martes, 16 de abril de 2019

Cosmología del Espíritu (1988) - Évald Iliénkov.



El original (póstumo): Космология духа [1988], en Nauka I Religiya.
De la traducción: Cosmology of the Spirit, Stasis, Vol.5, No.2, 2017, Giuliano Vivaldi.
Traducción al castellano, introducción y notas: Louk.


Introducción.        


Cuando un reloj se deteriora, se repara. Cuando se gasta, se remplaza. Pero los cuerpos celestes, ¿quién los repara o renueva? Esos globos de llamas, tan espléndidos representantes de la materia, ¿gozan del privilegio de la perennidad? No, la materia es sólo eterna en sus elementos y en su conjunto. Todas sus formas, humildes o sublimes, son transitorias o perecederas. Los astros nacen, brillan, se apagan y, sobreviviendo a millares de siglos, quizás cuando su esplendor se haya desvanecido, no dejan libradas a las leyes de la gravedad más que tumbas flotantes. ¡Cuántos miles de millones de estos cadáveres congelados trepan así en la noche del espacio esperando la hora de su destrucción, que será, al mismo tiempo, la de la resurrección! Porque los muertos de la materia, sea cual sea su condición, todos vuelven a la vida.
A. Blanqui, La eternidad a través de los astros.

El ciudadano soviético Évald Vasílievich Iliénkov redactó Cosmología del Espíritu en un momento de la década de 1950 durante su formación en la universidad, siendo así uno de sus primeros trabajos. El carácter enigmático y temprano del texto, que fue definido posteriormente por el mismo Iliénkov como una «fantasmagoría filosófica y poética», contribuyó a que fuera relegado en favor de obras más centrales y sistemáticas, y a que no fuera publicado hasta 1988 (1), nueve años después del suicidio del artillero de Smolensk que leía a Hegel en el frente oriental.
Desde su publicación, este texto ha sido especialmente descuidado por los estudiosos de la obra de Iliénkov, y rara vez podemos encontrar referencias (S. Mareev, V. Oittinen, A. Maidansky, G. Vivaldi, S. Žižek). La interpretación más frecuente que se suele dar es la del underground, la de ver en la Cosmología uno de los textos más subterráneos de uno de los filósofos más subterráneos del pensamiento soviético. Así se presenta a Iliénkov como una especie de extranjero en su propio país, como el último bastión contra el mecanicismo burdo y antidialéctico del diamat y del estalinismo (Vivaldi, 2017). Términos como «marxismo creativo» (Levant et Oittinen, 2013) refuerzan esta idea de Iliénkov como una excepción brillante, como la resistencia a una supuesta aniquilación de la filosofía y de la dialéctica emprendida por el brutal régimen de Stalin en favor de manuales como el de Konstantinov. Aunque la censura estuvo presente y negarla sería absurdo (2) (ahí están ejemplos de grandes teóricos como Riazanov) y la tendencia a la producción de textos divulgativos repercutió sin duda en el contenido teórico y la calidad de estos, creemos que la realidad es más compleja y que pasar esta brocha gorda es totalmente injusto con la tradición filosófica soviética.
La imagen del dogmatismo estalinista condenando a Hegel como representante de la «reacción aristocrática a la Revolución Francesa» y liquidando todo estudio dialéctico tiene más de mito occidental que de realidad. Fácilmente viene a la cabeza el «decreto Zhdanov» sobre la prohibición de la filosofía de Hegel durante las décadas de 1930-40 y pasa desapercibido, con igual facilidad, que este en realidad era la condensación de un profundo debate filosófico. En esta estela de preocupación por la dialéctica hegeliana y de su relación con Marx podemos citar el trabajo de Deborin, Adoratski, Kedrov, Lifschitz o Rosental (3)La realidad siempre es más compleja, menos maniquea.
Las tesis que Iliénkov sostiene en su Cosmología del Espíritu se encuentran en consonancia con las tesis leninistas de los Cuadernos de filosofía, en los que «el idealismo inteligente está más cerca del materialismo dialéctico que el materialismo estúpido», y donde «la conciencia del ser humano no solamente refleja el mundo objetivo, sino que también lo crea». Enunciada, la tesis de Iliénkov es: «tal y como no hay pensamiento sin materia, entendida como sustancia, tampoco hay materia sin pensamiento, entendido como atributo». Las referencias aquí son claras: Hegel y Spinoza, feroces defensores del monismo ontológico. Por supuesto, tenemos que añadir a estos nombres el de un inmenso teórico injustamente denostado por la tradición marxista occidental, Engels, y especialmente el texto que fue la bestia negra de tantos teóricos embarcados en la tarea de convertir la cosmovisión marxista en un método, en una epistemología: Dialéctica de la naturaleza. La materia, tomada como un todo infinito e indisociable, piensa. Este pensamiento o Espíritu es, como afirma Hegel, el resultado más perfecto y supremo del mundo, no hay ningún trascendental kantiano, ningún Dios que esté por encima del ser pensante: la consecuencia lógica de esta idea es que el mundo es cognoscible en su totalidad, pero no de forma inmediata lineal sino a través de acercamientos progresivos, siguiendo la forma de la espiral (4).
Pero Iliénkov no atribuye al pensamiento el papel únicamente de autoconocimiento de la realidad, sino también un papel práctico, redentor. Siguiendo la estela del marxismo, teoría y práctica forman aquí una unidad indisoluble (5). Contra la entropía que amenaza con desintegrar y dispersar el Universo conduciéndolo a un estado de muerte térmica por congelación, los seres pensantes deben revertir esa tendencia: deben utilizar su conocimiento más elevado (Iliénkov pone el énfasis en el conocimiento atómico y en la fusión nuclear, recordemos que estamos en la década de los 50) para convertir ese mundo helado, oscuro y silencioso en una nebulosa incandescente, un huracán de fuego emergente que conecte de nuevo con la juventud de ese gran círculo universal de la materia cósmica. Este renacimiento ardiente del mundo nos recordará sin duda a la imagen del fénix (hasta tal punto que B. Groys hablará de una vuelta al paganismo premoderno, un «renacimiento de la religión azteca de Quetzalcóatl, que se prende fuego para revertir el proceso entrópico»), pero creemos que esta formulación puede entenderse mejor desde la propia tradición marxista. Sólo una sociedad sin clases será capaz de asumir este sacrificio necesario, esta autoinmolación que permitirá el renacer del pensamiento en otro punto determinado del infinito espacio. La consigna «socialismo o barbarie» cobra aquí un significado cósmico. No se trata tanto de una vuelta a un pensamiento premoderno sino de condensar y sintetizar todas las enseñanzas del mundo, de la historia, y de desatar esa «catástrofe cósmica consciente».
Encontramos en esta obra tres planos conectados: el plano de la conciencia, que también es el plano del sujeto (no sin motivo una de las poco plausibles interpretaciones que se ha dado al texto es que Iliénkov estaba hablando de su propio suicidio, acaecido dos décadas después), el plano de la praxis política, en el que se articula la lucha por el comunismo y por la destrucción del sistema capitalista, y el plano cosmológico del materialismo dialéctico y de la apokatastasis. Es la articulación de estos tres planos la que convierte este texto en enigmático y la que nos arrastra hacia su relectura. Esa extrañeza casi mística, divina, heredera de la tradición de Giordano Bruno, que nos recuerda que el primer intento de conocer el mundo que nos rodea, la tierra y el polvo que nos constituye, pasó por levantar la vista y mirar el infinito cielo. «Hizo falta mucha violencia para que los filósofos dejaran de mirar las estrellas y comenzaran a estudiar el barro», afirma Hegel en el prólogo de su Fenomenología del Espíritu. Muchísima violencia para reconocer que lo divino, lo sagrado, no era únicamente el movimiento uniforme y circular del mundo supralunar, sino que también lo era la suciedad y la basura.





Cosmología del Espíritu (1988)
Évald V. Iliénkov


Sin cometer ningún crimen contra los axiomas de la dialéctica materialista, podemos sostener que la materia continuamente posee conocimiento y piensa sobre sí misma.
Esto, por supuesto, no significa que la materia, en cada una de sus partículas y en cada momento, posea la capacidad de pensar y de hecho piense sobre sí misma. Esto es válido sólo en referencia a la materia como un todo, como sustancia, infinita en el tiempo y en el espacio.
La materia, con una necesidad inherente a su naturaleza, constantemente engendra criaturas pensantes, constantemente reproduce, aquí y allá, un órgano de pensamiento: el cerebro pensante. Y en virtud de la infinidad del espacio, este órgano existe siempre en su actualidad, en cada momento finito del tiempo y en cualquier pliegue del espacio infinito. O, de otra forma, en cada punto finito del espacio (aquí, en virtud de la infinidad del tiempo), el pensamiento se realizará tarde o temprano (si estas palabras pudieran aplicarse sobre el tiempo infinito) y cada partícula de materia, en algún punto del pliegue del tiempo infinito, se constituirá como una parte integral de un cerebro pensante. Es decir, la materia piensa.
Por tanto, es posible decir que, en cada momento actual dado del tiempo, el pensamiento es una propiedad intrínseca a la materia: si en un punto determinado del espacio infinito la materia destruye un órgano del pensamiento (un cerebro pensante), reproducirá este órgano, en otro punto y simultáneamente, con la misma necesidad imperiosa.
El órgano a través del cual la materia se piensa a sí misma, en consecuencia, no desaparece en ningún momento particular del tiempo infinito, y por lo tanto esta siempre posee el pensamiento como uno de sus atributos constantes. No puede deshacerse de ella en ningún momento. Además, debemos asumir que un cerebro que actualmente piensa siempre tendrá una existencia en el pliegue del espacio infinito, y que aquí se encontrará simultáneamente en todas las etapas de su desarrollo: en algunos puntos en su etapa de génesis, en otros durante la fase de su declive, y en otros durante la cumbre de su desarrollo y potencialidad.
«La materia, en su ciclo eterno, se mueve de acuerdo a leyes que en su etapa concreta – ahora aquí, ahora allí – necesariamente dan lugar a la mente pensante de seres orgánicos» (Engels, 1974 [1883]: 475-76). En este sentido, el materialismo dialéctico restaura, en su forma racional, aquella idea simple y profunda de Bruno y Spinoza que afirma que en la materia, tomada como un todo, el desarrollo descansa en su consumación actual en cada momento finito del tiempo; que todos los estadios y formas de este desarrollo necesario se encuentran, simultáneamente, realizados actualmente en la materia. Tomada como un todo, la materia no se desarrolla: ni por un solo momento puede perder un atributo particular, ni adquirir uno nuevo.
