miércoles, 30 de diciembre de 2015

El discurso del «Otro» en Grecia y Roma.

En este texto se intentan explicar las diferencias estructurales entre los conceptos del “Otro” (“El gran Otro”, o el Otro con mayúscula) en dos de las grandes civilizaciones de la Antigüedad: Grecia por un lado, Roma por otro. Entendemos que la forma de entender este concepto a uno y otro lado determina en buena medida la construcción de otros conceptos políticos de radical importancia, como el de democracia o el de pueblo, así como las diferencias entre instituciones, o contactos con pueblos exteriores. En resumen, nos llevará a distinguir entre polis y civitas.

Antes que nada, nos gustaría (para intentar trazar un nexo con la realidad histórica y no parecer que hablamos en abstracto) dar unas pinceladas sobre el nacimiento y desarrollo de las polis, para así comprender más concretamente su realidad. Las polis surgen durante la Edad Oscura (denominada así posteriormente por la escasez de fuentes históricas que la documenten) y a caballo con el periodo arcaico. El problema fundamental al que responde esta organización social es, claro está, al problema de la propiedad de la tierra. Antiguamente, en el inicio de la agricultura, existen tierras comunales asociadas a un templo que los agricultores explotaban. La propiedad de estas tierras se transforma y pasa a pertenecer a los ciudadanos particulares (pese a que muchas personas acabaran perdiendo esta propiedad por deudas a favor de un caudillo militar, el basileus, al final del arcaísmo), ciudadanos (recalcamos aquí la "o") particulares organizados en torno a un núcleo individual, una unidad básica llamada oikos, la esfera patriarcal doméstica (que no puede entenderse únicamente como la familia próxima sino que engloba además la familia extendida y el conjunto de esclavos). Mediante la agregación de estos pequeños núcleos de población (el vivir “junto a los otros” del que Arendt habla en La condición humana) obtenemos lo que se conoce como sinecismo, la unión de grupos de población para su mayor protección. Este proceso histórico lleva aparejada su propia épica: Recordemos a Plutarco cuando escribe:

Después de la muerte de Egeo, Teseo se propuso una ingente y admirable empresa: reunió a los habitantes del Ática en una sola ciudad (asty) y proclamó un solo pueblo (polis) de un solo Estado, mientras que antes estaban dispersos y era difícil reunirlos para el bien común de todos, e, incluso, a veces tenían diferencias y guerras entre ellos. (Plutarco, Teseo, 24, 1-4).

Se completa, con este proceso, la unificación del espacio urbano (asty)  y del rural (chora). A partir de este momento, la imaginación política de los habitantes de la polis se reconfigura espacialmente: la situación geográfica de Grecia (extremada compartimentación en islas, terrenos abruptos y escarpados) provoca que la mayoría de los asentamientos fueran de tamaño reducido. Además, la necesidad de protección y el peligro al exterior (esto dice mucho de la relación con “el Otro”) obliga al levantamiento de murallas, que, como dijimos, reconfigura espacialmente la imaginación política de las griegas. Los ideales supremos comienzan a ser la independencia y autosuficiencia, es decir, la no necesidad de depender de un exterior (económicamente las polis son totalmente autárquicas). Pero, obviamente, siempre hay excepciones, no es nuestra intención vender el mundo griego como algo parecido al infierno hobbesiano del estado de naturaleza: se dan alianzas entre polis (llamadas ligas) pero siempre desde la misma óptica, desde la lógica del “nosotros” contra “ellos”, del koinón como lo común, el “luchar juntos”. Bajo esta idea de unidad está construida la alianza o anfictionía, y no se trata en absoluto de una excepción ante la lógica de ver en el exterior una amenaza. La idílica idea de la polis griega como un espacio de apertura hacia el exterior, de coexistencia pacífica, tiene más de construcción posterior retrospectiva (como un “pasado mítico” hacia el que mirar) que de realidad históricamente efectiva.

El contacto entre distintas polis adquiere una forma más elevada (más allá de la alianza para la guerra) con el desarrollo del comercio, sobretodo el marítimo (recordemos la extrema compartimentación de Grecia en pequeñas islas). Con el activo desarrollo del comercio a lo largo y ancho del Mediterráneo, Asia central o incluso el norte de Europa, acompañado de un crecimiento demográfico, se producirán asentamientos y relaciones coloniales. A su vez, el colonialismo produce una transformación muy importante en la agricultura: se pasa de una agricultura de la subsistencia a una de mercado o de excedencia.

Tras esta caracterización histórica, vamos a pasar a analizar las relaciones sociales existentes entre habitantes (que no es lo mismo que ciudadanos) de la polis, así como el desarrollo del conflicto social (stasis) y su función estructural dentro del espacio público. Además, tocaremos  con ello la relación entre distintas polis, sin perder de vista nuestro objetivo de analizar cómo opera el discurso del Otro en Grecia.

En su análisis del término “poder” en sus dos variantes ambiguas (potentia y potestas), el profesor José Luis Pardo [1] establece una diferencia crucial: la potentia se trata de un poder que sólo puede ser limitado por otro poder igual o superior, es decir (en términos de Spinoza) una “fuerza natural” que sólo puede imponerse sobre potencias inferiores. En cambio, potestas significa que el límite al poder no viene del propio poder natural, sino que se trata de una limitación externa[2], artificial. Lo primero que nos viene a la cabeza al pensar la realidad de la polis griega es vincularla a esta segunda acepción, pero creemos que con un análisis de las relaciones sociales que se dan dentro de las propias ciudades-estado (es decir, el espacio privado), no está tan clara esta vinculación.

En el interior de las familias habitantes de la polis, es decir, en el oikos, la potencia del padre (entendido como pater familias en su versión romana, como “cabeza”, como patricio también) es absoluta. Esta superioridad no se da en forma de contrato o pacto, sino que siempre busca su legitimidad en la propia naturaleza, se trata de una potencia que se legitima en el mismo acto de aplastamiento de los desiguales (mujer, hijas, esclavas). Este derecho de dominación despótica, al provenir de la naturaleza y no poder ser legislado, es absoluto. Hasta tal punto de que, como afirma Pardo, “el jefe de familia puede, excepcionalmente, matar a sus hijos, a su mujer o a sus esclavos sin que ello constituya homicidio”[3]. Recordemos el diálogo Eutifrón de Platón, en el que Sócrates intenta convencer a un joven de que no acuse a su padre por el asesinato de uno de sus esclavos (Eutifrón afirma que lo que importa no es que el asesino sea familiar o no, sino que lo hiciera o no justamente: “si lo ha hecho justamente dejar el asunto en paz; pero si no, perseguirlo aunque el matador viva en el mismo hogar que tú y coma en tu misma mesa”[4]).

Pero esto no es todo, incluso el espacio público en la polis funciona de este modo: la pretendida potestas del ágora y el espacio de decisión colectiva, donde las diferencias se reúnen, es ya una ficción, desde el mismo momento en el que uno de los requisitos para entrar en este espacio y participar en la decisión pública es tener dominio privado en el oikos, es decir, ser un varón adulto libre. La distinción público/privado se viene totalmente abajo: no se trata de dos espacios opuestos, distintos o complementarios, sino que la no existencia de uno ya implica que no se pueda sostener el otro (una esclava, por ejemplo, no puede tener “vida privada”, como mucho ella será la vida privada de su dueño[5]).

El espacio público, como choque entre múltiples potencias iguales para generar algo así como una ley común, una voluntad general, es una estafa en tanto que se apoya en una concepción excluyente del oikos como espacio de sometimiento. Si vamos a Michel Foucault, esto queda bastante más claro: “Dirigir el oikos es mandar; y el gobierno de la Casa no es distinto del poder que debe ejercerse en la ciudad”[6]. Por tanto, siguiendo a Foucault, existe un “mecanismo sutil” que, secretamente, une estos dos espacios a simple vista contrapuestos.

Creemos, por tanto, que esta dicotomía que se suele presentar entre “público” y “privado” esconde otra dicotomía más profunda, que suele pasar desapercibida en la mayoría de los estudios antropológicos sobre la polis griega: estamos hablando de la división sexual del trabajo. El sociólogo, economista o antropólogo Friedrich Engels (refiriéndose especialmente a Atenas) lo explica de esta forma: “En Eurípides se designa a la mujer como oikurema, es decir, como algo destinado a cuidar del hogar doméstico (la palabra es neutra), y, fuera de la procreación de los hijos, no era para el ateniense sino la criada principal. El hombre tenía sus ejercicios gimnásticos y sus discusiones públicas, cosas de las que estaba excluida la mujer; además solía tener esclavas a su disposición, y, en la época floreciente de Atenas, una prostitución muy extensa y protegida, en todo caso, por el Estado”[7]. De este largo pero interesante fragmento nos quedamos sobretodo con el carácter de “algo” que presentan las mujeres (como el mismo Engels afirma, se trata de una palabra neutra, en absoluto para referirse a un alguien). Las mujeres presentan aquí el nivel ontológico de atributo, de complemento, de suplemento añadido (de “Otro”, en la terminología de Simone de Beauvoir; recordemos que la mujer es siempre lo marcado mientras que el varón representa lo neutro[8]), y nunca de sujeto jurídico de derechos, nunca de persona. Sólo desde aquí se puede explicar la polaridad que existe entre los términos anér (ciudadano) y guné (esposa de ciudadano).

Toda esta estructura histórica de dominación propiciada por una toma de poder por parte de los varones, se legitima, siguiendo a Dolors Reguant, en “un orden simbólico a través de los mitos y la religión que la legitiman como única estructura posible”[9], es decir, a través de estos mitos la dominación es naturalizada, y queda plasmada como enseñanza para el futuro. Además, estas construcciones culturales tienen un fuerte carácter de vínculo, de unidad en el grupo: a través de estos se crea un “nosotros” que, como explicamos al principio, funda comunidad al oponerse a un Otro exterior. Por ello, el mito puede definirse como una “creación estratégica que reafirme la construcción de todo discurso social”[10].

Otra figura, aparte de la de las esclavas y las mujeres, que adquiere el Otro en el mundo griego, es la del extranjero, el no-griego, o el meteco (varón). Distintos de los extranjeros que simplemente están de paso, los metecos eran los extranjeros que habitaban dentro de la polis griega. En tanto que exteriores, insertados desde fuera de la polis, estos no eran considerados ciudadanos. No tenían derechos políticos y, por tanto, tampoco privados (por ejemplo no podían tener en propiedad bienes inmuebles), además debían pagar un impuesto especial (el metoíkion). Este espacio de exterioridad que suponían los extranjeros se plasmó también en un discurso mítico: el mito de los “bárbaros” y de los “salvajes” que existen fuera de la civilización. Este “afuera no es únicamente un afuera espacial sino, sobretodo, un afuera respecto de la administración, de la ley: un afuera respecto de la comunidad y de su regulación.

