sábado, 20 de diciembre de 2014

Los últimos instantes de lo eterno.

Estudio comparativo desde Heidegger, Gasset y Benjamin sobre la clausura de la representación estética y el auge de los movimientos de vanguardia en el siglo XX.



“Frágil eternidad: es una melodía siempre recomenzada; para callarla, habría que romper el disco. Y justamente se lo va a romper. La Historia se halla en las puertas de la ciudad; día a día se hace en los arrozales, en las montañas y en las llanuras. Un día aún, y luego otro día: todo habrá terminado, el viejo disco volará en pedazos. Estas instantáneas intemporales están rigurosamente fechadas: fijan, para siempre, los últimos instantes de lo Eterno”.

Jean-Paul Sartre,
“De una China a otra”, en Situations V.




La melodía siempre recomenzada: volver de nuevo al origen.

Heidegger entiende la obra de arte como vehículo de operación de la verdad: La verdad es comprendida no como predicación sino como hecho que abre las posibilidades de existencia del acontecer (para que se dé este acontecer se necesita como condición de posibilidad un espacio de libertad, una apertura radical). La estética como reflexión sobre el arte se desvincula de la belleza y se orienta a esta apertura de la verdad. El origen de la obra de arte comienza y termina con la misma palabra: origen, Ursprung. La pregunta por el origen siempre está pre-dada en el acontecer, y apunta siempre a la esencia de las cosas. Es importante ver que Heidegger le concede a la obra de arte un alcance ontológico, no de imitación ni de filtro, ni siquiera de iluminador de la verdad: la obra de arte pone en obra la verdad, abre el ser de las cosas. La contemplación de la obra de arte no consiste en el placer, sino en el saber.

Aquí es importante ver qué es lo que Heidegger piensa como cosa: la cosa se resiste a la comprensión por parte de un sujeto, pone siempre una distancia, es en cierto modo autosuficiente (está al margen del sujeto). La obra de arte, en cambio, está referida a la autonomía de los fines (opuesta por tanto al utensilio, como creación humana o medio orientado a una finalidad). Para Heidegger, la obra de arte no copia sino que reproduce la esencia general de las cosas, en su extrañeza y resistencia al sujeto. El origen en Heidegger está cargado del instante de lo eterno, y se debe pensar desde una lógica heteroestática, completamente desigual e incompensable (recordemos que para Heidegger sólo se puede recorrer el círculo del origen desde la llamada “fiesta del pensar”).

Las botas de campesina que pinta Van Gogh, que sólo son botas en el momento en el que la campesina las utiliza para trabajar en el campo, sin reflexionar sobre ellas; las botas por las que pasa la incertidumbre del hambre y la angustia de la miseria, ellas son el utensilio que sirve a la labradora como soporte de su mundo. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora. La campesina deposita fiabilidad en sus botas, y estas a cambio se van gastando junto a ella, día a día. Y toda esta descripción y explicación de lo que eran estas botas la hemos obtenido únicamente contemplando la pintura de Van Gogh. La pintura ha desocultado el ser del utensilio, es la apertura que ha permitido expresar su verdad, su esencia. Por tanto, la verdad ha obrado en la obra. No se trata en absoluto de que el arte toma la esencia del utensilio y la copia, sino que abre el ser de este utensilio, de este ente. Abrir este espacio pone al sujeto ante un abismo radical, el abismo de la libertad del que brotará la cosa y el Dasein como lo dado.

Heidegger entiende la libertad en dos aspectos: como “dejar ser”, en el sentido de no estar condicionado, negación de la determinación, y también como tensión, apelación al compromiso. Las cosas no pueden estar terminadas sino cuando el ser humano se compromete y las asigna un sentido. La libertad, en sentido ontológico, se inscribirá por tanto en esa apertura, en ese movimiento direccionado de compromiso y dejar ser (movimiento que opera a través de la retirada del ser, condición necesaria para el darse de las cosas).

