Estudio comparativo desde Heidegger, Gasset y Benjamin sobre la
clausura de la representación estética y el auge de los movimientos de
vanguardia en el siglo XX.
“Frágil eternidad: es una melodía siempre recomenzada; para callarla,
habría que romper el disco. Y justamente se lo va a romper. La Historia se
halla en las puertas de la ciudad; día a día se hace en los arrozales, en las
montañas y en las llanuras. Un día aún, y luego otro día: todo habrá terminado,
el viejo disco volará en pedazos. Estas instantáneas intemporales están
rigurosamente fechadas: fijan, para siempre, los últimos instantes de lo
Eterno”.
Jean-Paul Sartre,
“De una China a otra”,
en Situations V.
La
melodía siempre recomenzada: volver de nuevo al origen.
Heidegger entiende la obra de arte como vehículo de operación de la
verdad: La verdad es comprendida no como predicación sino como hecho que abre
las posibilidades de existencia del acontecer (para que se dé este acontecer se
necesita como condición de posibilidad un espacio de libertad, una apertura
radical). La estética como reflexión sobre el arte se desvincula de la belleza
y se orienta a esta apertura de la verdad. El
origen de la obra de arte comienza y termina con la misma palabra: origen,
Ursprung. La pregunta por el origen siempre está pre-dada en el acontecer, y
apunta siempre a la esencia de las cosas. Es importante ver que Heidegger le
concede a la obra de arte un alcance ontológico, no de imitación ni de filtro,
ni siquiera de iluminador de la verdad: la obra de arte pone en obra la verdad,
abre el ser de las cosas. La contemplación de la obra de arte no consiste en el
placer, sino en el saber.
Aquí es
importante ver qué es lo que Heidegger piensa como cosa: la cosa se resiste a
la comprensión por parte de un sujeto, pone siempre una distancia, es en cierto
modo autosuficiente (está al margen del sujeto). La obra de arte, en cambio,
está referida a la autonomía de los fines (opuesta por tanto al utensilio, como
creación humana o medio orientado a una finalidad). Para Heidegger, la obra de
arte no copia sino que reproduce la
esencia general de las cosas, en su extrañeza y resistencia al sujeto. El
origen en Heidegger está cargado del instante de lo eterno, y se debe pensar
desde una lógica heteroestática, completamente desigual e incompensable
(recordemos que para Heidegger sólo se puede recorrer el círculo del origen
desde la llamada “fiesta del pensar”).
Las botas de
campesina que pinta Van Gogh, que sólo son botas en el momento en el que la
campesina las utiliza para trabajar en el campo, sin reflexionar sobre ellas; las
botas por las que pasa la incertidumbre del hambre y la angustia de la miseria,
ellas son el utensilio que sirve a la labradora como soporte de su mundo. Este utensilio pertenece a la tierra y su
refugio es el mundo de la labradora. La campesina deposita fiabilidad en
sus botas, y estas a cambio se van gastando junto a ella, día a día. Y toda
esta descripción y explicación de lo que eran estas botas la hemos obtenido
únicamente contemplando la pintura de Van Gogh. La pintura ha desocultado el
ser del utensilio, es la apertura que ha permitido expresar su verdad, su
esencia. Por tanto, la verdad ha obrado en la obra. No se trata en absoluto de
que el arte toma la esencia del utensilio y la copia, sino que abre el ser de
este utensilio, de este ente. Abrir este espacio pone al sujeto ante un abismo
radical, el abismo de la libertad del que brotará la cosa y el Dasein como lo
dado.
Heidegger
entiende la libertad en dos aspectos: como “dejar ser”, en el sentido de no
estar condicionado, negación de la determinación, y también como tensión,
apelación al compromiso. Las cosas no pueden estar terminadas sino cuando el
ser humano se compromete y las asigna un sentido. La libertad, en sentido
ontológico, se inscribirá por tanto en esa apertura, en ese movimiento
direccionado de compromiso y dejar ser (movimiento que opera a través de la
retirada del ser, condición necesaria para el darse de las cosas).
En la segunda
parte del escrito, Heidegger establece la distinción entre mundo y tierra.