Siguiendo a Woortmann[11], las características que los griegos utilizaron para definir al Otro venían determinadas por la necesidad de proporcionarse una definición sobre ellos mismos: es decir, para lograr un espacio positivo de definición necesitaron trazar unas distinciones con el resto de su entorno. A raíz de estas se utilizan los mitos como legitimación (los ya descritos mitos de feminidad y de los salvajes): existe una barrera entre quienes habitan un mundo ordenado (regido por leyes justas), desarrollado y domesticado (hemeros) y aquellos entes amorfos y descritos como monstruosos, sin consistencia antropológica, y que existen más allá del mundo conocido (en el agros)[12]. Heródoto ya hablaba de culturas alejadas, extrañas, y aunque él sí que les concediera el estatuto ontológico de realidad lejana pero próxima (es decir, aceptaba una equivalencia entre griegos y bárbaros), lo general era concederle a estas un estatuto intermedio entre la naturaleza y la civilización[13]. La comparación de estas culturas con animales no humanos es muestra, no sólo de rechazo a lo desconocido sino de un profundo especismo. Es un lugar común aquí hablar de un desarrollo incompleto de la civilización; Platón, en Leyes, habla de tres estadios de desarrollo civilizatorio, de tres politeias: “Una en lo alto de los montes: la más simple y silvestre. Otra, después, en la falda de los mismos montes, que, poco a poco, fue adquiriendo confianza y ánimo. La tercera, al final, en las llanuras”[14].

Al igual que con las polis, vamos a intentar ahora dar unas pinceladas sobre la formación y desarrollo de las ciudades romanas, para así comprender el desarrollo de estas y la importancia que el concepto del Otro presenta en estas.

Las ciudades romanas (urbs) son profundamente herederas de la polis griega, en cuanto que compartían un desarrollo orgánico común (el acto de edificar era un “añadir” a un núcleo central). Aún así, el urbanismo sufre un desarrollo especial: se crea por primera vez el trazado hipodámico estructurado en cuadrículas (recordemos los campamentos militares romanos, la llamada “planta en damero”). Esto produce un desplazamiento del centro (del ágora) y la constitución de dos arterias perpendiculares principales que atraviesan toda la civitas: el cardus (en dirección norte-sur) y el decumanus (este-oeste). Se da así una reordenación total del espacio, un cambio en la lógica espacial que influye sin duda en la interacción que los romanos llevan a cabo entre sí: el espacio de reunión ya no es un ágora central sino una calle, el espacio de reposo es sustituido por el movimiento (es mucho más fácil atravesar la civitas que la polis, ya que la primera está diseñada para el fácil tránsito de las mercancías y las viandantes.

Es paradigmática también la definición de las viviendas que se dan en el mapa arquitectónico de la civitas: los ricos vivían en casas unifamiliares llamadas domus, que ocupaban un lugar central dentro de la ciudad, mientras que las pobres vivían en casas de pisos, las insulae (el término “isla” proviene sin duda de estas construcciones).

El cambio cualitativo en las ciudades romanas se da con las invasiones germánicas, en el siglo III. Hasta entonces, las ciudades romanas carecían de protección exterior, de amurallamiento. El simple poderío del Imperio era suficiente como medida disuasoria, y además, el Imperio se sustentaba con estos intercambios comerciales (y en parte también culturales) entre extranjeros y habitantes de la civitas. Pero con las invasiones esto se transforma. Se comienzan a levantar murallas como protección contra el exterior[15], la calidad de vida dentro de las ciudades disminuye notablemente (en estado de sitio llegan a escasear los productos básicos) y los niveles de insalubridad y concentración demográfica se disparan. Esto llevará posteriormente a los ricos a abandonar las ciudades y edificar las famosas villas romanas, casas de campo, dando paso a un desarrollo rural y a una economía feudal.

La sociedad romana, al igual que la griega, está atravesada por una diferencia estructural: la diferencia entre ciudadanos y no ciudadanos. La primera clase se subdivide en senadores, patricios y plebeyos (todos varones). Los patricios (patres) eran, bien padres de familia, bien hijos varones de padres de familia (a los diecisiete y posteriormente catorce años adquirían el derecho pleno de ciudadanía, pero continuaban sujetos a la potestad del padre hasta que este muriera, hasta este momento no se les consideraba verdaderos padres de familia). Los plebeyos eran bien clientes, libertos, descendientes de extranjeros o cautivos procedentes de campañas de conquista. En cambio, las esclavas, no ciudadanas (tanto mujeres como varones), carecían de estatuto jurídico de derecho. Normalmente eran presas de guerra, y eran consideradas instrumentum vocale (es decir, herramientas que hablan).

Es de crucial importancia hablar aquí, y si no se hiciera la explicación quedaría descolgada, de las ciudades dependientes de Roma. La expansión territorial de Roma[16], si bien es incomparable con la de otros imperios como China o Egipto, sí que tuvo efectos en la relación de la capital con los habitantes de las ciudades conquistadas. Estas estaban sometidas a Roma a discreción y bajo su soberanía, rendidas sin condiciones a la autoridad del imperio y la pax romana (sus habitantes quedaban por tanto con el estatuto jurídico de dediticios). Roma cobraba un diezmo a las ciudades sometidas y garantizaba un usufructo para estas. No podían asociarse en convenios entre sí, no tenían potestad para declarar la guerra[17] (de hecho estaban obligadas a ir a la guerra cuando Roma lo hiciera) ni tampoco podían acuñar moneda.

También en el caso de la sociedad romana las descripciones del Otro son profundamente negativas y despersonificadoras: Tácito habla del pueblo germano como de “criaturas inhumanas y monstruosas, capaces de hacer sacrificios humanos”[18], que vivían en bosques y asentamientos individuales “regidos por la orografía del terreno”[19].

Fuera de las lindes de la ciudad, tanto de la polis como de la civitas, observamos que griegas y romanas daban por descontado que sólo existía violencia, dominio del más fuerte, aniquilación. Es decir, la legitimidad moral que ambos pueblos se presuponían con respecto al resto del mundo “no civilizado” era total. Ambas civilizaciones se veían con la potestad de imponer su ley: el mito homérico funciona aquí perfectamente (no sólo en Grecia sino también en Roma; de hecho estos se consideraban descendientes de los troyanos a través de Eneas). Aún así, podemos destacar, desde Arendt, algunas diferencias en las formas griega y romana de concebir al Otro.

Arendt afirma que la visión del extranjero dentro del mundo griego poco tenía que ver con una visión política. Los extranjeros eran incluidos dentro de la polis como extranjeros, nunca se interactuaba con lo extranjero en sí mismo sino con lo extranjero mediatizado, insertado dentro del contexto de “los nuestros”, “los de dentro”, el koinón. El reconocimiento sólo se da dentro de la polis bajo estas circunstancias, y jamás se llegó a producir esa inclusión de las perspectivas de los enemigos o de los extranjeros dentro del mundo compartido de la polis[20]. De alguna forma, los griegos no lograron comprender que la aniquilación del enemigo (o la asimilación total del extranjero) también tiene repercusiones sobre el que aniquila, el que obliga a asimilar, el que destruye la heterogeneidad y la multiplicidad de perspectivas.

En cambio, los romanos, debido sin duda a la mayor proyección geográfica de su Imperio, y a la necesidad de mantener intercambios comerciales que les fueran rentables y permitieran el desarrollo de sus infraestructuras, se vieron obligados a superar el enfoque griego y darle un recubrimiento más universalista, inventando, según Arendt, la política: “lo que sucedió cuando los descendientes de Troya [como dijimos antes, los romanos] arribaron sobre suelo italiano, fue nada menos que la creación de la política precisamente allí donde llegaba a sus límites y acababa según los griegos: es decir, en las relaciones no entre los ciudadanos de una misma ciudad sino entre pueblos extranjeros y distintos que se encontraron en el combate”[21]. Por tanto, en este contacto con el Otro con mayúscula, en el que no queda otra que asumir que existe una pluralidad, un entre-dos, un intervalo relacional, nace aquí la política. Aunque este  intervalo acabe desembocando en una guerra será siempre una guerra entre distintos, entre enemigos que se enfrentan por una hegemonía, no entre unos ciudadanos y unos extranjeros que han sido cooptados por el sistema de la polis, que han venido “desde fuera” para jugar con las reglas de juego de la polis.

Que la política sea guerra por otros medios, como afirmaba Foucault leyendo a los liberales en Nacimiento de la biopolítica, no entra en contradicción con el reconocimiento del Otro. Reconocer al Otro como diferente, aunque sea como enemigo a aniquilar, es ya reconocer su extrañeza en vez de tratar de sistematizarlo y convertirlo en nuestro semejante[22]. Entonces, para evitar la destrucción, según Arendt, los romanos vieron necesario inventar el pacto y situar la alianza “en el corazón de sus concepciones políticas”[23]. El pacto ya no es impuesto desde fuera sino entre contratantes, que se reúnen para no ser destruidos entre sí[24]. Es decir, esta concepción de los romanos (para ser justos digamos que fue “obligada”, es decir, no quedó otra que enfrentarse con el Otro para realizar sus intereses imperialistas) tiene mucho que ver con un concepto que construyó y popularizó la Teología de la Liberación en los setenta (especialmente Enrique Dussel): el concepto de analéctica como “pensar con el Otro”, es decir, la irrupción de lo distinto en la propia historia del sujeto[25].

Y esta irrupción no puede negarse, ni esconderse debajo de la alfombra. El Otro está ahí, por mucho que queramos convertirlo en una masa informe inconceptualizable. Y, como afirma Sartre en el prólogo a Los condenados de la tierra, el Otro no necesita de quienes vivimos en centros imperialistas. Fanon les ha enseñado a derrotarnos; como occidentales podemos retrasar (con masacres como la de París en 1961) los movimientos anticolonialistas pero jamás podremos detenerlos: por mucho que nos duela, la historia sigue haciéndose en arrozales, no en facultades. Pero, como afirma Sartre, no todo está perdido para nosotras, las occidentales: podemos condenar acríticamente toda violencia de las oprimidas, y hacer como que esta violencia nace del aire y no responde a una lucha contra una estructura de opresión. Sí. Pero también podemos utilizar el libro de Fanon como purga, descubrir las estructuras violentas que sustentan nuestro cómodo mundo, aceptar al Otro y unirnos a su lucha ontológica por el reconocimiento[26].