En la segunda parte del escrito, Heidegger establece la distinción entre mundo y tierra. Mundo es la operación que abre el sentido, el marco de legalidad en el que acontecen las relaciones entre sujeto y obra de arte, y la tierra es al mismo tiempo el espacio de retirada, de emergencia y resistencia no forzada de la obra, que ancla y fija el sentido. Entre tierra y mundo hay una mutua dependencia, un combate sin fin que no puede llamarse dialéctico por la imposibilidad de síntesis, de Aufhebung. En definitiva, Heidegger, para explicar la relación, afirma que la obra de arte erige un mundo y trae aquí la tierra.

Este combate entre mundo y tierra ya está dado en el origen, pero el artista lo trae hacia delante, saca lo presente de su desocultamiento. Heidegger acabará trazando un paralelismo hermenéutico entre habla y arte, cuando afirma que el arte es la llamada, la poesía del acontecimiento por el que las cosas llegan a su ser propio. El carácter fundacional del arte es para Heidegger lo esencial: la esencia del poema es la fundación de la verdad. Aquí fundación es entendido en tres sentidos: como donar (gratuidad transgresora de todo ajuste), como fundamentar (ser soporte de un mundo) y como comenzar (una irrupción, un salto original). El hecho de establecer un sentido (traer ese sentido) está en el propio carácter del lenguaje (originalmente poesía), y nos interpela continuamente. Es el sujeto el que responde a esta interpelación al convertirse en lector, en espectador de la obra de arte.

La propia fragmentación está ya en el origen (recordemos el papel del azar, la tirada de dados en Nietzsche), y de ese azar surge la visión de un acontecer necesaria y eternamente, bajo la forma del eterno retorno. La técnica como sustrato instrumental de supervivencia se ha desarrollado a tal nivel que se ha tornado una segunda naturaleza, y amenaza al argumento, al contenido cultural, a este espacio de legalidad que constituye el mundo. En el espacio moderno de la técnica y de la reproducción, la obra de arte es vista como un elemento perteneciente, en palabras de Hegel, al pasado. Esta es incapaz de producir un objeto de culto, sino que sólo produce mercancías. El sacerdote es sustituido por el mercader, y no hay muchas esperanzas de que este cambio pueda ser revertido. El viejo mundo muere y el nuevo tarda en nacer, y Heidegger es uno de los últimos intentos de “echar a los mercaderes del templo”, de recuperar el origen del arte verdadero. Heidegger coge los pedazos del viejo disco roto y los intenta unir para que la melodía vuelva a sonar. Ortega y Gasset, en La deshumanización del arte, cerrará los ojos para olvidar que el disco está roto y seguirá tarareando mentalmente la melodía mientras sigue un ritmo chasqueando los dedos.


El viejo disco se ha detenido. La búsqueda de la mayor autenticidad.

Ortega y Gasset, en La deshumanización del arte, hace un análisis del arte de las vanguardias, único arte realmente estético que queda como reducto en la modernidad técnica del siglo XX. Este arte de vanguardias no sólo es opuesto al arte burgués sino que es más auténtico: el carácter contrario a toda ilusión presente en el arte de vanguardia repugna a la tradición burguesa. El arte no quiere seguir presentando lo ficticio como si esto fuera real, se niega a reproducir la farsa de proponer una realidad creíble para el espectador. El arte de vanguardias huye del sentimentalismo, no quiere agradar al espectador, no quiere que este se sienta bien, que serene su voluntad (como afirmaría Schopenhauer). Es por tanto antipopulista, un arte que no quiere gustar, y elimina todo subjetivismo. No quiere ofrecer lo interesante, y de ahí procede la condición inhumana del arte. Esto provoca que el divorcio entre artista vanguardista y público sea total. El arte, como hemos visto con Heidegger, se niega rotundamente a ser mímesis, repetición de la realidad, por lo que lo convierte en extraño para las llamadas masas: cuando estas se plantan delante de la obra, afirman “este arte no me gusta” cuando deberían decir “no entiendo el arte”. Pongamos, un ejemplo gráfico: es cierto que El hombre de la cámara de Vertov era capaz de vaciar un cine soviético lleno de proletarios en cinco minutos (ya que no lo entendían), pero El acorazado Potemkin de Eisenstein (recordemos que este film es paradigma de la vanguardia cinematográfica, analizada y destripada infinidad de veces) era capaz de conmover y despertar la conciencia de todos y cada uno de los obreros presentes en el cine. Nos gustaría saber qué opinaría Gasset sobre la obra vanguardista de Eisenstein, y de su relación con las masas. Un obrero de ese cine estaba más capacitado para comprender la película de Eisenstein que toda una legión de expertos en semiótica y análisis de la imagen (Althusser dijo algo parecido sobre la propensión de los obreros para leer El capital).

