lunes, 29 de diciembre de 2014

Porque fui soy, porque soy seré.

Soy la sonrisa del vietnamita cuando descubre que el M16 del yanki que tiene justo delante se ha encasquillado. Soy el niño argelino que dispara al corazón del policía francés y deja caer la pistola en una papelera. He caído a las puertas de Madrid para impedir que el fascismo pasara en el 36. Soy la niña palestina que recoge cuadernos entre las ruinas de lo que fue su casa y que prefiere los días nublados porque los drones no pueden volar. He recibido un disparo en el estómago y he agonizado mirando el azul cielo de Stalingrado, he sido quemado vivo en Odessa, y he muerto por una infección en la selva del Mekong. Apreté los puños cuando la policía francesa disparó a matar en Argel, y fui torturado en una prisión invisible de la CIA. He sido humillado y golpeado hasta la muerte por unos encapuchados de blanco en Kansas, y nadie habló jamás de mí. Fui asesinada de un golpe en la cabeza (y por la espalda) a la salida de un restaurante por detener una agresión machista. Morí en una cárcel irlandesa por resistir con una huelga de hambre. Soy el que disparó a los relojes de los campanarios en el 71 en París, y el que entró en tanque en el 44. Caí con la Lincoln intentando volar un puente en España porque, aunque no fuera nuestra patria, contra el enemigo nos llamaba el deber. Fui enterrado por mis compañeros junto a una cinta negra y naranja a las afueras de Donetsk. Me apuñalaron en el corazón en un vagón en Legazpi. Caí liberando Kobane con el ejército kurdo. Me reventé cayendo al vacío desde un andamio, y morí de hambre en la carretera al huir de la miseria de Oklahoma rumbo a California. Fui fusilado contra un muro levantando el puño derecho, y mis extremidades están dispersadas por Faluya, entre sangre y ruinas humeantes. Fui quemada viva en una fábrica por luchar por mis derechos, y tuve que exiliarme para huir de la represión. Enfermé hasta morir por comer el arroz que sembré el mayo del año pasado porque fue regado con agente naranja. He trabajado hasta destrozarme los riñones y las manos, y he sido golpeado por la policía al descubrir que los derechos no se regalan, sino que se conquistan. He dormido al raso en las montañas de Sierra Maestra, y he resistido el invierno de Moscú sin calefacción. He follado por dinero con gordos padres de familia que van a misa los domingos, y he resistido las jodidas miradas de complacencia y condescendencia de la gente. Bajé la cabeza mientras mi puño derecho se alzaba cubierto por un guante negro en aquel podio en el 68. Esperé llorando en silencio escuchando Radio Magallanes en el 73, y me temblaron las manos cuando los soviéticos liberaron Auschwitz y pusieron un fusil en mis huesudas manos. Mi cadáver flota cerca de la costa de Lampedusa, y desgarré mis manos intentando trepar la valla de Melilla. Por la noche, he utilizado mis llaves del portal como puño americano en cada esquina y he temblado de rabia e impotencia cada vez que escuchaba pasos detrás de mí. Vi todos mis libros de filosofía marxista arder para evitar la cárcel y la represión. Morí asesinada en una celda, colgada con una sábana de una viga. Me dispararon una sola bala en la nuca y me lanzaron al Landwehr Canal. Me metieron un navajazo en el pecho y me lanzaron al Manzanares. He visto imperios doblando las rodillas ante la fuerza de pueblos organizados, he visto al elefante ser derribado por un saltamontes con la cabeza muy dura. He visto la nieve, el polvo, la hierba y el asfalto mancharse de sangre. He resistido siempre con lo que he tenido, y sólo existo en la historia cuando esta es cepillada a contrapelo. Soy las nadie que construyen silenciosamente la historia, y son enterradas por las ruinas del progreso. Soy ese susurro imparable, que si se organiza lo arrasará absolutamente todo. Soy la peste, la enfermedad, la angustia y esas malas hierbas imposibles de erradicar. Naceré hasta en un desierto. He aprendido a sobrevivir en el fango. Soy las que nunca han vencido, soy la eterna derrota. Soy la sal de la tierra, soy la dignidad que resiste.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Los últimos instantes de lo eterno.

Estudio comparativo desde Heidegger, Gasset y Benjamin sobre la clausura de la representación estética y el auge de los movimientos de vanguardia en el siglo XX.



“Frágil eternidad: es una melodía siempre recomenzada; para callarla, habría que romper el disco. Y justamente se lo va a romper. La Historia se halla en las puertas de la ciudad; día a día se hace en los arrozales, en las montañas y en las llanuras. Un día aún, y luego otro día: todo habrá terminado, el viejo disco volará en pedazos. Estas instantáneas intemporales están rigurosamente fechadas: fijan, para siempre, los últimos instantes de lo Eterno”.

Jean-Paul Sartre,
“De una China a otra”, en Situations V.




La melodía siempre recomenzada: volver de nuevo al origen.

Heidegger entiende la obra de arte como vehículo de operación de la verdad: La verdad es comprendida no como predicación sino como hecho que abre las posibilidades de existencia del acontecer (para que se dé este acontecer se necesita como condición de posibilidad un espacio de libertad, una apertura radical). La estética como reflexión sobre el arte se desvincula de la belleza y se orienta a esta apertura de la verdad. El origen de la obra de arte comienza y termina con la misma palabra: origen, Ursprung. La pregunta por el origen siempre está pre-dada en el acontecer, y apunta siempre a la esencia de las cosas. Es importante ver que Heidegger le concede a la obra de arte un alcance ontológico, no de imitación ni de filtro, ni siquiera de iluminador de la verdad: la obra de arte pone en obra la verdad, abre el ser de las cosas. La contemplación de la obra de arte no consiste en el placer, sino en el saber.

Aquí es importante ver qué es lo que Heidegger piensa como cosa: la cosa se resiste a la comprensión por parte de un sujeto, pone siempre una distancia, es en cierto modo autosuficiente (está al margen del sujeto). La obra de arte, en cambio, está referida a la autonomía de los fines (opuesta por tanto al utensilio, como creación humana o medio orientado a una finalidad). Para Heidegger, la obra de arte no copia sino que reproduce la esencia general de las cosas, en su extrañeza y resistencia al sujeto. El origen en Heidegger está cargado del instante de lo eterno, y se debe pensar desde una lógica heteroestática, completamente desigual e incompensable (recordemos que para Heidegger sólo se puede recorrer el círculo del origen desde la llamada “fiesta del pensar”).

Las botas de campesina que pinta Van Gogh, que sólo son botas en el momento en el que la campesina las utiliza para trabajar en el campo, sin reflexionar sobre ellas; las botas por las que pasa la incertidumbre del hambre y la angustia de la miseria, ellas son el utensilio que sirve a la labradora como soporte de su mundo. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora. La campesina deposita fiabilidad en sus botas, y estas a cambio se van gastando junto a ella, día a día. Y toda esta descripción y explicación de lo que eran estas botas la hemos obtenido únicamente contemplando la pintura de Van Gogh. La pintura ha desocultado el ser del utensilio, es la apertura que ha permitido expresar su verdad, su esencia. Por tanto, la verdad ha obrado en la obra. No se trata en absoluto de que el arte toma la esencia del utensilio y la copia, sino que abre el ser de este utensilio, de este ente. Abrir este espacio pone al sujeto ante un abismo radical, el abismo de la libertad del que brotará la cosa y el Dasein como lo dado.