[1] Pardo, J.L.: Políticas de la intimidad, Madrid, Escolar y mayo, 2012. p.9.
[2] Foucault analiza el tema de los límites externos e internos (en este caso en torno a la cuestión del derecho) en Nacimiento de la biopolítica.
[3] Pardo, J.L., op. cit., p.10.
[4] Platón: Eutifrón. En Diálogos I, Madrid, Gredos, 2015, p.52.
[5] Precisamente, si vamos a los dos grandes filósofos de la Antigüedad (Platón y Aristóteles), encontramos que allí donde se habla el paralelismo entre las pasiones bajas y las mujeres por una parte, y la naturalidad del “gobierno” del varón sobre la mujer por la otra es, precisamente, en las obras dedicadas al análisis político del espacio público (República y Política, respectivamente). Es cierto que Platón no siempre presenta este carácter marcadamente machista, por ejemplo cuando defiende la igual enseñanza a varones y mujeres (p.155), pero sí podemos seguir manteniendo esta idea desde otros fragmentos de República.
[6] Foucault, M., El uso de los placeres, Madrid, Siglo XXI, 1987, p.141.
[7] Engels, F., El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Madrid, Alianza, 2008, p.136.
[8] En El segundo sexo se observa perfectamente esta idea: “En nuestros días el hombre representa el positivo y el neutro, es decir, el macho y el ser humano, mientras que la mujer es sólo el negativo, la hembra. [...] Cada vez que una mujer se conduce como un ser humano, se dice que se identifica con el varón”. En Beauvoir, S, El segundo sexo, I: Los hechos y los mitos, Buenos Aires, Siglo Veinte Editores, 1970, pp 15 y ss.
[9] Citada en Alzard Crerezo, D, Construcciones y estereotipos de la feminidad reforzados a partir de la mitología clásica. El caso de Afrodita, Hera y Atenea, 2013, UCM, p.13. Pensemos por ejemplo en el mito del nacimiento de Afrodita, nacida de la respuesta a una violación (la respuesta de Cronos contra el violador Urano).
[10] Ibíd.
[11] Woortmann, K, O Selvagem e a História. Primeira parte: Os antigos e os Medievais, citado en Muñoz Morán, O, Salvajes, bárbaros y brutos. De la Grecia Clásica al México contemporáneo, Liminar. Estudios Sociales y Humanísticos, Vol. VI, Núm. 2, julio-diciembre, 2008, pp. 155-167
[12] Una observación sobre cómo se trata la inmigración y el exilio en los medios de comunicaciones occidentales puede ser pertinente: se habla de “mareas”, de avalanchas amorfas de personas, incluso los muertos se contabilizan como “cientos” negando la individualidad, como si de sacos de alfalfa se tratara.
[13] Según Woortmann, con el inicio de las confrontaciones (pone como ejemplo los grupos persas) esta caracterización de los no griegos como salvajes se dispara, por la necesidad de justificar y legitimar la guerra contra un grupo que no tiene el estatuto ontológico de “ciudadano”, y, por tanto, no se le puede aplicar la ley.
[14] Ibíd, p.156.
[15] Hasta tal punto que, según algunos historiadores, se llegó a demoler los templos para utilizar las rocas en edificar las murallas.
[16] La red principal de calzadas romanas (como forma de vertebración del Imperio) era de 120.000 km. Recordemos que la circunferencia de la Tierra, en el ecuador, es de 40.091 km.
[17] En palabras de Carl Schmitt (en Teología política), estas ciudades no tenían ninguna soberanía ya que soberano es únicamente quien puede decretar el estado de excepción. En Schmitt, C, Teología política, Madrid, Trotta, 2009, p.13.
[18] Muñoz Morán, O, Salvajes, bárbaros y brutos. De la Grecia Clásica al México contemporáneo, op. cit., p. 157.
[19] Ibíd. El término “forest” (ing.), puede tener su procedencia del latín foris, “fuera de”.
[20] Taminiaux, J., ¿Performatividad y grecomanía?, en VVAA, Hannah Arendt, el legado de una mirada, Sequitur, Madrid, 2001, p.82
[21] Ibíd, pp 82-83.
[22] Muchos discursos que pretenden ser tolerantes caen en esta lógica: parece que tolerancia significa tolerancia negativa, es decir, respetar al Otro siempre y cuando este no salga de unos límites (por ejemplo, sólo se puede “tener pluma” el día del Orgullo, los negros sólo son respetables si viven segregados en guetos, las mujeres sólo si intentan ocupar el menor espacio público posible).
[23] Ibíd.
[24] Es lógico que esto suene muy hobbesiano: lo que Hobbes nos enseñó con su homo homini lupus fue, sencillamente, que el egoísmo y la competencia jamás pueden construir comunidad, ya que el Estado de naturaleza está abocado a la guerra y a la destrucción. De ahí tanto odio liberal hacia la figura de Hobbes.
[25] Además que desde el Cristianismo, esta idea también se ha trabajado desde la filosofía judía. Pensamos en la irrupción mesiánica del Acontecimiento y en Lévinas especialmente.
[26] Fanon, F, Los condenados de la tierra, México, FCE, 2011, p.28-29.

jueves, 22 de octubre de 2015

Sobre el espontaneísmo y la revolución.

Cada vez me cansa más ir a manifestaciones, dar un paseo, pegar unos cuantos gritos y volver a casa creyendo que el mundo está mejor que hace un par de horas. No me malinterpretéis, nunca me cansaré de salir a la calle, lo que me cansa es esa sensación de haber “hecho” algo, la conciencia tranquila de “al menos estoy aquí, en la calle”. Yo no quiero tener que mirar en el futuro a mi hijx y encogerme de hombros cuando me pregunte por qué todo apesta. “A mí no me mires, yo al menos salía a veces a manifestarme”.

Hablo a toda la gente de mi generación: ¿realmente alguna de vosotras espera vivir hasta los setenta años, realmente creéis que tendréis una vida tranquila? Es una costumbre histórica de todo presente intentar proyectarse en un futuro homogeneizado (igual exactamente al presente), negando los acontecimientos y pretendiendo mantenerse en un “no pasa nada ya”. Si alguien os dice que esta detención del tiempo es únicamente propia de nuestra “época posmoderna”, no es así. Siempre ha ocurrido. Pero la verdad es que leyendo historia sabemos que vendrán los “tiempos interesantes” de los que hablaba Zizek (expresión, por cierto, utilizada como maldición), que nuestra generación no va a pasar de puntillas por el mundo: habrá otra guerra, habrán oportunidades revolucionarias, contrarrevoluciones, represión. Nada es eterno, nada dura para siempre.

Y nos tocará tomar partido. Si no lo hacemos, elegirán por nosotras. Por ello, querría escribir un par de apuntes sobre la relación entre el espontaneísmo con la teoría revolucionaria. Voy a entender aquí por espontaneísmo algo así como lo que Foucault entiende como “percepción de lo intolerable”, es decir, un acto de puro rebote contra un sistema opresor, un levantamiento directo ante una injusticia, una explosión de rabia incontrolada “contra la totalidad” como decía Debord. Una revuelta, ni sólida ni líquida sino directamente gaseosa: como el humo, no se puede atrapar ni inscribir dentro de una lógica de dominación; la misma revuelta destruye la lógica de la dominación. Tenemos muchos ejemplos de estos procesos: Londres, Watts, Ferguson. Focos de la revuelta, “verdaderos estados de excepción” donde, como decía Benjamin, abolen la “regla” de la dominación (creo que soy incapaz de escribir nada sin citar a Benjamin).

Pero vamos con un ejemplo más “próximo”: Las marchas de la dignidad (de Madrid) y la comparación entre las de 2013 y las de 2014. En ambas el ambiente fue tranquilo hasta minutos antes de las 21:00, hora a la que empiezan los informativos. En ambas, la policía comenzó a cargar en ese momento. Y aquí comienzan las divergencias:

2013 fue un “sálvese quien pueda”, fue un puñado de gente corriendo de un lado a otro de Madrid, sin saber muy bien qué hacer, buscando refugio de las ostias de la policía y sin tener claro, siquiera, en qué calle estaban o no estaban cargando. Algunas decidieron responder a la violencia de la policía, pero se trató de casos muy aislados y de pura rabia e impotencia. Aquella noche la policía despejó Madrid sin problemas.

En 2014 hubo un salto cualitativo. Tal y como afirmaron los mass media (por cierto, igualando organización y terrorismo, algo que no es casualidad) varios grupos organizados se desplazaron a Madrid con un objetivo claro: saber cómo responder a la violencia policial. Habían estudiado, habían entrenado, sabían cómo moverse. Cuando la policía empezó a cargar, muchas corrimos de nuevo sin saber qué hacer, sí. Pero otras muchas mantuvieron la calma. Quien, con un mapa de Madrid en la mano, empezó a decir: “si cortamos esta calle y golpeamos aquí, el centro es nuestro”, provocó este salto cualitativo. Lo cierto es que aquella noche la policía se llevó un gran susto. Lo cierto es que todas tenemos en nuestras retinas la imagen de un furgón de policía totalmente destrozado dando marcha atrás por Recoletos: viendo de nuevo ese vídeo en Youtube te percatas de que, por unos momentos, la calle fue “nuestra”, y que si la policía logró despejar el centro de Madrid aquella noche se debió, únicamente, a la correlación de fuerzas. La policía se replegó y luego atacó con una fuerza muy superior. No hubo ningún error táctico por parte de la gente que estaba allí, lo que ocurrió, ya lo dijo Brecht es que:

Fracasamos,
Porque fuimos pocas.

No se trata de que exista una mayor posibilidad de victoria, ni de que la fuerza aumente exponencialmente: se trata, como he dicho, de un cambio cualitativo, no meramente cuantitativo. A los medios de comunicación le preocupó más ese carácter de “grupo violento organizado” que el doble de personas, por separado, provocando más daños y rompiendo más cosas. De hecho, los días siguientes fueron una fiesta: los tertulianos “de izquierdas” defendiendo que se trataba de “cuatro energúmenos” contra los de derechas que hablaban de “terror organizado”.

Pero abandonemos los ejemplos para hablar de algo más abstracto: ¿Es posible, o mejor que posible, producente, una acción espontánea sin una teoría revolucionaria que la sustente? Que está abocada a desvanecerse está claro: ninguna revolución se ha llevado a cabo sin una teoría revolucionaria sólida que asome por detrás (de hecho, durante la segunda mitad del siglo XX, toda revolución efectiva que llevó a cabo un proceso de descolonización contra el invasor-opresor imperialista, tarde o temprano, tuvo que, por decirlo así, “leer las obras de Lenin”). Pero no nos estamos preguntando eso. La pregunta que nos hacemos es: ¿El mundo, después de una revuelta espontaneísta, queda “igual” a como estaba antes de dicha revuelta?

La situación de la conciencia efectiva, la correlación de fuerzas, ¿siguen igual? Es obvio que no es posible responder a esta pregunta de modo abstracto sin ir observando caso a caso (¡análisis concreto de la realidad concreta!), pero sí me atrevería a afirmar, con Rosa Luxemburg, que muchos de esos levantamientos fallidos por alcanzar el poder “antes de tiempo” (Luxemburg une este “antes de tiempo” con la visión reformista de “esperad un poco más para hacer la revolución”, siempre acaba siendo demasiado pronto o demasiado tarde), estas revueltas prematuras, crean las condiciones de posibilidad para la victoria final. Es tremendamente cierto que sin la reconstrucción de la teoría revolucionaria nunca alcanzaremos el poder, pero las luchas del “mientras tanto” crean las condiciones de posibilidad para esta reconstrucción. De las Marchas de la dignidad de 2014, de Ferguson, de Londres: de todas estas experiencias podemos extraer enseñanzas prácticas para construir la teoría, y hay muchas compañeras que están ahí ahora. No debemos caer en el espontaneísmo como un fin en sí mismo porque sólo nos emociona durante un par de semanas para después desaparecer como vino, pero tampoco creo que debamos rechazarlo en bloque como contraproducente e imposible de revolucionarizar.