Esto, naturalmente, no sólo no contradice sino que además presupone la tesis de que, en cada finita esfera singular de su existencia (por dilatada que sea) siempre existirá un desarrollo dialéctico activo. Pero lo que es válido para cada singular y “finita” porción de la materia, no es válido al tomar la materia como un todo, a la materia entendida como sustancia.
Como sustancia, la materia no puede representarse como una simple suma de sus partes “finitas”, y todos los principios teóricos válidos para cada una de sus partes dejan de ser válidos en relación a la materia como un todo, en su gran círculo eterno y cerrado en sí mismo.
En relación con cada esfera finita y separada de su existencia, es cierto que el pensamiento surge (en continuidad) de la base de otras formas más simples de existencia de materia, y ni siquiera tiene por qué llegar a existir; en cambio, otras formas de materia existen siempre, constituyendo una precondición necesaria y las condiciones para la generación del pensamiento. Pero en relación a la materia, como todo, a la materia entendida como sustancia universal, esta tesis no es válida. Sólo es válida otra tesis: no sólo el pensamiento no puede existir sin materia (esto ya lo sabía cualquier materialista, incluyendo los materialistas metafísicos como Holbach) sino que tampoco la materia puede existir sin pensamiento, y esta tesis sólo puede ser compartida por una teoría materialista y dialéctica, tal y como es el materialismo de Spinoza.
De la misma forma que no hay pensamiento sin materia, entendida como sustancia, tampoco hay materia sin pensamiento, entendido como atributo.
Concebir la materia como un todo (como sustancia universal) privado de pensamiento como uno de sus atributos significa concebirla inadecuadamente, más pobre de lo que realmente es. Esto significaría que estaríamos omitiendo, de forma arbitraria, un atributo necesario y universal de la definición teórica de materia como sustancia. Esto significaría proporcionar una definición inválida de materia como sustancia y reducir la materia a una categoría puramente gnoseológica.
Recordemos que Lenin creía que era absolutamente necesario «profundizar desde el conocimiento de la materia al conocimiento (del concepto) de la sustancia», ya que sólo en este caso perderá su sentido meramente gnoseológico.
Y aunque la tesis “así como no hay pensamiento sin materia, tampoco hay materia sin pensamiento” puede sonar extraña, es precisamente en esta tesis donde se puede encontrar la distinción principal que separa el materialismo dialéctico (Spinoza, Engels, Lenin) del materialismo mecanicista (Galilei, Newton, Hobbes, Holbach). Esta tesis está fuera del alcance de este segundo materialismo. El materialismo mecanicista entiende el pensamiento únicamente como producto de la materia, como una de sus propiedades y, por esta razón, como una propiedad que es más o menos accidental: «esta materia que hace evoluciona fuera de sí misma como cerebro pensante es, para el mecanicismo, un puro accidente determinado necesariamente, paso a paso, allí donde ocurre» (Engels, 1974 [1883]: 490). De acuerdo a esta perspectiva, es posible que el pensamiento ni siquiera tenga lugar, ya que se trata únicamente de una excepción más o menos accidental, del producto de una combinación fortuita de circunstancias, sin ningún perjuicio para la materia en general.
«Pero – afirma Engels contra esta posición – la verdad es que está en la naturaleza de la materia avanzar en la evolución de seres pensantes, y esto ocurre necesariamente allí donde estén presentes las condiciones para ello» (ibíd.: 490). Y estas “condiciones necesarias” no son, de nuevo, puramente contingentes: se crean a sí mismas con la misma necesidad férrea que la del mismo movimiento universal y, consecuentemente, la materia como un todo necesariamente posee de forma permanente el pensamiento en su actualidad, y no puede perderlo ni por un solo momento singular de su existencia en el infinito tiempo y espacio.
Consecuentemente, si la filosofía como ciencia considerara exclusivamente las formas universales (infinitas) de existencia, y el desarrollo de la materia y sus principios científicos le concerniera únicamente a estas formas, entonces la filosofía materialista dialéctica no debería contener la tesis “no hay pensamiento sin materia, ni hay materia sin pensamiento”. Más bien debería contener otra tesis, que abarcara una comprensión de la infinita dialéctica de su relación: «Porque no hay pensamiento sin materia, tampoco existe materia sin pensamiento». Esta tesis se corresponde mucho más a una perspectiva filosófica de la cuestión, ofreciendo una solución dialéctica y no sólo materialista.
El siguiente punto de la comprensión materialista dialéctica del problema ha sido poco esclarecido, pero es un punto que incumbe y se refiere a la comprensión del pensamiento, de la materia pensante, como la forma suprema (y más elevada) de movimiento y desarrollo.
El pensamiento es, sin lugar a dudas, el producto más elevado de desarrollo universal, es el estado más elevado de organizar las interacciones, el límite de la complejidad de la organización.
No sólo la ciencia no conoce una forma que estuviera más perfectamente organizada que el cerebro humano sino que tampoco la filosofía podría admitir un principio análogo, y si lo admitiera pagaría el precio de su propia destrucción e imposibilidad.
En este caso, la noción de una cognoscibilidad fundamental del mundo que nos rodea se vendría abajo, haciendo imposible cualquier sistema filosófico que no fuera el escepticismo o una forma positivista de agnosticismo. Si la materia fuera de alguna forma capaz de engendrar una forma más elevada de movimiento que el cerebro pensante, una forma que se ubicaría en la misma relación fundamental que este cerebro pensante por la cual, por ejemplo, el movimiento biológico se relacionara con el químico, esto supondría reconocer la existencia de una esfera de actividad que fuera fundamentalmente incognoscible por el pensamiento.
De hecho, esta hipotética forma de desarrollo (incluso más perfectamente organizada que el cerebro pensante) no puede relacionarse con la esfera de los fenómenos materiales: sería, como condición históricamente necesaria e históricamente excedida, superada por el desarrollo, no sólo de una naturaleza que existe más allá (externa e independiente del pensamiento), sino también del propio pensamiento. Esta sería una forma de desarrollo que sólo sería posible posteriormente al pensamiento y se fundaría en este. En otras palabras, el pensamiento se habría conservado en términos de momento “sobrevenido”, superado, en términos de momento incidental e inexistente, después de la manera en que el movimiento químico y mecánico de un organismo viviente se transformara en una forma accidental de existencia.
Las leyes hipotéticas de tal forma de desarrollo no podrían reducirse a las leyes del pensamiento, ni deducirse (es decir, entenderse) a partir de estas leyes. En otras palabras, esta forma de desarrollo sería fundamentalmente incognoscible para el pensamiento pero – debido a su organización superior – habría dominado el pensamiento como una forma de esfera en el que estas leyes, fundamentalmente inconcebibles, quedan eludidas.
De esta manera, habríamos vuelto a la avanzada concepción de Immanuel Kant: el mundo de los fenómenos (tanto los que nos rodean como los fenómenos del pensamiento mismo) se transformarían en una forma de manifestación externa de una cierta “esencia” superior, acorde a sus leyes; una esencia que fundamentalmente es, como cosa en sí, inconcebible.
En otras palabras, admitiendo esto, habríamos hecho posible cualquier tipo de misticismo y engaño maligno. Habríamos admitido que todavía sigue existiendo “algo” por encima de la naturaleza y del pensamiento, y que este “algo”, por su carácter sobrenatural, sería fundamentalmente incognoscible e inconcebible para el pensamiento.
Y no importa el nombre que utilicemos para llamar esta forma superior de desarrollo (esta forma más compleja de movimiento organizado) que es el cerebro pensante: en esencia sería lo mismo si se le llamara la esencia de la idea de Dios, de la Providencia, Espíritu del mundo, etcétera.
Y esta perspectiva, que resulta inevitablemente de asumir la posibilidad de una forma de organización del movimiento del mundo más elevada que el cerebro pensante, sería tan idealista como el idealismo absoluto del sistema hegeliano, pero se diferenciaría de este en que asumiría necesariamente esta realidad superior como algo inconcebible para el pensamiento. En otras palabras, esta perspectiva sería la más cercana posible a la kantiana.
En Hegel, incluso si se admite una Razón suprahumana, al pensamiento se le atribuye la capacidad de desarrollarse a un nivel en el que, sin dejar de ser pensamiento, alcanzara la potencia de pensar este Espíritu del mundo. En la lógica, según Hegel, las leyes del pensamiento coinciden con las leyes del absoluto y se corresponden con estas. Pero esto significa que el pensamiento (a través de un camino astuto (6)) se eleva al mismo estatuto que la realidad suprema. En resumen, en la Fenomenología del Espíritu el pensamiento se convierte en idéntico con el absoluto, aprehendiendo las leyes que a las que se somete la razón absoluta y se transforma en la encarnación de esta realidad suprema, convirtiéndose en una forma de movimiento, más elevada y compleja de lo que nada podría ser jamás.
Y esta comprensión supuso un paso adelante comparado con la concepción kantiana. Está claro que admitir una forma de desarrollo del universo más altamente organizada que el pensamiento (sea interpretado de forma materialista o idealista) es perfectamente equivalente a la adopción de las tesis de la incognoscibilidad fundamental del mundo, de las leyes superiores a las que se somete su existencia.
El materialismo dialéctico, en la medida en que no es un sistema de datos científicos interpretados de forma positivista sino un sistema filosófico y una ciencia especial, está obligado a reconocer (como cualquier otro sistema filosófico excepto el agnóstico o el escéptico) que el cerebro pensante es la forma suprema de organización de la materia, mientras que el pensamiento, como la capacidad del cerebro, es igualmente el nivel más elevado que la materia universal puede alcanzar en su desarrollo gradual.
Por tanto, el pensamiento es el producto supremo del desarrollo del universo. En él, en el nacimiento del cerebro pensante, la materia universal alcanza tal grado de perfección que a partir de este las posibilidades de un desarrollo posterior más “elevado” se agotan, en términos de la compleja organización de formas de movimiento.
Después de esto, sólo se puede ir para abajo, por el camino de la descomposición de esta organización a un nivel puramente biológico-fisiológico en el caso del deterioro mental, o más aún al nivel de la simple química en el caso de la muerte fisiológica del cerebro.
El camino “hacia arriba” está excluido. La materia pensante del cerebro, la forma de movimiento que emerge del pensamiento, es el supremo y más intransgredible límite del desarrollo gradual. Esta es una conclusión totalmente necesaria de cualquier sistema filosófico a excepción del agnosticismo y el escepticismo, una conclusión cuya necesidad imperiosa ha sido reconocida por todos los sistemas de filosofía científica: el sistema de Spinoza o Fichte, Hegel o Engels.