Mundo es la operación que abre el sentido, el marco de legalidad en el que
acontecen las relaciones entre sujeto y obra de arte, y la tierra es al mismo
tiempo el espacio de retirada, de emergencia y resistencia no forzada de la
obra, que ancla y fija el sentido. Entre tierra y mundo hay una mutua dependencia,
un combate sin fin que no puede llamarse dialéctico por la imposibilidad de
síntesis, de Aufhebung. En definitiva, Heidegger, para explicar la relación,
afirma que la obra de arte erige un
mundo y trae aquí la tierra.
Este combate
entre mundo y tierra ya está dado en el origen, pero el artista lo trae hacia
delante, saca lo presente de su desocultamiento. Heidegger acabará trazando un
paralelismo hermenéutico entre habla y arte, cuando afirma que el arte es la
llamada, la poesía del acontecimiento por el que las cosas llegan a su ser
propio. El carácter fundacional del arte es para Heidegger lo esencial: la esencia del poema es la fundación de la
verdad. Aquí fundación es entendido en tres sentidos: como donar (gratuidad
transgresora de todo ajuste), como fundamentar (ser soporte de un mundo) y como
comenzar (una irrupción, un salto original). El hecho de establecer un sentido
(traer ese sentido) está en el propio carácter del lenguaje (originalmente
poesía), y nos interpela continuamente. Es el sujeto el que responde a esta
interpelación al convertirse en lector, en espectador de la obra de arte.
La propia
fragmentación está ya en el origen (recordemos el papel del azar, la tirada de
dados en Nietzsche), y de ese azar surge la visión de un acontecer necesaria y
eternamente, bajo la forma del eterno retorno. La técnica como sustrato
instrumental de supervivencia se ha desarrollado a tal nivel que se ha tornado
una segunda naturaleza, y amenaza al argumento, al contenido cultural, a este
espacio de legalidad que constituye el mundo. En el espacio moderno de la
técnica y de la reproducción, la obra de arte es vista como un elemento
perteneciente, en palabras de Hegel, al pasado. Esta es incapaz de producir un
objeto de culto, sino que sólo produce mercancías. El sacerdote es sustituido
por el mercader, y no hay muchas esperanzas de que este cambio pueda ser
revertido. El viejo mundo muere y el nuevo tarda en nacer, y Heidegger es uno
de los últimos intentos de “echar a los mercaderes del templo”, de recuperar el
origen del arte verdadero. Heidegger coge los pedazos del viejo disco roto y
los intenta unir para que la melodía vuelva a sonar. Ortega y Gasset, en La deshumanización del arte, cerrará los
ojos para olvidar que el disco está roto y seguirá tarareando mentalmente la
melodía mientras sigue un ritmo chasqueando los dedos.
El
viejo disco se ha detenido. La búsqueda de la mayor autenticidad.
Ortega y Gasset, en La
deshumanización del arte, hace un análisis del arte de las vanguardias,
único arte realmente estético que queda como reducto en la modernidad técnica del
siglo XX. Este arte de vanguardias no sólo es opuesto al arte burgués sino que
es más auténtico: el carácter contrario a toda ilusión presente en el arte de
vanguardia repugna a la tradición burguesa. El arte no quiere seguir
presentando lo ficticio como si esto fuera real, se niega a reproducir la farsa
de proponer una realidad creíble para el espectador. El arte de vanguardias
huye del sentimentalismo, no quiere agradar al espectador, no quiere que este
se sienta bien, que serene su voluntad (como afirmaría Schopenhauer). Es por
tanto antipopulista, un arte que no
quiere gustar, y elimina todo subjetivismo. No quiere ofrecer lo
interesante, y de ahí procede la condición inhumana
del arte. Esto provoca que el divorcio entre artista vanguardista y público sea
total. El arte, como hemos visto con Heidegger, se niega rotundamente a ser mímesis,
repetición de la realidad, por lo que lo convierte en extraño para las llamadas
masas: cuando estas se plantan delante de la obra, afirman “este arte no me
gusta” cuando deberían decir “no entiendo el arte”. Pongamos, un ejemplo
gráfico: es cierto que El hombre de la
cámara de Vertov era capaz de vaciar un cine soviético lleno de proletarios
en cinco minutos (ya que no lo entendían), pero El acorazado Potemkin de Eisenstein (recordemos que este film es
paradigma de la vanguardia cinematográfica, analizada y destripada infinidad de
veces) era capaz de conmover y despertar la conciencia de todos y cada uno de
los obreros presentes en el cine. Nos gustaría saber qué opinaría Gasset sobre
la obra vanguardista de Eisenstein, y de su relación con las masas. Un obrero
de ese cine estaba más capacitado para comprender la película de Eisenstein que
toda una legión de expertos en semiótica y análisis de la imagen (Althusser
dijo algo parecido sobre la propensión de los obreros para leer El capital).