Alguien, para explicar este tema, puso un ejemplo muy gráfico: estamos ante un muro y podemos, bien intentar demolerlo a cabezazos, bien buscar un martillo. El martillo es el marxismo-leninismo. Pero, en la situación que estamos, en un mundo intolerable, podrido, estructuralmente asesino en el que es extremadamente fácil convertirse en Eichmann, quizás haya que cambiar un poco el ejemplo:


Pongamos a una persona que se está ahogando en un mar tremendamente peligroso. Tenemos dos opciones: saltar a salvarle, o ir en búsqueda de un flotador. El marxismo-leninismo es el flotador: lo único que impedirá que nadie más se ahogue en un futuro en esas aguas. Vamos a dejar de lado el aspecto moral y problemático de si es legítimo que una persona inocente muera ahogada mientras estamos buscando el flotador, y si se puede o no reinscribir su muerte en una lógica histórica de progreso. Vamos al aspecto más técnico, menos individual y más estructural: si no hemos saltado al agua a intentar salvar a alguien, si sólo nos quedamos en la orilla o buscando flotadores, no tenemos ni idea de qué flotador necesitamos para salvar a alguien. No podemos calcular el índice de flotación, ni la cuerda necesaria para llegar a la orilla. A lo mejor nuestro flotador ni siquiera llega al agua. Lo importante, todas estaremos de acuerdo, es construir un flotador que sirva en el futuro: no podemos estar dependiendo de que existan buenas personas que, en el futuro, salten a salvar a las personas que se ahoguen. Necesitamos el flotador, necesitamos el marxismo-leninismo. Pero necesitamos haber salvado a alguien para poder construirlo.


martes, 20 de octubre de 2015

Conferencia de Losurdo "Antonio Gramsci. Del liberalismo al comunismo crítico".

Este texto es un resumen de la conferencia que dio ayer (19 de octubre) Domenico Losurdo en Madrid para presentar la edición en castellano de su libro Antonio Gramsci. Del liberalismo al comunismo crítico. La intervención de Losurdo fue íntegramente en italiano y no fue traducida, por lo que existen partes más oscuras que he tenido que reconstruir (probablemente inventarme) para darle coherencia al texto. Aún así, se agradece que hablara bastante despacio e intentando vocalizar siempre. Sin más, empezamos la exposición.

La obra de Losurdo se puede entender como el trabajo de insertar a Gramsci en su contexto histórico: Antonio Gramsci muere en una prisión fascista en 1937, después de haber vivido la crisis y la posterior Gran Guerra con odio contra el sistema capitalista que la ha generado, después de haber saludado la revolución socialista en Rusia con esperanza (y el auge de los movimientos obreros y comunistas en Europa, lo que Losurdo denomina la primavera mundial), después del triunfo del fascismo como respuesta reaccionaria de la burguesía contra estos movimientos obreros, después también de que Europa se convirtiera en el epicentro de un occidentalismo que legitimaba la opresión en las colonias (Losurdo pone como ejemplo el reclutamiento arbitrario de habitantes de las colonias para luchar en la IGM: el mismo Gandhi trabajó como reclutador para el imperio inglés). La clase obrera europea se cierra sobre su propio país y desarrolla un chauvinismo monádico. Frente a esta opresión occidental colonialista (bajo la categoría de “supremacía blanca”, muy en boga por ejemplo en los Estados Unidos: Losurdo recordará las cartas de Marx a Lincoln) Gramsci habla de nuestro internacionalismo: el planteamiento revolucionario no puede ser occidental, la revolución no es revolución si no libera a los países saqueados por el imperialismo, a las colonias: la revolución sólo es revolución si contiene la totalidad.

A partir de aquí, Losurdo entra con el tema del internacionalismo, quizás la cuestión más polémica: este afirma que, en Gramsci, es impensable despreciar la cuestión nacional, articulada esta en torno a la construcción de un Estado-nación. El nacionalismo no es una simple ideología, sino una pieza clave en la construcción de un nuevo orden social. De esta forma se expresa Gramsci cuando es condenado por el gobierno fascista italiano, un gobierno que se ampara en la recursividad de la patria: “vosotros, fascistas, condenáis a la nación italiana al desastre”. Losurdo afirmará que aquí Gramsci sigue a Lenin y afirma que la historia del siglo XX es sin duda la historia de las grandes revoluciones nacionales contra los colonizadores capitalistas (y pone como ejemplo la “gran guerra patriótica”, término con el que se conocía la IIGM en la Unión Soviética). Para Losurdo Lenin es el más grande estatista de Europa, el salvador del Estado y de la nación rusa: contra el proceso de fragmentación y balcanización de Rusia, Lenin logra salvar la unidad nacional en torno a la oposición a la guerra.

Después, Losurdo hablará del tema de la revolución, que no debe ser entendida como un resultado mecánico de una crisis (sea esta económica o política) sino como un proceso positivo y consciente de creación de nuevo poder, del orden nuevo. En esta construcción, Gramsci distinguirá entre “rebelde” y “revolucionario” y aquí radica todo su odio al anarquismo. Es un texto bastante duro y creo que cae en una caracterización demasiado simplista: para Gramsci, el anarquismo es únicamente la continuación y radicalización del liberalismo. Se trata de una “subversión reaccionaria”, como una forma de apoliticismo (Losurdo pone como ejemplo a Berlusconi hablando contra el Estado e invitando a la desobediencia). Es incapaz de construir un orden nuevo, ya que entiende la revolución como una revuelta de la sociedad civil contra el Estado. Pero este corte entre sociedad civil y Estado es insostenible: la propia sociedad civil, aunque se enfrente contra el Estado, se constituye ella misma como Estado; tiene forma y por tanto es de hecho un Estado. Este no es sino el instrumento que permite la progresiva expropiación de la población, que permite la esclavización en las colonias y que, en el fondo, permite la acumulación capitalista de la propia sociedad civil occidental: el punto de vista de la sociedad civil es siempre el punto de vista del liberalismo, y esta indisociabilidad entre Estado y sociedad civil es lo que Losurdo denomina la fenomenología del poder.

Frente al liberalismo, Losurdo pone “la verdadera concepción del marxismo” en Gramsci, entendiendo la revolución comunista no como una transformación históricamente inevitable sino como humanamente necesaria: la revolución de octubre fue, según Gramsci, una revolución “contra El capital”, es decir, una revolución contra la necesidad de entender el capitalismo como fase necesaria previa al socialismo. Además, como hemos afirmado, Gramsci también combate el mecanicismo en los ciclos de crisis del sistema capitalista: pensar que una revolución depende de una gran crisis significa no saber nada de las revoluciones (la crisis del 29 es ejemplo de esto). La clase dominante siempre va a ser reaccionaria por su pretensión de conservar el poder, y por ello hablar de forma optimista de inevitabilidad histórica puede llevarnos – y de hecho nos ha llevado – a grandes derrotas y decepciones históricas: el ejemplo más claro, afirma Losurdo, es el del fascismo como una fuerza política y social reactiva, que fue el carnicero de esta primavera mundial de la que antes hablábamos.

La clase dominante siempre intentará hacer pasar sus intereses de clase como intereses generales para lograr reproducir su dominio, y para ello se sirve, según Gramsci, de la ideología. El proletariado, al ser cooptado por el bloque de la clase dominante, se queda decapitado ideológicamente, es incapaz de producir los esquemas epistémicos que articulen un movimiento obrero revolucionario. Volvemos de nuevo a la experiencia de la IGM: estamos ante un proletariado que es directamente colonialista y reaccionario, y ante un partido socialista que abandona el propio proyecto socialista para retornar junto a sus respectivos gobiernos burgueses a apoyarlos en la guerra imperialista (siempre hay pequeñas excepciones, por ejemplo, la Liga Espartaquista de Luxemburg y Liebknecht llamando a la huelga y al internacionalismo). El problema es cómo evitar este apoyo que la inmensa parte del proletariado europeo le presta a su burguesía nacional, y para ello, Losurdo se remonta a la época de Marx.

Estamos en el contexto histórico de la represión de la revolución obrera en París (1848-1871). Marx habla aquí de “decadencia ideológica de la burguesía”: la burguesía, por mucho que lo intente, es incapaz de imponerse ideológicamente a un movimiento obrero que avanza sin descanso y construye nuevo poder. Aquí es cuando la burguesía comienza a articular una estrategia basada, según Losurdo, en dos aspectos fundamentales: el expansionismo colonial que logra desactivar el conflicto social en Europa (uniendo a proletariado y burguesía en torno a un proyecto colonialista común) y una astuta utilización del sufragismo como “revolución pasiva”, es decir, conceder el derecho a voto no por miedo a perder el poder sino como vía para conservarlo mediante otras formas.

Losurdo hablará después de la tesis de la extinción del Estado en la sociedad postcapitalista, dando únicamente un par de pinceladas: no se trata de transformar “el poder en amor” (como mantiene Bloch en El espíritu de la utopía, donde esta utopía se acaba disolviendo en la forma del mercado) sino de oponerse a esta fenomenología liberal del poder de la que hemos hablado antes, afirmando que el Estado no puede disolverse en la sociedad civil (cambiará su forma o se desinstitucionalizará, pero seguirá siendo un Estado). Se trata de construir una nueva sociedad que constituya la emancipación más radical y efectiva de toda la humanidad (no sólo del mundo occidental).

En el turno de preguntas, hay algunas muy precisas y pertinentes (otras que, como en todas las conferencias, sólo sirven para que el preguntador disfrute durante minutos de su propia voz) por lo que rescato unas cuantas. A una pregunta sobre la opinión de Gramsci sobre la violencia (para que hable un poco de su libro Cultura de la no violencia y lo relacione con Gramsci), Losurdo primero aclara que no se trata de saber lo que piensa Gramsci sobre todo (“nuestro trabajo no es hacer una ouija”). Después, comienza su explicación afirmando que la revolución de octubre sin duda se levanta contra la violencia de la IGM. La pregunta “violencia sí” o “violencia no” es errónea en su planteamiento. Losurdo pone un ejemplo clarísimo, el de la reacción a la IGM en la propia Italia: el partido reformista italiano apoya incondicionalmente la IGM y cierra filas en torno a su gobierno. Gramsci, en cambio, se opone a la guerra. ¿Quién es el violento? ¿Turatti o Gramsci? Otro ejemplo: el “gobierno burgués de la ley” preocupándose de los crecientes linchamientos en las colonias. ¿Quién es más violento? ¿Los que sostienen un sistema de opresión o las que cometen excesos al tratar de sacudírselo? La cuestión no es “violencia sí” o “violencia no”, sino que esta sigue siendo, como escribió Luxemburg: “reforma” o “revolución”. Ambas son violentas, ambas pueden ser más violenta que la otra: no existe la vía pacífica y la vía violenta. Hablar de violencia en este sentido no explica absolutamente nada.

Por ello, Losurdo continúa con su ejemplo de contraponer al Turatti reformista y al Gramsci revolucionario, esta vez atendiendo a dos aspectos fundamentales: la cuestión meridional y la revolución de octubre.