El arte, hemos afirmado, ya no conecta con las realidades sagradas y divinas, y no tiene poder ya para constituirse como mito. El nuevo arte de vanguardia ya no entusiasma, sino que irrita. La recepción del arte de vanguardia es por tanto minoritaria, totalmente impopular para Gasset. Esta recepción minoritaria está cargada con un tinte aristocrático: las masas, al ser incapaces de reconocer este nuevo arte antiburgués como tal (ya sea por la educación estética burguesa que han recibido o por la falta de otra educación estética) lo desacreditan y marginan. En cambio, alguien como Ortega y Gasset saludará al arte de vanguardias como lo genuinamente estético, desde una noción nietzscheana de la metafísica del artista. Este arte niega identificarse con la realidad, hay una sospecha y distanciamiento respecto a esta, no necesita “la experiencia como piedra de toque”, parafraseando a Kant. El objeto artístico se distancia como hemos dicho de la cotidianeidad, los espectadores no podemos vivir una obra de Duchamp como podríamos haber hecho con un cuadro de Delacroix. Ya no pretendemos ver “algo”, una realidad externa objetiva, a través de la obra de arte, sino que vemos la obra de arte en sí misma.

Pero esta sospecha de la realidad cotidiana sólo tiene sentido si se inscribe dentro de la construcción de un espacio más real todavía: lo que se ha hecho pasar por realidad, de lo que el arte de vanguardia sospecha y se distancia, es un simulacro, un fetiche basado en un sentimentalismo hipostasiado. Frente a este, el nuevo arte reclama un sentido más real, un ultraísmo frente a lo cotidiano, que reconozca como hostil todo síntoma de  la cultura de masas. Para esto, Gasset afirmará que el nuevo arte utiliza la metáfora como mediación técnica, por su imposibilidad de ser idealizada por su carácter falsador del mundo (la metáfora no imita el mundo, sino que lo construye). De la misma forma, una pintura vanguardista, al no tener la referencia a la realidad externa cotidiana, al eliminar esta referencia ontológica, se constituye como referencia artística de sí misma, su sentido auténtico se basa en esta “irrealidad hiperreal”, en palabras de Baudrillard. El arte de vanguardias es más auténtico que el arte burgués, por estar el primero referido a sí mismo y el segundo imitando una realidad externa. Se podría decir, a modo de ejemplo gráfico, que la vaca que pinta Potter es menos auténtica que la que pinta Dubuffet. Resuena como ya hemos dicho Nietzsche, la fuerza del artista como creador, la vitalidad excesiva contra lo caduco, el entusiasmo del mundo joven enfrentado al gris mundo viejo (recordemos la visión que Gasset da en El tema de nuestro tiempo de un sujeto activo y creativo, la vida es superior a las formas orgánicas cosificadas por la historia, y se cuela por los poros de estas). Gasset nos habla de un ritmo en el arte: una oscilación entre apertura y clausura, de porosidad y hermetismo. La obra se abre y se cierra en intervalos, lo que le da ese movimiento dialéctico por el que el espectador puede identificar en la obra de vanguardia un sentido distinto de la realidad. Este ritmo no se ha detenido con la destrucción del viejo disco, sino que su estructura de pura temporalidad se sigue sucediendo.

