sábado, 30 de mayo de 2015

«El espectáculo y la irrupción de lo político».

«¿Acaso no hay una extremidad mesiánica, un eskhaton, cuyo último acontecimiento (ruptura inmediata, interrupción inaudita, intempestividad de la sorpresa infinita, heterogeneidad sin cumplimiento) puede exceder, en cada instante, el plazo final de una fisis, como el trabajo, la producción y el telos de toda historia? ».

- Jacques Derrida, Espectros de Marx.









Los mecanismos que operan en la sociedad actual, también llamada postfordista, capitalista industrial avanzada, sociedad del consumo o tardocapitalista, se caracterizan por funcionar como una estructura, tomando este concepto como lo utilizan Althusser y Balibar, como una «ausencia que produce efectos». Se trata de una violencia estructural y por ello invisible, que se reproduce y se perpetúa en el funcionamiento «normal» de la sociedad: los Aparatos Ideológicos del Estado (AIE, en términos de Althusser) buscan siempre perpetuar el estado de cosas existente de forma reaccionaria, imposibilitando la acción colectiva y la transformación social. El fortalecimiento del status quo y la imposibilidad, ni siquiera, de imaginar un orden sociopolítico distinto (en palabras de Žižek, es «más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo») caracteriza la ideología de la clase dominante que se trata de reproducir: ya no es suficiente con imponer la ideología de la clase dominante al modo voluntarista, sino que, como afirma Marcuse, las oprimidas deben reproducir las condiciones de posibilidad de su propia opresión sistémica o estructural, hasta tal punto que estas se convierten en únicas responsables de su situación económica y política. Owen Jones en Chavs: la demonización de la clase obrera, explica a la perfección esta culpabilización individual que en realidad se debe a problemas colectivos. Por ejemplo, si no tienes trabajo, la ideología grita que no es porque exista una violencia estructural llamada ejército industrial de reserva (una masa de obreras desesperadas dispuestas a trabajar por migajas) que el capitalismo necesita para abaratar los salarios: es porque no te has esforzado lo suficiente, pero si mañana adoptas una actitud positiva hacia la vida, dejarás de ser un loser y conseguirás un trabajo.


La transformación de la represión en algo despolitizado y kitsch (un «pastiche posmoderno» como lo llama Jameson) es uno de los paradigmas de la sociedad actual: tras el buen rollo de la figura del coach personal, o (como afirma Baudrillard) tras Disneyland, en su parking, se esconde el terror más absoluto. La represión deja de ser real, carnal, cruel y violenta para convertirse en subliminal, mediatizada por una imagen y simbólica. La violencia simbólica se convierte en componente de la publicidad y se afirma con la misma fuerza que antes se afirmaba la represión: como afirma Baudrillard, la publicidad no consiste en engañar al consumidor para que compre sino en «hacer que este se sienta querido». Todo desemboca, en palabras de Debord, «en el espectáculo». La pantalla del televisor nos protege del infierno sartreano del Otro con mayúscula, y la tragedia se convierte lentamente en farsa. El ejemplo claro de esto último es Timisoara en 1989, cubierta de cadáveres desenterrados de los cementerios y cámaras de televisión (Agamben, parafraseando a Adorno, afirmaría que ver la televisión después de lo que ocurrió en Timisoara sólo puede ser un acto de barbarie). Debord entiende el espectáculo como objetivación del mundo mediatizada por la imagen. La mercancía ha ocupado la totalidad de la vida social, y el tiempo se convierte en homogéneo, en acumulación de instantes equivalentes y totalmente iguales. Podemos citar aquí a Jameson cuando afirma que el espacio pasa a ocupar el papel dominante sobre el tiempo, y la realidad se osifica y detiene. El espectáculo es esa figura antidialéctica parecida al drama barroco alemán que analiza Benjamin, una totalidad detenida, muerta, que sólo permite la relación de contemplación con el sujeto (no podemos olvidar que el barroco es también el pliegue de la realidad, la representación de la representación, el meta-teatro y el simulacro que pierde el referente). El espectáculo inmóvil de la detención también se da en la Historia universal hegeliana (Fukuyama hablaría del «fin de la historia» tras la caída del muro), en forma de «la vida de lo muerto que se mueve a sí mismo» como Hegel diría sobre el dinero. Se trata de un presente continuo, de la negación sistemática del conflicto, del Acontecimiento y de la historia. Las revoluciones se convierten en «algo que ocurría pero ya no ocurre» (aunque fuera de los centros imperialistas podamos dar cientos de ejemplos en las últimas décadas) y, en palabras de Benjamin, la socialdemocracia se ha ocupado de «borrar casi por completo el nombre de Blanqui, cuyo resonar de bronce estremeció al siglo pasado». Este presente continuo se camufla con una apariencia de movimiento, y para ello busca identificarse con la categoría de juventud como cambio. Como denunció la Internacional Situacionista, «considerada en sí misma, la juventud es un mito publicitario profundamente ligado al modo de producción capitalista». Todo debe cambiar para que nada cambie. Mario Draghi describiendo a los jóvenes como entidad cambiante y adaptable, que busca aventuras y consideran el trabajo fijo como monótono y aburrido es un ejemplo claro de esto (por cierto, la «total disponibilidad» del cuerpo humano frente al mercado laboral, el no disponer de ninguna certeza sobre el futuro, también recuerda, como Disneyland o el coaching, al horror).