Heidegger entiende la libertad en dos aspectos: como “dejar ser”, en el sentido de no estar condicionado, negación de la determinación, y también como tensión, apelación al compromiso. Las cosas no pueden estar terminadas sino cuando el ser humano se compromete y las asigna un sentido. La libertad, en sentido ontológico, se inscribirá por tanto en esa apertura, en ese movimiento direccionado de compromiso y dejar ser (movimiento que opera a través de la retirada del ser, condición necesaria para el darse de las cosas).

En la segunda parte del escrito, Heidegger establece la distinción entre mundo y tierra. Mundo es la operación que abre el sentido, el marco de legalidad en el que acontecen las relaciones entre sujeto y obra de arte, y la tierra es al mismo tiempo el espacio de retirada, de emergencia y resistencia no forzada de la obra, que ancla y fija el sentido. Entre tierra y mundo hay una mutua dependencia, un combate sin fin que no puede llamarse dialéctico por la imposibilidad de síntesis, de Aufhebung. En definitiva, Heidegger, para explicar la relación, afirma que la obra de arte erige un mundo y trae aquí la tierra.

Este combate entre mundo y tierra ya está dado en el origen, pero el artista lo trae hacia delante, saca lo presente de su desocultamiento. Heidegger acabará trazando un paralelismo hermenéutico entre habla y arte, cuando afirma que el arte es la llamada, la poesía del acontecimiento por el que las cosas llegan a su ser propio. El carácter fundacional del arte es para Heidegger lo esencial: la esencia del poema es la fundación de la verdad. Aquí fundación es entendido en tres sentidos: como donar (gratuidad transgresora de todo ajuste), como fundamentar (ser soporte de un mundo) y como comenzar (una irrupción, un salto original). El hecho de establecer un sentido (traer ese sentido) está en el propio carácter del lenguaje (originalmente poesía), y nos interpela continuamente. Es el sujeto el que responde a esta interpelación al convertirse en lector, en espectador de la obra de arte.

La propia fragmentación está ya en el origen (recordemos el papel del azar, la tirada de dados en Nietzsche), y de ese azar surge la visión de un acontecer necesaria y eternamente, bajo la forma del eterno retorno. La técnica como sustrato instrumental de supervivencia se ha desarrollado a tal nivel que se ha tornado una segunda naturaleza, y amenaza al argumento, al contenido cultural, a este espacio de legalidad que constituye el mundo. En el espacio moderno de la técnica y de la reproducción, la obra de arte es vista como un elemento perteneciente, en palabras de Hegel, al pasado. Esta es incapaz de producir un objeto de culto, sino que sólo produce mercancías. El sacerdote es sustituido por el mercader, y no hay muchas esperanzas de que este cambio pueda ser revertido. El viejo mundo muere y el nuevo tarda en nacer, y Heidegger es uno de los últimos intentos de “echar a los mercaderes del templo”, de recuperar el origen del arte verdadero. Heidegger coge los pedazos del viejo disco roto y los intenta unir para que la melodía vuelva a sonar. Ortega y Gasset, en La deshumanización del arte, cerrará los ojos para olvidar que el disco está roto y seguirá tarareando mentalmente la melodía mientras sigue un ritmo chasqueando los dedos.


El viejo disco se ha detenido. La búsqueda de la mayor autenticidad.

Ortega y Gasset, en La deshumanización del arte, hace un análisis del arte de las vanguardias, único arte realmente estético que queda como reducto en la modernidad técnica del siglo XX. Este arte de vanguardias no sólo es opuesto al arte burgués sino que es más auténtico: el carácter contrario a toda ilusión presente en el arte de vanguardia repugna a la tradición burguesa. El arte no quiere seguir presentando lo ficticio como si esto fuera real, se niega a reproducir la farsa de proponer una realidad creíble para el espectador. El arte de vanguardias huye del sentimentalismo, no quiere agradar al espectador, no quiere que este se sienta bien, que serene su voluntad (como afirmaría Schopenhauer). Es por tanto antipopulista, un arte que no quiere gustar, y elimina todo subjetivismo. No quiere ofrecer lo interesante, y de ahí procede la condición inhumana del arte. Esto provoca que el divorcio entre artista vanguardista y público sea total. El arte, como hemos visto con Heidegger, se niega rotundamente a ser mímesis, repetición de la realidad, por lo que lo convierte en extraño para las llamadas masas: cuando estas se plantan delante de la obra, afirman “este arte no me gusta” cuando deberían decir “no entiendo el arte”. Pongamos, un ejemplo gráfico: es cierto que El hombre de la cámara de Vertov era capaz de vaciar un cine soviético lleno de proletarios en cinco minutos (ya que no lo entendían), pero El acorazado Potemkin de Eisenstein (recordemos que este film es paradigma de la vanguardia cinematográfica, analizada y destripada infinidad de veces) era capaz de conmover y despertar la conciencia de todos y cada uno de los obreros presentes en el cine. Nos gustaría saber qué opinaría Gasset sobre la obra vanguardista de Eisenstein, y de su relación con las masas. Un obrero de ese cine estaba más capacitado para comprender la película de Eisenstein que toda una legión de expertos en semiótica y análisis de la imagen (Althusser dijo algo parecido sobre la propensión de los obreros para leer El capital).

El arte, hemos afirmado, ya no conecta con las realidades sagradas y divinas, y no tiene poder ya para constituirse como mito. El nuevo arte de vanguardia ya no entusiasma, sino que irrita. La recepción del arte de vanguardia es por tanto minoritaria, totalmente impopular para Gasset. Esta recepción minoritaria está cargada con un tinte aristocrático: las masas, al ser incapaces de reconocer este nuevo arte antiburgués como tal (ya sea por la educación estética burguesa que han recibido o por la falta de otra educación estética) lo desacreditan y marginan. En cambio, alguien como Ortega y Gasset saludará al arte de vanguardias como lo genuinamente estético, desde una noción nietzscheana de la metafísica del artista. Este arte niega identificarse con la realidad, hay una sospecha y distanciamiento respecto a esta, no necesita “la experiencia como piedra de toque”, parafraseando a Kant. El objeto artístico se distancia como hemos dicho de la cotidianeidad, los espectadores no podemos vivir una obra de Duchamp como podríamos haber hecho con un cuadro de Delacroix. Ya no pretendemos ver “algo”, una realidad externa objetiva, a través de la obra de arte, sino que vemos la obra de arte en sí misma.

