso shock generacional: la gente volvía enmudecida del frente, «no más rica en experiencia comunicable sino más pobre»[4]. Benjamin habla de una nueva “cultura de cristal” (recordemos que el cristal es enemigo del misterio, «las cosas de cristal no tienen aura»[5]), el cristal de los pasajes,  la total superficialidad transparente de Joseph K. o Gregor Samsa cuando despierta y ve que de pronto todo ha cambiado “excepto las nubes”, la destrucción de toda trascendencia[6] romántica, la guerra despojada de honor militar, que ya no puede ser entendida, al estilo hegeliano, como purificación del Estado. Ya no existe el soldado sino, como afirma Jünger, el superviviente; un superviviente que ya sólo puede reír con una risa que «suena a barbarie», con la risa de las histéricas de Charcot, con la risa del Joker cuando cuelga bocabajo en la azotea en El caballero oscuro (2008) de Nolan. Un superviviente capaz de «vivenciar su propia aniquilación como un goce estético de primer orden»[7], como afirmó Benjamin sobre el fascismo y Marinetti, realización absoluta de l’art pour l’art.
Estamos también en una República de Weimar en situación de hiperinflación y con un desempleo masivo, convertida en un museo paródico en la que términos como farsa y tragedia se llegan a confundir[8], en la que la forma de vida burguesa, lo viejo, ha muerto mientras que lo nuevo no acaba de nacer[9]; de lo nuevo sólo tenemos una pequeña brizna: la esperanza de 1917 en el horizonte y el correlato de un radicalismo estético (Bretón, Triolet, Brik, Maiakovski) que desemboca en un radicalismo político[10], la destrucción de los patrones de subjetividad que provocan inquietud en los órganos sensoriales de la burguesía (Mann, Kandinsky, Schönberg). Lo único que está claro es que las promesas liberales del progreso se han derrumbado, y se torna imposible seguir pensando en los mismos términos en los que se pensaba: la gramática burguesa se ha desbordado y vaciado internamente, la cultura burguesa se ha osificado y convertido en una segunda naturaleza en ruinas, en vestigio[11], en algo si no definitivamente muerto, al menos sí en estado terminal. En una reflexión de Mann sobre su propia obra Consideraciones de un apolítico (1918), que recogerá Lukács, late esta idea: Mann habla de comprender «la insalubridad anímica y el vicio de toda simpatía por lo que está destinado a morir»[12]. En la actualidad, por desgracia nos es bastante familiar esta actitud de amarga complacencia con un sistema de producción que cada vez parece más abocado a morir, no por una acción externa (el “sepulturero” del que hablaba Engels), sino por la propia interna dinámica de valorización, destruyendo de paso todas las condiciones que permiten la mera reproducción de la vida en un ecosistema. Creemos que la actitud barroca de yuxtaponer jirones de temporalidad caduca para construir una naturaleza petrificada (un «decorado eterno y natural del curso de la historia»[13]) tiene un claro correlato en la idea situacionista de espectáculo como totalidad detenida formada por shocks, flashazos homogéneos que desestructuran la subjetividad. Por ello, rastrear las analogías entre El origen del Trauerspiel alemán y La sociedad del espectáculo nos puede ofrecer una interpretación del presente que permita su transformación. No pretendemos, desde nuestro presente, colocarnos en una situación de privilegio hermenéutico frente a Benjamin, no se trata de rastrear en su obra aquellos aspectos que puedan ser utilizados y separar con un bisturí “lo vivo” de “lo muerto” en sus textos[14], sino más bien algo análogo a lo que Adorno propone realizar con Hegel: analizar el presente desde el pasado; ponernos los adornianos ojos de Benjamin («la mirada que veía el mundo desde la perspectiva del muerto»[15]) para distinguir, en nuestro presente, precisamente qué queda de vivo y qué está muerto en este.










II: Finitud e inmanencia.

«La sensación de estar continuamente, desapercibidamente, bajo una corriente, de ser teledirigido […] La sensación de encontrarse en una sala llena de espejos deformantes […] La sensación de moverse a cámara lenta. La sensación de encontrarse en el vacío, como encerrado en plomo».
Ulrike Meinhof, Carta de una presa en la galería de muerte[16].