Este presente continuo funciona a base de shocks homogéneos que desestructuran al sujeto. La metáfora que utiliza Baudelaire del viandante que trata de abrirse paso entre la multitud (una multitud que funciona como un todo) y recibe continuos golpes que le derriban, es ejemplo de esto. La imagen se vuelve total, y trasciende toda la capacidad de representar del ser humano: esto produce una ruptura en la cadena de significante (que Lacan vincula con la esquizofrenia pero que también es posible vincular con un programa infantil llamado Los Teletubbies, donde los personajes son incapaces de articular una oración conexa y coherente). Esta ruptura epistemológica produce un impasse, la imposibilidad de comunicarse, o mejor dicho, la imposibilidad de ofrecer una respuesta.

La pantalla del televisor no admite respuesta (aunque a veces gritemos alguna blasfemia contra ella durante el telediario o un partido de fútbol), está diseñada para ser una comunicación unidireccional. Además se caracteriza por la imposibilidad de esperar: se trata de un bombardeo inmediato de información (el shock que produjo el cine es analizado, por ejemplo, por Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, pero si lo llevamos a la actualidad, una película de Michael Bay, director que se caracteriza por su impotencia para mantener un plano más de dos segundos, podríamos escribir un análisis mucho más detallado). Cuando queremos analizar semiológicamente la imagen que el televisor emite, esta ha cambiado a otra sin relación (el ejemplo claro es el informativo: las noticias no tienen ninguna relación entre ellas, el telediario se define por la muerte de la trama). Sólo podemos recibir y tratar de mirar todas las imágenes al mismo tiempo. Al espectador se le exige estar continuamente pendiente, se le exige «no perderse nada». Una revuelta cultural contra esta atención continua puede ser el teatro del absurdo de Beckett, donde se puede decir que no ocurre absolutamente nada, que no hay trama, no hay nada que perderse.


Además de por la inmediatez descrita, la sociedad tardocapitalista se define, como hemos dicho, por la reificación de la imagen. Como afirma Feuerbach (y nos recuerda Debord citándole), nuestra época «prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad». Ya no se trata de que, ante la imposibilidad de ver un amanecer en Pekín, el gobierno decida emitirlo en televisión. No es suplir una carencia, o una ausencia. Se trata de que el amanecer es preferible si es mediatizado por la imagen, por la pantalla del televisor: elegimos la imagen porque no hace daño. La pantalla del televisor, como hemos dicho, nos protege de ese infierno exterior (por ejemplo, siempre podemos cambiar de canal cuando un conjunto de niños famélicos, miembros amputados o baldosas llenas de sangre aparecen en los informativos). Incluso cuando ese infierno de lo Real se cuela a través de las rendijas de la imagen (Žižek pone el ejemplo del atentado del 11S) aparece como inercia material, como algo irreal, como una pesadilla inconceptualizable. Las pantallas gigantes de Pekín no remiten ni deforman una realidad existente. Las pantallas gigantes, al mostrar el amanecer, remiten a una ausencia y con ello adquieren el nivel de simulacro en la terminología de Baudrillard: cuando vemos el amanecer en Pekín a través de pantallas gigantes, tenemos que comprender que jamás podremos contemplar de nuevo el amanecer, que el referente se ha perdido entre las nubes de la polución. Cuando la noticia afirma que a pesar de la contaminación aún podemos seguir disfrutando del amanecer debemos tomarnos esto muy en serio. El único amanecer que nos queda es el que viene a buscarnos, el que no exige ningún esfuerzo ni ninguna distancia del espectador, el amanecer que no exige madrugar para verlo, el amanecer que podemos ver más de una vez al día (no como el natural), el amanecer sin aura.