Gasset también afirmará sobre el arte de vanguardia que se ha liberado de la técnica. Esta liberación de la forma de reproducción del objeto artístico convierte al nuevo arte, como hemos dicho antes, en pura temporalidad (la imagen clara para pensar esta temporalidad vacía es un compás de jazz, constantemente prolongable sobre el que se puede construir una improvisación, y para la construcción de esta imagen recordemos el paralelismo que traza Adorno entre este tipo de compás y la cadena de montaje). La muerte del símbolo también es característica en el análisis de Gasset: Gasset se sitúa contra la totalización del significado, de las formas cerradas presentes en el Trauerspiel que analiza Benjamin (como esa estructura antidialéctica petrificada, en permanente inercia y esperando a un significante que nunca llega). Esta muerte del símbolo en el drama barroco alemán se convertirá, siguiendo a Eagleton, en el declive o caída del aura: “El término «mercancía» representa el elocuente silencio del Origen, el lazo secreto entre la alegoría barroca y la posterior disección [que Benjamin realiza] de Baudelaire” (Walter Benjamin, o hacia una crítica revolucionaria, pág 51). Pasaremos por tanto a analizar la perspectiva de Benjamin: este ve los trozos del disco en el suelo y entiende que sólo se puede ya tomar partido en un mundo en silencio, sin la melodía flotando en el ambiente.


Volar en pedazos el disco. Hacer saltar el continuum.

            Benjamin, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, nos pone ante una nueva problemática en el nuevo arte del siglo XX: La problemática de la caída del aura y de la irrupción del fascismo en la cotidianeidad. La depreciación de la tradición (que impregnaba a las obras de arte un valor cultual) viene de la mano de una hipertrofia de la técnica, utilizada como nueva forma de representación, de control y/o de exterminación de masas. El lenguaje de la tradición se convierte en insuficiente para describir los horrores de los combatientes en la Gran guerra, estos se quedan mudos tras haber contemplado el horror bajo el barro del Somme en el 16. Esto, para Benjamin, provocaba una pobreza en la experiencia (recordemos, a modo de paralelismo, que Arendt dirá posteriormente sobre Auschwitz que se trataba de una “experiencia sin concepto”, para la cual la tradición era inservible).

Las imágenes de culto, que crea la tradición, están caracterizadas por su inaccesibilidad frente al espectador, como una lejanía esencial. Cuando levantamos la mirada hacia la obra, esta se aleja. En Sobre algunos temas en Baudelaire, Benjamin identifica esta mirada con el aura: “Advertir el aura de una cosa significa dotarla de la capacidad de mirar (pág 120). También Benjamin define el aura como “manifestación irrepetible de una lejanía por cercana que esta pueda estar”, y como “el aquí y ahora”, como la originalidad de la obra de arte. Esto constituye a la obra como un entramado cultual que dificulta la familiaridad y su apropiación por parte de un espectador (recordemos que para Heidegger la obra de arte también se resistía a ser aprehendida por el sujeto). Pero la inaccesibilidad por lejanía de la obra cae en la época de la reproductibilidad técnica: la extraña distancia entre espectador y obra desaparece, y la relación se torna de inmediatez: la obra se deslocaliza y sale al encuentro del receptor, se torna “inmediatamente presente”. El tiempo de la tradición es neutralizado y sustituido por la totalidad cotidiana de un tiempo actual, con aspecto homogéneo y vacío.

Este tiempo de la tradición que la técnica neutraliza es el tiempo del que Benjamin habla en sus Tesis sobre el concepto de historia, un tiempo que está cargado de tiempo actual (Jetztzeit) y es lo que permitirá al materialista dialéctico dar el “salto de tigre hacia el pasado” y “cepillar la historia a contrapelo” para retener esa imagen del pasado, redimirla y lograr que el Mesías, el proletariado, el heredero de la filosofía clásica alemana en palabras de Engels, entre por la pequeña puerta, tire del freno de emergencia de la historia dejándola en suspensión, y el autómata logre, al fin, vencer la partida de ajedrez.

El momento en el que Benjamin escribe es el momento en el que la reproducción técnica ha hecho completamente imposible recuperar el aura. En el siglo XIX, cuando Baudelaire escribía, era posible hacer una experiencia estética de la caída del aura. Baudelaire descubre (quita el velo) que la Modernidad ha transformado la experiencia del lector, y adopta una actitud propensa a encontrar algo en la ciudad que le devuelva la mirada, sin ir buscándolo. Baudelaire se limita a pasear (flâneur) y a encontrar estos instantes rutilantes que surgen en la ciudad moderna (y quizás contra ella) por puro azar.