En la primera parte de la obra Benjamin trata de romper esa supuesta influencia de la tragedia clásica en la dramática barroca, y desmentir la presunta hegemonía aristotélica en el barroco: la idea de kátharsis como resolución de las tensiones de la trama a través de la identificación y la proyección de pasiones en los personajes aquí no opera. El Trauerspiel no intenta la empatía entre actor y espectador, en palabras de Benjamin, no se trata de un espectáculo que nos ponga tristes sino «un espectáculo para tristes»[17]. En el drama barroco las pasiones aparecen agolpadas y paralizan al sujeto a la hora de tomar decisiones[18], lo que provoca que este actúe de forma arbitraria y exaltada: Benjamin habla de una «brusca arbitrariedad que es fruto de una violenta tempestad afectiva y siempre cambiante, en la que las figuras, sobre todo las de [David Kaspar] Lohenstein, se agitan como banderas desgarradas»[19]. Radicalmente opuesto a un decisionismo subjetivista, entendido este a la forma de Carl Schmitt (es decir, como un soberano que trasciende el mundo, que es capaz de unificar la voluntad y la decisión[20]) Benjamin afirma que la función del tirano en el mundo barroco es precisamente evitar el estado de excepción. Se trata de preservar a cualquier precio el estado de cosas dado: «el hombre religioso del Barroco tiene tanto apego al mundo dado que se siente arrastrado con él hacia una catarata»[21]. La escatología queda por tanto cancelada, no hay ningún espacio en el mundo del barroco alemán para la irrupción de lo trascendente, de lo eterno[22].
Esta negación de la trascendencia eterna e infinita se puede apreciar en el predominio absoluto de la figura de la alegoría sobre la figura del símbolo. Por símbolo entendemos la representación de lo infinito por medio de lo finito (que produce, según Eagleton, la totalización de los significados por medio del sometimiento del objeto: «en su inevitable acción idealizadora, el símbolo somete el objeto material a una fuerza del espíritu que lo ilumina y redime desde dentro»[23]). En cambio, por alegoría entendemos la referencia de lo finito hacia lo finito, el retornar de lo mismo finito en forma de cadáver, de fragmento (sólo el miembro, lo troceado, puede ser expresión alegórica de la finitud, de ahí la figura de la calavera como ejemplo claro de la alegoría[24]). La alegoría no busca redimir el mundo, ni siquiera intenta preparar los objetos para la escatología teleológica, si ilumina los objetos no es para salvarlos sino para mostrarlos en su propia finitud, como objetos muertos[25]. Hay una regresión de todo objeto del mundo (incluido, como hemos afirmado, el tirano, el soberano[26]) al mero estado creatural, «el Trauerspiel alemán se sume por entero en el desconsuelo de la condición terrena»[27], una condición terrena que se presenta como ahistórica a la manera de las leyes de la naturaleza (es de hecho esta presentación de la naturaleza, en palabras de [Arthur] Hübscher como una «vía para huir del tiempo»[28] lo que permite la afirmación y restauración de un orden). Buck-Morss lo expresa de forma muy clara: «la naturaleza orgánica que es “fluida y cambiante” es la materia del símbolo mientras que en la alegoría, el tiempo se expresa en la naturaleza mortificada, no en el “capullo y la flor, sino en la maduración y decadencia de sus creaciones”»[29]. Como afirma Benjamin, el ethos histórico se aniquila, se anquilosa y deja de fluir, «la historia se desplaza […] al teatro»[30]. El concepto de «segunda naturaleza», introducido por Lukács en Teoría de la novela, es unido por Adorno (en La idea de historia natural) con esta aniquilación del ethos histórico de la que Benjamin habla. La historia se naturaliza como algo invariable, eterno, presente, paralizado: «la historia naturalizada es naturaleza, o lo viviente paralizado de la naturaleza es mero devenir histórico»[31]. Estamos ante un mundo «muerto, alienado, reificado», de «formas estéticas fijas» y de «convenciones literarias vacías, al que se le ha extraído el alma profunda»[32]. Es en este carácter fijo donde entrará en juego el espacio o, mejor dicho, un encajonamiento, una amalgama amorfa de espacio y tiempo que constituye la narrativa de los dramas barrocos. La detención de la historia no puede entenderse sin este predominio espacial que le acompaña: el tiempo aquí no es un tiempo cualitativo, mesiánico, actual (o cargado de tiempo-ahora [Jetztzeit]) sino un tiempo homogéneo, eternamente presente y espacializado.
Esta idea de temporalidad presente y homogénea, aniquiladora del ethos histórico, explica esa «predilección por el siglo XVII»[33] que muestra Debord. La ruptura con la identificación entre espectador y actor que inundaba la dramática catártica aristotélica, la satisfacción en evocar hazañas pasadas (debido sin duda al propio fracaso de las acciones en el plano histórico) y la idea del mundo como un teatro serán muy influyentes entre los situacionistas. Como afirma Anselm Jappe, «Retz refleja en el más alto grado la concepción barroca del mundo como un teatro en el cual hay que asumir un papel, impresionar a la imaginación, crear efectos dramáticos, presentar lo que se quiere decir de forma insólita y ocupar así el primer plano del escenario. Los situacionistas aprendieron mucho de él»[34]. Esta idea del mundo como teatro también es analizada por Harvey al hablar de la ciudad en Flaubert: «Flaubert reduce la ciudad a un escenario, con independencia de lo maravillosamente construido o lo sublimemente decorado que esté, funciona como un telón de fondo de la acción humana que se desarrolla en ella y sobre ella. La ciudad se convierte en un objeto muerto (como sucede en gran medida en los planes de Haussmann)»[35].