Y lo crucial aquí es que de hecho el público, los espectadores, realmente eligen la imagen. Barthes, en Mitologías, hace un estudio semiológico sobre el mundo del catch (lucha libre) y llega a conclusiones similares: «lo que está en el campo de juego es sólo la imagen, el espectador no anhela el sufrimiento real del combatiente, se complace en la perfección de una iconografía». Pero tampoco se trata de una mera cuestión de elección de la imagen al original (como quien compra flores de plástico o las arranca del suelo). Se trata de lo que hay detrás de esta elección, de una meta-elección: elegimos una especie de ataraxia anestesiante que elimine los aspectos negativos y conflictivos de la realidad social (como afirma Žižek, nos hace elegir café sin cafeína, cerveza sin alcohol, política sin lo político). Lo dañino se elimina de la ecuación, o se reintegra en el sistema a cambio de su neutralización o despolitización. Incluso lo más anticapitalista, lo más violento, es fagocitado y reintegrado en el sistema como algo «alternativo». Nacho Vegas, en el prólogo a Indies, hipsters y gafapastas de Víctor Lenore, explica esto con el caso de Nirvana y Cobain: «pocos años después, con el grunge convertido en fenómeno de masas, [...] el cantante de la banda se descerrajaba un tiro en la boca en su casa de Seattle. Un fenómeno contracultural había sido fagocitado por el mercado convirtiéndolo en hipster, es decir, revirtiendo su propia naturaleza». La música para marginadas víctimas de bullying que no buscan reconocimiento sino destruir un sistema injusto se convierte de pronto en popular, y los matones y la gente guay comienzan a escucharla. El quarterback guay de la clase que te ridiculizaba llamándote "fag" y te dejaba encerrado en la taquilla, ahora salta en primera fila en uno de tus conciertos. El intento de destruir el capitalismo se vuelve popular dentro del capitalismo; el hecho de podernos comprar una camiseta del Ché Guevara en un centro comercial y lucirla de forma acrítica y lúdica es también ejemplo de esta fagocitación.

La modernidad se define, en palabras de Baudelaire, como lo efímero, lo transitorio. Y, como hemos dicho, se mueve a golpes de shock (el reloj de Tiempos Modernos, el tiempo homogéneo de la cadena de montaje que atrapa a Chaplin es el signo clave de la Modernidad). Este tiempo maquínico abstracto que convierte cada instante en idéntico a los otros instantes, y cuadra con la motivación cultural de rastrear siempre el rasgo de la barbarie por debajo de lo técnico. El shock clave de la Modernidad es sin duda la Primera Guerra Mundial (IGM), definida por Benjamin como pobreza de experiencia: los soldados combatientes en la IGM volvían mudos, sin palabras, sin experiencia comunicable.

La guerra antigua era vista como sacrificio colectivo de un pueblo orgulloso: Hegel la veía como «purificación del Estado». Las caballerías formaban impolutas,  trajes brillantes y relucientes, cornetas y desfiles, todo estaba predispuesto para ser un espectáculo vistoso del honor militar. Los combatientes volvían a casa con el orgullo de haber defendido a su país y tenían historias para contar a sus nietos a la luz de una hoguera. Pero todo eso cambia en la IGM. Los uniformes vistosos duran un día, hasta que la metralla empieza a caer. Los soldados, que ni siquiera sabían lo que hacían, se convertían en carne de cañón. En Verdun llegan a morir 600.000 soldados en una batalla para conquistar 30 km2 de terreno baldío. La abstracción y tecnificación de los instrumentos de guerra supuso un distanciamiento entre los combatientes (que se disparaban desde la trinchera en vez de enfrentarse cuerpo a cuerpo) y un aumento exponencial de la crueldad. El orgullo por la guerra yace muerto, manchado de sangre y barro en los túneles del Somme (no bajo ese amanecer radiante del campo de batalla). Los supervivientes no quieren recordar sino olvidar: lanzan sus medallas al canal (como Thomas Shelby en Peaky Blinders) y vuelven a casa sin palabras. Para hacernos una idea de la catástrofe: la tragedia más famosa –  gracias,  Hollywood – de principio de siglo fue el hundimiento del Titanic. Su cifra de muertos se igualaba y superaba cada día durante toda la IGM. Para los soldados, en palabras de Benjamin, «todo a excepción de las nubes había cambiado». El cuerpo humano se convierte en mero engranaje prescindible de una maquinaria que le trasciende y acaba con él. Ya no existe el honor guerrero ni el héroe bélico, existe el superviviente. Jünger afirmaría que a partir del shock de la IGM, la única técnica que permite retratar ese horror es la fotografía: sólo el disparo de la cámara puede llegar a ser equivalente al disparo del fusil. Hay una total resignificación de lo espacial: las fotografías no muestran rostros sino panorámicas, desplazamientos de tropas, o tomas aéreas que muestren la devastación de los paisajes. El carácter aurático vuela en mil pedazos.