Por un lado, Turati mostrará un rancio racismo al calificar el pueblo del sur de Italia de “decrépito e incapaz de renovarse”. Sobre la revolución de octubre es incluso más gráfico: los bolcheviques eran, para Turati, una “horda barbárica que ha entrado arrasando por las puertas del parlamento”.

Gramsci, en cambio, demuestra una clara simpatía con la revolución leninista. Defiende el nuevo poder soviético y su gran consenso social entre las masas, y considera la Asamblea constituyente como un “canto de cisne”, un régimen opresivo levantado contra un nuevo orden que aún tarda en afirmarse, cuyo objetivo es la paralización del movimiento obrero. Sobre la cuestión meridional basta conocer la procedencia de Gramsci para saber a quién apoyó.

En una pregunta sobre la anterioridad de la sociedad civil sobre el Estado y la construcción del nuevo poder, Losurdo hace una analogía entre este nuevo poder con la producción de un nuevo edificio (mediante la confrontación de Erasmo con Lutero, Losurdo afirma la necesidad de una especie de Renacimiento y de la Reforma protestante en la construcción de un régimen nuevo de sentido).


La última pregunta que merece la pena rescatar es qué opinión tiene Losurdo sobre Podemos y Syriza. Losurdo, con una media sonrisa, empieza afirmando que él habla sólo desde el reconocimiento de su terreno nacional, y que España e Italia no están “tan lejos”. Para contestar, Losurdo vuelve a remitir a Gramsci, en especial, cuando este se refiere a la lectura que Benedetto Croce hace de Marx. Croce dice algo así como “Marx ha descubierto que la economía es fundamental. Pero cuando habla de comunismo, es sólo un profeta”. De esta forma, Croce niega a Marx la parte positiva de su pensamiento, convirtiéndolo en poco más que en un autor subalterno. Intenta neutralizar a Marx, separarlo del comunismo, para ahogar su potencial revolucionario. Convierte al Marx revolucionario en el “Marx economista”. Losurdo hace, para responder a la pregunta, un apunte crucial trasladando este problema a Gramsci: Gramsci, cuando escribe, no interpela en sus textos a Marx, sino a Lenin. Es profundamente marxista, sí. Pero también es profundamente leninista. La analogía que Losurdo hace aquí es bestial: este afirma que el Cristianismo debería ser llamado cristianismo-paulismo. Quien construye la doctrina del Cristianismo es Pablo, no Jesucristo. Sin ánimo de comparar a Marx con Jesucristo, quien construye la teoría marxista para su desarrollo en el mundo (con la famosa idea althusseriana de coyuntura) es Lenin, no Marx (Marx analiza el modo de producción capitalista pero no establece algo así como una “teoría de la revolución”, Lenin empieza de cero en este terreno). Y al fin, Losurdo contesta sobre Podemos y Syriza: desactivar a Gramsci, utilizarle contra el movimiento comunista, es cagarse en todo lo que representa Gramsci.


Madrid, 19 de octubre de 2015.

jueves, 1 de octubre de 2015

La posmodernidad en 15 minutos.

Lo primero que quiero denunciar es esa actitud de criticar algo llamándolo “posmo”. Muchas corrientes denominadas a menudo posmodernas han dado en el clavo al denunciar, por ejemplo, el carácter de construcción cultural de muchas instituciones que la Modernidad alegremente (bajo la legitimación ideológica del iusnaturalismo) ha denominado “natural”. Intentar trazar de un plumazo un puñado de rasgos para explicar corrientes tan heterogéneas, opuestas y enemigas a muerte como el postestructuralismo queer y los estudios decoloniales por un lado y el capitalismo hipster fukuyamista por otro es una actitud kamikaze. Lo único que estas teorías tienen en común es su época histórica (algo que creo que no tiene nada que ver con la posmodernidad, como explicaré). Así que lo único que se me ha ocurrido es construir un enemigo y golpearle con todas nuestras fuerzas marxistas: el enemigo, claro está, no es ni los estudios decoloniales ni la teoría queer (en ambas la crítica de “posmoderno” no roza ni la superficie de su complejidad, ni siquiera explica nada). 

Lo primero de todo, veo necesario establecer una aclaración sobre el propio término de “posmodernidad”. Los pensadores que se llaman a sí mismos “posmodernos” (tomo aquí el ejemplo clásico de Vattimo con su “pensamiento débil”) buscan siempre sustancializar este concepto y hacerlo extensivo a toda una época: estamos ante la época en la que los grandes discursos han caído, en la que hemos superado la Modernidad, en la que es necesario repensar la lógica del mundo de un modo más humilde, sin pretender algo así como verdades absolutas. Lo primero que hay que afirmar es que la actitud de pretender darse nombre a nosotras mismas como corriente histórica es una actitud prepotente y estúpida (imaginemos a Aristóteles llamándose a sí mismo antiguo, o a Descartes utilizando el término Moderno para explicar la centralidad del sujeto en su sistema). Una época que intenta ponerse a sí misma nombre es una época egocéntrica: las corrientes de pensamiento sólo pueden ser nombradas con la distancia histórica necesaria capaz de confrontarlas, oponerlas y “diseccionarlas”, se trata de un trabajo posterior (sin olvidar la inmensa cantidad de “excepciones” y de filosofías que se encuentran out of Joint, es decir, que son inclasificables dentro de un sistema temporal: atribuir un conjunto de rasgos comunes a corrientes heterogéneas es peligroso). Hablar de “época posmoderna”, afirmar que “la Modernidad ha sido superada” es una muestra de una prepotencia absoluta: la caída del mundo Antiguo (y del concepto central de la polis) sólo es perceptible muchos siglos después de la muerte del mundo Antiguo, y sólo puede estudiarse desde un “retroceso”, es decir, desde una vuelta del presente hacia el pasado. Sobre nuestra propia época, podemos seguir añadiendo pronombres “post-” a todo que eso no explica absolutamente nada.

Por tanto, con Jameson, preferimos hablar de “posmodernismo” en vez de utilizar “posmodernidad”, refiriéndonos con este no a una época sino a una lógica cultural de dominio, que permite legitimar, reproducir y hacer tolerable (el concepto de tolerancia que maneja Marcuse aquí es clave) el capitalismo tardío, postfordista, avanzado, de consumo o cuantas etiquetas se le quieran añadir. Toda teoría que busque, mediante la exaltación acrítica del consumo, mediante la moda y la denuncia de lo revolucionario como algo naif y hortera es, para nosotras, una teoría posmodernista. Se trata por tanto de un proyecto político de legitimación del capitalismo, recubierto de una historicidad que sirve para extender su legitimidad y ausencia de alternativa (“no te esfuerces, la época de los sistemas ya ha pasado”).

Una vez tengamos eso claro (que me parece lo fundamental al hablar de posmodernidad), podemos seguir el artículo de Jorge Polo La postmodernidad para ir analizando poco a poco cómo opera esta lógica política y qué carajo significa cada una de las sentencias que los pensadores autodenominados posmodernos utilizan para categorizar el mundo. Lo primero que salta a la vista, como hemos adelantado, es la “muerte de los grandes relatos” y de las creencias: estas, sencillamente, pierden su sentido. Se produce un vacío de sentido y de experiencia, y la imposibilidad de construir un gran sistema (no sólo de filosofía sino también de cualquier otra forma de enfrentarse a la realidad) nos atrapa. Recordamos como dijimos a Vattimo y su pensamiento débil como imposibilidad de una cosmovisión, como algo líquido, voluble: la posibilidad de un pensamiento fuerte se ha perdido entre los infinitos vaivenes del mundo que nos rodea (desde los vaivenes de los valores en la bolsa hasta los vaivenes del metro que nos desestabilizan).

Otro rasgo fundamental es que la historia deja de ser lineal para convertirse en una constelación de imágenes del pasado, en “puntos de vista”. Para esto, los pensadores posmodernos suelen utilizar (y malinterpretar) la crítica de Benjamin al progreso histórico hegeliano (en Benjamin no se trata de un puñado de puntos de vista de la historia sino, al contrario, de recorrer esa misma historia lineal pero a la inversa, fijándose en aquellas que han quedado sepultadas bajo capas y capas de progreso: no es la historia de la indeterminación histórica, es la historia de las oprimidas). Los acontecimientos pasan a ser fragmentarios, imposibles de inscribir dentro de una tendencia (o un devenir en terminología hegeliana), es decir, inexplicables históricamente. Se trata de un nominalismo historicista, unido a un cierto relativismo (entendiendo esto como la pretensión de que la validez de un discurso no es intrínseca a este, sino que depende del contexto). Este pluralismo relativista no sólo se queda en la historia sino que actúa sobre cada una de las ramas de la cultura y producción de conocimiento (por ejemplo, ponemos la epistemología: Feyerabend entiende la ciencia como habilidad, arte, no como una empresa racional independiente de la práctica como se entendía en la Modernidad, algo que no tiene por qué ser negativo: considerar un progreso ascendente de una ciencia neutral después de la bomba atómica y la tecnificación de Auschwitz es pura barbarie).

Hablemos ahora de la noción de sujeto: el sujeto que emerge en esta multiplicidad de relatos es el llamado ironista liberal, término popularizado por Rorty. Se trata de un sujeto lúdico (en el un sentido medio nietzscheano del término), que se caracteriza por mostrar la contingencia de sus creencias y no tener ninguna fe en las construcciones que ha levantado la modernidad (paradójicamente, la fe moderna en la propia subjetividad sí es un rasgo característico de este: contra esta subjetividad se levanta el estructuralismo psicoanalista, también considerado curiosamente “posmoderno”, al hablar de antihumanismo teórico). Este sujeto de Rorty, con el tono anímico humorístico del ironista, evoluciona hasta el cinismo del que no se toma en serio ni a sí mismo. Entra aquí la tesis de Lipovetsky de la extensión generalizada del código humorístico: todo se convierte en objeto de risa, se pueden hacer chistes de cualquier cosa (aunque por ejemplo relativicen opresiones). Se expande una actitud lúdica, hedónica y desenfadada ante la vida, aderezada por un consumo acrítico (y muchas veces por la actitud antimarxista de creer estar por encima de la alienación: “mira a todos esos alienados que ven Sálvame/El chiringuito de jugones, no como yo que sólo veo tele de calidad como Salvados/La sexta noche, o directamente no veo la tele nunca”). La fragmentación del sujeto busca sustituir a su alienación. El consumo convierte la marca en un signo (Baudrillard da en el clavo aquí con La sociedad del consumo), que distingue y llena la ausencia de reconocimiento. Lipovetsky hablará de un desierto en el que el vacío ha triunfado (ya no hay valores y a nadie le importa). Ya nadie crea valores al estilo Nietzsche, y el cambio social se ve como algo naif y desfasado. Lipovetsky se pregunta qué tipo de yo es acorde a las necesidades productivas del mercado, y llega a la conclusión de que se trata de un yo sin substancia firme, difuso, sin estructura ni consistencia propia. Un yo que sea pura fluctuación, “neonarcisista”, sin consistencia antropológica, un espacio flotante y disposicionalidad pura. Es muy importante aquí la demarcación individual por gustos y aficiones (la distinción para Bourdieu) en todos los ámbitos, unida a condiciones de precariedad absolutas, hasta tal punto de propugnar la flexibilidad laboral como una marca de identidad. Estamos ante un ser anhelante (que se identifica placenteramente con el mercado): Baudrillard diría en El sistema de los objetos que la función de la publicidad no es engañar a los consumidores para que compren sino hacer que alguien sienta que se preocupan por él (el claro paternalismo del Otro con mayúscula). Estamos ante una segmentación de identidades, un patrón cortado de conductas expresado con etiquetas: cultureta, progre, pijo, rojo... Althusser afirmaría en Aparatos Ideológicos del Estado que la construcción del sujeto sólo es posible con la constante interpelación del Otro. Sennett, al distinguir entre un capitalismo clásico y el actual, afirmaba que el capitalismo clásico necesita un sujeto estable, coherente, que trabaje, sobreviva y se mantenga en una rutina de vida. Este sujeto es imposible de encajar en el capitalismo tardío o actual. Estamos ante dos distintas generaciones: la de la estabilidad y la de la precariedad. Hemos pasado de las condiciones comunitarias a un individualismo consumista y flexible, articulando este individualismo de tal forma que sea imposible la organización colectiva de las oprimidas.