El arte, hemos
afirmado, ya no conecta con las realidades sagradas y divinas, y no tiene poder
ya para constituirse como mito. El nuevo arte de vanguardia ya no entusiasma,
sino que irrita. La recepción del
arte de vanguardia es por tanto minoritaria, totalmente impopular para Gasset.
Esta recepción minoritaria está cargada con un tinte aristocrático: las masas,
al ser incapaces de reconocer este nuevo arte antiburgués como tal (ya sea por
la educación estética burguesa que han recibido o por la falta de otra educación
estética) lo desacreditan y marginan. En cambio, alguien como Ortega y Gasset
saludará al arte de vanguardias como lo genuinamente estético, desde una noción
nietzscheana de la metafísica del artista. Este arte niega identificarse con la
realidad, hay una sospecha y distanciamiento respecto a esta, no necesita “la
experiencia como piedra de toque”, parafraseando a Kant. El objeto artístico se
distancia como hemos dicho de la cotidianeidad, los espectadores no podemos
vivir una obra de Duchamp como podríamos haber hecho con un cuadro de
Delacroix. Ya no pretendemos ver “algo”, una realidad externa objetiva, a través
de la obra de arte, sino que vemos la obra de arte en sí misma.
Pero esta
sospecha de la realidad cotidiana sólo tiene sentido si se inscribe dentro de
la construcción de un espacio más real todavía: lo que se ha hecho pasar por
realidad, de lo que el arte de vanguardia sospecha y se distancia, es un
simulacro, un fetiche basado en un sentimentalismo hipostasiado. Frente a este,
el nuevo arte reclama un sentido más real, un ultraísmo frente a lo cotidiano,
que reconozca como hostil todo síntoma de la cultura de masas. Para esto, Gasset
afirmará que el nuevo arte utiliza la metáfora como mediación técnica, por su
imposibilidad de ser idealizada por su carácter falsador del mundo (la metáfora
no imita el mundo, sino que lo construye). De la misma forma, una pintura
vanguardista, al no tener la referencia a la realidad externa cotidiana, al
eliminar esta referencia ontológica, se constituye como referencia artística de
sí misma, su sentido auténtico se basa en esta “irrealidad hiperreal”, en
palabras de Baudrillard. El arte de vanguardias es más auténtico que el arte
burgués, por estar el primero referido a sí mismo y el segundo imitando una
realidad externa. Se podría decir, a modo de ejemplo gráfico, que la vaca que
pinta Potter es menos auténtica que la que pinta Dubuffet. Resuena como ya
hemos dicho Nietzsche, la fuerza del artista como creador, la vitalidad
excesiva contra lo caduco, el entusiasmo del mundo joven enfrentado al gris
mundo viejo (recordemos la visión que Gasset da en El tema de nuestro tiempo de un sujeto activo y creativo, la vida
es superior a las formas orgánicas cosificadas por la historia, y se cuela por
los poros de estas). Gasset nos habla de un ritmo en el arte: una oscilación
entre apertura y clausura, de porosidad y hermetismo. La obra se abre y se
cierra en intervalos, lo que le da ese movimiento dialéctico por el que el
espectador puede identificar en la obra de vanguardia un sentido distinto de la
realidad. Este ritmo no se ha detenido con la destrucción del viejo disco, sino
que su estructura de pura temporalidad se sigue sucediendo.