Esta experiencia nueva, este shock que deja sin palabras se vuelve a repetir, multiplicado exponencialmente, en Auschwitz. Arendt afirmaría que Eichmann es una experiencia sin concepto y que la tradición no nos puede ayudar a enfrentarnos a él (por ello se ve obligada a construir el nuevo concepto de «banalidad del mal») y Primo Levi afirmará que los auténticos testigos de Auschwitz fueron los que no volvieron, o volvieron sin palabras. Este shock es el que llevará a Adorno a escribir que no se puede componer poesía después de Auschwitz sin cometer un acto de pura barbarie. El «todo es posible» de los campos de concentración (en palabras de Godard, desde descargar diez toneladas de cadáveres en un camión para dos o quemar a cien seres humanos con gasolina para veinte) nos muestra una total disponibilidad y conquistabilidad del cuerpo humano: no queda ya ningún secreto velado, todo es posible para la técnica. El aura desaparece del cuerpo humano, que se vuelve transparente a la máquina. El cuerpo humano se torna vidrio, enemigo total del aura.

Y ante este shock, la humanidad sólo puede responder, como afirma Benjamin, riendo. Una risa nerviosa, histérica (como en los cuadros clínicos de Charcot), una risa como único mecanismo de defensa ante un shock que nos impide pensar y articular respuestas. La risa del Joker del Batman de Nolan cuando cuelga bocabajo de la azotea. Esta risa suena a barbarie, pero es la risa de lo que queda de la humanidad que se prepara a sobrevivir a la razón y a la cultura, esa humanidad desesperada que se enfrenta a la crisis de la llamada civilización, a la aniquilación nerviosa, al espectáculo.

¿Pero esto significa que sólo cabe la histeria, la impotencia de las acciones aisladas y «perseguir los coches sin saber qué hacer cuando se atrape uno»? ¿En la sociedad tardocapitalista sólo cabe  Joker o también cabe Bane? Recordemos que Bane, con un ejército de apestados y marginados de las alcantarillas, logra tomar momentáneamente Gotham e imponer el «verdadero estado de excepción» benjaminiano (luego tendría que venir Batman como aquella fuerza reaccionaria alegal que salva de forma paternalista a los ciudadanos de bien y devuelve a los marginados a las alcantarillas, el sitio «del que nunca debieron salir»). De esta forma expresa Karthick, en The Dark Knight Rises a ’Fascist’?, la diferencia entre Joker y Bane: «El Joker, llamando a la anarquía en su forma más pura, críticamente subraya las hipocresías de la civilización burguesa, tal como existe, pero sus opiniones son incapaces de traducirse a la acción de las masas. Por otro lado, Bane, plantea una amenaza existencial para el sistema opresivo. Su fuerza no es sólo su físico sino también su capacidad para comandar a la gente y movilizarlos para alcanzar un objetivo político. Él representa a la vanguardia, el representante organizado de los oprimidos que promueve la lucha política en nombre de ellos para generar cambios sociales. Es la fuerza, con el mayor potencial subversivo, que el sistema no puede acomodar. Tiene que ser eliminado».