Pero esta sospecha de la realidad cotidiana sólo tiene sentido si se inscribe dentro de la construcción de un espacio más real todavía: lo que se ha hecho pasar por realidad, de lo que el arte de vanguardia sospecha y se distancia, es un simulacro, un fetiche basado en un sentimentalismo hipostasiado. Frente a este, el nuevo arte reclama un sentido más real, un ultraísmo frente a lo cotidiano, que reconozca como hostil todo síntoma de  la cultura de masas. Para esto, Gasset afirmará que el nuevo arte utiliza la metáfora como mediación técnica, por su imposibilidad de ser idealizada por su carácter falsador del mundo (la metáfora no imita el mundo, sino que lo construye). De la misma forma, una pintura vanguardista, al no tener la referencia a la realidad externa cotidiana, al eliminar esta referencia ontológica, se constituye como referencia artística de sí misma, su sentido auténtico se basa en esta “irrealidad hiperreal”, en palabras de Baudrillard. El arte de vanguardias es más auténtico que el arte burgués, por estar el primero referido a sí mismo y el segundo imitando una realidad externa. Se podría decir, a modo de ejemplo gráfico, que la vaca que pinta Potter es menos auténtica que la que pinta Dubuffet. Resuena como ya hemos dicho Nietzsche, la fuerza del artista como creador, la vitalidad excesiva contra lo caduco, el entusiasmo del mundo joven enfrentado al gris mundo viejo (recordemos la visión que Gasset da en El tema de nuestro tiempo de un sujeto activo y creativo, la vida es superior a las formas orgánicas cosificadas por la historia, y se cuela por los poros de estas). Gasset nos habla de un ritmo en el arte: una oscilación entre apertura y clausura, de porosidad y hermetismo. La obra se abre y se cierra en intervalos, lo que le da ese movimiento dialéctico por el que el espectador puede identificar en la obra de vanguardia un sentido distinto de la realidad. Este ritmo no se ha detenido con la destrucción del viejo disco, sino que su estructura de pura temporalidad se sigue sucediendo.

Gasset también afirmará sobre el arte de vanguardia que se ha liberado de la técnica. Esta liberación de la forma de reproducción del objeto artístico convierte al nuevo arte, como hemos dicho antes, en pura temporalidad (la imagen clara para pensar esta temporalidad vacía es un compás de jazz, constantemente prolongable sobre el que se puede construir una improvisación, y para la construcción de esta imagen recordemos el paralelismo que traza Adorno entre este tipo de compás y la cadena de montaje). La muerte del símbolo también es característica en el análisis de Gasset: Gasset se sitúa contra la totalización del significado, de las formas cerradas presentes en el Trauerspiel que analiza Benjamin (como esa estructura antidialéctica petrificada, en permanente inercia y esperando a un significante que nunca llega). Esta muerte del símbolo en el drama barroco alemán se convertirá, siguiendo a Eagleton, en el declive o caída del aura: “El término «mercancía» representa el elocuente silencio del Origen, el lazo secreto entre la alegoría barroca y la posterior disección [que Benjamin realiza] de Baudelaire” (Walter Benjamin, o hacia una crítica revolucionaria, pág 51). Pasaremos por tanto a analizar la perspectiva de Benjamin: este ve los trozos del disco en el suelo y entiende que sólo se puede ya tomar partido en un mundo en silencio, sin la melodía flotando en el ambiente.


Volar en pedazos el disco. Hacer saltar el continuum.

            Benjamin, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, nos pone ante una nueva problemática en el nuevo arte del siglo XX: La problemática de la caída del aura y de la irrupción del fascismo en la cotidianeidad. La depreciación de la tradición (que impregnaba a las obras de arte un valor cultual) viene de la mano de una hipertrofia de la técnica, utilizada como nueva forma de representación, de control y/o de exterminación de masas. El lenguaje de la tradición se convierte en insuficiente para describir los horrores de los combatientes en la Gran guerra, estos se quedan mudos tras haber contemplado el horror bajo el barro del Somme en el 16. Esto, para Benjamin, provocaba una pobreza en la experiencia (recordemos, a modo de paralelismo, que Arendt dirá posteriormente sobre Auschwitz que se trataba de una “experiencia sin concepto”, para la cual la tradición era inservible).

Las imágenes de culto, que crea la tradición, están caracterizadas por su inaccesibilidad frente al espectador, como una lejanía esencial. Cuando levantamos la mirada hacia la obra, esta se aleja. En Sobre algunos temas en Baudelaire, Benjamin identifica esta mirada con el aura: “Advertir el aura de una cosa significa dotarla de la capacidad de mirar (pág 120). También Benjamin define el aura como “manifestación irrepetible de una lejanía por cercana que esta pueda estar”, y como “el aquí y ahora”, como la originalidad de la obra de arte. Esto constituye a la obra como un entramado cultual que dificulta la familiaridad y su apropiación por parte de un espectador (recordemos que para Heidegger la obra de arte también se resistía a ser aprehendida por el sujeto). Pero la inaccesibilidad por lejanía de la obra cae en la época de la reproductibilidad técnica: la extraña distancia entre espectador y obra desaparece, y la relación se torna de inmediatez: la obra se deslocaliza y sale al encuentro del receptor, se torna “inmediatamente presente”. El tiempo de la tradición es neutralizado y sustituido por la totalidad cotidiana de un tiempo actual, con aspecto homogéneo y vacío.

Este tiempo de la tradición que la técnica neutraliza es el tiempo del que Benjamin habla en sus Tesis sobre el concepto de historia, un tiempo que está cargado de tiempo actual (Jetztzeit) y es lo que permitirá al materialista dialéctico dar el “salto de tigre hacia el pasado” y “cepillar la historia a contrapelo” para retener esa imagen del pasado, redimirla y lograr que el Mesías, el proletariado, el heredero de la filosofía clásica alemana en palabras de Engels, entre por la pequeña puerta, tire del freno de emergencia de la historia dejándola en suspensión, y el autómata logre, al fin, vencer la partida de ajedrez.

El momento en el que Benjamin escribe es el momento en el que la reproducción técnica ha hecho completamente imposible recuperar el aura. En el siglo XIX, cuando Baudelaire escribía, era posible hacer una experiencia estética de la caída del aura. Baudelaire descubre (quita el velo) que la Modernidad ha transformado la experiencia del lector, y adopta una actitud propensa a encontrar algo en la ciudad que le devuelva la mirada, sin ir buscándolo. Baudelaire se limita a pasear (flâneur) y a encontrar estos instantes rutilantes que surgen en la ciudad moderna (y quizás contra ella) por puro azar.

En la época de Benjamin esto es impensable. Y más lo seguirá siendo conforme avance el siglo XX, hasta tal punto que Adorno acabará cuestionándose si se puede escribir poesía después de Auschwitz sin ser un monstruo. La experiencia de la Modernidad ha sido transformada totalmente, y Baudelaire fue el último poeta lírico, es decir, el que hizo una experiencia estética de la desaparición de la experiencia estética. La historia de la tradición, la historia del culto, ha terminado. El sacerdote ha estudiado ADE y ahora ejerce de mercader. Además, no sabe hacer otra cosa. El disco se ha detenido y el botón de rebobinar está roto. Se abren para Benjamin dos caminos, dos vertientes que se excluyen mutuamente: la estetización de la política y la politización del arte.