Pero tras esta digresión sobre el sujeto volvamos al que, para mí, es el texto clave en este tema: La lógica cultural del capitalismo tardío de Jameson. Como hemos dicho, Jameson entiende la construcción teórica, artística y cultural de los pensadores posmodernos como la lógica que sustenta estructuralmente el tardocapitalismo. El posmodernismo no es un movimiento cultural sino de una construcción que el capitalismo necesita para legitimarse: tomar partido por este es siempre tomar partido por el capitalismo actual. Todo rasgo cultural está armonizado con la constitución de una “cultura oficial” y se vende la idea de que nunca puede escapar a esta (es decir, no hay un “afuera” a este sistema cultural).

Hemos venido al texto de Jameson para analizar la transformación fundamental que opera en el posmodernismo, la que para mí es clave: la transformación del espacio. Tenemos un nuevo hiperespacio aprendido de Las Vegas como afirma Jameson, en la que el hotel sustituye a la ciudad (el análisis del edificio al que dedica varias páginas es la clave de esto, la construcción de espacios expresamente para que los sujetos se pierdan en ellos). El espacio posmodernista se define por la incapacidad mental para cartografiar la red global (siempre descentrada) en la que el sujeto está atrapado: debe ser imposible en todo momento para este construir unas coordenadas cartesianas donde ubicar los objetos. La ciudad posmodernista es, para Jameson, la ciudad en la que las personas son incapaces de cartografiar su posición (ya no puedes decir: “estoy perdido en la ciudad pero veo casas pequeñas, es el casco antiguo”, sino que lo único que puedes ver son autopistas, ejemplo claro de la homogeneidad). Este cambio en la espacialidad tiene como resultado sus propios productos culturales: por ejemplo, los relatos y novelas posmodernas (Jameson, con toda su gracia, pone de ejemplo a Beckett) se organizan sistémica y formalmente para impedir su interpretación social e histórica.

Pero este cambio en el espacio también tiene consecuencias en el plano epistemológico (recordemos que el espacio en Kant es una de las intuiciones trascendentales): la consecuencia más patente es lo que Lacan llama (vinculado a la esquizofrenia) ruptura en la cadena de significante. Se trata justo de eso, de la imposibilidad de articular una cadena coherente de significantes a la hora de formalizar el mundo. El ejemplo claro son los Teletubbies gritando ¡Jugar! ¡Pelota! ¡Jugar pelota!: palabras inconexas carentes de estructuración.

Otro rasgo clave es la sustitución de la profundidad por la superficie. No se trata de una figura artística como el escorzo (la técnica de pintura de representar perspectiva en un plano), sino de algo mucho más denso: se impone la facticidad de los hechos superficiales sobre las causas, impidiendo como hemos dicho la interpretación, la superación de lo inmediato. El ejemplo que pone Jameson es el de un edificio de Los Ángeles que es totalmente plano y desde un punto de vista parece que no existe el edificio, que es sólo la enorme fachada.

Otro texto clave me parece que es Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman. El título es una cita del Manifiesto Comunista, que Marx saca (estoy casi seguro) de un pasaje de La tempestad de Shakespeare. Con ello, Marx quiere decir que todo lo que antes era absoluto, que se tenía como invariable, eterno, como sólido, acabará disolviéndose, tiene un carácter histórico (recuerda también al “todo lo que existe merece perecer” hegeliano). Estas metáforas de fluidos son constantes en la modernidad primero y en los análisis sobre el posmodernismo después (recordemos las cosas líquidas de Bauman).

El último texto que recomendaría es La sociedad del espectáculo, de Debord. Un texto bastante difícil de leer por su carácter condensado y estructurado en unidades separadas. El inicio no puede ser más claro: comienza con una cita de Feuerbach en la que se afirma que nuestra época “prefiere la imagen a la cosa, la copia al original”. Aquí, para no irme del tema, me centraría en algo muy específico: si antes hemos analizado la transformación que el posmodernismo hace en el espacio, ahora podemos analizar la transformación que opera del tiempo. Debord afirma que la imagen como representación se ha convertido en la forma final de reificación de la mercancía. El espectáculo, concepto que vertebra el texto, es definido como una visión del mundo que ha sido objetivada, separada del propio mundo, en la que la mercancía ha ocupado la totalidad de la vida social. Esto convierte el tiempo en una acumulación infinita de instantes homogéneos, intercambiables y equivalentes (es decir, no existe el tiempo de trabajo distinto del tiempo de descanso o tiempo de ocio, sino una amalgama indistinguible de todos): el espectáculo produce una falsa conciencia del tiempo (también aquí antihegeliana) como paralizado, como negación de la sucesión (Jameson afirmaba que el espacio se ha comido al tiempo, que la coexistencia impide la sucesión). Cobra importancia aquí el “fin de la historia” de Fukuyama como un espectáculo inmóvil de la detención de la historia (la forma ideológica más pura, la ideología por excelencia para Althusser).

Las transformaciones del espacio y del tiempo son aquí absolutamente necesarias para la reproducción y legitimación de las relaciones de producción del capitalismo tardío. Toda teoría que apuntale lógicamente estas relaciones de producción (¡esas teorías y ninguna más!) puede ser englobada dentro del posmodernismo y debería ser combatida hasta sus cimientos teóricos y fundamentos epistemológicos.


Tras este inmenso caos, si has conseguido llegar hasta el final sin duda ha sido más gracias a ti que a mí. Siguiendo una sugerencia, reúno aquí los textos que he utilizado para la exposición y que son una introducción muy buena al posmodernismo:

- "La lógica cultural del capitalismo tardío": F. Jameson.
- "La posmodernidad": J. Polo.
- "La agresividad en la sociedad industrial avanzada": H. Marcuse.
- "Experiencia y pobreza": W. Benjamin.
- "La sociedad del consumo": J. Baudrillard.
- "La era del vacío": G. Lipovetsky.
- "La distinción": P. Bourdieu.
- "Todo lo sólido se desvanece en el aire": M. Berman.
- "La lógica del fantasma": A. Carrasco Conde.
- "La sociedad del espectáculo": G. Debord.

Foto del Wells Fargo Court, edificio de L.A. mencionado en el texto de Jameson

sábado, 30 de mayo de 2015

«El espectáculo y la irrupción de lo político».

«¿Acaso no hay una extremidad mesiánica, un eskhaton, cuyo último acontecimiento (ruptura inmediata, interrupción inaudita, intempestividad de la sorpresa infinita, heterogeneidad sin cumplimiento) puede exceder, en cada instante, el plazo final de una fisis, como el trabajo, la producción y el telos de toda historia? ».

- Jacques Derrida, Espectros de Marx.









Los mecanismos que operan en la sociedad actual, también llamada postfordista, capitalista industrial avanzada, sociedad del consumo o tardocapitalista, se caracterizan por funcionar como una estructura, tomando este concepto como lo utilizan Althusser y Balibar, como una «ausencia que produce efectos». Se trata de una violencia estructural y por ello invisible, que se reproduce y se perpetúa en el funcionamiento «normal» de la sociedad: los Aparatos Ideológicos del Estado (AIE, en términos de Althusser) buscan siempre perpetuar el estado de cosas existente de forma reaccionaria, imposibilitando la acción colectiva y la transformación social. El fortalecimiento del status quo y la imposibilidad, ni siquiera, de imaginar un orden sociopolítico distinto (en palabras de Žižek, es «más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo») caracteriza la ideología de la clase dominante que se trata de reproducir: ya no es suficiente con imponer la ideología de la clase dominante al modo voluntarista, sino que, como afirma Marcuse, las oprimidas deben reproducir las condiciones de posibilidad de su propia opresión sistémica o estructural, hasta tal punto que estas se convierten en únicas responsables de su situación económica y política. Owen Jones en Chavs: la demonización de la clase obrera, explica a la perfección esta culpabilización individual que en realidad se debe a problemas colectivos. Por ejemplo, si no tienes trabajo, la ideología grita que no es porque exista una violencia estructural llamada ejército industrial de reserva (una masa de obreras desesperadas dispuestas a trabajar por migajas) que el capitalismo necesita para abaratar los salarios: es porque no te has esforzado lo suficiente, pero si mañana adoptas una actitud positiva hacia la vida, dejarás de ser un loser y conseguirás un trabajo.


La transformación de la represión en algo despolitizado y kitsch (un «pastiche posmoderno» como lo llama Jameson) es uno de los paradigmas de la sociedad actual: tras el buen rollo de la figura del coach personal, o (como afirma Baudrillard) tras Disneyland, en su parking, se esconde el terror más absoluto. La represión deja de ser real, carnal, cruel y violenta para convertirse en subliminal, mediatizada por una imagen y simbólica. La violencia simbólica se convierte en componente de la publicidad y se afirma con la misma fuerza que antes se afirmaba la represión: como afirma Baudrillard, la publicidad no consiste en engañar al consumidor para que compre sino en «hacer que este se sienta querido». Todo desemboca, en palabras de Debord, «en el espectáculo». La pantalla del televisor nos protege del infierno sartreano del Otro con mayúscula, y la tragedia se convierte lentamente en farsa. El ejemplo claro de esto último es Timisoara en 1989, cubierta de cadáveres desenterrados de los cementerios y cámaras de televisión (Agamben, parafraseando a Adorno, afirmaría que ver la televisión después de lo que ocurrió en Timisoara sólo puede ser un acto de barbarie). Debord entiende el espectáculo como objetivación del mundo mediatizada por la imagen. La mercancía ha ocupado la totalidad de la vida social, y el tiempo se convierte en homogéneo, en acumulación de instantes equivalentes y totalmente iguales. Podemos citar aquí a Jameson cuando afirma que el espacio pasa a ocupar el papel dominante sobre el tiempo, y la realidad se osifica y detiene. El espectáculo es esa figura antidialéctica parecida al drama barroco alemán que analiza Benjamin, una totalidad detenida, muerta, que sólo permite la relación de contemplación con el sujeto (no podemos olvidar que el barroco es también el pliegue de la realidad, la representación de la representación, el meta-teatro y el simulacro que pierde el referente). El espectáculo inmóvil de la detención también se da en la Historia universal hegeliana (Fukuyama hablaría del «fin de la historia» tras la caída del muro), en forma de «la vida de lo muerto que se mueve a sí mismo» como Hegel diría sobre el dinero. Se trata de un presente continuo, de la negación sistemática del conflicto, del Acontecimiento y de la historia. Las revoluciones se convierten en «algo que ocurría pero ya no ocurre» (aunque fuera de los centros imperialistas podamos dar cientos de ejemplos en las últimas décadas) y, en palabras de Benjamin, la socialdemocracia se ha ocupado de «borrar casi por completo el nombre de Blanqui, cuyo resonar de bronce estremeció al siglo pasado». Este presente continuo se camufla con una apariencia de movimiento, y para ello busca identificarse con la categoría de juventud como cambio. Como denunció la Internacional Situacionista, «considerada en sí misma, la juventud es un mito publicitario profundamente ligado al modo de producción capitalista». Todo debe cambiar para que nada cambie. Mario Draghi describiendo a los jóvenes como entidad cambiante y adaptable, que busca aventuras y consideran el trabajo fijo como monótono y aburrido es un ejemplo claro de esto (por cierto, la «total disponibilidad» del cuerpo humano frente al mercado laboral, el no disponer de ninguna certeza sobre el futuro, también recuerda, como Disneyland o el coaching, al horror).