Gasset también
afirmará sobre el arte de vanguardia que se ha liberado de la técnica. Esta
liberación de la forma de reproducción del objeto artístico convierte al nuevo
arte, como hemos dicho antes, en pura temporalidad (la imagen clara para pensar
esta temporalidad vacía es un compás de jazz, constantemente prolongable sobre
el que se puede construir una improvisación, y para la construcción de esta
imagen recordemos el paralelismo que traza Adorno entre este tipo de compás y
la cadena de montaje). La muerte del símbolo también es característica en el
análisis de Gasset: Gasset se sitúa contra la totalización del significado, de
las formas cerradas presentes en el Trauerspiel que analiza Benjamin (como esa
estructura antidialéctica petrificada, en permanente inercia y esperando a un
significante que nunca llega). Esta muerte del símbolo en el drama barroco
alemán se convertirá, siguiendo a Eagleton, en el declive o caída del aura: “El
término «mercancía» representa el elocuente silencio del Origen, el lazo secreto entre la alegoría barroca y la posterior
disección [que Benjamin realiza] de Baudelaire” (Walter Benjamin, o hacia una crítica revolucionaria, pág 51).
Pasaremos por tanto a analizar la perspectiva de Benjamin: este ve los trozos
del disco en el suelo y entiende que sólo se puede ya tomar partido en un mundo
en silencio, sin la melodía flotando en el ambiente.
Volar
en pedazos el disco. Hacer saltar el continuum.
Benjamin, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, nos
pone ante una nueva problemática en el nuevo arte del siglo XX: La problemática
de la caída del aura y de la irrupción del fascismo en la cotidianeidad. La
depreciación de la tradición (que impregnaba a las obras de arte un valor
cultual) viene de la mano de una hipertrofia de la técnica, utilizada como
nueva forma de representación, de control y/o de exterminación de masas. El
lenguaje de la tradición se convierte en insuficiente para describir los horrores
de los combatientes en la Gran guerra, estos se quedan mudos tras haber
contemplado el horror bajo el barro del Somme en el 16. Esto, para Benjamin,
provocaba una pobreza en la experiencia (recordemos, a modo de paralelismo, que
Arendt dirá posteriormente sobre Auschwitz que se trataba de una “experiencia
sin concepto”, para la cual la tradición era inservible).
Las imágenes de
culto, que crea la tradición, están caracterizadas por su inaccesibilidad
frente al espectador, como una lejanía esencial. Cuando levantamos la mirada
hacia la obra, esta se aleja. En Sobre
algunos temas en Baudelaire, Benjamin identifica esta mirada con el aura:
“Advertir el aura de una cosa significa dotarla de la capacidad de mirar (pág
120). También Benjamin define el aura como “manifestación irrepetible de una
lejanía por cercana que esta pueda estar”, y como “el aquí y ahora”, como la
originalidad de la obra de arte. Esto constituye a la obra como un entramado
cultual que dificulta la familiaridad y su apropiación por parte de un
espectador (recordemos que para Heidegger la obra de arte también se resistía a
ser aprehendida por el sujeto). Pero la inaccesibilidad por lejanía de la obra cae
en la época de la reproductibilidad técnica: la extraña distancia entre
espectador y obra desaparece, y la relación se torna de inmediatez: la obra se
deslocaliza y sale al encuentro del receptor, se torna “inmediatamente
presente”. El tiempo de la tradición es neutralizado y sustituido por la
totalidad cotidiana de un tiempo actual, con aspecto homogéneo y vacío.
Este tiempo de
la tradición que la técnica neutraliza es el tiempo del que Benjamin habla en
sus Tesis sobre el concepto de historia,
un tiempo que está cargado de tiempo actual (Jetztzeit) y es lo que permitirá
al materialista dialéctico dar el “salto de tigre hacia el pasado” y “cepillar
la historia a contrapelo” para retener esa imagen del pasado, redimirla y
lograr que el Mesías, el proletariado, el heredero de la filosofía clásica
alemana en palabras de Engels, entre por la pequeña puerta, tire del freno de
emergencia de la historia dejándola en suspensión, y el autómata logre, al fin,
vencer la partida de ajedrez.
El momento en el
que Benjamin escribe es el momento en el que la reproducción técnica ha hecho
completamente imposible recuperar el aura. En el siglo XIX, cuando Baudelaire
escribía, era posible hacer una experiencia estética de la caída del aura.
Baudelaire descubre (quita el velo) que la Modernidad ha transformado la
experiencia del lector, y adopta una actitud propensa a encontrar algo en la
ciudad que le devuelva la mirada, sin ir buscándolo. Baudelaire se limita a
pasear (flâneur)
y a encontrar estos instantes rutilantes que surgen en la ciudad moderna (y
quizás contra ella) por puro azar.