Las diferencias entre materialismo e idealismo se expresan en otra forma de pensamiento, la que sigue la interpretación del pensamiento en sí y su interacción con el mundo material. Pero todos los sistemas filosóficos coinciden en reconocer el pensamiento como la forma suprema de desarrollo del universo, porque este reconocimiento es una condición necesaria de la existencia y desarrollo de la misma filosofía. Si no fuera así, entonces la filosofía no sentaría ninguna conclusión categórica, de hecho, no podría considerarse una ciencia en absoluto.
Por tanto, el cerebro pensante, con su capacidad de pensar, es el límite absoluto del desarrollo en términos de desarrollo gradual. Pero el carácter gradual del desarrollo no es la única forma de desarrollo. Esto nos llevaría a una mala infinitud (7). En cambio, la infinitud concreta tiene, se recordará, forma de círculo, de un gran círculo. El producto supremo del desarrollo regresa, a través del camino de su disolución, a sus formas más abyectas, conectándose así de nuevo al gran círculo eterno de la materia universal.
Y este colosal gran círculo, que no tiene principio ni fin, un gran círculo en el que la materia universal no pierde ni uno solo de los atributos que posee, ni adquiere un solo atributo nuevo, comprime, en una forma de anillo, todos los posibles ciclos “finitos” de desarrollo.
El carácter circular de la infinitud es el único que corresponde a la visión dialéctica. La única alternativa a esta concepción sólo podría ser una idea que incluyera en su interior la idea de un “principio” y de un “fin” del desarrollo universal, un “primer impulso”, una “condición igual a sí misma”, o cosas por el estilo.
Así, el pensamiento como atributo (y, además, en su capacidad como supremo producto del desarrollo universal) está incluido en este gran círculo eterno de la materia universal, renovándose constantemente en sus ciclos. Aparece como uno de los eslabones en el círculo del desarrollo, como una unión a través de la cual todo el gran círculo pasa, de alguna manera, en su totalidad, y con una necesidad férrea.
En otras palabras, el cerebro pensante aparece como uno de los eslabones necesarios, anclando y cerrando el gran círculo universal (vseobhschee) de la materia cósmica (mirovoj). En el sentido de desarrollo “gradual” este es justo el punto álgido del círculo, seguido por el retorno de la materia a formas más elementales y previamente superadas – biológica, química, el líquido ardiente o incandescente, y la masa nebulosa de cuerpos celestes, en el polvo frío e indiferenciado, enrarecido de las nebulosas, en la niebla gaseosa del espacio intergaláctico, en la translocación puramente mecánica de las partículas elementales, etcétera.
Debemos mencionar de inmediato una consecuencia importante que inevitablemente resulta del reconocimiento de esta forma suprema de desarrollo. Habiendo reconocido la imposibilidad de formas superiores de desarrollo que el pensamiento, que el cerebro pensante, como una condición teóricamente necesaria, también estamos obligados a reconocer un límite “por debajo”, un límite inferior bajo el cual la existencia de la materia resulta imposible.
Evidentemente estamos lejos de descubrir científicamente este límite. Pero es necesario asumirlo teóricamente. Asumiendo que cualquier materia organizada más elevada y compleja que el cerebro pensante no puede existir debido a la misma naturaleza de las cosas, de la misma manera también reconocemos un límite opuesto: el límite de la materia simplemente organizada, la más absolutamente simple forma de movimiento, en relación con el “punto de partida” del ciclo. De lo contrario, se acaba en una incongruencia: por un lado se asume un límite en términos de materia complejamente organizada y sus formas de movimiento, mientras que por otro lado, cuando hablamos de la “simplificación” de esta forma organizada, no se asume un límite sino una mala infinitud. Engels permite totalmente tal condición en la cual toda propiedad particular de la materia desaparece, mientras que permanecen sólo aquellas propiedades que la caracterizan como materia simple, con la suposición de que tal condición se realiza «en la esfera gaseosa de la nebulosa». Todas las sustancias en esta condición, asume Engels, «se fusionan en la pura materia como tal, actuando sólo como materia y no según sus propiedades específicas» (Engels, 1974 [1883]: 522).
Debemos añadir aquí que la física contemporánea, en sus intentos por revelar las leyes más simples que vinculan el espacio, el movimiento y el tiempo, llega a la idea de una “cuantización” del espacio y el tiempo, a través de la idea del espacio elemental, el tiempo y el movimiento “cuántico” como un límite de divisibilidad que, si se atravesara, la intercondicionalidad objetiva de movimiento, tiempo y espacio desaparecería. Una partícula que en realidad (y no sólo en términos abstractos) realiza la forma más pura de movimiento mecánico, una partícula privada de cualquier propiedad que no sea mecánica. El término “mecánica” aquí es entendido no en el sentido de la física newtoniana sino en el sentido de la teoría de la relatividad en su forma racional, en la forma de la dialéctica materialista.
Tal partícula debería ser evidentemente reconocida, una partícula privada de propiedades químicas, eléctricas o similares. Desde una perspectiva filosófica y teórica, no hay nada “mecanicista” en esto, sino que esta es la conclusión que emerge automáticamente del reconocimiento del nivel supremo de organización de la materia. Un reconocimiento de la absolutamente superior forma es imposible sin el reconocimiento de su opuesto, lo absolutamente inferior, la forma más simple de materia y su movimiento.
Junto con la desaparición del átomo desaparecen las propiedades químicas, junto con el electrón desaparecen las propiedades eléctricas de la materia. En algún lugar, evidentemente, existe un límite que no puede ser traspasado sin contravenir las propiedades mecánicas (es decir, la conexión de la simple transposición con las características espaciales y temporales de la realidad objetiva). Este estado, tal vez, se materializa no en una “esfera gaseosa de la nebulosa” como Engels asumió; esta esfera gaseosa probablemente sea un estadio más complicado de interacción, ya sea en la forma de un “campo”, como en la forma de límite inferior de compromiso con la materia organizada, como en la forma de existencia material que no puede ser simplificada más aún, o como en la forma de una absoluta indiferenciación de su condición. Esta es la segunda condición previa de las hipótesis.
El tercer prerrequisito filosófico y teórico de la hipótesis es el punto incontrovertible según el cual “todo lo que existe merece perecer”, que cada una de las formas “finitas” de existencia tiene su principio y su fin. Esta condición se aplica tanto al actual sistema solar como a la humanidad que lo habita.
Está claro que en algún momento del oscuro futuro de los tiempos venideros, la humanidad dejará de existir y el flujo eterno de movimiento del Universo, al fin, arrasará y borrará todo rastro de la cultura humana. La Tierra misma se dispersará en el polvo del espacio cósmico y se disolverá en el gran círculo eterno de la materia universal…
Antes de que esto ocurra (una perspectiva tan distante que es prácticamente indiferente para nosotros) habrán pasado millones de años, cientos de miles de generaciones que habrán habitado la tierra y se habrán dirigido a sus tumbas. Pero el tiempo se mueve inexorablemente hacia ese tiempo en el que el espíritu pensante en la Tierra se desvanece para renacer de nuevo en algún otro lugar del Universo eterno.
Esto es incontrovertible desde cualquier punto de vista. La idea de que deberíamos sentir pesar por esto sería tan ridícula como el sentir pesar sobre el hecho de que todo en el mundo está interrelacionado, que la cantidad se transforma en la cualidad, que no puede existir pensamiento sin cerebro, etc.
Este hecho, tomado así, no es la base para una efusión de emoción sino más bien una base para la comprensión.
Pero aunque desde un punto de vista práctico este hecho nos produzca una indiferencia absoluta, ya que no puede de ninguna manera influir en las actividades de la vida humana (después de todo, los individuos no se limitan a bajar los brazos aunque sepan que tarde o temprano tendrán que abandonar la vida), desde un punto de vista teórico esta perspectiva no está ciertamente exenta de interés.
Uno no puede dejar de notar que, de alguna forma u otra, este problema siempre fondea en la conciencia pensante.
En una formulación ingenua y mística de esta cuestión, titulada como “los fines de la existencia humana”, estos se presentan como objetivos elevados a través de los cuales el espíritu pensante se manifiesta en el Universo y por los cuales la humanidad soporta tanto sufrimiento y tormento.
La respuesta, por supuesto, siempre ha tenido un matiz ideológico. Y sea la realización de los objetivos morales más elevados, de la ley moral o, en términos hegelianos, el fin de autoconocimiento del Espíritu mundial: todos conocemos estas variantes.
El materialismo dialéctico, por vez primera, subordinó racionalmente esta formulación de la cuestión de manera que deshecha completamente la idea de cualquier “objetivo” del universo mismo, resolviendo el problema del “objetivo” con la categoría de interacción universal.
La humanidad conecta su pensamiento con esta interacción universal y se engendra, desarrolla, y en algún momento desaparece en ella. La noción de “fin supremo” de la existencia humana se subsume racionalmente en la comprensión de la necesidad de su génesis, desarrollo y muerte dentro y a través de esta interdependencia universal de todas las formas de movimiento de la materia universal.
La génesis, desarrollo y muerte de la humanidad se basan objetivamente en este infinito sistema de interacción (en la comprensión de este sistema se debe buscar el sentido y el papel de la humanidad en el Universo). La interacción busca la solución a esta cuestión que, en su expresión idealista suena como la cuestión de lo elevado, del fin último de la existencia humana.
La “génesis histórica” de la historia de la humanidad está plenamente explicada de manera racional y materialista por la ciencia. El desarrollo biológico de una determinada raza de monos, el trabajo como una forma de interacción social entre el organismo y su entorno, como un proceso de “auto-emergencia del ser humano “, como un proceso caracterizado por el autodesarrollo, se refleja en la conciencia ideológica como “fines” inmanentes a la humanidad.
Las enseñanzas de Marx y Engels, su materialismo histórico, nos dieron una explicación plenamente racional del autodesarrollo humano que acabó, de una vez por todas, con el último refugio del idealismo. La historia humana emergió como un proceso necesario de autodesarrollo, un movimiento insertado en las contradicciones internas del desarrollo, sin necesitar ninguna trascendencia o fin trascendental para su explicación.
Desde este punto de vista valdría la pena esbozar las perspectivas de futuro de forma más concreta de lo que se ha hecho hasta ahora. Que la humanidad, junto a la Tierra, perecerá en algún momento es indiscutible y no puede ser cuestionado.