La simpatía por el barroco que se puede apreciar en Debord se debe, sin duda, a la caducidad que estaba presente en cada una de sus obras, la eliminación de la Eternidad trascendente (con la consiguiente fragilidad del ser humano en el tiempo) y la acción de mera conservación de lo finito como finito (es decir, la elección de la alegoría contra el símbolo). En palabras de Jappe, la motivación en la elección del barroco está la «profusión, generosa y despreocupada de la conservación, de la creatividad que de otro modo permanece encerrada en obras de arte que aspiran a la eternidad»[36]. Desde esta perspectiva podemos leer en LSS § 189 la elección, «en palabras de Eugenio d’Ors, de “la vida contra la eternidad”»[37], una vida descualificada ontológicamente: esta cultura productora de vida deja de estar ligada a una clase dominante (como «lenguaje externo del Estado, de la monarquía absoluta o de la burguesía revolucionaria travestida con ropajes romanos»[38]) como es el caso del neoclasicismo. El barroco se sitúa más allá de la contraposición entre lo clásico y lo romántico, expresa la imposibilidad de fijar en el presente una naturaleza humana ontológica o, mejor dicho, la imposibilidad de definir el estado momentáneo de la sociedad como algo trascendente ontológicamente, como algo característico de una naturaleza ahistórica[39]. Nada trasciende al propio proceso histórico, es imposible fijar un “afuera” más allá de la inmanencia, el proceso remite a sí mismo. Esta idea le sirve a Debord para ver en el barroco un «arte del tiempo histórico […] la aceptación del paso del tiempo, opuesta a las tranquilizadoras pretensiones de fijación y de eternidad del arte tradicional»[40]. Esta aceptación total del paso del tiempo, de la fugacidad (que parece tan hegeliana) puede ser rastreada, mal que le pese al propio Debord, en un texto de Sartre llamado De una China a otra que nos parece muy acertado: «Frágil eternidad: es una melodía siempre recomenzada; para callarla, habría que romper el disco. Y justamente se lo va a romper. La Historia se halla en las puertas de la ciudad; día a día se hace en los arrozales, en las montañas y en la llanura. Un día aún, y luego otro día: todo habrá terminado, el viejo disco volará en pedazos. Esas instantáneas intemporales están rigurosamente fechadas: fijan, para siempre, los últimos instantes de lo Eterno»[41].
Una vez han resonado estos «últimos instantes de lo Eterno», nos queda en palabras de Debord «el arte de la época de su disolución», el arte del cambio y la «expresión más pura de la imposibilidad de cambio»[42]. La aceptación de la imposibilidad de rastrear eternidad en la historia, y la renuncia a la intención de construir obras de arte duraderas que de alguna forma “resistan el paso del tiempo” son las intuiciones que podrían definir el arte barroco. No se trata de construir lo Eterno sino de conservar lo finito, lo caduco, pero en tanto que finito y caduco, en tanto que ruina en términos de Benjamin. Aquí puede entenderse la apuesta situacionista (con maldad podríamos decir que es una apuesta casi existencialista) por la temporalidad, una temporalidad cualitativa e irreversible, única y con saltos, opuesta a la «ilusión de que todo es posible siempre porque todo equivale a todo, como enseña el valor de cambio»[43]. En sus Oeuvres cinématographiques complètes, Debord hace una confesión muy pertinente: «la sensación del paso del tiempo ha sido para mí siempre muy viva; me atraía, como a otros los atrae el vacío o el agua»[44]. Contra un espectáculo con la apariencia de ser un presente detenido, homogéneo, espacializado, Debord asume como barricada desde la que combatir la propia temporalidad desgarradora, el tiempo-presente-ahora benjaminiano, la vuelta a la historia, el ethos histórico hegeliano cristalizado en la sentencia de Mefistófeles en el Fausto de Goethe[45], la afirmación más pura de la dialéctica hegeliana[46] [47].
Ulrike Meinhof habla de la «sensación de encontrarse en una sala llena de espejos deformantes», y creemos que esta idea también puede ser útil para explicar las ideas de inversión del mundo real y de fetichismo de la mercancía que recorren la obra de Marx. La distorsión no es en absoluto ajena al barroco: hablando sobre moralidad y con unos términos que nos recordarán a Luces de bohemia de Valle-Inclán, Benjamin afirma que «la criatura [la referencia al “tiempo originario de la criatura”, es decir a un tiempo en el que los sujetos son meros productos de Dios] es el único espejo en cuyo marco se le revelaba al Barroco el mundo moral. Pero se trata de un espejo cóncavo; pues esto no era posible sin ciertas distorsiones»[48]. La función del espejo aquí es la de conservar, deforme, la imagen estática de aquello que de momento no puede ser salvado: aquellos objetos abandonados, olvidados, deformes. La deformidad provocada por los espejos cóncavos se entrelaza con la misma realidad que representa, hasta hacerse distinguible. La ideología no es una lente que deforma la realidad como afirma Marx en su texto de juventud La ideología alemana. La ideología es constituyente de la propia realidad; como Marx afirma en El capital, las relaciones sociales no se camuflan sino que «se les aparecen [“ponen de manifiesto” en la edición de Siglo XXI] como lo que son, esto es, no como relaciones inmediatas entre las personas mismas en sus trabajos, sino más bien como relaciones propias de las cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas»[49]. No es por tanto una cuestión de un error en la lente, de un espejo cóncavo que deforma una realidad proporcionada, sino que lo deforme es la propia realidad: esta se presenta «como lo que es», el espejo transforma la propia realidad. El fragmento de Calderón que antes ha salido (cf. cita 24) debe ser tomado aquí con toda la seriedad posible: lo importante de la alegoría es que la imagen pueda ser confundida con lo reproducido («que se esté viendo a entrambas»). Si lo reproducido es proporcional y la imagen es deforme, esta confusión sería imposible. Es la misma realidad la que tiene que tener, al igual que la imagen, un aspecto deforme[50]. El mundo de las mercancías guarda, en este sentido, parecido con una sala de espejos deformantes. Y los sujetos que habitamos este mundo también estamos deformados. En el texto que Benjamin escribió sobre Franz Kafka En el décimo aniversario de su muerte, Benjamin afirma que los personajes kafkianos «se relacionan, a través de una larga serie de figuras, con el prototipo de la deformidad, el jorobado»[51]. Unas líneas más adelante, continúa: «este hombrecito es el inquilino de la vida desfigurada [o en términos más adornianos, dañada], y se desvanecerá cuando venga el Mesías del cual un gran rabino ha dicho que no piensa cambiar el mundo con violencia, sino ajustarlo sólo un poquitito»[52]. El sujeto barroco fragmentado, dañado, finito, que intenta conservar una obra también desfigurada y contingente “por si acaso” el Mesías entra por la pequeña puerta entreabierta del futuro, para que si acontece el momento teleológico de la redención, al menos haya algo que redimir, algo que salvar.
Antes hemos afirmado que Debord oponía un tiempo cualitativo compuesto de tiempo-ahora [Jetztzeit para Benjamin] a otro tiempo homogéneo, cuantitativo, discreto e intercambiable, el tiempo de la mercancía. Vemos necesario analizar esta segunda temporalidad homogénea como paso previo a estudiar las subjetividades deformadas producidas como acompañamiento.