En la época de Benjamin esto es impensable. Y más lo seguirá siendo conforme avance el siglo XX, hasta tal punto que Adorno acabará cuestionándose si se puede escribir poesía después de Auschwitz sin ser un monstruo. La experiencia de la Modernidad ha sido transformada totalmente, y Baudelaire fue el último poeta lírico, es decir, el que hizo una experiencia estética de la desaparición de la experiencia estética. La historia de la tradición, la historia del culto, ha terminado. El sacerdote ha estudiado ADE y ahora ejerce de mercader. Además, no sabe hacer otra cosa. El disco se ha detenido y el botón de rebobinar está roto. Se abren para Benjamin dos caminos, dos vertientes que se excluyen mutuamente: la estetización de la política y la politización del arte.

La estetización de la política, propugnada por el fascismo, es entendida por Benjamin como canalizar toda muestra de impulso estético hacia fines políticos: se trataría de convertir una acción política en una obra de arte. El político, el líder, se convierte en un actor que interpreta un papel. El valor estético se convierte en el paradigma de lo real, y lo político se despolitiza formalmente. La neutralización del conflicto político se universaliza bajo la forma de “sentido común” en Kant: Una acción política concreta se torna de “sentido común”, y es imposible que no se esté de acuerdo. La intuición sin concepto en la que se ha convertido la política se universaliza bajo esta forma. Todo punto de la estetización de la política culmina, para Benjamin, en la guerra: el ejemplo es Marinetti escribiendo poesía sobre los tanques en Etiopía, buscando satisfacción estética en el desarrollo técnico aplicado sobre los mecanismos de guerra imperialistas (independientemente de que si en realidad, cuando comenzaran a sonar disparos cerca, Marinetti huyera despavorido). La sociedad moderna se convierte en espectáculo de sí misma: vamos al cine a ver una película de acción, en la que un tipo fuerte salva a una chica indefensa y mata a unos malos entre frases ingeniosas, y aplaudimos con gusto. En realidad no estamos aplaudiendo a la película, sino que nos aplaudimos a nosotros mismos, aplaudimos a la parte de nosotros que creemos que está reflejada en la pantalla: la reproducción del arte conlleva la reproducción de las masas, una masa (uni)formada y ensamblada capaz de justificar cualquier tipo de barbarie disfrazada de neutral. Es totalmente paradigmático el concepto que los miembros de esta masa uniforme (cuya máxima aspiración es diferenciarse) asumen y utilizan para denominarse a sí mismos: “clase media”. No fue la clase obrera la que permitió el avance de los movimientos fascistas en Europa, como muchos libros de texto afirman: Fue esta clase media, refugiada en la obediencia por miedo a perder privilegios y fuerza política.

Además, la sociedad del espectáculo, en palabras de Debord, encarnada en la industria cultural, bombardea constantemente al espectador con fotogramas con la intención de dispersarlo, de lograr que no sea capaz de articular una reflexión sobre lo que está viendo. La contemplación ya no es la de una fotografía o un cuadro, analizables en silencio. Ahora cuando queremos explicar qué estamos viendo, la imagen ha cambiado totalmente (el espectador moderno se parece en este sentido a Álex, el personaje de La naranja mecánica de Kubrick). En un mundo en el que los semióticos que se dedican al análisis estructural como Metz o Bellour son los únicos que se niegan a “dejarse llevar” por una película, parece que si parpadeamos nos perdemos algo. El espectador, como dice Duhamel, no puede rastrear significados. Este shock que se produce en el espectador, esta carga sensorial, recibida como un estímulo “natural” (en el sentido de totalmente abstraído de la reflexión política) es redireccionado hacia fines políticos y logra que los oprimidos legitimen y justifiquen las mismas relaciones de producción que les oprimen, como si de algo natural, eterno y neutral se tratara. La desigualdad se convierte en algo tan imposible de transformar como el clima.