La estetización de la política, propugnada por el fascismo, es entendida por Benjamin como canalizar toda muestra de impulso estético hacia fines políticos: se trataría de convertir una acción política en una obra de arte. El político, el líder, se convierte en un actor que interpreta un papel. El valor estético se convierte en el paradigma de lo real, y lo político se despolitiza formalmente. La neutralización del conflicto político se universaliza bajo la forma de “sentido común” en Kant: Una acción política concreta se torna de “sentido común”, y es imposible que no se esté de acuerdo. La intuición sin concepto en la que se ha convertido la política se universaliza bajo esta forma. Todo punto de la estetización de la política culmina, para Benjamin, en la guerra: el ejemplo es Marinetti escribiendo poesía sobre los tanques en Etiopía, buscando satisfacción estética en el desarrollo técnico aplicado sobre los mecanismos de guerra imperialistas (independientemente de que si en realidad, cuando comenzaran a sonar disparos cerca, Marinetti huyera despavorido). La sociedad moderna se convierte en espectáculo de sí misma: vamos al cine a ver una película de acción, en la que un tipo fuerte salva a una chica indefensa y mata a unos malos entre frases ingeniosas, y aplaudimos con gusto. En realidad no estamos aplaudiendo a la película, sino que nos aplaudimos a nosotros mismos, aplaudimos a la parte de nosotros que creemos que está reflejada en la pantalla: la reproducción del arte conlleva la reproducción de las masas, una masa (uni)formada y ensamblada capaz de justificar cualquier tipo de barbarie disfrazada de neutral. Es totalmente paradigmático el concepto que los miembros de esta masa uniforme (cuya máxima aspiración es diferenciarse) asumen y utilizan para denominarse a sí mismos: “clase media”. No fue la clase obrera la que permitió el avance de los movimientos fascistas en Europa, como muchos libros de texto afirman: Fue esta clase media, refugiada en la obediencia por miedo a perder privilegios y fuerza política.

Además, la sociedad del espectáculo, en palabras de Debord, encarnada en la industria cultural, bombardea constantemente al espectador con fotogramas con la intención de dispersarlo, de lograr que no sea capaz de articular una reflexión sobre lo que está viendo. La contemplación ya no es la de una fotografía o un cuadro, analizables en silencio. Ahora cuando queremos explicar qué estamos viendo, la imagen ha cambiado totalmente (el espectador moderno se parece en este sentido a Álex, el personaje de La naranja mecánica de Kubrick). En un mundo en el que los semióticos que se dedican al análisis estructural como Metz o Bellour son los únicos que se niegan a “dejarse llevar” por una película, parece que si parpadeamos nos perdemos algo. El espectador, como dice Duhamel, no puede rastrear significados. Este shock que se produce en el espectador, esta carga sensorial, recibida como un estímulo “natural” (en el sentido de totalmente abstraído de la reflexión política) es redireccionado hacia fines políticos y logra que los oprimidos legitimen y justifiquen las mismas relaciones de producción que les oprimen, como si de algo natural, eterno y neutral se tratara. La desigualdad se convierte en algo tan imposible de transformar como el clima.

Frente a esta autoalienación capaz de vivenciar su propia aniquilación como goce estético de primer orden, Benjamin menciona la otra posibilidad: la politización del arte, con la que el comunismo responde al fascismo. Si el fascismo (y el sistema capitalista, del cual el fascismo conserva sus relaciones de producción) naturalizaba la política como si se tratara del clima, para explicar la politización del arte podríamos usar algo así como lo que escribió en los sesenta Ulrike Meinhof: todos hablan sobre el clima, pero nosotros no. Nosotros hablamos de política. El comunismo responde al fascismo explicitando la política que este camuflaba bajo la obra de arte. Bertolt Brecht deteniendo la obra de teatro y gritando al público que no se crea nada, que todo es una farsa, que no pueden identificarse con ninguno de los personajes porque, mientras se están divirtiendo, alguien puede estar intentando “colar” subliminalmente un mensaje, es el ejemplo claro de esto. Brecht detiene, suspende el curso de la obra cuando se va a producir la catarsis aristotélica, para que esta se produzca fuera del teatro. Al final no se soluciona todo y se puede volver con una sonrisa a la cotidianeidad de explotación, sino que el público sale del teatro con ganas de incendiarlo todo.

Politizar el arte no es pintar únicamente retratos de Lenin, ni interpretar marchas soviéticas en los auditorios. Más que un realismo social, más que películas filmadas por obreros y para obreros, proyectadas en asambleas de estudiantes y fábricas en huelga (como intentó el colectivo sesentayochista Dziga Vertov), más que “películas de pizarra” la politización del arte es más eficaz si tiene como estrategia servirse del arma “del enemigo”, es decir, de la industria cultural: Politizar el arte es, como dijo Jean Luc Godard en una entrevista, hacer un Love Story con lucha de clases.


Conclusión: el cover.

El nuevo arte no es, como afirmaba Gasset, una fuerza minoritaria, antipopulista y alejada del mundo. La reproducción del arte es también la reproducción de las masas, y el arte es una parte fundamental de la industria cultural. El arte es un medio de comunicación de masas y no se encuentra ajeno a los equilibrios de poder y a las cuestiones políticas. La obra de arte, como signo producido, no está captando una realidad de forma neutral: la realidad hay que producirla, fabricarla. Como Claire Johnston afirmó, la verdad naturalizada de la opresión (ejercida en este caso sobre las mujeres en el cine) no puede ser captada en el celuloide con la inocencia de la cámara. El mundo estético naturaliza (vuelve natural) el mundo de la ideología dominante, y esto es lo que moldea la cámara. Como afirmó Brecht, el arte no es espejo que refleja la realidad, sino un martillo que le da forma.

Los últimos instantes de lo eterno no es la nostalgia por un reducto anterior de originalidad estética, tampoco es la redención que posibilita la poesía al verlo todo convertido en fango: los últimos instantes de lo eterno implican que sólo queda ya fango, que la poesía ya no es refugio, que la aureola que Baudelaire abandona al estar borracho es la única aureola a la que podemos aspirar. El tiempo perdido que Proust recobraba sólo se puede reencontrar como ruina, como perdido para siempre: nunca podremos apropiárnoslo como experiencia privada.

Aún así, con todo ello, quizás haya aún en el arte algo que se resiste a ser reducido, que permanece irreductible a una instrumentalización técnica. La imposibilidad de una total industrialización nos hace pensar que quizás exista lo que Barthes llamó el “tercer sentido”, el sentido obtuso que atraviesa la fotografía y nos pincha al contemplar la imagen, el pedazo de arte: ese punctum que nos altera y nos recuerda que hay algo más.  El disco del arte ya se ha detenido, y nos ha dejado en un silencio incómodo, sólo alterado por las manecillas de un reloj, como pequeños shocks homogéneos. Some of these days you’ll miss me, honey. Ese día ha llegado. Antoine Roquentin no va a escuchar nunca más la canción del gramófono. El disco, el mundo de lo imaginario que dependía del mundo de lo real, ha volado en mil pedazos. El origen está perdido, y el trabajo hermenéutico de recuperación que llevó a cabo Heidegger no ha funcionado. El disco es irrecuperable. La aureola ha caído, y cada vez se deja ver menos entre la cotidianeidad y la contaminación de la ciudad. Ya no podemos escuchar más el disco, pero aún recordamos la melodía. Y con esa melodía, usando el tempo del reloj, el único que nos queda, quizás podamos hacer un cover.