En la época de
Benjamin esto es impensable. Y más lo seguirá siendo conforme avance el siglo
XX, hasta tal punto que Adorno acabará cuestionándose si se puede escribir
poesía después de Auschwitz sin ser un monstruo. La experiencia de la
Modernidad ha sido transformada totalmente, y Baudelaire fue el último poeta
lírico, es decir, el que hizo una experiencia estética de la desaparición de la
experiencia estética. La historia de la tradición, la historia del culto, ha
terminado. El sacerdote ha estudiado ADE y ahora ejerce de mercader. Además, no
sabe hacer otra cosa. El disco se ha detenido y el botón de rebobinar está
roto. Se abren para Benjamin dos caminos, dos vertientes que se excluyen
mutuamente: la estetización de la política y la politización del arte.
La estetización
de la política, propugnada por el fascismo, es entendida por Benjamin como
canalizar toda muestra de impulso estético hacia fines políticos: se trataría
de convertir una acción política en una obra de arte. El político, el líder, se
convierte en un actor que interpreta un papel. El valor estético se convierte
en el paradigma de lo real, y lo político se despolitiza formalmente. La
neutralización del conflicto político se universaliza bajo la forma de “sentido
común” en Kant: Una acción política concreta se torna de “sentido común”, y es
imposible que no se esté de acuerdo. La intuición sin concepto en la que se ha
convertido la política se universaliza bajo esta forma. Todo punto de la
estetización de la política culmina, para Benjamin, en la guerra: el ejemplo es Marinetti escribiendo poesía sobre los
tanques en Etiopía, buscando satisfacción estética en el desarrollo técnico
aplicado sobre los mecanismos de guerra imperialistas (independientemente de
que si en realidad, cuando comenzaran a sonar disparos cerca, Marinetti huyera
despavorido). La sociedad moderna se convierte en espectáculo de sí misma:
vamos al cine a ver una película de acción, en la que un tipo fuerte salva a
una chica indefensa y mata a unos malos entre frases ingeniosas, y aplaudimos
con gusto. En realidad no estamos aplaudiendo a la película, sino que nos
aplaudimos a nosotros mismos, aplaudimos a la parte de nosotros que creemos que
está reflejada en la pantalla: la reproducción del arte conlleva la
reproducción de las masas, una masa (uni)formada y ensamblada capaz de
justificar cualquier tipo de barbarie disfrazada de neutral. Es totalmente
paradigmático el concepto que los miembros de esta masa uniforme (cuya máxima
aspiración es diferenciarse) asumen y utilizan para denominarse a sí mismos:
“clase media”. No fue la clase obrera la que permitió el avance de los
movimientos fascistas en Europa, como muchos libros de texto afirman: Fue esta
clase media, refugiada en la obediencia por miedo a perder privilegios y fuerza
política.
Además, la
sociedad del espectáculo, en palabras de Debord, encarnada en la industria
cultural, bombardea constantemente al espectador con fotogramas con la
intención de dispersarlo, de lograr que no sea capaz de articular una reflexión
sobre lo que está viendo. La contemplación ya no es la de una fotografía o un
cuadro, analizables en silencio. Ahora cuando queremos explicar qué estamos
viendo, la imagen ha cambiado totalmente (el espectador moderno se parece en
este sentido a Álex, el personaje de La
naranja mecánica de Kubrick). En un mundo en el que los semióticos que se
dedican al análisis estructural como Metz o Bellour son los únicos que se
niegan a “dejarse llevar” por una película, parece que si parpadeamos nos
perdemos algo. El espectador, como dice Duhamel, no puede rastrear
significados. Este shock que se produce en el espectador, esta carga sensorial,
recibida como un estímulo “natural” (en el sentido de totalmente abstraído de
la reflexión política) es redireccionado hacia fines políticos y logra que los
oprimidos legitimen y justifiquen las mismas relaciones de producción que les
oprimen, como si de algo natural, eterno y neutral se tratara. La desigualdad
se convierte en algo tan imposible de transformar como el clima.
Frente a esta autoalienación capaz de vivenciar su propia
aniquilación como goce estético de primer orden, Benjamin menciona la otra
posibilidad: la politización del arte, con la que el comunismo responde al
fascismo. Si el fascismo (y el sistema capitalista, del cual el fascismo
conserva sus relaciones de producción) naturalizaba la política como si se
tratara del clima, para explicar la politización del arte podríamos usar algo
así como lo que escribió en los sesenta Ulrike Meinhof: todos hablan sobre el
clima, pero nosotros no. Nosotros hablamos de política. El comunismo responde
al fascismo explicitando la política que este camuflaba bajo la obra de arte.