El asunto podría reducirse a cómo ocurrirá exactamente. ¿Qué condiciones hacen que el fin de la humanidad sea tan inevitable como su génesis, en el seno de la interacción universal?
Aquí surge inmediatamente una duda: ¿es posible formular de alguna manera distintas respuestas razonables a esta pregunta? ¿Es posible decir algo sobre esta cuestión aparte de fantasías poéticas?
Para esta tarea intentaremos, en primer lugar, establecer y resumir todas las condiciones teóricas indiscutibles, para observar si son suficientes para encontrar una solución que sea al menos una pizca más concreta que la idea general de que, de un modo u otro, el fin de la humanidad es inevitable.
La respuesta, naturalmente, puede encontrarse en el camino de un análisis más concreto de esta interacción universal en la cual se manifiesta la historia de la humanidad y que, en última instancia, legisla sobre las perspectivas más o menos lejanas de todo lo que existe.
Y así, en primer lugar, el destino de la humanidad está estrechamente ligado con el destino futuro de la Tierra y (en términos más amplios) con el destino del Sistema Solar. Este es, por así decirlo, el vínculo más estrecho de la interacción universal que determina directamente el inevitable fin de la humanidad.
La mayoría de las hipótesis teóricas sobre el fin de la existencia humana también recurren a la idea de que, en algún momento, en la oscuridad del futuro, el sol se enfriará gradualmente y las reservas de calor del planeta disminuirán, y la humanidad habrá comenzado ya el camino hacia la decadencia.
Esta idea hasta ahora sigue siendo la única concebible, ya que la idea del fin de la humanidad como consecuencia de un trágico accidente (choque de cuerpos cósmicos, etc.) no merece ser tomada en consideración, ya que, si bien no puede excluirse un incidente de ese tipo, no se puede tomar como base para una comprensión teórica de la cuestión. Sería absurdo suponer que la génesis de la humanidad se postula sobre una necesidad de hierro, mientras que su final está ligado sólo a la contingencia. Aquí y allá hay lugar para la dialéctica, tanto para el comienzo como para el fin. La contingencia en sí misma debería ser entendida en el caso del fin de la humanidad como la manifestación de un proceso necesario. En la idea de una colisión puramente accidental no hay dialéctica: la colisión de cuerpos celestes es sólo uno de los eventos contingentes que podrían ocurrir (8). Aquí necesitaríamos una contingencia que no es necesariamente tal. En esta perspectiva se introduce la necesidad cuando se afirma que el fin ocurre (incluso aunque ese completamente único y preciso incidente no tuviera lugar) a través de cualquier evento contingente.
Engels, como bien es sabido, aceptó la hipótesis del enfriamiento gradual del sol y la Tierra como principal perspectiva dialéctica.
En esta descripción, el planteamiento aparece así: «pero inexorablemente llegará el momento en el que la disminución del calor del sol hará que este no sea suficiente para derretir el hielo que se empuja hacia adelante desde los polos; cuando la raza humana, que se apiña cada vez más sobre el ecuador, finalmente ya no encontrará ni siquiera allí el calor para la vida; cuando poco a poco desaparecerá hasta el último rastro de vida orgánica y la tierra, un globo congelado y extinto como la luna, girará en la oscuridad más profunda y en una órbita cada vez más estrecha alrededor del sol, igualmente extinto, y al final caerá en él» (Engels 1974 [1883]: 331-32).
El sistema solar, según parece, puede aguardar esta perspectiva, y la humanidad (considerada abstractamente) debe compartir su destino con este.
Esta es la conclusión necesaria que sigue de la concepción del lugar del ser humano en el entorno inmediato de su existencia, en el entorno inmediato de la interacción universal.
Pero surge una pregunta: ¿no hay hechos circunstanciales que puedan invalidar esta posibilidad abstracta? ¿No se ha esbozado esta perspectiva de una forma demasiado abstracta? El hecho de que el sol y los planetas se enfriarán es indiscutible. Pero seguramente la humanidad (y en el futuro esto será cada vez más posible) dejará de ser el juguete obediente de las circunstancias externas. Su poder aumenta año tras año. La humanidad encontrará medios cada vez más nuevos y actuales para liberar reservas de calor, de movimiento, de energía acumulada en otras formas además de la radiación solar directa.
Cuanto más se desarrolle la humanidad, más y más profundos serán los tesoros energéticos (cuanto más escondidos estén y más se acumulen y se concentren, más poderosos serán), tesoros que se revelarán ante la humanidad, transformados como condición para su existencia. ¿Y no parece ridícula la perspectiva del fin de la humanidad por la falta de radiación solar directa? ¿No parece ridículo el siguiente planteamiento?
La humanidad utiliza cada vez más energía a partir de las estructuras atómicas internas (y la tendencia es acceder a partículas más y más elementales), y cuanto más penetra en las “profundidades” de la materia, más energía liberará de allí, haciéndose cada vez más independiente del “disponible” calor solar. Y por otro lado, perecería precisamente por la falta de calor solar directo “disponible”; precisamente, en la cúspide de su poder, se congelaría como un cachorrito en un planeta helado.
¿Acaso el desarrollo del poder productivo de la humanidad no elimina ya el peligro de perecer por un congelamiento cósmico, del frío del espacio intergaláctico?
De cualquier forma, como tendencia de su desarrollo, el poder humano sobre las estructuras internas de la materia y sobre la energía motriz encerrada en estas, se opone directamente al planteamiento de desaparecer por una falta de energía, movimiento, calor.
La tendencia de la naturaleza externa es privar a los seres humanos de utilizar el calor “ya listo” (no creado por ellos) del sol. Pero el ser humano crea por sí mismo las condiciones de su existencia, y el “calor” que reciben del núcleo de la materia no es una excepción. Esta también es una condición de la existencia humana, creada por la propia existencia de la humanidad, y sin esta condición, la existencia humana no tendría lugar en la naturaleza.
Por tanto, la perspectiva trazada por Engels durante el siglo pasado, a la luz de los acontecimientos más recientes de la humanidad, parece bastante abstracta y, por lo tanto, inválida.
Sería un completo absurdo que la humanidad (que ya posee fuentes endonucleares de energía) quedara desamparada ante el frío en un millón de años, debido a una simple falta de calor.
Es cierto que recibirá cada vez menos calor externo. Pero más producirá ella misma, extrayendo “de dentro” de la materia sus reservas concentradas que, y esto es teóricamente indiscutible, son absolutamente infinitas en sus más diminutas partículas cubiertas de hielo, arremolinándose a través del espacio intergaláctico.
Después de todo, energía emitida por el sol no se pierde sin dejar rastro: se amontona, se cumula en otras formas y sólo se necesita encontrar la capacidad de extraerla.
Y no hay duda de que la humanidad (especialmente bajo la amenaza de morir de frío) sería capaz de hacerlo. Incluso ahora, cuando la amenaza del enfriamiento del sol es muy lejana en términos prácticos, ya se han hecho avances considerables en este sentido. ¡Uno puede imaginar de lo que la humanidad será capaz en los millones de años que quedan antes de ese momento! Merece la pena tener en cuenta este factor para abandonar tal hipótesis.
La humanidad, claramente, no desaparecerá por ese planteamiento inicialmente descrito (ni por el frío ni por una simple falta de calor). Es necesario rechazar esta suposición.
De momento hemos demolido la única hipótesis razonable: una conjetura basada en la comprensión del lugar de los seres humanos en el pliego de la reciprocidad universal, pero no hemos ofrecido ninguna hipótesis nueva que la sustituya. De la misma manera, es necesario abandonar la idea de que la humanidad encontrará su fin como resultado de una degeneración o regresión fisiológica. La fisiología es de la misma naturaleza, y el ser humano se está moviendo hacia un poder cada vez mayor sobre la naturaleza de la materia dada de su actividad.
Extrayendo la energía acumulada entre las partículas elementales, convirtiendo libremente una forma de movimiento en otras, un elemento químico en otro, tanto más como menos complejos que los originales y, al mismo tiempo, rigiendo el propio desarrollo fisiológico a través de un curso viable (desde el punto de vista de las nuevas condiciones), la humanidad tiene, evidentemente, todo el potencial para escapar del destino de la congelación hasta la muerte, o de una muerte “fría” y hambrienta…
Tiene, al parecer, la fuerza para crear (al menos en una pequeña parte del espacio) un entorno artificial y mantenerlo, preservándolo y reproduciéndolo, sin la ayuda de la generosa energía solar. Esto ya se ha convertido en una tendencia totalmente esbozada en el desarrollo humano.
Pero lo que la humanidad (la materia pensante en general) no está en condiciones de soportar, a pesar de su poder sobre la naturaleza (cualquiera que sea el nivel que alcance este poder) es el estado opuesto de la materia universal al frío del espacio intergaláctico, un estado hacia el que la evolución del mundo la conduce tan inevitablemente como al de enfriamiento: el estado de “juventud” ardiente e incandescente de la materia cósmica, el estado de gas incandescente de la nebulosa joven engendrada, un punto de partida para un nuevo ciclo cósmico.
Esta condición ardiente y vaporosa, en la que todos los elementos se transforman en vórtices que giran salvajemente y donde es fundamentalmente imposible preservar cualquier frontera creada artificialmente tras la que el ser humano podría esconderse. Sin una “cáscara” duradera y resistente al calor capaz de separar un entorno artificial de aquello que subsiste, de separarnos de este mundo “no humanizado” que evidentemente se convierte en la frontera absoluta, más allá de la cual la existencia de la materia pensante se convierte en imposible. Tal vez la humanidad sea capaz de evitar la muerte en un planeta totalmente cubierto de hielo, este es un planteamiento fundamentalmente posible. Pero ningún esfuerzo la salvará de la muerte en el huracán del “fuego” que, en algún punto, devolverá a su juventud volcánica a nuestra isla global.
Por tanto, probablemente deberíamos tomar como límite absoluto este estado de vapores incandescentes por el que pasará inevitablemente cualquier sistema cósmico en el curso del gran círculo, ya que el enfriamiento del espacio universal no puede ser entendido como tal límite absoluto para la existencia de la materia pensante. Esto, por supuesto, no excluye en modo alguno la posibilidad de que, en ciertos casos, también pueda ser la causa directa de la muerte de la humanidad, al igual que la trágica colisión accidental de cuerpos celestes.