Bibliografía.

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   Impromptus. Serie de artículos musicales impresos de nuevo. Andrés Sánchez Pascual (ed). Barcelona, Laia. 1985.
BAUDELAIRE, Ch: El pintor de la vida moderna. Martín Schifino (trad). Madrid,  Taurus. 2013.
BARTHES, R: El placer del texto. José Miguel Marinas (ed). Madrid, Siglo XXI. 2007.
   La cámara lúcida. Barcelona, Paidós. 2009.
BAUDRILLARD, J: El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas. Irene Agoff (trad). Buenos Aires, Madrid, Amorrortu. 2007.
BENJAMIN, W: Estética y política. Joaquín Bartoletti, Julián Fava (trad). Buenos Aires, Las cuarenta. 2009.
   Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos. Roberto Vernengo (trad). Caracas, Monte Ávila editores. 1961.
   Escritos políticos. Ana Useros, César Rendueles (ed). Madrid, Abada. 2012.
   Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones III. Jesús Aguirre (trad). Madrid, Taurus. 1975
DEBORD, G: La sociedad del espectáculo. José Luis Pardo (pról, trad). Valencia, Pre-Textos. 2010.
EAGLETON, T: Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria. Julia García Lenbeg (trad). Madrid, Cátedra. 1998.
HEIDEGGER, M: Caminos de bosque. Helena Cortés, Arturo Leyte (ed). Madrid, Alianza. 2010.
LENORE, V: Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural. Nacho Vegas (pról). Madrid, Capitán Swing. 2014.
LEYTE, A: Heidegger. Madrid, Alianza. 2006.
MAURA, E: Las teorías críticas de Walter Benjamin. Madrid, Bellaterra. 2013.
MOSÈS, S: El ángel de la historia. Rosenzweig, Benjamin, Scholem. Alicia Martorell (trad). Madrid, Cátedra. 1997.
ORTEGA Y GASSET, J: La deshumanización del arte. Valeriano Bozal (ed). Madrid, Austral. 2009.
SARTRE, J.P: Colonialismo y neocolonialismo. Situations V. Josefina Martínez Alinari (trad). Buenos Aires, Losada. 1968.
SCHOLEM, G: Walter Benjamin, historia de una amistad. J.F. Yvars, Vicente Jarque (trad). Barcelona, Debolsillo. 2014.
VATTIMO, G: Introducción a Heidegger. Alfredo Báez (trad). Barcelona, Gedisa. 2002.
VV.AA: La mirada del ángel. En torno a las tesis sobre la historia de Walter Benjamin. Bolívar Echevarría (ed). México, UNAM, Era. 2005.

VV.AA : Cuando las películas votan. Pablo Iglesias Turrión (ed). Madrid, UCM, La catarata. 2013.

martes, 16 de diciembre de 2014

La huella de la ausencia.



“El ser es la huella de nada, la huella sin genitivo, sin fondo ni razón, a propósito del cual únicamente nuestros hábitos metafísicos nos inducen a afirmar que surge sobre un fondo al que, sin embargo, ninguna presencia ha venido aún a visitar. El ser no es la huella de una presencia; en cambio sí que es la presencia que es huella de lo Ausente”.

Pierre Aubenque, ¿Hay que desconstruir la metafísica?

Umberto Eco parte de una insuficiencia, un fracaso que caracteriza las investigaciones sobre el significado: la insuficiencia de un análisis semántico del verbo ser. El verbo ser debe ser dado como sobreentendido si se quiere articular una definición (S es P, implica que el “es” ya es previo). Por tanto, Eco, utilizando a Pascal, afirma que el ser no tiene definición (toda posible definición del ser incluiría lo definido). El argumento es que el ser es condición de posibilidad de la definición, es decir, un primitivo lingüístico.

A continuación, Eco introduce la Metafísica de Aristóteles, al referirse a la ciencia del ser en cuanto ser (to on) del libro Γ. Aristóteles utiliza el participio presente para referirse a esta ciencia, lo que Eco traduce como “ente”, pero no sólo ente como lo que es (como serían los muchos aspectos de los entes, estudiados en distintas ciencias) sino de una forma especial, lo que esos diversos entes tienen en común: el hecho de ser. El ser es entonces la mayor abstracción posible, lo que tienen en común todos los entes por el hecho de ser. El “ser en cuanto ser” es, por tanto idéntico al “ente en cuanto ente”. Eco afirma, por tanto, que la extensión del ser es ilimitada (abarca a la totalidad de los entes) y su intensión es nula (decir que algo sea no añade absolutamente nada al ente).

Más tarde, partiendo de una doble significación (ser como nombre y como verbo-función), Eco realiza una especie de etimología del ser en distintos idiomas (italiano, castellano, alemán, inglés, francés), dejando patente la confusa ambigüedad con la que se expresan. Eco reflexiona sobre esta ambigüedad, y la presenta como “condición fundamental” al hablar del ser. La ambigüedad no es del lenguaje (pues se sigue dando en todos los lenguajes analizados) sino de la cosa misma (la dificultad es objetiva).

El ser incluye lo posible, la temporalidad pasado-futuro y el propio devenir. El ser es tanto esencia como cualidad, cantidad y el resto de las categorías aristotélicas. Lo que hace especial la metafísica es el tratar del ser en cuanto ser. Por tanto, Eco convierte el ser en el género de todo género, y acaba definiéndolo como “algo” (entendido en relación a la famosa frase leibniziana “¿Por qué existe algo en lugar de nada?”). El ser, por tanto, es ese algo que existe en vez de la nada, el ser es el ente.

Y la semiótica debe estudiar en este “algo” previo a toda representación o hipótesis, este algo que despierta previamente la atención (antes de cualquier categorización).

Eco nos da ahora una razón por la que la Metafísica aristotélica desaparece hasta el siglo I. a.C. El motivo, para él, es que la pregunta por el ser es una pregunta que va en contra del propio sentido común, que nunca se plantea. Pero, ¿por qué hay ser? ¿Cómo responder a la pregunta leibniziana, si (como afirma Eco) la nada es más fácil? La pregunta no puede plantearse en estos términos: el ser es condición de posibilidad de esa pregunta, para que esta surja, se necesita que ya “seamos siendo”. Hay ser, afirma Eco, porque sí. Valga la siguiente matización:

El ser es la condición de posibilidad, no sólo de esa pregunta, sino de cualquier pregunta que pueda hacerse. Haciendo una analogía con el ser humano, Eco afirma que el ser es el líquido amniótico, una especie de evidencia luminosa que se presenta siempre como dada. Siempre hay algo (ente), el ser es ya el fundamento de sí mismo. Eco plantea el ser como horizonte último, como sustento referencial de toda pregunta posible, y esto implica que el ser sea necesariamente previo al lenguaje.