III: Trauerspiel, tiempo y espacio.

«La sensación de que la celda se mueve. Uno se despierta, abre los ojos: la celda se mueve. Después de mediodía, cuando el sol entra en ella, se queda, de repente, parada. No se puede apartar la sensación de que se mueve […] La sensación de que tiempo y espacio se encajonan el uno en el otro. […] Con respecto a la radio: proporciona una relajación mínima, como si se bajara, por ejemplo, de una velocidad de 240 a 190».
Ulrike Meinhof, Carta de una presa en la galería de muerte[53].


A partir sobre todo de Historia y consciencia de clase, el proyecto de Georg Lukács es el de construir una ontología de la sociedad burguesa que permita explicar las transformaciones producidas en el sujeto político, el proletariado, entendido a la manera hegeliana como sujeto/objeto. El proletariado es mecanizado y atomizado por una lógica abstracta e independiente que produce su «desgarramiento» y su inserción como engranaje en el sistema de producción: «a consecuencia de la racionalización del proceso del trabajo las propiedades y peculiaridades humanas del trabajador se presentan cada vez más como meras fuentes de error respecto del funcionamiento racional y previamente calculado de estas leyes parciales abstractas»[54]. Esta mecanización del trabajador tiene su correlato en la homogeneización del espacio y el tiempo social (en unidades cerradas, iguales y equivalentes, es decir, un tiempo-espacio siempre igual), en palabras de Lukács, la mecanización independiente de la conciencia «transforma también las categorías del comportamiento inmediato del ser humano respecto del mundo: reduce espacio y tiempo a un común denominador, nivela también el tiempo según el plano del espacio»[55]; o como después afirmará Fredric Jameson en La lógica cultural del capitalismo tardío, produce la espacialización del tiempo, inseparable de su consecuencia para la subjetividad, la «incapacidad mental de cartografiar la red global descentrada que nos atrapa», existe «una cultura cada vez más dominada por el espacio y la lógica espacial»[56]. En La escritura del desastre, Blanchot hablará de un «cielo vacío en el que ninguna estrella o signo es visible, en el que se pierde el rumbo y es imposible orientarse»[57]. Este cielo espacialmente vacío, asociado retrospectivamente al Trauerspiel, sólo puede significar la cancelación de la tragedia entendida en los términos anteriores como transformación y superación catártica de una experiencia pasada en la línea temporal: «en oposición a un decurso cronológico e intermitente, como lo presenta la tragedia, el Trauerspiel transcurre en un continuo espacial que se podría llamar coreográfico»[58]. La secularización del tiempo (que permite su encajonamiento con el espacio) presente en el drama barroco alemán produce que no existan en estos desarrollos temporales profundos, la sensación de que “no ocurre nada”, produce un eterno repetirse de las mismas situaciones (el tiempo es aquí este repetirse como permanentemente igual, el tiempo homogéneo de la muerte y la finitud) y dar la sensación de un falso movimiento aparentemente continuo (esta sensación de movimiento es producida sin duda por la acumulación de pliegues sobre pliegues, la celda de Ulrike también da la sensación de moverse) pero que en realidad se trata de una situación detenida, de un «decorado eterno y natural del curso de la historia»[59], un movimiento que no va hacia ningún lugar. Es muy interesante seguir aquí esta constelación de términos, a nuestro juicio tan acertados, que han ido saliendo: espacio, coreografía, catarata, decorado. Ni en un millón de años dando vueltas a estos conceptos podríamos expresarlo de forma tan precisa y preciosa a como lo expresó el propio Benjamin en Calle de dirección única (Panorama imperial, VII): «es como si estuviéramos atrapados dentro de un teatro y tuviéramos que presenciar la obra que se representa en el escenario, lo queramos o no, convirtiéndola, una y otra vez, en objeto del pensamiento y la conversación»[60].
La imagen del barroco es la imagen de la totalidad compuesta al modo en el que el idealismo alemán (Benjamin sigue a Fichte, F. Schlegel y Novalis sobre todo) compone las totalidades: como una totalidad producida por el sujeto-yo, una «infinita mediación a través de inmediateces»[61], es decir, como una yuxtaposición de flashes, de shocks, que producen la idea de un falso movimiento[62]. Es como si encontráramos un reloj funcionando pero, al abrirlo e introducirnos dentro de él, sólo viéramos una complejísima maquinaria (compuesta de miles de tuercas, engranajes y poleas) que se halla detenida. Es como si dentro del famoso Autómata del que Benjamin habla en su primera tesis Sobre el concepto de historia[63] no existiera ningún enano jorobado moviendo los hilos, es decir, se trata del movimiento por mor de sí mismo, sin superación dialéctica que lo trascienda, la teología sin un materialismo histórico que la controle.
El tiempo antiguo de la tragedia es cíclico, cualitativo, heterogéneo e inseparable de los acontecimientos y tareas; por ejemplo podemos hablar del tiempo de la siembra, del tiempo de la siega, del tiempo que tardamos en amasar un pan. Las horas no duran lo mismo todo el año, sino que acompañan al mismo ciclo solar y a las estaciones: en invierno el tiempo pasa más deprisa que en verano, porque hay menos horas de luz. Siguiendo a Benjamin, para Warburg este tiempo está dominado por «el dios griego del tiempo y el daímon romano de las cosechas»[64]. Este esquema temporal cíclico es sustituido por uno lineal en progresiva homogeneización; las horas son equivalentes, vacías, no existe la regularidad, todo vestigio de Eternidad[65] es eliminado, la muerte como fenómeno lineal constante lo inunda todo: «aquello que domina al tiempo ya no es el ciclo anual con su recurrencia de siembra, cosecha y barbecho, sino ese rodar inexorable que lleva toda vida hacia la muerte»[66]. La lógica del espectáculo será continuadora de esta transformación, la diferencia que existe entre la temporalidad del barroco y la temporalidad del espectáculo es meramente cuantitativa.
Esta diferencia entre el movimiento barroco y el movimiento del espectáculo a la que nos referimos es que este último ha sufrido una brutal aceleración, una reducción de los tiempos (acompañada del desenfrenado aumento de la espacialización, es decir, el aumento de escala[67]). El movimiento del barroco es pesado, lento, cansado y solemne, parece que a las manecillas del reloj del que hablábamos antes le costara un “trabajo” inmenso el recorrer el cuadrante. Benjamin habla de la «lentitud y solemnidad [con la que] se mueven los cortejos de los poderosos»[68]: luto y ostentación van aquí de la mano en un «espectáculo […] cuya repetición ad infinitum promueve hasta el predominio desesperanzado la desgana vital propia de la estirpe de los melancólicos»[69] (Ilustración 3). Puede parecer que esta decadente “estirpe de los melancólicos” que vive en spleen se ha acelerado hasta convertirse en una amalgama de estresadas supervivientes “perdedoras” que sólo pueden sobrevivir metiéndose Dormicum 7,5 mg y de “triunfadores” brokers de bolsa que prefieren consumir algo más estimulante como la cocaína (Ilustración 4). Si en la representación del Fausto de Pandur se afirmaba «instante, detente, eres tan bello»[70], el sistema de producción capitalista estaría deseoso de gritarnos: «instante, acelera, cotiza más alto». El reloj barroco de movimientos pesados, arrastrados y que luchan por no detenerse, es ahora un reloj que funciona violenta y frenéticamente, un bombardeo constante de tics, de segundos, del que no podemos escapar: Baudelaire no es ajeno a esta transformación cuando afirma que «la modernidad es lo transitorio, lo fugaz, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno e inmutable»[71].
Tanto la pesadez como el mecanicismo de los movimientos pueden asociarse aquí al sueño, o más bien, al estado de ensoñación: no es en absoluto incompatible la pesadez del cuerpo físico y el movimiento de los sueños[72]. Ya Kafka en su Diario une la pesadez y el sueño: «ser lo más pesado posible, cosa que me parece útil para dormirme»[73]. Puede parecer que el estado de ensimismamiento y melancolía pesada y el estado de estrés y dispersión del sujeto son antagónicos y excluyentes, pero en realidad producen efectos que pueden inscribirse en la misma lógica. Recordamos que los personajes de los dramas barrocos se caracterizaban por la acumulación de pasiones que le impedían decidir (tomando aquí la decisión en su sentido fuerte de soberanía). Los “personajes” del tardocapitalismo nos caracterizamos, según Jameson, por un fuerte «ocaso de los afectos», por una represión de las pasiones que puede explicarse desde el concepto lacaniano de forclusión: emerge «a new kind of flatness or depthlessness, a new kind of superciality in the most literal sense»[74]. No podemos olvidar que este ocaso de los afectos viene acompañado de la patologización de estos: como afirma Crary, «las texturas fluctuantes de afectos y emociones que se sugieren de un modo impreciso […] han sido transformadas, de modo falaz, en problemas médicos y blancos de drogas muy rentables», repercutiendo en una «mercantilización y externalización de lo que solía entenderse como “vida interior”[75]. En realidad el subjetivismo de la melancolía y el objetivismo de vivir en «sentimientos flotantes» son dos caras del mismo movimiento, como expresa bastantes veces Lukács en Teoría de la novela[76], ambas actitudes tienen efectos equiparables: la tarea de la contemplación del mundo por parte del melancólico barroco y el desarme de toda intervención política en el mundo del espectáculo; la incapacidad de cartografiar espacialmente la red relacional del mundo; la fragmentación del sujeto; o la imposibilidad de pensar un “afuera” del movimiento (un “más allá” de la propia inmanencia).
Es muy interesante aquí la imposibilidad de buscar un afuera trascendente que se da tanto en los dramas barrocos como en el espectáculo moderno. Como hemos afirmado antes, el soberano barroco se ve inundado por una catarata de sentimientos que le impiden trascender su momento histórico[77]: el proceso histórico que ha posibilitado este momento se difumina, se borra. Ya no puede entenderse, como afirmaba Schmitt en su conferencia de 1932 La era de las neutralizaciones y las despolitizaciones[78] como un jalón constituyente del presente que lo vertebra, como una estructura que no puede borrarse y que remite hacia la trascendencia del momento histórico; el momento histórico se entiende aquí desvinculado del propio proceso, se presenta como una especie de presente continuo, en un tiempo espacializado, y sin posibilidad alguna de trascender este marco espacial. La inmanencia en la sociedad del espectáculo adquiere una forma bastante parecida, la negación del telos en favor de la propia autorreferencialidad hacia el proceso es un aspecto fundamental de la sociedad espectacular: «en el espectáculo, imagen de la economía reinante, el fin no es nada y el desarrollo lo es todo. El espectáculo no conduce a ninguna parte salvo a sí mismo» (LSS, §14)[79]. No hay aquí una trascendencia sobre el desarrollo, sobre este marco procesual. La voluntad del soberano schmittiano queda disuelta.