La extinción, destrucción, fin, desaparición de la materia pensante también permanece, en este caso, irreversible. Los principios de la dialéctica y el materialismo también se conservan plenamente aquí.  Pero la imagen concreta de este fin resulta ser bastante diferente. Ante todo, los límites de la existencia de la materia pensante se extienden un poco en el tiempo. El fin inevitable ocurrirá algo más tarde desde esta perspectiva (aunque este “algo más tarde” en realidad significa más de millones de años), y para este período suplementario, la humanidad, sin duda, podrá reforzar aún más su poder sobre la naturaleza y alcanzar cumbres que actualmente es imposible imaginar, aún con la ayuda de la más desenfrenada fantasía poética.
Pero, y esto es central, una circunstancia teóricamente muy significativa se incluye efectivamente entre las condiciones para resolver el problema, circunstancia que podría pasar desapercibida al presuponer que la humanidad perecerá de frío en una tierra congelada que se cierne alrededor de un sol cubierto de hielo, pero que queremos poner en el primer plano. Esta es una pregunta sobre las circunstancias en las que la materia universal en vías de congelación se transformará necesariamente en un estado de nebulosa incandescente, convirtiéndose en un huracán masivo, alcanzando temperaturas de millones de grados centígrados, y reuniendo en su centro todas las reservas irradiadas y dispersas de movimiento, dando así nueva vida a la materia universal del espacio cósmico, expirando en el desierto helado de la así llamada muerte térmica.
El origen de este nuevo ciclo de desarrollo de la materia cósmica es el punto en el que la materia (dispersada por medio de estrellas irradiadas y su movimiento intrínseco) se concentra de nuevo en forma de nebulosa giratoria incandescente, concentrando en su centro todas las partículas y la energía motriz previamente dispersas en el espacio: este resulta ser el límite absoluto en el que inevitablemente desaparecen todas las condiciones bajo las cuales puede existir el espíritu pensante.
El fin de la materia pensante coincide, en el tiempo y según las circunstancias, con el comienzo de un nuevo ciclo de desarrollo de la materia en extensiones cósmicas, desde el punto en que tiene lugar el ardiente renacimiento de los mundos moribundos.
Este punto en que materia y movimiento, irremediablemente escindidos debido a su emisión, vuelven a concentrarse de alguna manera y se acumulan en forma de coágulos incandescentes, gases y vapores huracanados, resulta ser el punto en el que la materia pensante debe desaparecer de manera absolutamente obligatoria.
Pero esta misma pregunta sobre el escenario concreto del fin de la humanidad, de la desaparición de la materia pensante, también se plantea en conexión necesaria e inevitable con esas condiciones naturales de ese proceso por el cual los mundos que mueren de “muerte termal” renacen en una nueva vida.
En otras palabras, las condiciones de un renacimiento ardiente de los sistemas cósmicos resultan ser, simultáneamente, las condiciones bajo las cuales la muerte de la materia pensante, del espíritu pensante, se vuelve absolutamente inevitable. Ambos problemas se funden en uno solo.
Y lo más interesante es que cada uno de estos procesos considerados por separados, uno abstraído del otro, siguen sin haber sido resueltos por la ciencia y, quizás (y en esto descansa nuestra hipótesis) sean fundamentalmente irresolubles desde un enfoque disociador.
Hemos establecido que la cuestión de la muerte del cerebro pensante no puede resolverse fuera de las condiciones creadas por el desarrollo de los sistemas cósmicos, dentro de los cuales discurre la historia del desarrollo del espíritu pensante, y hemos llegado a la conclusión de que la absoluta inevitabilidad de esta muerte coincide con el comienzo del ardiente renacimiento de los mundos que perecieron por una “muerte térmica”.
Ahora debemos examinar la cuestión desde otra perspectiva: desde la de los destinos particulares de los sistemas cósmicos. ¿No parece este problema irresoluble a menos que investiguemos aquellos factores introducidos por el curso del proceso universal del espíritu pensante, aquellas condiciones creadas con su participación indispensable?
En otras palabras, ¿no parece que tanto éste como el otro proceso son imposibles de entender sin considerar la interacción con el otro? ¿No parece que el proceso que comienza con un ardiente renacimiento de los mundos y termina en las condiciones de la “muerte termal”, no puede ser comprendido sin considerar el papel activo del espíritu pensante en el gran círculo universal, de la misma manera que la muerte del espíritu no puede ser entendida fuera de sus vínculos con este proceso cósmico?
Tenemos que analizar de forma más detallada las condiciones de la tarea teórica, esta vez procediendo no desde los problemas del pensamiento sino desde las condiciones cósmicas mismas, desde las puras e inmanentes leyes del autodesarrollo y muerte de los sistemas cósmicos, dentro de los cuales nace, florece y se desvanece la más elevada creación del universo: su espíritu pensante.
También situamos en la base de nuestra hipótesis la idea de que el destino del espíritu pensante está condicionado por los destinos de procesos (cósmicos) más amplios.
Pero es aquí, precisamente, donde nos encontramos ante una cuestión que hasta ahora no se ha resuelto (y que quizás no pueda ser resuelta desde esa perspectiva que hemos analizado hasta ahora). Este es el problema de la llamada muerte térmica del universo, y puede expresarse brevemente de la siguiente manera.
Todos los cuerpos celestes y sistemas conocidos por la ciencia, a través de emisión, pierden gradualmente las reservas de su energía interna, y las pierden irremediablemente, enfriándose gradualmente en un vano intento de calentar al menos una milmillonésima parte de un grado su entorno circundante.
En este proceso gradual, la materia en movimiento de los cuerpos celestes calentados se dispersa en el espacio intergaláctico, convirtiéndose en vapores fríos formados de hielo, cuya temperatura es comparable al cero absoluto y sólo difiere de este en su diminuto tamaño en vías de desaparición.
El proceso relacionado con la emisión de calor en el espacio universal puede, en este punto, ser considerado absolutamente irreversible, de modo que parece que existe una tendencia que apunta hacia el hecho de que toda la materia universal, con su movimiento interno, es compartida en partes absolutamente iguales en la esfera intergaláctica y todo el Universo que, en su conjunto, se mueve gradualmente hacia una condición de “muerte térmica”. Es decir, hacia ese equilibrio estable que excluye toda posibilidad de transición inversa hacia un estado diferenciado.
A finales del siglo pasado, Rudolf Clausius llegó a calcular que 453 de las 454 partes de la energía motriz activa de la materia universal se habían perdido por el camino (9). La porción restante de energía activa ya se ha transformado, según sus cálculos, en un estado altamente concentrado, en el singular estado “idéntico a sí mismo” de “muerte térmica”.
Desde este punto de vista filosófico y teórico esto es, como Engels ha demostrado ya, un absurdo que presupone hablar de “origen del mundo”. Pero hasta ahora el proceso inverso no ha sido revelado ni explicado. Sólo una cosa está clara: si este proceso no hubiera ocurrido en alguna parte y de alguna manera, entonces el Universo en su conjunto no podría haber existido y, debido a la infinidad del tiempo, ya se habría convertido hace mucho tiempo en una nebulosa indiferenciada cuya temperatura en todas sus partes sería absolutamente igual y cuyo movimiento se repartiría absolutamente por igual entre todas las partículas de la materia, las cuales serían prácticamente inmóviles y no interactuarían con sus partículas vecinas de ninguna forma que no fuera puramente mecánica…
Únicamente conocemos el proceso que tiende precisamente a tal estado sin vida de la materia universal. Nos es desconocida la tendencia inversa que contradice el proceso actual, un proceso mediante el cual tiene lugar la reasignación inversa del movimiento en el Universo; aunque teóricamente está absolutamente claro que tal proceso existe y no podemos dudar de su existencia. Sustancialmente, las cosas pueden ser presentadas de esta manera:
Con la excepción de una porción infinitesimal, el calor de los infinitos soles de nuestro universo insular se desvanece en el espacio y no logra elevar la temperatura del espacio universal ni siquiera una millonésima parte de grado centígrado. ¿Qué pasa con esta enorme cantidad de calor? ¿Se disipa para siempre en el intento de calentar el espacio universal, ha dejado de existir prácticamente y ha pasado a existir sólo teóricamente, en el hecho de que el espacio universal se ha calentado en una fracción decimal de grado a partir de diez o más ceros? (Engels 1974 [1883]: 334).
Está claro en teoría que este no es el caso, que la materia igualmente enfriada del espacio intergaláctico en la que cualquier cuerpo celeste se transformará de forma gradual y natural, se concentra, de manera inversa, en cúmulos de gas altamente incandescente. Al hacerlo engendra nuevas estrellas, nuevos mundos, nuevos sistemas planetarios.  Pero cómo sucede esto de una manera real y concreta sigue siendo un misterio abierto.
Una cuestión teórica que, como demostró Engels, sólo puede ser resuelta de nuevo si está claramente planteada, y si la forma en que está planteada asume una visión materialista dialéctica de las cosas. Desde la perspectiva de la dialéctica materialista la cuestión debe y sólo puede plantearse de esta manera:
Cuando se ha demostrado cómo el calor es radiado al espacio universal, vuelve a ser utilizable. La teoría de la transformación del movimiento plantea esta cuestión de manera categórica, y no puede superarse posponiendo o evadiendo la respuesta. Es evidente por sí mismo, sin embargo, que con la formulación de la pregunta se dan simultáneamente las condiciones para su solución (Engels 1974 [1883]: 562).
Hemos formulado esta condición anteriormente: la solución debe basarse en condiciones teóricamente indiscutibles, que el proceso “inverso” (el proceso de concentración de un movimiento disperso en cúmulos de gas incandescente) tenga lugar de alguna manera, en alguna parte, de manera permanente en el entramado del Universo se comprenda como una condición interna de existencia. Y la cuestión consiste en establecer, en descubrir este proceso.
No es de extrañar que aunque no haya sido resuelto – sigue Engels – pase mucho tiempo antes de que lleguemos a una solución con nuestros humildes medios. Pero se resolverá. Esto es tan cierto como que no hay milagros en la naturaleza y que el calor original de la esfera nebular no viene milagrosamente transmitido desde fuera del universo (Engels 1974 [1883]: 562).
Cabe señalar que aún hoy, a mediados del siglo XX, esta cuestión aún no ha sido resuelta, al igual que tampoco se había hecho a finales del siglo XIX.