Este presente continuo funciona a base de shocks homogéneos que desestructuran al sujeto. La metáfora que utiliza Baudelaire del viandante que trata de abrirse paso entre la multitud (una multitud que funciona como un todo) y recibe continuos golpes que le derriban, es ejemplo de esto. La imagen se vuelve total, y trasciende toda la capacidad de representar del ser humano: esto produce una ruptura en la cadena de significante (que Lacan vincula con la esquizofrenia pero que también es posible vincular con un programa infantil llamado Los Teletubbies, donde los personajes son incapaces de articular una oración conexa y coherente). Esta ruptura epistemológica produce un impasse, la imposibilidad de comunicarse, o mejor dicho, la imposibilidad de ofrecer una respuesta.

La pantalla del televisor no admite respuesta (aunque a veces gritemos alguna blasfemia contra ella durante el telediario o un partido de fútbol), está diseñada para ser una comunicación unidireccional. Además se caracteriza por la imposibilidad de esperar: se trata de un bombardeo inmediato de información (el shock que produjo el cine es analizado, por ejemplo, por Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, pero si lo llevamos a la actualidad, una película de Michael Bay, director que se caracteriza por su impotencia para mantener un plano más de dos segundos, podríamos escribir un análisis mucho más detallado). Cuando queremos analizar semiológicamente la imagen que el televisor emite, esta ha cambiado a otra sin relación (el ejemplo claro es el informativo: las noticias no tienen ninguna relación entre ellas, el telediario se define por la muerte de la trama). Sólo podemos recibir y tratar de mirar todas las imágenes al mismo tiempo. Al espectador se le exige estar continuamente pendiente, se le exige «no perderse nada». Una revuelta cultural contra esta atención continua puede ser el teatro del absurdo de Beckett, donde se puede decir que no ocurre absolutamente nada, que no hay trama, no hay nada que perderse.


Además de por la inmediatez descrita, la sociedad tardocapitalista se define, como hemos dicho, por la reificación de la imagen. Como afirma Feuerbach (y nos recuerda Debord citándole), nuestra época «prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad». Ya no se trata de que, ante la imposibilidad de ver un amanecer en Pekín, el gobierno decida emitirlo en televisión. No es suplir una carencia, o una ausencia. Se trata de que el amanecer es preferible si es mediatizado por la imagen, por la pantalla del televisor: elegimos la imagen porque no hace daño. La pantalla del televisor, como hemos dicho, nos protege de ese infierno exterior (por ejemplo, siempre podemos cambiar de canal cuando un conjunto de niños famélicos, miembros amputados o baldosas llenas de sangre aparecen en los informativos). Incluso cuando ese infierno de lo Real se cuela a través de las rendijas de la imagen (Žižek pone el ejemplo del atentado del 11S) aparece como inercia material, como algo irreal, como una pesadilla inconceptualizable. Las pantallas gigantes de Pekín no remiten ni deforman una realidad existente. Las pantallas gigantes, al mostrar el amanecer, remiten a una ausencia y con ello adquieren el nivel de simulacro en la terminología de Baudrillard: cuando vemos el amanecer en Pekín a través de pantallas gigantes, tenemos que comprender que jamás podremos contemplar de nuevo el amanecer, que el referente se ha perdido entre las nubes de la polución. Cuando la noticia afirma que a pesar de la contaminación aún podemos seguir disfrutando del amanecer debemos tomarnos esto muy en serio. El único amanecer que nos queda es el que viene a buscarnos, el que no exige ningún esfuerzo ni ninguna distancia del espectador, el amanecer que no exige madrugar para verlo, el amanecer que podemos ver más de una vez al día (no como el natural), el amanecer sin aura.

Y lo crucial aquí es que de hecho el público, los espectadores, realmente eligen la imagen. Barthes, en Mitologías, hace un estudio semiológico sobre el mundo del catch (lucha libre) y llega a conclusiones similares: «lo que está en el campo de juego es sólo la imagen, el espectador no anhela el sufrimiento real del combatiente, se complace en la perfección de una iconografía». Pero tampoco se trata de una mera cuestión de elección de la imagen al original (como quien compra flores de plástico o las arranca del suelo). Se trata de lo que hay detrás de esta elección, de una meta-elección: elegimos una especie de ataraxia anestesiante que elimine los aspectos negativos y conflictivos de la realidad social (como afirma Žižek, nos hace elegir café sin cafeína, cerveza sin alcohol, política sin lo político). Lo dañino se elimina de la ecuación, o se reintegra en el sistema a cambio de su neutralización o despolitización. Incluso lo más anticapitalista, lo más violento, es fagocitado y reintegrado en el sistema como algo «alternativo». Nacho Vegas, en el prólogo a Indies, hipsters y gafapastas de Víctor Lenore, explica esto con el caso de Nirvana y Cobain: «pocos años después, con el grunge convertido en fenómeno de masas, [...] el cantante de la banda se descerrajaba un tiro en la boca en su casa de Seattle. Un fenómeno contracultural había sido fagocitado por el mercado convirtiéndolo en hipster, es decir, revirtiendo su propia naturaleza». La música para marginadas víctimas de bullying que no buscan reconocimiento sino destruir un sistema injusto se convierte de pronto en popular, y los matones y la gente guay comienzan a escucharla. El quarterback guay de la clase que te ridiculizaba llamándote "fag" y te dejaba encerrado en la taquilla, ahora salta en primera fila en uno de tus conciertos. El intento de destruir el capitalismo se vuelve popular dentro del capitalismo; el hecho de podernos comprar una camiseta del Ché Guevara en un centro comercial y lucirla de forma acrítica y lúdica es también ejemplo de esta fagocitación.

La modernidad se define, en palabras de Baudelaire, como lo efímero, lo transitorio. Y, como hemos dicho, se mueve a golpes de shock (el reloj de Tiempos Modernos, el tiempo homogéneo de la cadena de montaje que atrapa a Chaplin es el signo clave de la Modernidad). Este tiempo maquínico abstracto que convierte cada instante en idéntico a los otros instantes, y cuadra con la motivación cultural de rastrear siempre el rasgo de la barbarie por debajo de lo técnico. El shock clave de la Modernidad es sin duda la Primera Guerra Mundial (IGM), definida por Benjamin como pobreza de experiencia: los soldados combatientes en la IGM volvían mudos, sin palabras, sin experiencia comunicable.

La guerra antigua era vista como sacrificio colectivo de un pueblo orgulloso: Hegel la veía como «purificación del Estado». Las caballerías formaban impolutas,  trajes brillantes y relucientes, cornetas y desfiles, todo estaba predispuesto para ser un espectáculo vistoso del honor militar. Los combatientes volvían a casa con el orgullo de haber defendido a su país y tenían historias para contar a sus nietos a la luz de una hoguera. Pero todo eso cambia en la IGM. Los uniformes vistosos duran un día, hasta que la metralla empieza a caer. Los soldados, que ni siquiera sabían lo que hacían, se convertían en carne de cañón. En Verdun llegan a morir 600.000 soldados en una batalla para conquistar 30 km2 de terreno baldío. La abstracción y tecnificación de los instrumentos de guerra supuso un distanciamiento entre los combatientes (que se disparaban desde la trinchera en vez de enfrentarse cuerpo a cuerpo) y un aumento exponencial de la crueldad. El orgullo por la guerra yace muerto, manchado de sangre y barro en los túneles del Somme (no bajo ese amanecer radiante del campo de batalla). Los supervivientes no quieren recordar sino olvidar: lanzan sus medallas al canal (como Thomas Shelby en Peaky Blinders) y vuelven a casa sin palabras. Para hacernos una idea de la catástrofe: la tragedia más famosa –  gracias,  Hollywood – de principio de siglo fue el hundimiento del Titanic. Su cifra de muertos se igualaba y superaba cada día durante toda la IGM. Para los soldados, en palabras de Benjamin, «todo a excepción de las nubes había cambiado». El cuerpo humano se convierte en mero engranaje prescindible de una maquinaria que le trasciende y acaba con él. Ya no existe el honor guerrero ni el héroe bélico, existe el superviviente. Jünger afirmaría que a partir del shock de la IGM, la única técnica que permite retratar ese horror es la fotografía: sólo el disparo de la cámara puede llegar a ser equivalente al disparo del fusil. Hay una total resignificación de lo espacial: las fotografías no muestran rostros sino panorámicas, desplazamientos de tropas, o tomas aéreas que muestren la devastación de los paisajes. El carácter aurático vuela en mil pedazos.

Esta experiencia nueva, este shock que deja sin palabras se vuelve a repetir, multiplicado exponencialmente, en Auschwitz. Arendt afirmaría que Eichmann es una experiencia sin concepto y que la tradición no nos puede ayudar a enfrentarnos a él (por ello se ve obligada a construir el nuevo concepto de «banalidad del mal») y Primo Levi afirmará que los auténticos testigos de Auschwitz fueron los que no volvieron, o volvieron sin palabras. Este shock es el que llevará a Adorno a escribir que no se puede componer poesía después de Auschwitz sin cometer un acto de pura barbarie. El «todo es posible» de los campos de concentración (en palabras de Godard, desde descargar diez toneladas de cadáveres en un camión para dos o quemar a cien seres humanos con gasolina para veinte) nos muestra una total disponibilidad y conquistabilidad del cuerpo humano: no queda ya ningún secreto velado, todo es posible para la técnica. El aura desaparece del cuerpo humano, que se vuelve transparente a la máquina. El cuerpo humano se torna vidrio, enemigo total del aura.