IV: Alegoría y lenguaje

«Cuesta mucha fatiga hablar, con un volumen normal de voz, como si se tratara de hablar alto, casi de vociferar. […] No hay manera de controlar ya más la construcción de la oración, la gramática, la sintaxis. Escribiendo: dos hojas… y al acabar la segunda línea no hay manera de acordarse del comienzo de la primera».
Ulrike Meinhof, Carta de una presa en la galería de muerte[80].


               La transformación del espacio y el tiempo que se lleva a cabo con la implantación del régimen capitalista (a través de todas sus especificidades, desde el fordismo hasta la reducción posfordista de tiempos y el aumento de la escala) tiene como correlato la producción efectiva de sujetos, o subjetividades objetivas, que se adecuen a estas lógicas temporales y espaciales nuevas[81]. Una de las formas que nos gustaría analizar es el espacio de la comunicación, del lenguaje humano. Estamos ante sujetos fragmentarios que no pueden acceder al lenguaje si entendemos este como una totalidad social práctica (resuena aquí de nuevo el fragmento barroco, un espacio en ruinas no puede totalizarse ni sistematizarse sino como una falsa totalidad, construida por acumulación de shocks y fragmentos, la totalidad real sólo puede obtenerse mediante el «uno se divide en dos»[82]).
               Para entender la centralidad de la comunicación y del lenguaje a la hora de articular una totalidad social nos gustaría hacer referencia a un texto de Benjamin llamado Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres. La lengua humana, afirma Benjamin, «es la esencia espiritual del ser humano; y sólo por ello […] es enteramente comunicable»[83]. Un poco más adelante: «la incapacidad de hablar es el gran dolor de la naturaleza […] la naturaleza es triste porque es muda»[84]. Este vehículo de comunicación, divino, que es medio para la comunicación del ser espiritual de algo, capaz de desplegar la «palabra de Dios»[85], acaba convertido en un bombardeo constante de significantes inconexos que impiden una interpretación social del mensaje. El carácter mudo de la naturaleza, afirmado por Benjamin, parece que se ha extendido a la sociedad de forma naturalizada[86].
               Los sujetos que ha producido el capitalismo somos mudos, y nos cuesta un trabajo inmenso articular oraciones conexas y con sentido categorial, precisamente por la destrucción de la sintaxis gramática que se nos impone. Como ejemplo de esta destrucción podemos mencionar la mayoría de los programas infantiles de televisión con los que hemos crecido. Por proximidad generacional me gustaría hablar de un programa de la BBC llamado Teletubbies (1997), pero no cabe duda de que podemos encontrar un equivalente más actual. Los teletubbies eran muñecos de felpa de colores con aspecto diabólico que, curiosamente, tenían unas pantallas de televisión incrustadas en el pecho. Se caracterizaban por ser totalmente incapaces de articular una oración coherente, y operaban únicamente con significantes. Por ejemplo, en un capítulo uno exclamaba: “¡pelota! ¡Jugar! ¡Jugar con pelota!”, y corría a buscar una pelota (Ilustración 6). Acceden al lenguaje por medio de shocks, de fragmentos, de flashes como afirma Meinhof, y se comunican utilizando palabras como si la suma de significantes diera ya de por sí un lenguaje hablado[87]. En el discurso de los teletubbies (y, no lo olvidemos, en el discurso de todas las niñas que han crecido viendo estos programas infantiles) se produce lo que Lacan denomina «ruptura en la cadena del significante»[88]. El paso de un significante a otro a través de una estructura lingüística que sirve como mediación se rompe: nos quedan infinitos fragmentos, shocks, que desestructuran la forma social. Existe aquí una brecha, una fisura, una coupure en términos althusserianos, entre lo existencial y el conocimiento abstracto[89], es decir, una brecha epistemológica que impide a los sujetos cartografiar mentalmente nuestra propia posición[90], que nos impide conocer estructuralmente el espacio que nos rodea. Esto lleva a un estado total de aislamiento de los sujetos entre sí, a un bloqueo psíquico al nivel colectivo que impide toda forma de acción revolucionaria (la diferencia que establece Arendt entre vivir con los otros y vivir junto a los otros nos parece magistral) y, como escribe Pirandello en El hombre de la flor en la boca, a un «vértigo cósmico de miedo y soledad»[91].
               El lenguaje en el Barroco se presenta siempre fragmentado, en decadencia y afirmando la imposibilidad de trascender su momento histórico dado: la historia se anquilosa en una naturaleza en decadencia (en términos adornianos, aparece como mortificación del mundo de las cosas), que sólo puede expresarse alegóricamente mediante la ruina. La representación alegórica de la historia se encarna perfectamente en los emblemas, montajes de una imagen visual (pictura) y un signo lingüístico (subscriptio), «a partir del cual se puede leer, como en un rompecabezas ilustrado, qué “significan” las cosas»[92]. Sobre los libros de emblemas del Barroco, Benjamin decía que eran «los auténticos documentos del moderno modo alegórico de mirar las cosas»[93]. Buck-Morss pone como ejemplo el emblema Vivitur ingenio (1618) de Florentius Schoonovius (Ilustración 7) en el que se puede ver un esqueleto ataviado con una espada y una corona (atributos transitorios del poder terrenal, del soberano), también puede distinguirse un libro apoyado en una roca, sobre la que crece una hiedra, y una serpiente enroscada (signos emblemáticos de la duración eterna). El fondo de la imagen es un paisaje en ruinas. Como subtítulo, podemos leer:
Los gobernantes caen, las ciudades perecen, nada
de lo que un día fue Roma permanece.
El pasado es vacío, nada.
Sólo esos asuntos de la sabiduría y
libros que dan fama y respeto
escapan a la pira funeraria creada
por el tiempo y la muerte[94]
               Buck-Morss hace referencia aquí a un texto barroco en el que esta idea del carácter «perdurable» e «inmortal» de los libros frente a la decadencia de los monumentos, dañados por el tiempo y convertidos en ruinas (Ilustración 8). Este texto es el prefacio del editor a los dramas de Jakob Ayrer, que también utiliza Benjamin en El origen del Trauerspiel alemán. Al igual que estos grandes templos, pirámides y estatuas de dioses, el lenguaje en el Barroco sólo sobrevive físicamente en sus fragmentos. Sólo de esta forma la alegoría logra salvar las deidades en la era cristiana[95].
               Esta lógica del fragmento y de la alegoría puede rastrearse desde el Barroco hasta el «altocapitalismo» o, para decirlo más visualmente, desde El origen del Trauerspiel alemán hasta El libro de los pasajes[96]. En su poema El cisne, el mayor de los alegoristas modernos escribía: «tout pour moi devient allégorie»[97]. No pretendemos decir aquí que no hay diferencia entre leer a Calderón y ver un capítulo de Teletubbies, sino que el vaciamiento de las formas del lenguaje en los dramas barrocos (y la constitución de la historia como una «segunda naturaleza» objetivada y reificada) tiene absolutamente un paralelismo con el propio vaciamiento de la forma mercancía[98]: la solemnidad deviene kitsch, la tragedia se convierte en algo más que en farsa, en un pastiche que Jameson define perfectamente como lo «sublime histérico»[99]. La homogeneización maquínica del reloj («Dios espantoso, siniestro e impasible»[100] contra el que dispararon las revolucionarias de Julio de 1830 para detener el día[101]) que convierte todos los momentos en equivalentes de forma arbitraria, es común en ambos mundos: «las mercancías se relacionan con su valor en el mercado tan arbitrariamente como las cosas se relacionan con su significado en la emblemática barroca. “Los emblemas vuelven bajo la forma de mercancía”»[102]. No podemos olvidar que esta relación de la  imagen con la mercancía, este movimiento del capital de devenir imagen siguiendo el esquema de Debord, se produce en un presente detenido, en el que la posibilidad de la transformación es desechada, un presente como cristalización de todos los acontecimientos del pasado (es decir, antes había historia pero “ahora no pasa nada”, la legitimación fue descrita por Marx con la acertada fórmula de «con la excepción, en cada caso, como es natural, de “este año”»[103]). Crary, de nuevo y hablando sobre las películas La jetée (1962) y Psicosis (1960), lo vuelve a explicar perfectamente: «la congelación de la vida en cosas o imágenes interrumpe el marco de un tiempo histórico en el que podría producirse un cambio»[104]
               La sucesión de fragmentos, shocks equivalentes entre sí, de «cuentas en el rosario»[105], acontecimientos vacíos acumulados en una única catástrofe (como dibuja la famosa tesis IX), la destrucción de órdenes y generación de nuevos órdenes, así como la vinculación entre este proceso histórico con el fetichismo de la mercancía y la imagen, se explica muy bien con el ejemplo del funcionamiento de un juguete infantil que actualmente ha perdido popularidad: el caleidoscopio. ¿Qué es un caleidoscopio sino la integración de lo múltiple en uno (falsa totalidad en términos de Lukács) para construir imágenes que se destruyen y construyen a cada giro de muñeca? El caleidoscopio es aquí la eterna (cuando decimos “eterna” queremos decir exactamente eterna, ya que el patrón de los movimientos es invariable) sucesión de movimientos autorreferenciales, que sólo remiten al mundo construido dentro del pequeño espacio entre las dos lentes. Podríamos decir que el sistema capitalista es un inmenso caleidoscopio en el que todo se mueve frenéticamente para ocultar que existe un patrón definido, calculable, invariable y fijo que oculta la más brutal de las dominaciones. Un caleidoscopio inmenso que cada vez va absorbiendo y colonizando más cristalitos de colores, integrándolos dentro del movimiento de valorización que se lleva a cabo con cada golpe de muñeca. Tras la apariencia de constante cambio se esconde la catástrofe, el «todo sigue así» en términos scholemianos. En Parque Central, <5> (Charles Baudelaire, un lírico en la época del altocapitalismo), Benjamin escribe:
 El curso de la historia, representado bajo el concepto de catástrofe, no puede reclamar más del pensador que el caleidoscopio en las manos de un niño, que destruye mediante cada giro lo ordenado para crear así un orden nuevo. La imagen tiene fundamentados sus derechos; los conceptos de los que dominan han sido siempre sin duda los espejos gracias a los cuales ha nacido la imagen de un «orden». – El caleidoscopio debe ser destruido[106].





V: Bibliografía.


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VI: Anexo de imágenes.


Ilustración 1: Traumgesicht (1525), Alberto Durero.



Ilustración 2: Reconstrucción de la sala de Las Meninas (1656)



Ilustración 3: Melancolía (1514), Alberto Durero




Ilustración 4: Fotograma de Layer cake (2005), Matthew Vaughn




Ilustración 5: Wells Fargo Center, (1983), Skidmore, Owings and Merrill



Ilustración 6: Fotograma de Teletubbies (1997)





Ilustración 7: Vivitur Ingenio (1648), Florentius Schoonhovius






Ilustración 8: Libros de Fanon, Althusser, Marcuse quemados y enterrados en Chile durante la dictadura fascista de Pinochet.