La afirmación de que la cantidad general (die Masse) de movimiento (10) es infinita, es decir, inagotable, es también ineficaz para superar nuestras dificultades tomando cada caso por separado. También aquí, siguiendo este camino, no llegaremos al renacimiento de los mundos moribundos, con excepción de los casos antes mencionados vinculados a la pérdida de energía. No se llega al gran círculo y no se llegará a él hasta que no se revele el potencial para un nuevo uso del calor emitido (Engels 1974 [1883]: 562). Esta cuestión, por lo tanto, no debe referirse a casos individuales sino que debe resolverse en relación con el gran círculo universal (vseobshchee) de la materia cósmica (mirovoi). Este gran círculo en sí mismo, dentro de sí mismo, dentro de sus ciclos atributivos y necesarios, debe necesariamente conducir al renacimiento de los mundos moribundos en la forma de nebulosa incandescente.
Por lo tanto, debemos buscar resolver el enigma no sólo de forma concreta y física (concreta-astronómica) sino también de una forma filosófica general. En otras palabras, la posibilidad y la necesidad de tal renacimiento deben ser demostradas y buscadas en el interior, en la forma atributiva y necesaria de la existencia de la materia universal, y no fuera de ella, no en sucesos contingentes que conciernen sólo a casos individuales. Porque en estos casos separados el problema podrá incluso resolverse, pero sigue sin solución en un sentido general.
Por tanto, el problema, en términos generales, puede resumirse de esta forma: la física y la astronomía contienen hasta ahora datos relativos al proceso de dispersión de la materia y del movimiento de los cuerpos estelares, un proceso que se dirige al estado de la llamada muerte técnica. El concepto de la muerte térmica no es otra cosa que la expresión teórica de la tendencia del proceso relacionado con la emisión de calor y luz en el espacio intergaláctico.
Pero la investigación de las ciencias naturales no ha demostrado aún el proceso inverso, el proceso de renacimiento de los mundos moribundos, el proceso de transformación de vapor helado en nebulosas incandescentes.
Una conclusión teórica indiscutible es que tal proceso está ocurriendo continuamente, a través de alguna forma espontánea intrínseca a la naturaleza misma de la materia en movimiento. Sin tal proceso, el Universo existente no podría ser preservado y reproducido eternamente de forma natural, este representa una necesidad absoluta, intrínsecamente planteada por el movimiento de la materia universal, y una condición para la existencia del Universo.
Sin este proceso existiría “Dios”, “el origen del Universo”, “el primer impulso” (11) que guía la materia desde un estado prácticamente inmóvil de “muerte termal”, y toda esa basura diabólica y mística.
Aparte de esto, la idea de que “la entropía del mundo no puede ser eliminada de forma natural sino que, por el contrario puede ser creada” (es decir, la idea de una muerte térmica expresada en términos termodinámicos) equivale a la negación de la ley universal de la conservación y transformación de la energía. Esta idea supone, como mostró Engels, que la energía (movimiento activo) se dispersa si no es cuantitativa sino cualitativa.
La ley de preservación y transformación de la energía asume que esta sólo puede ser preservada en el curso de sus transformaciones cualitativas, y que este curso no puede ser un proceso unilateral e irrevocable en ninguno de sus vínculos. Todas las formas de movimiento de la materia, de alguna forma, se transforman recíprocamente en otras, son recíprocamente reversibles. Si esto no fuera así, entonces el Universo que existe hoy en día no habría podido existir sin la interferencia constante de fuerzas sobrenaturales, mientras que la ley de conservación de la materia y el movimiento se habría convertido en ficción.
Por lo tanto, todo el problema consiste en explicar y mostrar el camino a través del cual, de forma natural, se puede utilizar el calor emitido al espacio universal; dónde y cómo se acumula de nuevo esta emisión dispersa de materia y movimiento y en qué formas puede transformarse en aglomeraciones extraordinariamente calientes y compactas, en islas de gas incandescente que arrastran as u centro toda la materia prácticamente toda la materia “inmóvil” y dispersa de su espacio circundante, y construyendo a partir de sí misma un cuerpo de futuras estrellas, soles, sistemas planetarios, etcétera.
Aquí nos permitimos exponer nuestra hipotética tesis sobre el dónde y el cómo de este proceso, que devuelve regularmente la materia universal de un estado de “muerte térmica” a un estado de nubes incandescentes de gas, proceso que se lleva a cabo con una necesidad inherente a la propia naturaleza de la materia en movimiento. La hipótesis consiste en lo siguiente.
¿Por qué no presuponer que este proceso inverso tiene lugar con la participación de la materia pensante, del espíritu pensante (como uno de los atributos de la materia universal) y que sin su contribución, sin su ayuda, este proceso sería imposible e inconcebible? Esta conjetura no afecta ni socava, ni siquiera de la manera más ínfima, ni uno de los principios, ni el más insignificante, del materialismo y de la dialéctica materialista.
En realidad, el espíritu pensante continúa siendo el producto más elevado del desarrollo de la materia, su necesario producto, su atributo. El desarrollo de la materia pensante del cerebro permanece entrelazado en la cadena de interacción universal material y está definido por esta interacción general y como un todo.
Según esta presuposición, la materia (como sustancia) permanece primaria según la naturaleza de las cosas. Los procesos necesarios para su desarrollo, hasta cierto punto, engendran el cerebro pensante como atributo.
La materia pensante del cerebro – como la forma suprema de movimiento de la materia universal – no engendra nada sobrenatural. Por el contrario, su muerte aparece como una simple transformación en otras formas de movimiento más elementales, su muerte emerge como la generación de nuevas formas de movimiento de la materia.
Las únicas novedades a las que nos lleva nuestra hipótesis consisten exclusivamente en el hecho de que la muerte de la materia pensante está necesariamente conectada con la transformación de la materia helada del espacio intergaláctico en una nebulosa incandescente, y que esta materia pensante representa un factor necesario en este proceso.
Nada antimaterialista, ni siquiera no materialista, se utiliza para plantear esta hipótesis. El pensamiento en sí mismo es un proceso natural, y no hay nada sorprendente en que tenga lugar junto a otros procesos naturales y afecte activamente al curso de estos.
En efecto, el materialismo dialéctico e histórico no niega de ninguna forma el impacto inverso del pensamiento sobre los procesos materiales. En el caso que presentamos se trata de una de las formas concretas de este impacto activo inverso. Nada más.
De esta manera no sólo no se cuestionan los principios de la dialéctica y del materialismo sino que, por el contrario, se toman como fundamentales para la hipótesis.
Además, toda una serie de postulados filosóficos y teóricos del materialismo dialéctico adquieren bajo estas condiciones una forma de expresión mucho más concreta, por no mencionar el hecho de que la cuestión de la “entropía del mundo” está esencialmente resuelta.
En realidad, si la materia pensante del cerebro es la misma materia, entonces el pensamiento (tomado no en su aspecto gnoseológico estrecho sino en términos de su lugar y función entre otras formas de movimiento y desarrollo de la materia) es también una forma del movimiento de la materia, más aún, es su forma suprema (el movimiento no es «meramente un cambio de lugar; en campos superiores a la mecánica es también un cambio de cualidad» [Engels 1974 (1883): 531]), entonces no hay nada fuera de los límites materialistas en el hecho de que el pensamiento sea considerado (desde la perspectiva de un proceso universal de la transformación cualitativa y cuantitativa de unas formas de movimiento en otras) como uno de los eslabones de un gran círculo universal (vseobshchee) de materia cósmica (mirovoj), como una de las formas en las cuales otras formas se transformarán y que, a la inversa, se convierten otras formas y contribuyen a su transformación recíproca.
En estas circunstancias, como la materia pensante del cerebro es el producto supremo del desarrollo universal, es razonable suponer que en el curso del gran círculo universal, en las mutuas transformaciones de una forma de movimiento de la materia universal en otras, esta materia pensante ocupa un lugar especial y juega un rol especial, un rol que no pueden desempeñar otras formas de movimiento menos complejas y organizadas. Y este papel esencial, propio de su lugar en el sistema de formas de movimiento de la materia universal (como forma suprema de movimiento) se esboza en nuestra hipótesis.
En realidad, este papel puede ser representado de esta manera: la humanidad (o cualquier otra combinación de seres pensantes) en algún punto, muy elevado, de su desarrollo – en el punto adquirido cuando la materia (de espacios cósmicos más o menos vastos dentro de los cuales existe la humanidad) comienza a enfriarse y se acerca a la condición de la así llamada muerte termal, en este fatídico punto de la materia y en el cual de una u otra manera (desconocida para nosotros, por supuesto, al vivir en los albores de la historia del poder humano) – facilita conscientemente el inicio del proceso inverso (en comparación con el movimiento disperso), un proceso que transforma los mundos moribundos y congelados en el ardiente e incandescente huracán de la nebulosa emergente.
En estas condiciones, el espíritu pensante se sacrifica a sí mismo y, en este proceso, no es capaz de conservarse. Pero su sacrificio tiene lugar en nombre de su deber con la naturaleza. El ser humano, un espíritu pensante, devuelve su antigua deuda a la naturaleza. En algún punto, en su juventud, la naturaleza engendró espíritu pensante. Ahora, al contrario, el espíritu pensante, a costa de su propia existencia, devuelve a la naturaleza, moribunda por una “muerte termal” una nueva e incandescente juventud, un estado en el que es capaz de recomenzar un colosal desarrollo de ciclos que, en algún momento del espacio y el tiempo, conducirán de nuevo una vez más a la emergencia de un nuevo cerebro pensante, un nuevo espíritu pensante a partir de su núcleo congelado.
Desde esta perspectiva entendemos la definición del pensamiento como un atributo en su sentido individual (y no sólo como un “modo”) de la materia. Pero, por el contrario, debemos tener claro que no puede ser calificado como un atributo universal.
En efecto, el concepto de atributo incluye la idea de que la forma dada de movimiento de la materia representa un producto absolutamente necesario de existencia; por lo tanto, una condición absolutamente necesaria (que no puede desaparecer) de su existencia infinita.
En otras palabras, una característica del pensamiento como atributo presupone que este (como forma más elevada de movimiento) es un eslabón absolutamente necesario a través del cual la materia transita todo el tiempo, una y otra vez, en cada uno de sus ciclos finitos de su colosal gran círculo, círculo que se reproduce una y otra vez con una necesidad de hierro intrínseca a su naturaleza.
En consecuencia, la aparición del espíritu pensante en la obra del gran círculo universal no es en absoluto algo accidental que, pari passu, podría simplemente no existir, sino que es una condición interna y asumida de su propia realización. Si no fuera así, no estaríamos hablando de atributo sino sólo de “modo”.