“El ser se dice de muchas maneras” es una tesis de Aristóteles. Eco la interpreta como que el ser se presenta en los entes, tiene significados múltiples. Eco reduce estas maneras a cuatro: accidente, verdadero, potencia/acto y substancia (ousía, esencia, entidad). Con una concepción tomista, Eco expone otra tesis aristotélica: la referencia a un único principio, para afirmar que el único principio es la substancia (un principio claro y luminoso para Tomás de Aquino, y ambiguo para Aristóteles). Eco automáticamente identifica el “decirse del ser” (logos) con el discurso, con el lenguaje, y acaba formulando otra tesis: el ser es un efecto del lenguaje. Hablar del ser es ya interpretar el ser, y sólo podemos tomar conciencia del ser a través del propio lenguaje. A continuación, Eco (siguiendo a Aubenque esta vez) presenta los universales no como una conquista intelectual, sino como una deficiencia (enfermedad) del discurso, ante la incapacidad de captar la esencia individual del ente. Hablamos siempre en universal. Se nos presenta también una definición de la definición, como noción cuyo signo es el nombre. Aquí surge un problema: sólo puede existir definición con género y diferencia específica. Pero Eco radicaliza su tesis al situar al ser en un plano distinto a la definición: ni siquiera el lenguaje puede definir el ser, este escapa a toda definición posible (el ser no es un género, es lo que permite la definición). El ser no es un predicado real, no añade nada. Se vuelve al inicio de la argumentación al fracasar.

El neoplatonismo sitúa al Uno como fundamento anterior del ser, y la Escolástica trataba de llenar con la teología (filosofía primera) este hueco metafísico, desarrollando la noción de analogía que acaba desembocando en una argumentación circular (el lenguaje es el que dice que el ser sea análogo). Heidegger, más tarde, pondrá el dedo en la llaga al afirmar que la metafísica no había hecho sino ontificar el ser, es decir, hablar de entes y no de su fundamento (el ser). Nos falta el concepto del ser, pero aún así lo comprendemos en el estado de angustia, de apertura del Dasein. El Sein se convierte entonces en la prueba de nuestra finitud, el lenguaje oculta el ser.

Eco, ante este lenguaje ocultador, pone la figura del Poeta: sólo se puede hablar del ser por vía poética (simbólica, por analogía). Los Poetas no dicen el ser, lo emulan, es decir, realizan una interpretación que no sustituye al ser. Eco está pensando aquí en el ejemplo heideggeriano de los zuecos de Van Gogh: la obra de arte “desoculta” (alétheia) el ser del ente. En el discurso poético es donde el ser se revela, donde se sostiene la cuestión sobre el ser (posibilita la hermenéutica), donde se choca contra lo concreto (esencia).

Para explicar las ilimitadas combinaciones con las que se puede categorizar el ente (decirse de muchas maneras), Eco introduce dos constantes: Mente (asigna símbolos) y Mundo (átomos), donde acaba defendiendo que las posibilidades combinatorias de ambos serían casi ilimitadas (astronómicas) y se enfrentarían entre ellos de forma potencialmente equilibrada (astronómicos enunciados mentales para interpretar astronómicas estructuras mundanas). Cualquier enunciado es una de las ilimitadas perspectivas de las que se puede “decir” el ser.

Por tanto, un enunciado, afirma Eco, es una elección en una “superabundancia de ser”. Pero no hay que caer en la pérdida del valor veritativo del pensamiento débil posmoderno, que, según Eco, comienza en Nietzsche. No conocemos la X (noúmeno) kantiana, el conocimiento se fundamenta sobre un algo incognoscible que se debe categorizar. Esto lleva (Vattimo) a pensar el ser como fractura, como ausencia de fundamento. El ser sólo puede darse como una suspensión: la muerte de Dios lo hace estable. Para Eco, la conclusión lógica que este planteamiento tiene es que no existiría ninguna “interpretación mala” (errónea) del ser. Con un ejemplo de póker, Eco muestra que el problema es que el ser supera en ocasiones al entendimiento: pero ¿qué interpretaciones del mundo (entendiendo el mundo como objeto, como horizonte hermenéutico) son verdaderas y cuáles no? Es obvio que, de la pluralidad de la actividad de interpretación, algunas interpretaciones deben de ser falsas (usa para ello el ejemplo del LSD), se debe poder encontrar un criterio público (si no universal) para juzgar la validez y aceptabilidad de las distintas interpretaciones. Hay aspectos del mundo que no pueden ser interpretados libremente (un “tuétano duro”, una resistencia del ser). Estas líneas de resistencia no son fijas, sino móviles, e impiden cualquier interpretación “disparatada”, es decir, limitan el discurso sobre el ser. Está clara la experiencia de un límite (dado como último en la muerte) en el horizonte del ser humano, un límite que pone también una naturaleza constante. Nada, ni siquiera la posibilidad, escapa a un límite determinado (fijado) de antemano.

Eco muestra también la posibilidad de regiones incomunicables del ser. Hay un continuo ilimitado de ser que es todo y nada (como el absoluto hegeliano) hasta que no se limita, hasta que no se asignan signos que lo interpreten y lo diferencien. Y estos signos son organizados lingüísticamente por la cultura. El continuo, previo a la determinación, tiene líneas de resistencia (restricciones negativas) que impiden que el ser se pueda decir “de cualquier manera”, sino sólo “de muchas maneras”. El lenguaje no construye libremente el ser, sino que, como afirma Eco, viene ya dado, lo encuentra como líneas de resistencia. Este límite (resistencia) existe necesariamente.


El último paso es poner los límites como positivos: no hay una incapacidad del ser, sino que en el ser no es posible un sentido por estar ya positivamente en otro distinto (pone el ejemplo de una tortuga a la que se le exigiera volar). El ser no advierte límites sino posibilidades, es el ser humano el que advierte esos límites al fracasar en el deseo de tender hacia una libertad absoluta, hacia rebasar estas resistencias naturales del ser (cuando tendemos a una deconstrucción absoluta del ser). Ni siquiera los Poetas pueden negar las resistencias del ser, sólo logran recordarnos nuestra finitud, recordarnos la definición sartreana del hombre como pasión inútil.

Eco había afirmado, con Pascal, que no era posible ninguna definición del ser (por estar ya previo en toda definición). Aubenque, con Gilson, afirmará que a la pregunta ¿qué es el ser? (ser como “condición trascendental de posibilidad”) la metafísica ha tratado de contestarla rellenando un vacío. El ser sería una apertura, una condición formal a la que se ha intentado dar un contenido que es imposible. Aubenque afirmará que el ser es inobjetivable al ser condición de posibilidad de toda objetivación.