[1] En la adaptación de Eugenio López García dirigida Carlos Moya y representada en Teseo Teatro (Madrid) por Complejo de Esquilo.
[2] Adorno, Th. W., Sobre Walter Benjamin, Madrid, Cátedra, 1995, p.71.
[3] «Trauer: tristeza, duelo, luto. Spiel: juego, pero también espectáculo, representación teatral, así como tañido de instrumentos musicales [N. del T.]», Benjamin, W., El origen del Trauerspiel alemán, en Obras completas, BOC I/1, Madrid, Abada, 2006, p.286.
[4] Benjamin, W., Experiencia y pobreza, en Escritos políticos, Madrid, Abada, 2012, p.82. Ponemos aquí el ejemplo de la serie inglesa Peaky blinders (BBC, 2013), en la que Thomas Shelby, el protagonista, lo primero que hace tras volver del frente es lanzar sus medallas y condecoraciones a un canal. Un ruido de picos golpeando una pared de roca le acompañará cada noche amenazando su frágil cordura, ruido que intenta mitigar con opio.
[5] Ibíd., p.86. Wilde, con una expresión que seguramente influyera bastante a Benjamin, afirmaría en su ensayo El secreto de la vida que el arte «es un velo más que un espejo».
[6] Esta idea es crucial: el apego al mundo dado que presenta el barroco, la negación de un “más allá” choca frontalmente con la idea de soberanía de Carl Schmitt. No hay ninguna duda de que Benjamin también estaba pensando en Schmitt cuando decide escribir sobre el barroco alemán.
[7] Benjamin, W., La obra de arte en su época de reproductibilidad técnica, en Estética y política, Buenos Aires, Las cuarenta, 2009, p.133.
[8] El partido socialdemócrata alemán (SPD) y su brazo armado, los Freikorps metiendo una bala en la cabeza de Luxemburg y arrojando su cuerpo al Landwehr Canal es buena prueba de esto.
[9] Ese claroscuro gramsciano en el que “surgen los monstruos”.
[10] «La más política de las vanguardias estéticas; la más estética de las vanguardias políticas».
[11] Remarcamos aquí el interés que Benjamin tiene por los vestigios, lo “pasado de moda”: interiores burgueses, la figura en decadencia del flanêur, o aquella anécdota que Benjamin relata sobre Brecht: «a la caída de la tarde me encontró Brecht en el jardín leyendo El capital. Brecht: “me parece muy bien que estudie usted a Marx ahora que tropezamos con él cada vez menos y especialmente entre los nuestros”. Le respondí que prefiero los libros famosos cuando no están ya de moda», Benjamin, W., Tentativas sobre Brecht, Iluminaciones III, Madrid, Taurus, 1975, p.149.
[12] Lukács, G., Teoría de la novela, Barcelona, Debols!llo, 2016, p.49.
[13] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit., p.298.
[14] Como Benjamin y como Brecht, no creemos en partir de las buenas cosas del pasado, sino de las malas del presente. Eagleton, T., Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria, Madrid, Cátedra, 2012, p.26.
[15] Adorno, Th. W., Walter Benjamin, en Miscelánea I, en Obra completa 20/I, Madrid, Akal, 2010, p.162.
[16] En Meinhof, U., Carta de una presa en la galería de la muerte y últimos escritos, Barcelona, Icaria Totum revolutum, 1978, p.109-111 (Apéndice II).
[17] Ibíd., p.329. La ruptura de la identificación entre actor y espectador tendrá, bajo formas totalmente distintas que las del drama barroco, una centralidad absoluta en el teatro épico brechtiano, desarrollado en el concepto teórico de «distanciamiento».
[18] La decisión aquí viene unida a la figura de la soberanía y del monarca: el único que es capaz de decidir sobre el estado de excepción (y decretarlo) está paralizado y es incapaz de tomar decisiones. Esta idea, unida a la mera inmanencia del mundo y la necesidad de su conservación, la inexistencia de un plan divino trascendente de salvación, será la crítica central que Benjamin realiza contra Schmitt en El origen. El soberano se presenta aquí como “una criatura más”, es decir, se niega su excepcionalidad.
[19] Ibíd., p.274. Benjamin establece una genial analogía visual entre las figuras teatrales barrocas y la composición de la pintura manierista, nunca presentada bajo una iluminación serena. El ideal clásico de armonía y perfecta anatomía propio del Renacimiento se agota y es derivado hacia formas basadas en la exageración de los movimientos, los escorzos, texturas, almohadillados e incluso tiene lugar la reducción de la pintura a una serie de clichés, de fórmulas dadas (desde aquí se puede entender la etimología de la palabra como maniera).
[20] Schmitt rastrea esta unificación en Bodino: «El mérito de Bodino […] se debe a haber insertado en el concepto de la soberanía la decisión», en Schmitt, C., Teología política, Madrid, Trotta, 2009, p.15.
[21] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit., p.269.
[22] Aquí debemos de tener cuidado y no extrapolar esto al Barroco en general: Benjamin afirma que el español (Calderón, La vida es sueño), por sus raíces católicas, entiende la soberanía como un «poder de salvación secularizado», es decir, de un modo más schmittiano (no puede ser casualidad que una de las referencias centrales de Schmitt sea Donoso Cortés). Por tanto, en el drama barroco español, a diferencia del alemán, intenta apropiarse de la trascendencia a través de rodeos. Ibíd., p.285.
[23] Eagleton, T., Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria, op. cit., p.25.
[24] En El verdadero Dios, Calderón también nos ofrece una descripción muy interesante (la referencia a los “espejos” será comentada posteriormente) de la alegoría: «La alegoría no es más / que un espejo que traslada / lo que es con lo que no es / y está toda su elegancia / en que salga parecida / tanto la copia en la tabla / que el que está mirando a una / piense que está viendo a entrambas». La idea aquí de la alegoría como “ver a entrambas” es la de una conexión entre momentos descontextualizados, o como afirma Jameson en Marxism and form (citado por Eagleton), «un torpe desciframiento, durante momentos, del sentido, el doloroso intento de devolver una continuidad a instantes desconexos y heterogéneos», en Eagleton, T., Walter Benjamin, op. cit., p.31. Se trata aquí por tanto de la continuidad realidad-espejo.
[25] Toma fuerza aquí la idea surrealista de mostrar los monumentos como ruinas antes de que estos se vengan abajo y se desintegren. Cómo olvidar aquí ese pasaje de La tempestad de Shakespeare que será tan recurrente en la producción teórica de Marx y Engels y en análisis posteriores del posmodernismo (Marshall Berman): «Las altas torres, cuyas crestas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos, hasta el inmenso globo, sí, y cuanto en él descansa, se disolverá y lo mismo que la diversión insustancial que acabará de desaparecer, no quedará rastro de ello. Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños», Shakespeare, W., La tempestad y La doma de la bravia, Buenos Aires, Austral, 1951, p.69. Por una especie de extrañeza contextual, este estar tejidos “de idéntica tela que los sueños” nos recuerda a la tesis 21 de LSS de Debord: «el espectáculo es el mal sueño de la sociedad moderna encadenada, que no expresa en última instancia más que su deseo de dormir», Debord, G., La sociedad del espectáculo, Valencia, Pre-textos, 2010, p.44.
[26] «Por muy alto que esté entronizado sobre los súbditos y el Estado […]», Benjamin, W., BOC I/1, op. cit., p.289.
[27] Ibíd., p.285.
[28] Ibíd., p.297.
[29] Buck-Morss, S., Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes, Madrid, La balsa de la medusa, 2001, p.189.
[30] Íd. Las acciones dramáticas barrocas se retrotraen al tiempo de la Creación, es decir, al tiempo sin historia.
[31] En Adorno, Th. W. Escritos filosóficos tempranos, Madrid, Akal, 2010, p.325.
[32] Buck-Morss, S., Dialéctica de la mirada, op. cit., p.182.
[33] Jappe, A., Guy Debord, Barcelona, Anagrama, 1998, p.124.
[34] Ibíd., p.125. Con “Retz” Jappe se refiere a Paul Gondi, cardenal de Retz (1613-1679), personaje con el que Debord llega a identificarse utilizando su nombre como seudónimo. Llegó a sublevar varias veces la ciudad de París movido por el «deseo de jugar con las constelaciones históricas», ibíd., podemos ver un paralelismo claro con Thomas Müntzer (1490-1525) quien sublevó a los campesinos en Frankenhausen. La batalla fue una completa carnicería en la que los campesinos fueron masacrados por las tropas de los príncipes, se dice que apareció un arco iris en la mitad del campo de batalla: los campesinos, ante este hecho, confirmaron su papel mesiánico de ser espadas de Gedeón cuya misión era el advenimiento del Apocalipsis y lucharon sin estrategia de combate. Las palabras de arenga del propio Müntzer «avanzad mientras arda el fuego, Dios os guiará» son paradigmáticas. El cielo desgarrado de Frankenhausen ante la barbarie de los príncipes sería pintado por Durero (Ilustración 1). Se dice que cuando Müntzer pisaba el círculo dentro del cual iba a ser decapitado (tras ser capturado después de la batalla) recordó a los príncipes el horrible fin que Dios reserva a los tiranos (Bloch, E., Thomas Müntzer, teólogo de la revolución, Madrid, La balsa de la medusa, 2012, p.89).