En efecto, si uno asume que el espíritu pensante nace en algún lugar de la materia universal únicamente para que de pronto se desvanezca estérilmente sin dejar rastro, estallando por un breve instante en un planeta frío sólo para ser extinguido de nuevo, dejando a su paso sólo restos de una cultura material que se dispersan con la misma rapidez que la corriente de movimiento perpetuo del Universo, si uno asume tal destino para el espíritu pensante, se acaba defendiendo una noción muy extraña de “atributo”.
De hecho, en este caso el pensamiento resulta ser algo así como el moho en un planeta que se enfría, algo así como la enfermedad senil de la materia, y no la flor más elevada de la creación, ni el producto más elevado del desarrollo universal del mundo.
En este caso el pensamiento, aunque todavía se le siga llamando “el florecimiento más elevado” de la naturaleza, la flor resulta yerma, una flor hermosa pero absolutamente infértil, floreciendo en alguna parte de la periferia del desarrollo universal sólo para desvanecerse instantáneamente bajo la ráfaga helada o el soplo ardiente e incandescente de un huracán del Universo infinito.  Todo el desarrollo efectivo de la materia universal transcurre aquí totalmente paralelo al desarrollo del pensamiento, completamente autónomo de este, sin tocarse, y su aparición no tiene ninguna influencia en el destino del desarrollo universal.
El pensamiento se convierte en un episodio absolutamente infértil que, en igualdad de condiciones, no habría ocurrido sin perjudicar a todo lo demás. Pero difícilmente este papel se corresponde con el lugar del pensamiento en el sistema de movimiento de la materia universal. La forma más elevada de este movimiento no puede ser su forma más infértil e inútil.
Hay mucho más fundamento en asumir que la materia pensante, como la forma cualitativamente más elevada de movimiento de la materia universal, juega un papel importantísimo en el proceso del gran círculo universal, un papel que se corresponde a la complejidad y eminencia de su organización.
¿Por qué no asumir en este caso que el pensamiento es precisamente la forma cualitativamente más elevada en la que se realiza la acumulación y uso productivo de energía emitida por los soles? Es decir, este mismo y último eslabón que aún falta para que sea posible un verdadero gran círculo y no un proceso unilateral irreversible de dispersión de la materia y del movimiento en el espacio intergaláctico.
¿Por qué no suponer que la materia en su desarrollo crea, con la ayuda del cerebro pensante (y en su misma forma) esas mismas condiciones, que si están presentes hacen que la energía emitida por el sol no se desperdicie infructuosamente en el simple calentamiento del espacio universal sino que se acumule de forma cualitativamente más elevada de existencia, y luego sea utilizada como “gancho de aparejador”, como detonador, originando el proceso de renacimiento inverso de los mundos moribundos, en la forma de una nebulosa incandescente?
En efecto, esta forma cualitativamente más elevada de movimiento, acumulada en la forma de cultura material, en la forma de poder de los seres pensantes sobre la materia muerta, en la forma de pensamiento y sus productos, en esta forma cualitativamente superior de movimiento, se transforma en una pequeña fracción de calor irradiada por los soles del espacio cósmico. La minuciosidad cuantitativa de esta parte compensa plenamente lo que acumula en una forma cualitativa superior, de tal forma que la naturaleza misma (sin la mediación del pensamiento) no puede transformar una masa disipada y emitida de forma infértil.
La humanidad es ya capaz de liberar y separar aquellas reservas de movimiento que, sin su conocimiento, habrían permanecido unidas y muertas en estructuras nucleares, por lo que plantear una hipótesis según la cual el futuro de la humanidad resultará ser capaz de liberar de su estado límite una cantidad de energía que sería suficiente para transformar la materia enfriándose de nuestra isla cósmica en un océano de vapores incandescente, no tiene nada de asombroso y místico.
La cultura espiritual y material de los seres pensantes muy raramente se manifiesta en la naturaleza y requiere condiciones extraordinariamente específicas para su aparición, y cuando lo hace demuestra ser esa forma de movimiento a través de la cual se produce una acumulación concentrada de calor emitido por soles (un calor que se disipa por otros canales). Sólo bajo la manifestación del pensamiento en la naturaleza esta energía puede ser usada como medio, como método para el ardiente renacimiento de las áreas congeladas del gran Universo.
En términos concretos, podemos imaginarlo así: en algún punto culminante de su desarrollo, los seres pensantes, ejecutando su deber cosmológico y sacrificándose a sí mismos, producen una catástrofe cósmica consciente que provocará un proceso, inverso a la “muerte térmica” de la materia cósmica. Es decir, provocan un proceso que conduce al ardiente renacimiento de mundos moribundos por medio de una nube cósmica de gases y vapores incandescentes.
En términos sencillos, el pensamiento se convierte en un eslabón mediador necesario, gracias al cual se vuelve posible el ardiente “rejuvenecimiento” de la materia universal; resulta ser esta “causa eficiente” directa que conduce a la activación instantánea de reservas interminables de movimiento interconectado, de forma similar a como se inicia una reacción en cadena, destruyendo artificialmente una pequeña cantidad del núcleo de material radiactivo.
En este caso dado el proceso, aparentemente, también tendrá una forma de “cadena”, es decir, una reacción que se auto-reproduce en forma de espiral; una reacción que crea, a lo largo de su propio curso, la condición para su flujo en una escala que se expande en todo momento. Sólo en este caso concreto, la reacción en cadena se extiende no a través de las reservas de material radiactivo artificialmente acumuladas, sino a través de las reservas de movimiento naturalmente acumuladas en el Universo, en las reservas conectadas con la condición de “muerte térmica” en el espacio universal.
En términos sencillos, este acto se materializa en la forma de una colosal explosión en cadena cósmica, y la materia de esta (la masa explosiva) emerge como la totalidad de las estructuras elementales, se dispersa por emisiones por todo el espacio universal. Desde la perspectiva de la física contemporánea esto no parece en absoluto inconcebible.
En efecto, es evidente que cuanto más pequeña sea la estructura destruible mayores serán las reservas de energía interna que se liberen durante su destrucción. La destrucción de las estructuras químicas (que se lleva a cabo simplemente quemándolas) proporciona una dosis comparativamente pequeña de energía liberada. Con la destrucción del núcleo atómico se libera una energía incomparablemente mayor. Cuanto más “simple” sea la estructura a destruir, mayor será la cantidad de energía que se extraiga, lo que indica que cuanto más pequeña y sencilla sea la estructura, más duraderas serán sus conexiones internas, más difícilmente será destruirla, pero mayor será la energía obtenida en el caso de que se logre provocar esta reacción en cadena.
Si esbozamos la perspectiva del desarrollo de la ciencia y la tecnología en el futuro, la tendencia está clara: la humanidad se está moviendo en la dirección de una destrucción en cadena de estructuras de la materia cada vez más simples y, al mismo tiempo, cada vez más duraderas, liberando en el proceso una cantidad cada vez mayor de energía conectada con estas estructuras. Por grande que sea la pérdida de energía necesaria para destruir la primera partícula, es decir, para iniciar esta reacción en cadena, esta pérdida no puede en absoluto compararse con la cantidad general de movimiento que se extrae durante la propia reacción en cadena.
Y la previsión teórica es la siguiente: una unidad estructural de materia infinitesimalmente pequeña obtendría, a cambio, una cantidad de energía proporcionalmente infinita durante su liberación, una cantidad que sería suficiente para destruir una masa infinitamente grande de materia congelada y transformarla en vapores incandescentes.
Así que la antigua formulación de la existencia de una ley de preservación de la materia y el movimiento enunciada por Leibniz encuentra su confirmación bajo una nueva luz: si una pequeña mota de polvo fuera destruida, entonces todo el Universo colapsaría. El Universo infinito no podría, por supuesto, ser destruido por tal acto pero, ya que la estructura destruida tiende a un límite infinitesimal en términos de su medida y su complejidad de organización, entonces la cantidad de energía liberada en este caso tendería al infinito. El campo de la materia universal, asimilado por el proceso e incluido en la reacción en cadena, debe quedar por tanto limitado por alguna frontera. Ahora es imposible, por supuesto, decir cuáles son estos límites, al igual que es imposible indicar la medida y las características cualitativas de esa partícula cuya destrucción es necesaria para desencadenar este proceso. Pero este proceso explica plenamente la posibilidad de transformar una masa final arbitrariamente amplia de materia congelada en una nebulosa incandescente capaz de engendrar un nuevo mundo. Desde esta perspectiva, aparentemente, la hipótesis resiste la crítica fundamental.
El pensamiento, como resultado, también emerge como el nexo de unión en el gran círculo universal, a través del cual el desarrollo de la materia universal está contenido en esta forma del gran círculo, en una imagen de una serpiente mordiéndose la cola, como a Hegel le gustaba expresar la imagen del verdadero infinito (en oposición a la mala infinitud).
La tarea, de esta forma, se ha resuelto observando todas las condiciones. Ningún principio del materialismo se ha visto afectado. Varias tesis de la dialéctica incluso han adquirido una forma de expresión más concreta. El pensamiento es concebido como un atributo real de la materia, como el más alto producto del desarrollo universal, como la más alta creación de materia que florece con la necesidad en el pliegue real y además da los frutos necesarios desde la perspectiva del desarrollo universal. La ley de preservación y transformación de la materia y el movimiento también ha sido comprendida y concretamente realizada. Y junto con esto, se ha mostrado un posible camino, en el cual el uso del calor emitido por las estrellas toma lugar en un proceso inverso, el proceso de la concentración de materia y movimiento en una nebulosa endurecida y calentada, en una masa incandescente giratoria de gas. Y lo que no es menos importante e interesante desde la perspectiva de la reciprocidad de materia y pensamiento: esta hipótesis asigna al pensamiento, a este espíritu pensante, un papel destructivo en el curso del gran círculo universal (que en gran medida le corresponde por su posición de escalera del desarrollo). Todo el desarrollo de la cultura espiritual y material, toda la historia del espíritu pensante, conduce a un resultado nulo, a la simple muerte sin dejar rastros.
La hipótesis basada en el lugar y el papel que el espíritu pensante desempeña necesariamente en el sistema de interacción universal de la materia universal tiene en cuenta de las circunstancias objetivas que surgen en el universo y van más allá de la voluntad y la conciencia, proporcionando una visión de ese mismo objetivo “superior” y “final” de la existencia del espíritu pensante en el sistema del universo, sobre el que todo tipo de religiones han especulado siempre. Esta “meta final” es entendida, en sí misma, como una conciencia inherentemente alcanzable, reflejando el lugar del espíritu pensante en el sistema de condiciones objetivas asumidas por el desarrollo de la materia universal.
