martes, 16 de diciembre de 2014

La huella de la ausencia.



“El ser es la huella de nada, la huella sin genitivo, sin fondo ni razón, a propósito del cual únicamente nuestros hábitos metafísicos nos inducen a afirmar que surge sobre un fondo al que, sin embargo, ninguna presencia ha venido aún a visitar. El ser no es la huella de una presencia; en cambio sí que es la presencia que es huella de lo Ausente”.

Pierre Aubenque, ¿Hay que desconstruir la metafísica?

Umberto Eco parte de una insuficiencia, un fracaso que caracteriza las investigaciones sobre el significado: la insuficiencia de un análisis semántico del verbo ser. El verbo ser debe ser dado como sobreentendido si se quiere articular una definición (S es P, implica que el “es” ya es previo). Por tanto, Eco, utilizando a Pascal, afirma que el ser no tiene definición (toda posible definición del ser incluiría lo definido). El argumento es que el ser es condición de posibilidad de la definición, es decir, un primitivo lingüístico.

A continuación, Eco introduce la Metafísica de Aristóteles, al referirse a la ciencia del ser en cuanto ser (to on) del libro Γ. Aristóteles utiliza el participio presente para referirse a esta ciencia, lo que Eco traduce como “ente”, pero no sólo ente como lo que es (como serían los muchos aspectos de los entes, estudiados en distintas ciencias) sino de una forma especial, lo que esos diversos entes tienen en común: el hecho de ser. El ser es entonces la mayor abstracción posible, lo que tienen en común todos los entes por el hecho de ser. El “ser en cuanto ser” es, por tanto idéntico al “ente en cuanto ente”. Eco afirma, por tanto, que la extensión del ser es ilimitada (abarca a la totalidad de los entes) y su intensión es nula (decir que algo sea no añade absolutamente nada al ente).

Más tarde, partiendo de una doble significación (ser como nombre y como verbo-función), Eco realiza una especie de etimología del ser en distintos idiomas (italiano, castellano, alemán, inglés, francés), dejando patente la confusa ambigüedad con la que se expresan. Eco reflexiona sobre esta ambigüedad, y la presenta como “condición fundamental” al hablar del ser. La ambigüedad no es del lenguaje (pues se sigue dando en todos los lenguajes analizados) sino de la cosa misma (la dificultad es objetiva).

El ser incluye lo posible, la temporalidad pasado-futuro y el propio devenir. El ser es tanto esencia como cualidad, cantidad y el resto de las categorías aristotélicas. Lo que hace especial la metafísica es el tratar del ser en cuanto ser. Por tanto, Eco convierte el ser en el género de todo género, y acaba definiéndolo como “algo” (entendido en relación a la famosa frase leibniziana “¿Por qué existe algo en lugar de nada?”). El ser, por tanto, es ese algo que existe en vez de la nada, el ser es el ente.

Y la semiótica debe estudiar en este “algo” previo a toda representación o hipótesis, este algo que despierta previamente la atención (antes de cualquier categorización).

Eco nos da ahora una razón por la que la Metafísica aristotélica desaparece hasta el siglo I. a.C. El motivo, para él, es que la pregunta por el ser es una pregunta que va en contra del propio sentido común, que nunca se plantea. Pero, ¿por qué hay ser? ¿Cómo responder a la pregunta leibniziana, si (como afirma Eco) la nada es más fácil? La pregunta no puede plantearse en estos términos: el ser es condición de posibilidad de esa pregunta, para que esta surja, se necesita que ya “seamos siendo”. Hay ser, afirma Eco, porque sí. Valga la siguiente matización:

El ser es la condición de posibilidad, no sólo de esa pregunta, sino de cualquier pregunta que pueda hacerse. Haciendo una analogía con el ser humano, Eco afirma que el ser es el líquido amniótico, una especie de evidencia luminosa que se presenta siempre como dada. Siempre hay algo (ente), el ser es ya el fundamento de sí mismo. Eco plantea el ser como horizonte último, como sustento referencial de toda pregunta posible, y esto implica que el ser sea necesariamente previo al lenguaje.