Mientras que las personas negras vivan en un ghetto y no busquen salir «al exterior», todo va bien. Mientras que las personas homosexuales sólo «tengan pluma» el día del Orgullo y ningún otro día más, todo va bien. Mientras que las personas mujeres estén presentes en el espacio público pero, como un fantasma, no lo ocupen (cruzarse de piernas en el metro, no alzar la voz, no dar golpes en las mesas) todo va bien. La aceptación de los grupos oprimidos y marginados siempre viene determinada por la disposición de estos a establecerse en un espacio cerrado pero no hermético (garantizar una salida individual de la miseria, una pequeña puerta de esperanza, es necesario para mantener un sistema estructuralmente injusto). Si eres un niño negro que juega al basket en un ghetto para olvidar momentáneamente tu asco de vida, tienes la esperanza de convertirte en estrella de la NBA, y se te permite soñar e incluso acceder a esa posibilidad. Pero todo comienza a «ir mal» cuando un jugador de la NBA se pone una camiseta de Black lives matter o encabeza protestas en Baltimore como Carmelo Anthony. La condición necesaria para triunfar de un miembro de un grupo oprimido es dejar atrás su comunidad. Cualquier mirada hacia el pasado, cualquier «look back in anger» hace estremecerse a las instituciones y muestra que su omnipotencia quizás no sea tan incuestionable. Esta reminiscencia por parte de los grupos oprimidos recuerda muchísimo a cuando Benjamin afirma que el odio y la voluntad de sacrificio «se nutren de la imagen de los antepasados sometidos y no del ideal de los nietos liberados».

Un sistema estructuralmente injusto siempre va a tratar de despolitizar y naturalizar sus relaciones sociales y de producción: presentará el status quo como algo inalterado e imposible de transformar (Marx lo denuncia muy bien explicando el mito burgués de la llamada acumulación originaria: los capitalistas tendrían más dinero porque sus abuelos «trabajaron y ahorraron más» que los abuelos vagos de los obreros, es decir, el capitalismo es un sistema que sólo tiene en cuenta el trabajo «pasado», ya que en el presente los vagos son los capitalistas). Además, este status quo es sostenido con una fuerte falacia naturalista: lo naturalizado se vende, a ojos de las oprimidas, como lo natural. Pero, como dijo Carl Schmitt, todo pacto, toda estructura social, esconde siempre la violencia originaria que lo engendró. El capitalismo no consiste en ahorro e inversión sino en la expropiación violenta de las condiciones de supervivencia de una población: Marx, en el capítulo XIV de El capital, cuenta la historia de las colonias, donde fue imprescindible arrasar campos y quemar plataneras para construir un hambre artificial, un ejército de mendigos necesario para que los «incivilizados indígenas» se dignaran a trabajar y se cumpliera la ley «natural» de la oferta y la demanda (la cita de Wakefield, diputado inglés, no tiene desperdicio: «la ley natural de la oferta y la demanda no se cumple en las colonias» [sn]).

Baudrillard afirmaba la victoria total de este espectáculo, este «eterno presente», y la imposibilidad de responder sin construir otro espectáculo que pueda ser integrado en el sistema. El sistema para él no tiene brechas, es totalitario (en el sentido de que ocupa todos los aspectos de la vida humana, que no existe un afuera desde el que articular una resistencia) e imposible de quebrar. Toda acción violenta, toda respuesta a la dominación, es a su vez una imagen: es reintegrable en la lógica del sistema y de la dominación. Pero quizás, Baudrillard sea demasiado pesimista. Ocurre que, entre estas ruinas encadenadas del presente y pasado, «cortejo triunfal de los vencedores» como describe Benjamin la historia, entre esta derrota continua y petrificada de los opresores, a veces ocurre algo.

Ocurre una irrupción mesiánica en la terminología de Benjamin, ocurre un Acontecimiento en la terminología de Badiou, ocurre lo político en la terminología de Žižek. Y cuando esto irrumpe, se torna imposible negarlo. La violencia divina es, para Benjamin, violencia que no es medio porque no tiene fin, violencia como fin en sí mismo que destruye la misma lógica de la legitimación. Se convierte en un acto de aniquilación autodestructiva, imposible de absorber, integrar o neutralizar por el sistema de dominación. Se trata de explosiones incontroladas sin perspectiva, disturbios sin sentido que no exigen nada. Lo único que estas irrupciones reclaman es visibilidad entre las ruinas ante los aterrados ojos del Angelus Novus de Paul Klee. Se trata, como afirma Debord en El planeta enfermo, del «paso del consumo a la consumación», de negar todos los aspectos de existencia que ofrece el sistema: no se trata de una lucha por un objetivo concreto, sino de luchar contra un sistema inaceptable en su totalidad. De esta forma lo expresa Debord: «una revuelta contra el espectáculo se sitúa en el nivel de la totalidad, porque es una protesta del ser humano contra la vida inhumana, aunque esta no estalle más que en el barrio de Watts». No se trata de difuminar la lógica del dominio ni de agrandar el tablero político de representación mediante la aceptación: se trata de quebrar esta misma lógica de dominación y darle una patada al tablero político.