El ser, que para Eco era un nombre (recordemos que Eco identificaba el ser con la totalidad de los entes) no puede ser para Aubenque sino un acto vacío, sin sujeto, la forma verbal del infinitivo, cópula (de la que ninguna conjugación de ningún sujeto puede añadirse). Por tanto, a diferencia de la tesis de Eco, para Aubenque ser es función inobjetivable (ser como sinónimo de existir, pensamiento con influencia de Tomás de Aquino). El ente, siguiendo a Heidegger, sería aquello que tiene ser. Y como el vocablo ser está vacío, es forma (función), la metafísica ha tratado de rellenarlo utilizando para ello la totalidad de los entes, en especial el Ente primero, añadido como sustituto del ser (aunque en realidad sólo sea una modalidad, una presencia del ser). Este rellenar de entes el ser desemboca sin duda en la confusión escolástica-moderna de esencialización de la existencia (Gilson), de ontificación del ser (Heidegger), o de ontoteologización de la metafísica (Aubenque). La confusión ha llevado a la identificación de la metafísica (ciencia del ser en cuanto ser) con la filosofía primera (teología). Esta confusión ha tenido lugar aún siendo la teología una ciencia particular (y teniendo tanto género como objeto determinado, a diferencia de la ciencia del ser en cuanto el ser). Este es el drama de una metafísica occidental que intentaba hablar del ser, que, siguiendo a Gilson, debería ser una ontología (logos sobre el ser) y acaba hablando de Dios, o del bien, lo uno o el hombre.

Otro problema surge cuando Eco identifica el ser como la clase de las clases, como la máxima abstracción: abstraer el máximo es acabar destruyendo la naturaleza misma de las cosas particulares (recordemos que la noción importante de naturaleza en el mundo griego es la que se aplica sobre las cosas, al decir que las cosas tienen naturaleza). Decir de algo que es no añade ninguna información, no explica su esencia. El ser no puede ser un género, pues lo rebasa. El ser es, como dice Aubenque, un trascendental. Con esta dificultad, surge una contradicción: si el ser no es un género y toda ciencia necesita versar sobre un género determinado, una ciencia (teórica, apodíctica, demostrativa) del ser estaría siempre abocada a un fracaso absoluto, debido a su imposibilidad de objetivar el ser (que Aubenque, como se ha dicho, entiende como inobjetivable condición de toda objetivación). Sólo podría darse una metafísica dialéctica, que definiera mediante el discurso un objeto aporético, inobjetivable, a modo de propedéutica para una ciencia que empezaría cuando la esencia fuera definida (la dialéctica sería precientífica). La filosofía, por tanto, no puede ser una ciencia, no puede ser clasificada en el sistema de los saberes porque, directamente, rompe el esquema: la filosofía es, como afirma Michel Serres, una diferencia diferente a las diferencias.

Al introducir la Metafísica de Aristóteles, lo primero que llama la atención en Eco es un olvido, el olvido de “la pregunta por el ser”, si se le puede llamar así, durante varios siglos desde la muerte de Aristóteles hasta que fue retomada. Eco achaca este olvido a la propia rareza de la pregunta: el ser es natural, preguntar por él, no es nada habitual. Pero no hay que ver únicamente el olvido natural de una pregunta difícil de hacerse, sino el propio derrumbamiento del mundo y de la forma de pensar griegos que se produce con la propia muerte de Aristóteles.

Retomando de nuevo el inicio del libro Γ de la Metafísica, hay una ciencia del ser en cuanto ser (to on, que sería traducido a ens qua ens en latín). Eco traducía, como se ha visto antes, el ser como ente (participio presente) y acababa afirmando que “ser en cuanto ser” era idéntico a “ente en cuanto ente”. Pero para Aubenque, lo que da el sentido no es el participio sino el infinitivo sustantivado: en él se debe focalizar la interpretación de la expresión to on. El infinitivo ser es el que da el sentido al participio ente y no a la inversa. Aubenque cambia el enfoque: Aristóteles no se pregunta por el porqué del ser, sino que el ser es el porqué. En el mundo griego en general no está la duda de si hay ser porque nos alguien se pregunta por él, alguien se pregunta por el ser porque hay ser. Esta duda es medieval-moderna, no antigua (Aristóteles no podría haberse hecho la ya repetida pregunta leibniziana).

Al observar otro pensamiento aristotélico, se puede hallar otra disensión entre las interpretaciones de Eco y Aubenque: Aristóteles afirma que el ser “se dice de muchas maneras”. Automáticamente, Eco interpreta la expresión “decirse” (logos) como discurso, lenguaje predicativo. De nuevo, vuelve a aplicar un enfoque demasiado moderno. En el mundo griego, la diferencia entre pensar y hablar no es tan clara (pensar, en última instancia, es hablar interiormente). No es que el ser nosotros lo podamos decir de muchas maneras, según los sentidos (como afirmaba Eco, podemos decir el ser en cuanto esencia, accidente, movimiento...) sino que la importancia hay que ponerla en el reflexivo: el ser se dice (el ser diciéndose), es decir, presentándose, dándose. En cuanto al “ser se dice”, Aristóteles no necesita a un sujeto hablando del ser para que lo diga, porque no establece la diferencia moderna entre lenguaje discursivo conceptual y pensar. El ser, como afirma Eco, tendrá prioridad ontológica sobre el hablar, pero el problema es que hasta que no se construye un discurso no se puede saber que existe con anterioridad al propio discurso. “El ser se dice de muchas maneras” equivale por tanto a “El ser se presenta de muchas maneras”.

En cuanto la segunda articulación de la expresión aristotélica, que el ser no sólo “se dice”, sino que se dice “de muchas maneras”, hay otra oposición entre las tesis de Eco y de Aubenque, debida sin duda a la concepción de ser como participio o como infinitivo. Para Eco, como se había observado, que el ser se diga de muchas maneras significa que existen muchos entes (muchas modalidades del ser). El ser es el algo leibniziano, que se dice en tantas modalidades como entes haya. El ser sería lo que tienen en común aquellas modalidades. Aubenque, en cambio, considera esta tesis (la polisemia del ser) como la más importante de la Metafísica de Aristóteles. El ser se dice de muchas maneras es idéntico a la tesis “el ser significa (semainei) de manera múltiple”. Aubenque, por tanto, identifica “se dice” con “significa”. En el ser, surgen continuamente distintos sentidos que lo hacen profundamente ambiguo. El ser no es claro, como interpretó Tomás de Aquino, sino ambiguo. Y esta ambigüedad ni surge ni desaparece con el lenguaje, sino que es el “sentido auténtico” del ser. El ser es polisémico y aporético, y este surgir continuo de sentidos, es lo que Aubenque afirma que es el movimiento del ser, entendido como diferencia (gracias a este movimiento se concluiría la tesis fundamental del libro de Aubenque: la metafísica incluiría su propio rebasamiento y no sería necesario deconstruirla para liberarla. Se podría decir que, si se hubiera leído de esa forma a Aristóteles, no habría hecho falta Derrida).