Frente a esta autoalienación capaz de vivenciar su propia aniquilación como goce estético de primer orden, Benjamin menciona la otra posibilidad: la politización del arte, con la que el comunismo responde al fascismo. Si el fascismo (y el sistema capitalista, del cual el fascismo conserva sus relaciones de producción) naturalizaba la política como si se tratara del clima, para explicar la politización del arte podríamos usar algo así como lo que escribió en los sesenta Ulrike Meinhof: todos hablan sobre el clima, pero nosotros no. Nosotros hablamos de política. El comunismo responde al fascismo explicitando la política que este camuflaba bajo la obra de arte. Bertolt Brecht deteniendo la obra de teatro y gritando al público que no se crea nada, que todo es una farsa, que no pueden identificarse con ninguno de los personajes porque, mientras se están divirtiendo, alguien puede estar intentando “colar” subliminalmente un mensaje, es el ejemplo claro de esto. Brecht detiene, suspende el curso de la obra cuando se va a producir la catarsis aristotélica, para que esta se produzca fuera del teatro. Al final no se soluciona todo y se puede volver con una sonrisa a la cotidianeidad de explotación, sino que el público sale del teatro con ganas de incendiarlo todo.

Politizar el arte no es pintar únicamente retratos de Lenin, ni interpretar marchas soviéticas en los auditorios. Más que un realismo social, más que películas filmadas por obreros y para obreros, proyectadas en asambleas de estudiantes y fábricas en huelga (como intentó el colectivo sesentayochista Dziga Vertov), más que “películas de pizarra” la politización del arte es más eficaz si tiene como estrategia servirse del arma “del enemigo”, es decir, de la industria cultural: Politizar el arte es, como dijo Jean Luc Godard en una entrevista, hacer un Love Story con lucha de clases.


Conclusión: el cover.

El nuevo arte no es, como afirmaba Gasset, una fuerza minoritaria, antipopulista y alejada del mundo. La reproducción del arte es también la reproducción de las masas, y el arte es una parte fundamental de la industria cultural. El arte es un medio de comunicación de masas y no se encuentra ajeno a los equilibrios de poder y a las cuestiones políticas. La obra de arte, como signo producido, no está captando una realidad de forma neutral: la realidad hay que producirla, fabricarla. Como Claire Johnston afirmó, la verdad naturalizada de la opresión (ejercida en este caso sobre las mujeres en el cine) no puede ser captada en el celuloide con la inocencia de la cámara. El mundo estético naturaliza (vuelve natural) el mundo de la ideología dominante, y esto es lo que moldea la cámara. Como afirmó Brecht, el arte no es espejo que refleja la realidad, sino un martillo que le da forma.

Los últimos instantes de lo eterno no es la nostalgia por un reducto anterior de originalidad estética, tampoco es la redención que posibilita la poesía al verlo todo convertido en fango: los últimos instantes de lo eterno implican que sólo queda ya fango, que la poesía ya no es refugio, que la aureola que Baudelaire abandona al estar borracho es la única aureola a la que podemos aspirar. El tiempo perdido que Proust recobraba sólo se puede reencontrar como ruina, como perdido para siempre: nunca podremos apropiárnoslo como experiencia privada.

Aún así, con todo ello, quizás haya aún en el arte algo que se resiste a ser reducido, que permanece irreductible a una instrumentalización técnica. La imposibilidad de una total industrialización nos hace pensar que quizás exista lo que Barthes llamó el “tercer sentido”, el sentido obtuso que atraviesa la fotografía y nos pincha al contemplar la imagen, el pedazo de arte: ese punctum que nos altera y nos recuerda que hay algo más.  El disco del arte ya se ha detenido, y nos ha dejado en un silencio incómodo, sólo alterado por las manecillas de un reloj, como pequeños shocks homogéneos. Some of these days you’ll miss me, honey. Ese día ha llegado. Antoine Roquentin no va a escuchar nunca más la canción del gramófono. El disco, el mundo de lo imaginario que dependía del mundo de lo real, ha volado en mil pedazos. El origen está perdido, y el trabajo hermenéutico de recuperación que llevó a cabo Heidegger no ha funcionado. El disco es irrecuperable. La aureola ha caído, y cada vez se deja ver menos entre la cotidianeidad y la contaminación de la ciudad. Ya no podemos escuchar más el disco, pero aún recordamos la melodía. Y con esa melodía, usando el tempo del reloj, el único que nos queda, quizás podamos hacer un cover.




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