Y esta “meta” objetivamente obtenida, es enormemente mayor y más majestuosa que todas esas fantasías patéticas que han sido inventadas por las religiones y los sistemas filosóficos vinculados a ellas.
La meta final y más elevada de la existencia del espíritu pensante resulta ser tan cósmica y grandiosa como sublime y maravillosa. Se diferencia de otras hipótesis sobre el fin de la humanidad no en que se ponga fin a la muerte universal (el perecer, morir, destruir representan un resultado absolutamente necesario en cualquier hipótesis); sino sólo en que la muerte se perfila aquí no como un fin infructuoso sin sentido sino como un acto que en su esencia es creativo, como un preludio de un nuevo ciclo de vida para el universo.
Tal significado para la humanidad y tal significado de su muerte no puede, evidentemente, ser observado en ningún otro planteamiento. La muerte, en efecto, es inevitable y su inevitabilidad no puede ser reconocida por ninguna otra hipótesis. La única diferencia que existe entre las posibles hipótesis consiste únicamente en las diferentes interpretaciones del significado objetivo y el rol del acto de perecer, de pliegue del gran círculo universal de materia cósmica, del lugar y papel de la muerte en el sistema de interacción universal.
La hipótesis sugerida se distingue de las demás con la ventaja de que la muerte de la humanidad (y del espíritu pensante en general) se entiende no como un acto sin sentido, como en cualquier otra hipótesis posible, sino justificada como un acto absolutamente necesario desde la perspectiva del gran círculo universal de la materia cósmica, que se desarrolla de acuerdo con sus leyes objetivas.
Dicho esto, el pensamiento sigue siendo un episodio históricamente transitorio en el desarrollo del universo, un producto derivado (“secundario”) del desarrollo de la materia, pero un producto que es absolutamente necesario: una consecuencia que simultáneamente se vuelve la condición de existencia de la materia infinita.
En relación a la materia y al pensamiento aparece una dialéctica efectiva, una dependencia recíproca dentro de la cual la materia, aunque siga siendo primaria y determinante (la primera en la naturaleza) resulta sin embargo condicionada por el impacto activo inverso del pensamiento.
El pensamiento resulta ser un atributo real, y la tesis “así como no hay pensamiento sin materia, no hay materia sin pensamiento” adquiere un sentido real y concreto.
A esta luz el pensamiento aparece no sólo como la flor más elevada y más maravillosa del universo, sino también como una flor fértil, que a través de su muerte engendra un fruto absolutamente necesario, resultante de la perspectiva del gran círculo universal. La muerte del espíritu pensante se convierte en un acto genuinamente creativo, en una acción que transforma los desiertos helados del espacio intergaláctico, sumidos en la penumbra, en masas giratorias de mundos incandescentes, luminosos, cálidos y soleados; un sistema que se convierte en cuna de la nueva vida, un nuevo amanecer del espíritu pensante, inmortal como la materia misma.
La muerte del espíritu pensante se convierte, así, en su inmortalidad. Y en algún otro lugar (en un futuro infinitamente distante) nuevos seres en los que la naturaleza ha desarrollado un espíritu pensante contemplarán (como nosotros hoy) los mundos de las estrellas, brillando en el cielo de su tierra, con la orgullosa conciencia de que esos mundos deben su existencia a un espíritu pensante que una vez desapareció, a una víctima sacrificada.
En el resplandor del cielo estrellado, el ser pensante verá un testimonio del poder y la belleza de lo inmortal incluso en la muerte de su propio espíritu pensante, objetivado, sensualmente perceptible, pero sin que quepa duda de su deber y poder sobre el mundo sensible.
El cielo estrellado, como toda la naturaleza circundante, será para el ser pensante un espejo en el que reflejará su propia naturaleza infinita. A través del brillo de las estrellas se hablará el espíritu pensante (en un lenguaje que sólo él entiende), de un pensamiento inmortal eternamente revivido en sus productos.
Y en la contemplación de la naturaleza eterna, el hombre (como cualquier ser pensante) sentirá orgullo dentro de sí, de la escala cósmica de su propia misión universal e histórica, del lugar y el papel del ser pensante en el sistema de interacción universal.
Consciente de la escala colosal de su papel en el universo, el ser humano descubre también la percepción de su propósito más elevado, las metas más elevadas de su existencia en el mundo. Su actividad está llena de nuevos pathos, ante el cual los patéticos pathos de la religión se desvanecerán. Será un pathosde la verdad, de la verdadera conciencia de su papel objetivo en el sistema universal.
Está claro que para cumplir su misión universal e histórica, el espíritu pensante sólo encontrará su condición en la cúspide de su desarrollo y de su poder; punto que nosotros, la gente del siglo XX, obviamente no viviremos para ver. Millones de años pasarán, miles de generaciones nacerán y se dirigirán a sus tumbas, se establecerá un verdadero sistema humano en la tierra, con su condición para la actividad: una sociedad sin clases. La cultura espiritual y material florecerá abundantemente, con la ayuda y sobre la base de que la humanidad debe cumplir con su sacrificio ante la naturaleza.
Para nosotros, para las personas que viven en el amanecer de la prosperidad humana, la lucha por este futuro seguirá siendo la única forma real de servicio a los objetivos más elevados del espíritu pensante. Y a la lucha emprendida hoy, a la actividad actual que llena nuestra hipótesis, nada se le añade ni nada se le quita; sólo la conciencia orgullosa (que por ahora tiene un carácter meramente estético) de que la actividad humana se convierte en espiritual únicamente a través de un pathos de metas “finales”, pero que también tiene un significado universal e histórico, y materializa metas inmortales determinadas por todo el sistema de interacción universal.
Y a la luz de esta hipótesis, planteada de una manera completamente nueva, las geniales palabras de laDialéctica de la naturaleza suenan con una fuerza profética aún mayor:
…Pero, bien recurrimos a un creador, o bien estamos obligados a concluir que la materia prima incandescente para los sistemas solares de nuestro universo fue producida de manera natural por medio de transformaciones de movimiento que son por naturaleza inherentes a la materia, y cuyas condiciones, por tanto, deben ser reproducidas por la materia, aunque sólo sea después de millones y millones de años y más o menos por casualidad, pero con la necesidad que también es inherente en el azar (Engels 1974 [1883]: 333).
Y con la ayuda de nuestra hipótesis adquirimos una nueva base para nuestra certeza en esto:
La materia permanece eternamente igual en todas sus transformaciones, ninguno de sus atributos puede perderse jamás y, por lo tanto, con la misma necesidad de hierro con la que la materia extermina su creación más elevada, la mente pensante, debe producirla en otro lugar y en otro momento nuevamente (Engels 1974 [1883]: 335).
Y por lo tanto, podemos añadir que el espíritu pensante no es la flor estéril que florece por un instante sólo para volver a desvanecerse casi inmediatamente, sino que es tanto una condición para la existencia de la materia como una consecuencia necesaria de esta, es decir, una condición intrínsecamente supuesta, infinita e universal, de la realidad objetiva de la materia universal; el espíritu pensante es así el atributo real de la materia como infinita sustancia del universo.




Bibliografía:

Hegel, G.W.F. (1977), Phenomenology of Spirit [Fenomenología del Espíritu], Oxford: Clarendon.
Engels, Friedrich (1974), Dialectics of nature [Dialéctica de la naturaleza] [1883], En Karl Marx, Friedrich Engels, Collected Works, Volume 25: 313-590. Nueva York: International Publishers.






Notas:


(1) En la revista Nauka I Religiya. Tres años más tarde se publicaría en la selección Filosofiya i Kultura.
(2) Nikolai Vladimirovich Nosov, en su obra Presupnye Filosofy [Filosofía criminal] acusaba a Iliénkov de inculcar en la humanidad el objetivo asesino y suicida de destruir el universo, sumándole a una lista de filósofos criminales como Sócrates, Cicerón o Maquiavelo. También, varios capítulos Dialéctica de lo abstracto y lo concreto en El capital de Marx fueron eliminados de la obra para que su publicación fuera posible.
(4) Para profundizar en esta idea: En torno a la cuestión de la dialéctica (1915), V.I. Lenin.
(5) Para profundizar: Tesis sobre Feuerbach (1845), K. Marx.
(6) (N.d.T.) Iliénkov se está refiriendo aquí al concepto hegeliano de «astucia de la razón», con el que el filósofo alemán concilia el fin racional de la Historia y los “retrocesos” pasionales y subjetivos.
(7) (N.d.T.) Iliénkov definiría el concepto hegeliano de «mala infinitud» en el Diccionario filosófico soviético (Rosental, Iudin, 1963) como: «concepción metafísica de la infinitud del mundo; lleva implícita la idea de que las mismas propiedades concretas, procesos y leyes del movimiento se alternan repitiéndose de manera monótona y sin fin en el espacio y el tiempo tomados en la escala que se quiera. Aplicada a la estructura de la materia, la infinitud mala significa admitir la divisibilidad infinita de la materia de tal modo que cada partícula menor posea las mismas propiedades que los cuerpos macroscópicos y se subordine a las mismas leyes específicas. Respecto a la estructura del universo, implica una jerarquía infinita de sistemas mecánicos con las mismas propiedades y leyes de existencia. En la concepción del desarrollo de la naturaleza, la infinitud mala presupone reconocer la existencia de ciclos infinitos de la materia con el retorno constante a los mismos puntos de partida. El concepto de infinitud mala fue introducido por Hegel. La existencia de un número infinito de niveles cualitativamente distintos de la organización estructural de la materia en cada uno de los cuales ésta posee propiedades diferentes y se subordina a distintas leyes específicas del movimiento, las transformaciones cualitativas de la materia y su cambio general irreversible demuestran que es errónea la concepción antedicha de infinitud».
(8) (N.d.T.) Véase la teoría del klinamen y del materialismo aleatorio del Althusser viejo, derivada a su vez de la cosmología epicúrea. Aquí, existe una catarata de átomos que se caen desde el vacío sin tocarse hasta que un suceso aleatorio produce una desviación, y un choque que causa a su vez otro choque.
(9) En realidad Engels sostiene que fue Helmann von Helmholtz quien calculó este valor.
(10) (N.d.T.) La cantidad de movimiento, también llamada momento lineal, se define en la mecánica como el producto de la masa de un cuerpo y su velocidad en un instante determinado.
(11) (N.d.T.) Aquí podemos hacer referencia a la noción de «causa primera» en Aristóteles, y su noción de «primer motor inmóvil».







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