Bertolt Brecht deteniendo la obra de teatro y gritando al público que no se
crea nada, que todo es una farsa, que no pueden identificarse con ninguno de
los personajes porque, mientras se están divirtiendo, alguien puede estar
intentando “colar” subliminalmente un mensaje, es el ejemplo claro de esto.
Brecht detiene, suspende el curso de la obra cuando se va a producir la
catarsis aristotélica, para que esta se produzca fuera del teatro. Al final no
se soluciona todo y se puede volver con una sonrisa a la cotidianeidad de
explotación, sino que el público sale del teatro con ganas de incendiarlo todo.
Politizar el
arte no es pintar únicamente retratos de Lenin, ni interpretar marchas
soviéticas en los auditorios. Más que un realismo social, más que películas
filmadas por obreros y para obreros, proyectadas en asambleas de estudiantes y
fábricas en huelga (como intentó el colectivo sesentayochista Dziga Vertov), más
que “películas de pizarra” la politización del arte es más eficaz si tiene como
estrategia servirse del arma “del enemigo”, es decir, de la industria cultural:
Politizar el arte es, como dijo Jean Luc Godard en una entrevista, hacer un Love Story con lucha de clases.
Conclusión:
el cover.
El nuevo arte no es, como afirmaba Gasset, una fuerza minoritaria,
antipopulista y alejada del mundo. La reproducción del arte es también la
reproducción de las masas, y el arte es una parte fundamental de la industria
cultural. El arte es un medio de comunicación de masas y no se encuentra ajeno
a los equilibrios de poder y a las cuestiones políticas. La obra de arte, como
signo producido, no está captando una realidad de forma neutral: la realidad hay
que producirla, fabricarla. Como Claire Johnston afirmó, la verdad naturalizada
de la opresión (ejercida en este caso sobre las mujeres en el cine) no puede ser captada en el celuloide con la
inocencia de la cámara. El mundo estético naturaliza (vuelve natural) el
mundo de la ideología dominante, y esto es lo que moldea la cámara. Como afirmó
Brecht, el arte no es espejo que refleja
la realidad, sino un martillo que le da forma.
Los últimos
instantes de lo eterno no es la nostalgia por un reducto anterior de
originalidad estética, tampoco es la redención que posibilita la poesía al
verlo todo convertido en fango: los últimos instantes de lo eterno implican que
sólo queda ya fango, que la poesía ya no es refugio, que la aureola que
Baudelaire abandona al estar borracho es la única aureola a la que podemos
aspirar. El tiempo perdido que Proust recobraba sólo se puede reencontrar como
ruina, como perdido para siempre: nunca podremos apropiárnoslo como experiencia
privada.
Aún así, con
todo ello, quizás haya aún en el arte algo que se resiste a ser reducido, que
permanece irreductible a una instrumentalización técnica. La imposibilidad de
una total industrialización nos hace pensar que quizás exista lo que Barthes
llamó el “tercer sentido”, el sentido obtuso que atraviesa la fotografía y nos
pincha al contemplar la imagen, el pedazo de arte: ese punctum que nos altera y
nos recuerda que hay algo más. El disco del arte ya se ha detenido, y nos ha
dejado en un silencio incómodo, sólo alterado por las manecillas de un reloj,
como pequeños shocks homogéneos. Some of
these days you’ll miss me, honey. Ese día ha llegado. Antoine Roquentin no va a escuchar nunca más
la canción del gramófono. El disco, el mundo de lo imaginario que dependía del
mundo de lo real, ha volado en mil pedazos. El origen está perdido, y el
trabajo hermenéutico de recuperación que llevó a cabo Heidegger no ha
funcionado. El disco es irrecuperable. La aureola ha caído, y cada vez se deja
ver menos entre la cotidianeidad y la contaminación de la ciudad. Ya no podemos
escuchar más el disco, pero aún recordamos la melodía. Y con esa melodía, usando
el tempo del reloj, el único que nos queda, quizás podamos hacer un cover.
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