Para Žižek, lo político (término de Rancière pero con resonancia de Schmitt) irrumpe cuando un grupo singular, una «parte sin parte», ocupa una posición determinada que cuando este se afirma se cuestiona la totalidad del orden social existente y las relaciones de producción dentro de una sociedad. Se trata de un cortocircuito entre lo particular y lo universal, una desestructuración de la lógica y la ideología dominante de una sociedad (Marx, en su Crítica de la filosofía hegeliana del derecho, se refiere al proletariado como «la clase más universal»). Para alcanzar una situación hegemónica, como afirma Žižek, se debe imponer un contenido particular como lectura universal de los hechos, una encarnación de una idea política que legitime esta en el inconsciente colectivo (Žižek hablará por ejemplo de la imagen de la madre soltera trabajadora y extranjera para, mediante un esquematismo trascendental kantiano y con la operación de la imaginación, imponer la idea de que «las ayudas sociales son un derroche»). La política es una lucha por el terreno de lo que se vive como apolítico, una lucha por presentar este modelo tipo individual como lectura general.

La inclusión de este verdadero universal, de este estallido desestabilizador,  destruye la lógica del dominio: lo político arrasa la política, por estar out of joint, por no poder ser integrado y yuxtapuesto dentro de la sociedad. Žižek pondrá el ejemplo del movimiento queer: aquí no se trata de una reivindicación de respeto y espacio, como quien tolera al «diferente». La reivindicación queer es una universalidad que arrasa y destruye las relaciones sociales y la heteronorma: cuestiona radicalmente las prácticas sociales imperantes. No se trata de decir que no se encaja en la división sexual, sino impugnar la misma división, afirmar que la partición sexual binaria femenino/masculino es artificial. Para cuestionar la totalidad del sistema social no hace falta un nuevo sujeto post-bio-cyborg-político, bastaría con elevar el «modelo lesbiana queer negra proletaria» al modelo universal. Se trata, en palabras de Žižek, de «cuestionar el orden social total concreto en nombre de su síntoma». Este síntoma es capaz, en la terminología lacaniana (que Badiou también utiliza), de subvertir el orden simbólico establecido. Identificarse con el residuo revolucionario que el orden social existente intenta de integrar «para que no moleste», esa es la actitud verdaderamente revolucionaria, al demostrar que ningún orden simbólico puede integrar de forma totalitaria aquello que irrumpe para destruirlo, que ninguna simbolización es completa. Identificar lo universal con lo particular excluido y utilizarlo como paradigma para la batalla en nombre de lo Universal es una actitud no asumible por el sistema de dominación.


Lo político también tiene que ver con el arte situacionista brechtiano, conocido como teatro épico. Este se caracteriza por la detención, interrupción de la trama: Benjamin afirma que el teatro épico «descubre situaciones por medio de la interrupción del proceso de acción». Se trata de la imposibilidad por parte del público de «dejarse llevar» por la obra, de identificarse con los personajes. En la obra van sucediéndose distintos choques que desestructuran al espectador y le recuerdan que es únicamente una obra de teatro, que el mundo va a seguir igual de podrido cuando salga a la calle. Se trata de suspender la catársis, el momento aristotélico de la resolución del conflicto, y de dejar la obra «en el aire», para que esa resolución dialéctica se produzca fuera del escenario, fuera del teatro. Es un arte que no busca gustar, no busca entretener ni servir como «bastón cultural» que apuntale el sistema capitalista. Sólo busca hacer reaccionar y conseguir militantes para la transformación de la realidad. Como afirmó Brecht, «el arte no es espejo que refleja la realidad, es martillo que le da forma». Contra el espectáculo, contra las grandes pantallas de Pekín que muestran el amanecer debido a la polución, quizás quepa una respuesta situacionista, una irrupción de una situación que desestructure al paseante pekinés de Tiananmen. Quizás una acción brechtiana contra el espectáculo sería un cartel delante de la pantalla de Pekín en el que pusiera: «Advertencia: mirar la pantalla directamente puede ser perjudicial para la vista», o a lo mejor, una maqueta a escala de la máquina que el Sr. Burns utiliza en un capítulo de Los Simpson para tapar el sol y dejar Springfield sin energía solar.