[35] Harvey, D., París, capital de la modernidad, Madrid, Akal, 2014, p.117
[36] Jappe, A., Guy Debord, op. cit., p.127.
[37] Debord, G., La sociedad del espectáculo, op. cit., p.155.
[38] Ibíd., p.156.
[39] Jappe, A., Guy Debord, op. cit., p.127.
[40] Íd.
[41] Sartre, J.P., Colonialismo y neocolonialismo, Situations V, Buenos Aires, Losada, 1968, p.16.
[42] Debord G., La sociedad del espectáculo, op. cit., p.157, §190.
[43] Jappe, A., Guy Debord, op. cit., p.128.
[44] OCC, p.315, citado en Íd.
[45] Como “el espíritu que todo lo niega”, que será reescrita de forma magistral por Engels como «todo lo que existe merece perecer», Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, en Marx, K., Engels, F., Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos, Barcelona, Grijalbo, 1974, p.21.
[46] Sobre todo la parte aniquiladora de la dialéctica, la negatividad frente al momento de conservación y superación: recordemos que Hegel entra en Francia a través de la lectura particular de Kojève, quien pondrá especial énfasis en el carácter de la lucha, de la negatividad (dialéctica del amo y del esclavo).
[47] Creemos que algo en esta exposición puede inducir a confusión: Debord reclama la temporalidad inmanente y cualitativa del Barroco para contraponerla al espectáculo, cuando nosotras no estamos seguras de que esta contraposición entre Barroco y espectáculo pueda ser defendida sin una matización: es necesario antes distinguir entre dos tipos distintos de temporalidad, una aparente y otra “originaria” (o como afirma Debord siguiendo a Marx, una prehistoria y una verdadera historia). La afirmación que hace Debord de la temporalidad benjaminiana, del acontecimiento, es trascendente a la temporalidad espectacular, viene desde afuera. En cambio, es inmanente a la temporalidad cualitativa del proceso histórico. Vemos necesario hacer esta distinción entre dos temporalidades para hacer inteligible el argumento de Debord y no caer en contradicción acerca del sentido de la inmanencia (respecto del tiempo) y de la trascendencia (respecto del espectáculo) de la defensa del Barroco por parte de Debord. Si Debord defendiera la temporalidad como algo inmanente al espectáculo (algo que por otra parte se deja entrever en sus Comentarios de 1988), La sociedad del espectáculo sería una apología del mismo espectáculo y de la imposibilidad de transformación de la misma sociedad.
[48] Benjamin, W., BOC 1/1, op. cit., p.297.
[49] Marx, K., El capital, Madrid, Siglo XXI editores, 1975, p.89 / Madrid, Alianza, 2013, p.90.
[50] Hasta tal punto que pueda construirse aquí una cadena de reflejos e imágenes, un pliegue de imágenes respecto de imágenes. Nos parece muy interesante la lectura que hace Buero Vallejo, distinta a la de Foucault (Las palabras y las cosas), sobre el juego de espejos de Las meninas (1656) de Velázquez. Buero afirmará, tras un examen de perspectiva, que lo que se refleja en el cuadro del fondo no son los propios reyes sino el retrato que está pintando Velázquez (Ilustración 2). Por tanto, al visitar el Prado estaríamos viendo la pintura del reflejo de la pintura que aparece en el cuadro. La acumulación de planos es enorme, y lo más “barroco” de esta interpretación es que todas las referencias que están en el cuadro son autorreferencias, es decir, remiten siempre inmanentemente, no a una realidad externa como podrían ser los reyes.
[51] Franz Kafka en el décimo aniversario de su muerte, en Benjamin, W., Sobre el programa de filosofía futura y otros escritos, Caracas, Monte Ávila, 1961, p.232.
[52] Ibíd., p.233. Recordamos que las imágenes del jorobado y del Mesías aparecerán de nuevo, respectivamente, en la primera y en la última de las tesis Sobre el concepto de historia.
[53] Meinhof, U., Carta de una presa en la galería de muerte, op. cit. p.109-111.
[54] Lukács, G., Historia y consciencia de clase, Barcelona, Grijalbo, 1975, p.130.
[55] Ibíd., p.131. [Traducción alterada: hemos decidido cambiar “hombre” por “ser humano”]. Lukács continúa de una forma preciosa en la que es imposible no contemplar la pluma posterior de Benjamin: «el tiempo pierde así su carácter cualitativo, cambiante, fluido: se inmoviliza en un continuum exactamente delimitado, cuantitativamente conmensurable, lleno de “cosas” cuantitativamente conmensurables (los “trabajos realizados” por el trabajador, cosificados, mecánicamente objetivados, separados con precisión del conjunto de la personalidad humana: en un espacio» (sn). Este continuum homogéneo, cuantitativo y espacializado sin duda resonará en la filosofía de la historia benjaminiana, como una cadena de catástrofes, de ruinas.
[56] Jameson, F., Postmodernism, or the cultural logic of late capitalism, Durham, Duke University Press, 1991, p.25.
[57] Citado en Crary, J., 24/7. El capitalismo al asalto del sueño, Barcelona, Ariel, 2015, p.27.
[58] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit., p.301.
[59] Ibíd., p.298.
[60] Benjamin, W., Calle de dirección única, Madrid, Abada, 2011, p.26. El movimiento que se produce dentro de la obra representada no impide que las espectadoras estemos sentadas inmóviles en silencio.
[61] Benjamin, W., El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, en BOC I/1, op. cit., p.29. Una lectora atenta podrá, de nuevo, comparar esta posición de Benjamin sobre el Romanticismo con Lukács, quien afirmará acerca del predominio absoluto del sujeto-yo fichteano sobre el objeto: «tampoco la aniquilación del objeto por el sujeto convertido en dominador absoluto del ser consigue dar de sí una totalidad de la vida, la cual, por su concepto mismo, es una totalidad extensiva: por mucho que esa destrucción se alce sobre sus objetos, siempre son objetos sueltos los que de ese modo conquista como posesión soberana, y esa suma no dará jamás una totalidad real», en Luckács, G. Teoría de la novela, op. cit., p.80. Es muy interesante la idea de que la suma, la composición, de “objetos sueltos” jamás puede dar una totalidad real, sino que la totalidad se construye de otra forma distinta a la simple adición. Esto nos recuerda a las dos concepciones de la dialéctica, la proletaria y la burguesa, desarrolladas a partir de la revolución cultural maoísta: la falsa totalidad de la que habla Lukács sería la de la concepción burguesa, la del «dos se fusionan en uno» (totalidad obtenida por composición de objetos sueltos) mientras que la totalidad real sólo puede obtenerse desde la concepción proletaria, desde el «uno se divide en dos», la totalidad como algo previo presente en sus partes. La bandera roja, de Pekín, 21 de septiembre de 1964, en Debord, G., La sociedad del espectáculo, op. cit, p.61.
[62] Un falso movimiento que, como veremos, tiene mucho que ver con el espectáculo en Debord, y con la definición que Hegel hace del dinero en la Realphilosophie de Jena: «la vida de lo muerto que se mueve a sí mismo», en Debord, G., La sociedad del espectáculo, op. cit., tesis 215, p.173.
[63] Benjamin, W., Sobre el concepto de historia, en Estética y política, op. cit., p.137. La elección de esta traducción (Bartoletti y Fava) en vez de la de Abada (Brotons Muñoz y Navarro Pérez) se debe simplemente a una preferencia personal. Aun así también se ha cotejado la de Abada.
[64] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit., p.365.
[65] Recordamos que en el mundo griego de la tragedia, la regularidad es lo más parecido a la Eternidad que existe: lo que le da el carácter de divinidad a los movimientos de los astros en el mundo supralunar es su movimiento rectilíneo uniforme y regular.
[66] Íd.