Lo que Eco afronta sin dificultad, pasando casi de puntillas (el hecho de que el ser se diga de muchas maneras), para Aubenque resulta el núcleo más importante, el sentido mismo de la Metafísica aristotélica, la mejor definición de un ser polisémico, aporético y ambiguo.

Los “sentidos” en los que el ser se dice, es decir, esencia (substancia), relación, cantidad, cualidad, etc. (Aubenque se encarga de recordarnos que la definición que Aristóteles da es catalógica, es decir, enumerativa) para Eco se reducen a uno, la substancia (recordemos que utilizaba la tesis aristotélica de la referencia a un único principio para subsumir el resto de los sentidos en la substancia como primer sentido). Aquí, Aubenque vuelve a disentir.

El ser, para Aubenque, es absolutamente irreductible a la esencia (substancia-entidad-ousía). Los sentidos nunca pueden decirse de otro sentido, la accidentalidad del ser no puede ser cerrada mediante un principio primero. El ser no puede ser substancia, porque esto implicaría que sólo podría ser sujeto (se acabaría esencializando la existencia) y no accidente. El ser no puede agotarse ni coincidir en un solo sentido, pues esta coincidencia destruiría el surgir de sentidos con el que el ser se presenta. A esta tesis es a la que Aubenque denomina “parricidio” contra el maestro Parménides, motivo posible por el que Aristóteles no quisiera llevar hasta el final su afirmación y por la que trató de suavizarla y atenuarla.

Pero esto resulta inquietante y, en cierto modo, desencantador: ¿Lo único que podemos hacer es resignarnos a que el ser se presente como polisémico, tanto que ni siquiera podemos intentar una especie de unidad en el ser para referirnos por lo menos a él? Esta tesis se asemejaría mucho a la tesis sofística de que todo (y nada por tanto) es accidental (ontología accidental), tesis que combate ferozmente Aristóteles. Aubenque, con Aristóteles, dirá que sí que se puede y se debe buscar una unidad, una especie de unidad aglutinadora (focal, afirma él) y esta unidad es la esencia-ousía-substancia. Pero esta unidad no viene dada (como pensarían Eco y Tomás de Aquino). Esta unidad es sólo buscada, construida y articulada. Pero la metafísica se olvida de que es puesta por el sujeto, y la tradición acaba desproblematizando el objeto en el origen: el ser pierde su carácter problemático original (Heidegger), y acaba tornándose un ser con esencia definida, claro y luminoso (como afirmaría el propio Tomás de Aquino).

Pero Aristóteles también afirma la primacía de la esencia, pero únicamente la justifica de dos maneras, como primacía gnoseológica (en tanto que conocer) y como primacía cronológica (es decir, como fundamento). La esencia es, por tanto, condición necesaria pero no suficiente. Siguiendo a Heidegger, cuando el ser se desvela como ousía (presencia) se vela como acontecimiento, hay un doble movimiento en el que se presenta el ente y se oculta el ser.

Sobre el ser como fundamento de sí mismo, Eco afirmaba que eliminar el fundamento del ser (Vattimo y la corriente posmoderna) lleva necesariamente a no poder discernir las erróneas de las correctas interpretaciones del ser. Si no estuviera el fundamento último como sustento del ser, ¿los desplazamientos serían laterales y aleatorios, sin seguir una jerarquía determinada (es decir, siguiendo el modelo de rizoma de Deleuze)? Aubenque responde que no tiene por qué ser así, y, con Plotino (contra los gnósticos), expone una “necesidad de conveniencia”.

Lo que expone Aubenque en el capítulo V, sobre Derrida, puede resultar aclarativo. Según Eco, Derrida, al intentar superar la metafísica, estaría pensando más allá de las resistencias del ser (que impiden cualquier interpretación). Ante la ausencia de un centro, en Derrida, todo se torna discurso (nunca hay un significado absoluto o trascendental). Derrida libera el movimiento de referencia de los significados hasta el infinito, en un sistema de diferencias, libera la metafísica, desoculta el ser (de alguna forma, abre más el espacio del pensar), utiliza el signo para subvertir los conceptos. Pero la limitación de Derrida, para Aubenque, es cómo pensar la diferencia sin la idea de unidad, cómo pensar lo absolutamente aleatorio. En el punto de esta superación, no parece haber tanto desacuerdo en las tesis de Eco y Aubenque.

Comentando de nuevo la disensión entre si el ser es o no un género, se articula uno de los mayores problemas de la metafísica occidental: el problema de la homonimia (equivocidad) y la sinonimia (univocidad). Tomás de Aquino, y Eco al hablar de un solo sentido del ser al que se reduce y al afirmar que el ser es “la clase de las clases” (un género) defienden que el ser es unívoco, que todas las formas de decirse del ser comparten una esencia común, es decir, que se dicen de la misma manera (todas las cosas tendrían en común el ser, se podría construir una ciencia del ser en cuanto ser, que sería la ciencia que estudie la esencia, es decir, una “ousiología” en palabras de Giovanni Reale). En cambio, la concepción acerca del ser de Aubenque es de un ser equívoco u homónimo, en el que la esencia no fuera común (el ejemplo que pone Aristóteles es el de “can” como perro o constelación). El ser no tiene el fundamento ontológico de la pertenencia a un género, es decir, la pluralidad de sus significaciones (entendida esta pluralidad por Aristóteles como la lista antes mencionada: como esencia, potencia/acto, verdadero/falso, categorías...) no puede ser reducida a un género determinado.

La conclusión a la que llega Aubenque es, de contenido, negativa: el ser no es un género y no se dice en un único sentido. No hay respuesta esencial a la pregunta sobre el ser, no se puede construir un sistema que exprese su esencia. Hay muchas maneras de responder a la pregunta qué es el ser, pero todas se refieren a la forma en la que el ser se dice (enumeración), y no a su esencia.

Tras la confrontación entre Eco y Aubenque, lo lógico es encontrar más consuelo en la tesis de Eco: las formas en la que se dice el ser pueden ser reducidas a una sola, la ousía o esencia: por tanto, podemos conocer esa esencia, podemos construir un orden cognoscitivo que esté garantizado por la esencia. Esta concepción es tranquilizadora.

Pero al leer a Aubenque la angustia nos atrapa. El intento de construir un sistema apodíptico que hable del ser está abocado al desastre. No podemos sino resignarnos a la construcción dialéctica de la metafísica (por ser esta la única posible). La ambigüedad y la polisemia es el sentido último del ser. Intentar suavizar esta contradicción es imposible. Y lo más inquietante de todo, es observar cómo la metafísica escolástica occidental se ha venido abajo, se ha derrumbado literalmente al haberse fundado en un mundo, el griego, con una visión completamente distinta. Y la metafísica no se ha derrumbado debido a fisuras, es mucho más profundo: no es su estructura lo que falla, sino sus cimientos. El orden que la metafísica escolástica ha construido, parafraseando a Rosa Luxemburgo, ha sido edificado sobre arena: la arena movediza de la polisemia y de la ambigüedad de un ser aporético, no presente sino signo de lo ausente.