Y ante este shock, la humanidad sólo puede responder, como afirma Benjamin, riendo. Una risa nerviosa, histérica (como en los cuadros clínicos de Charcot), una risa como único mecanismo de defensa ante un shock que nos impide pensar y articular respuestas. La risa del Joker del Batman de Nolan cuando cuelga bocabajo de la azotea. Esta risa suena a barbarie, pero es la risa de lo que queda de la humanidad que se prepara a sobrevivir a la razón y a la cultura, esa humanidad desesperada que se enfrenta a la crisis de la llamada civilización, a la aniquilación nerviosa, al espectáculo.

¿Pero esto significa que sólo cabe la histeria, la impotencia de las acciones aisladas y «perseguir los coches sin saber qué hacer cuando se atrape uno»? ¿En la sociedad tardocapitalista sólo cabe  Joker o también cabe Bane? Recordemos que Bane, con un ejército de apestados y marginados de las alcantarillas, logra tomar momentáneamente Gotham e imponer el «verdadero estado de excepción» benjaminiano (luego tendría que venir Batman como aquella fuerza reaccionaria alegal que salva de forma paternalista a los ciudadanos de bien y devuelve a los marginados a las alcantarillas, el sitio «del que nunca debieron salir»). De esta forma expresa Karthick, en The Dark Knight Rises a ’Fascist’?, la diferencia entre Joker y Bane: «El Joker, llamando a la anarquía en su forma más pura, críticamente subraya las hipocresías de la civilización burguesa, tal como existe, pero sus opiniones son incapaces de traducirse a la acción de las masas. Por otro lado, Bane, plantea una amenaza existencial para el sistema opresivo. Su fuerza no es sólo su físico sino también su capacidad para comandar a la gente y movilizarlos para alcanzar un objetivo político. Él representa a la vanguardia, el representante organizado de los oprimidos que promueve la lucha política en nombre de ellos para generar cambios sociales. Es la fuerza, con el mayor potencial subversivo, que el sistema no puede acomodar. Tiene que ser eliminado».

Mientras que las personas negras vivan en un ghetto y no busquen salir «al exterior», todo va bien. Mientras que las personas homosexuales sólo «tengan pluma» el día del Orgullo y ningún otro día más, todo va bien. Mientras que las personas mujeres estén presentes en el espacio público pero, como un fantasma, no lo ocupen (cruzarse de piernas en el metro, no alzar la voz, no dar golpes en las mesas) todo va bien. La aceptación de los grupos oprimidos y marginados siempre viene determinada por la disposición de estos a establecerse en un espacio cerrado pero no hermético (garantizar una salida individual de la miseria, una pequeña puerta de esperanza, es necesario para mantener un sistema estructuralmente injusto). Si eres un niño negro que juega al basket en un ghetto para olvidar momentáneamente tu asco de vida, tienes la esperanza de convertirte en estrella de la NBA, y se te permite soñar e incluso acceder a esa posibilidad. Pero todo comienza a «ir mal» cuando un jugador de la NBA se pone una camiseta de Black lives matter o encabeza protestas en Baltimore como Carmelo Anthony. La condición necesaria para triunfar de un miembro de un grupo oprimido es dejar atrás su comunidad. Cualquier mirada hacia el pasado, cualquier «look back in anger» hace estremecerse a las instituciones y muestra que su omnipotencia quizás no sea tan incuestionable. Esta reminiscencia por parte de los grupos oprimidos recuerda muchísimo a cuando Benjamin afirma que el odio y la voluntad de sacrificio «se nutren de la imagen de los antepasados sometidos y no del ideal de los nietos liberados».

Un sistema estructuralmente injusto siempre va a tratar de despolitizar y naturalizar sus relaciones sociales y de producción: presentará el status quo como algo inalterado e imposible de transformar (Marx lo denuncia muy bien explicando el mito burgués de la llamada acumulación originaria: los capitalistas tendrían más dinero porque sus abuelos «trabajaron y ahorraron más» que los abuelos vagos de los obreros, es decir, el capitalismo es un sistema que sólo tiene en cuenta el trabajo «pasado», ya que en el presente los vagos son los capitalistas). Además, este status quo es sostenido con una fuerte falacia naturalista: lo naturalizado se vende, a ojos de las oprimidas, como lo natural. Pero, como dijo Carl Schmitt, todo pacto, toda estructura social, esconde siempre la violencia originaria que lo engendró. El capitalismo no consiste en ahorro e inversión sino en la expropiación violenta de las condiciones de supervivencia de una población: Marx, en el capítulo XIV de El capital, cuenta la historia de las colonias, donde fue imprescindible arrasar campos y quemar plataneras para construir un hambre artificial, un ejército de mendigos necesario para que los «incivilizados indígenas» se dignaran a trabajar y se cumpliera la ley «natural» de la oferta y la demanda (la cita de Wakefield, diputado inglés, no tiene desperdicio: «la ley natural de la oferta y la demanda no se cumple en las colonias» [sn]).

Baudrillard afirmaba la victoria total de este espectáculo, este «eterno presente», y la imposibilidad de responder sin construir otro espectáculo que pueda ser integrado en el sistema. El sistema para él no tiene brechas, es totalitario (en el sentido de que ocupa todos los aspectos de la vida humana, que no existe un afuera desde el que articular una resistencia) e imposible de quebrar. Toda acción violenta, toda respuesta a la dominación, es a su vez una imagen: es reintegrable en la lógica del sistema y de la dominación. Pero quizás, Baudrillard sea demasiado pesimista. Ocurre que, entre estas ruinas encadenadas del presente y pasado, «cortejo triunfal de los vencedores» como describe Benjamin la historia, entre esta derrota continua y petrificada de los opresores, a veces ocurre algo.

Ocurre una irrupción mesiánica en la terminología de Benjamin, ocurre un Acontecimiento en la terminología de Badiou, ocurre lo político en la terminología de Žižek. Y cuando esto irrumpe, se torna imposible negarlo. La violencia divina es, para Benjamin, violencia que no es medio porque no tiene fin, violencia como fin en sí mismo que destruye la misma lógica de la legitimación. Se convierte en un acto de aniquilación autodestructiva, imposible de absorber, integrar o neutralizar por el sistema de dominación. Se trata de explosiones incontroladas sin perspectiva, disturbios sin sentido que no exigen nada. Lo único que estas irrupciones reclaman es visibilidad entre las ruinas ante los aterrados ojos del Angelus Novus de Paul Klee. Se trata, como afirma Debord en El planeta enfermo, del «paso del consumo a la consumación», de negar todos los aspectos de existencia que ofrece el sistema: no se trata de una lucha por un objetivo concreto, sino de luchar contra un sistema inaceptable en su totalidad. De esta forma lo expresa Debord: «una revuelta contra el espectáculo se sitúa en el nivel de la totalidad, porque es una protesta del ser humano contra la vida inhumana, aunque esta no estalle más que en el barrio de Watts». No se trata de difuminar la lógica del dominio ni de agrandar el tablero político de representación mediante la aceptación: se trata de quebrar esta misma lógica de dominación y darle una patada al tablero político.

Para Žižek, lo político (término de Rancière pero con resonancia de Schmitt) irrumpe cuando un grupo singular, una «parte sin parte», ocupa una posición determinada que cuando este se afirma se cuestiona la totalidad del orden social existente y las relaciones de producción dentro de una sociedad. Se trata de un cortocircuito entre lo particular y lo universal, una desestructuración de la lógica y la ideología dominante de una sociedad (Marx, en su Crítica de la filosofía hegeliana del derecho, se refiere al proletariado como «la clase más universal»). Para alcanzar una situación hegemónica, como afirma Žižek, se debe imponer un contenido particular como lectura universal de los hechos, una encarnación de una idea política que legitime esta en el inconsciente colectivo (Žižek hablará por ejemplo de la imagen de la madre soltera trabajadora y extranjera para, mediante un esquematismo trascendental kantiano y con la operación de la imaginación, imponer la idea de que «las ayudas sociales son un derroche»). La política es una lucha por el terreno de lo que se vive como apolítico, una lucha por presentar este modelo tipo individual como lectura general.

La inclusión de este verdadero universal, de este estallido desestabilizador,  destruye la lógica del dominio: lo político arrasa la política, por estar out of joint, por no poder ser integrado y yuxtapuesto dentro de la sociedad. Žižek pondrá el ejemplo del movimiento queer: aquí no se trata de una reivindicación de respeto y espacio, como quien tolera al «diferente». La reivindicación queer es una universalidad que arrasa y destruye las relaciones sociales y la heteronorma: cuestiona radicalmente las prácticas sociales imperantes. No se trata de decir que no se encaja en la división sexual, sino impugnar la misma división, afirmar que la partición sexual binaria femenino/masculino es artificial. Para cuestionar la totalidad del sistema social no hace falta un nuevo sujeto post-bio-cyborg-político, bastaría con elevar el «modelo lesbiana queer negra proletaria» al modelo universal. Se trata, en palabras de Žižek, de «cuestionar el orden social total concreto en nombre de su síntoma». Este síntoma es capaz, en la terminología lacaniana (que Badiou también utiliza), de subvertir el orden simbólico establecido. Identificarse con el residuo revolucionario que el orden social existente intenta de integrar «para que no moleste», esa es la actitud verdaderamente revolucionaria, al demostrar que ningún orden simbólico puede integrar de forma totalitaria aquello que irrumpe para destruirlo, que ninguna simbolización es completa. Identificar lo universal con lo particular excluido y utilizarlo como paradigma para la batalla en nombre de lo Universal es una actitud no asumible por el sistema de dominación.


Lo político también tiene que ver con el arte situacionista brechtiano, conocido como teatro épico. Este se caracteriza por la detención, interrupción de la trama: Benjamin afirma que el teatro épico «descubre situaciones por medio de la interrupción del proceso de acción». Se trata de la imposibilidad por parte del público de «dejarse llevar» por la obra, de identificarse con los personajes. En la obra van sucediéndose distintos choques que desestructuran al espectador y le recuerdan que es únicamente una obra de teatro, que el mundo va a seguir igual de podrido cuando salga a la calle. Se trata de suspender la catársis, el momento aristotélico de la resolución del conflicto, y de dejar la obra «en el aire», para que esa resolución dialéctica se produzca fuera del escenario, fuera del teatro. Es un arte que no busca gustar, no busca entretener ni servir como «bastón cultural» que apuntale el sistema capitalista. Sólo busca hacer reaccionar y conseguir militantes para la transformación de la realidad. Como afirmó Brecht, «el arte no es espejo que refleja la realidad, es martillo que le da forma». Contra el espectáculo, contra las grandes pantallas de Pekín que muestran el amanecer debido a la polución, quizás quepa una respuesta situacionista, una irrupción de una situación que desestructure al paseante pekinés de Tiananmen. Quizás una acción brechtiana contra el espectáculo sería un cartel delante de la pantalla de Pekín en el que pusiera: «Advertencia: mirar la pantalla directamente puede ser perjudicial para la vista», o a lo mejor, una maqueta a escala de la máquina que el Sr. Burns utiliza en un capítulo de Los Simpson para tapar el sol y dejar Springfield sin energía solar.