[67] Esta es la principal crítica que David Harvey realiza de El libro de los pasajes, de Benjamin: que pasara por alto el aumento de la escala. Acerca de la discusión sobre avenida que debía unir el Arco del Triunfo con el Bois de Boulogne, Harvey escribe: «Haussmann triplicó la escala del proyecto. Cambió la escala espacial tanto del pensamiento como de la acción», Harvey, D., París, capital de la modernidad, op. cit., p.19-27.
[68] Benjamin, W., El origen del Trauerspiel alemán, en BOC I/1, op. cit., p.353. Muy interesante rastrear este “cortejo de los poderosos”, terrible pero con apariencia patética, de nuevo hasta la filosofía de la historia. Michael Löwy, de forma muy certera y apoyado en el propio Benjamin, describe exactamente así la historia para Benjamin, como un «cortejo triunfal de poderosos», en Löwy, M., Walter Benjamin: aviso de incendio, Buenos Aires, FCE, 2012, p.100.
[69] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit., p.353 (sn). De Nuevo, Susan Buck-Morss lo expresa de forma magistral: «los poetas barrocos veían en la naturaleza transitoria una alegoría de la historia humana, en la que ésta aparecía no como plan divino o como cadena de acontecimientos en un “camino de salvación”, sino como muerte, ruina, catástrofe, y era precisamente esta actitud esencialmente filosófica la que otorgaba a la alegoría una pretensión que iba más allá de un mero recurso estético. La caída de la naturaleza, entendida como verdad teológica, era la fuente de la melancolía de los alegoristas», en Buck-Morss, S., Dialéctica de la mirada, op. cit., p.197.
[70] Un ejemplo muy benjaminiano de esta necesidad de detención, de suspensión mesiánica del acontecer, de Stillstand, de la revolución como freno de emergencia de la Historia universal, podemos encontrarlo en una vivencia cotidiana que cuenta César Rendueles. Si la locomotora había logrado aniquilar por completo el espacio y el tiempo («no dependo ni del tiempo, ni de espacio, ni de la distancia», afirma Poulet citado en Harvey, D., París, op. cit. p.67), a Rendueles le inquietaba algo: «recuerdo que cada día durante los primeros meses de trabajo a las ocho de la mañana subía al metro para ir a la oficina y miraba estupefacto al resto de pasajeros que, como yo, dirigían su mirada perdida a la oscuridad del túnel. ¿Es que ninguno iba a tirar del freno de emergencia (sn)? ¿Nadie iba a detener toda aquella sinrazón?», Rendueles, C., Capitalismo canalla, Barcelona, Seix Barral, 2015, p.56. Quizás en ese momento en el que podemos ver un proletariado teledirigido hacia su centro de trabajo o estudio, totalmente abstraído y de mirada perdida más allá del vagón, sí que podemos seguir hablando de esa pesadez barroca de los movimientos que, creemos, no ha abandonado nuestro presente.
[71] Baudelaire, C., El pintor de la vida moderna, Madrid, Taurus, 2013, p.22. De nuevo, si seguimos esta infinita constelación de referencias, esta intertextualidad que parece que estamos construyendo en este trabajo, podemos rastrear aquí la descripción de la moda que da Benjamin en El libro de los pasajes como lo siempre igual, lo muerto, camuflado bajo el disfraz de lo siempre nuevo, lo siempre “en proceso de” convertirse en desfasado. Quizás mucho de esta idea esté ya en Baudelaire como contrapunto: «rescatar de lo histórico cuanto la moda contenga de poético, […] extraer lo eterno de lo transitorio», ibíd., p.21.
[72] Incluso el propio Freud, con el caso del niño obsesionado con fresas que sueña con ellas para lograr dormir, se atreve a plantear una relación causal.
[73] Citado en Franz Kafka en el décimo aniversario de su muerte; en Benjamin, W., Sobre el programa de filosofía futura, op. cit., p.232. Benjamin continúa: «la pesadez coincide tangiblemente con el olvido propio del que duerme», íd.
[74] Jameson, F., Postmodernism, op. cit., p.9. Elegimos no traducir el fragmento para poder captar la diferencia sutil entre flatness y superficiality. El carácter no sólo de ausencia de profundidad sino también de ausencia de relieve no puede perderse. El ejemplo que pone Jameson es el del Wells Fargo Court (Skidmore, Owings and Merrill, Los Ángeles) (Ilustración 5)
[75] Crary, J, 24/7, op. cit., p.64.
[76] Al destruir el sujeto se destruye el objeto y viceversa; creemos que esta es una de las poderosas ideas transversal a Teoría de la novela. Respectivamente, objetivismo y subjetivismo sucumben a la misma lógica.
[77] De hecho, hablar de “soberanía” en el barroco a la manera de Schmitt sería insostenible, el soberano barroco no es en absoluto soberano. No olvidemos que la analogía estructural de Teología política entre los conceptos teológicos-metafísicos y los políticos no tiene nada que ver con el soberano barroco sino con el Dios barroco: la analogía es entre el Dios del Barroco y el soberano moderno.
[78] En Schmitt, C., El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 2014, p.111 y ss.
[79] Debord, G., La sociedad del espectáculo, op. cit., p.42.
[80] Meinhof, U. Carta de una presa en la galería de muerte, op. cit. p.109-111-
[81] Esta adecuación es totalmente “innata” en el sentido cartesiano, es decir, los sujetos son construidos precisamente para que exista un acuerdo, una coherencia, entre su racionalidad y las leyes de la naturaleza.
[82] Por ello, la única totalidad que se puede construir en los análisis sobre el barroco (como afirma Benjamin en el Prólogo epistemo-crítico es la constelación: «las ideas son a las cosas lo que las constelaciones a las estrellas […] el significado de los fenómenos para las ideas se agota en sus elementos conceptuales […] las ideas son constelaciones eternas, y al captarse los elementos como puntos de tales constelaciones los fenómenos son al tiempo divididos y salvados», Benjamin, W., BOC I/1, op. cit., p.230.
[83] En Benjamin, W., Sobre el programa de filosofía futura y otros escritos, op. cit., p.142.
[84] Ibíd., p.151-152.
[85] Ibíd., p.153.
[86] Esta mudez se ha constituido, en términos hegelianos, como una segunda naturaleza que debe ser desmontada e historizada (el proceso de «anamnesis de la génesis» del que habla Adorno toma sentido).
[87] La idea de entender un lenguaje como la suma de significantes es totalmente absurda: es como si pretendiéramos aprender alemán utilizando únicamente un diccionario de castellano-alemán. Eliminar el carácter de mediación social, de juego reglado y de práctica (la referencia clara aquí es Wittgenstein) del lenguaje es destruirlo.
[88] Como «breakdown in the signifying chain», vinculada con la esquizofrenia, en Jameson, F., Postmodernism, op. cit., p.26.
[89] Ibíd., p.53.
[90] Acerca de Kevin Lynch, «the alienated city is above all a space in which people are unable to map (in their minds) either their own positions or the urban totality in which they find themselves […]» Ibíd., p.52. Posteriormente Jameson hace una referencia náutica a la brújula y las estrellas como elemento de triangulación.
[91] En la adaptación citada anteriormente.
[92] Buck-Morss, S., Dialéctica de la mirada, op. cit., p.183.
[93] Íd.
[94] Traducción del latín en ibíd., p. 186. El enorme parecido entre los emblemas barrocos y las imágenes publicitarias será puesto de relieve por Benjamin en El libro de los pasajes.
[95] Buck-Morss pone el ejemplo de Cupido, ibíd., p.188.
[96] Benjamin, W., El libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2013. En una de sus primeras notas podemos leer: «paralelos entre esta obra y el libro sobre el Trauerspiel: ambos tienen el mismo tema: Teología del Infierno. Alegoría, publicidad, Tipos: el mártir, el tirano-la prostituta, el especulador», citado en Buck-Morss, Dialéctica de la mirada, op. cit., p.198-199.
[97] Baudelaire, C., Las flores del mal, Barcelona, Orbis, 1982, p.126.
[98] De nuevo, por poner otra imagen visual, sería el paso lógico de Teoría de la novela a Historia y consciencia de clase.
[99] Jameson, F., Postmodernism, op. cit., p.34.
[100] Baudelaire, C., Las flores del mal, op. cit., p.116.
[101] «Tiraient sur les cadrans pour arrêter le jour» Benjamin, Sobre el concepto de historia, tesis XV, op. cit., p.153-154.
[102] Buck-Morss, Dialéctica de la mirada, op. cit., p.202.
[103] Marx, K, El capital, op. cit., p.316 (de la antología de Rendueles en Alianza, el capítulo sobre La llamada acumulación originaria).
[104] Crary, J, 24/7, op. cit., p.102.
[105] Tesis A, Benjamin W., Sobre el concepto de historia, op. cit., p.158.
[106] Benjamin, W., Baudelaire. Madrid, Abada, 2014, p.212.

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