“El ser se dice de muchas maneras” es una tesis de Aristóteles. Eco la interpreta como que el ser se presenta en los entes, tiene significados múltiples. Eco reduce estas maneras a cuatro: accidente, verdadero, potencia/acto y substancia (ousía, esencia, entidad). Con una concepción tomista, Eco expone otra tesis aristotélica: la referencia a un único principio, para afirmar que el único principio es la substancia (un principio claro y luminoso para Tomás de Aquino, y ambiguo para Aristóteles). Eco automáticamente identifica el “decirse del ser” (logos) con el discurso, con el lenguaje, y acaba formulando otra tesis: el ser es un efecto del lenguaje. Hablar del ser es ya interpretar el ser, y sólo podemos tomar conciencia del ser a través del propio lenguaje. A continuación, Eco (siguiendo a Aubenque esta vez) presenta los universales no como una conquista intelectual, sino como una deficiencia (enfermedad) del discurso, ante la incapacidad de captar la esencia individual del ente. Hablamos siempre en universal. Se nos presenta también una definición de la definición, como noción cuyo signo es el nombre. Aquí surge un problema: sólo puede existir definición con género y diferencia específica. Pero Eco radicaliza su tesis al situar al ser en un plano distinto a la definición: ni siquiera el lenguaje puede definir el ser, este escapa a toda definición posible (el ser no es un género, es lo que permite la definición). El ser no es un predicado real, no añade nada. Se vuelve al inicio de la argumentación al fracasar.

El neoplatonismo sitúa al Uno como fundamento anterior del ser, y la Escolástica trataba de llenar con la teología (filosofía primera) este hueco metafísico, desarrollando la noción de analogía que acaba desembocando en una argumentación circular (el lenguaje es el que dice que el ser sea análogo). Heidegger, más tarde, pondrá el dedo en la llaga al afirmar que la metafísica no había hecho sino ontificar el ser, es decir, hablar de entes y no de su fundamento (el ser). Nos falta el concepto del ser, pero aún así lo comprendemos en el estado de angustia, de apertura del Dasein. El Sein se convierte entonces en la prueba de nuestra finitud, el lenguaje oculta el ser.

Eco, ante este lenguaje ocultador, pone la figura del Poeta: sólo se puede hablar del ser por vía poética (simbólica, por analogía). Los Poetas no dicen el ser, lo emulan, es decir, realizan una interpretación que no sustituye al ser. Eco está pensando aquí en el ejemplo heideggeriano de los zuecos de Van Gogh: la obra de arte “desoculta” (alétheia) el ser del ente. En el discurso poético es donde el ser se revela, donde se sostiene la cuestión sobre el ser (posibilita la hermenéutica), donde se choca contra lo concreto (esencia).

Para explicar las ilimitadas combinaciones con las que se puede categorizar el ente (decirse de muchas maneras), Eco introduce dos constantes: Mente (asigna símbolos) y Mundo (átomos), donde acaba defendiendo que las posibilidades combinatorias de ambos serían casi ilimitadas (astronómicas) y se enfrentarían entre ellos de forma potencialmente equilibrada (astronómicos enunciados mentales para interpretar astronómicas estructuras mundanas). Cualquier enunciado es una de las ilimitadas perspectivas de las que se puede “decir” el ser.

Por tanto, un enunciado, afirma Eco, es una elección en una “superabundancia de ser”. Pero no hay que caer en la pérdida del valor veritativo del pensamiento débil posmoderno, que, según Eco, comienza en Nietzsche. No conocemos la X (noúmeno) kantiana, el conocimiento se fundamenta sobre un algo incognoscible que se debe categorizar. Esto lleva (Vattimo) a pensar el ser como fractura, como ausencia de fundamento. El ser sólo puede darse como una suspensión: la muerte de Dios lo hace estable. Para Eco, la conclusión lógica que este planteamiento tiene es que no existiría ninguna “interpretación mala” (errónea) del ser. Con un ejemplo de póker, Eco muestra que el problema es que el ser supera en ocasiones al entendimiento: pero ¿qué interpretaciones del mundo (entendiendo el mundo como objeto, como horizonte hermenéutico) son verdaderas y cuáles no? Es obvio que, de la pluralidad de la actividad de interpretación, algunas interpretaciones deben de ser falsas (usa para ello el ejemplo del LSD), se debe poder encontrar un criterio público (si no universal) para juzgar la validez y aceptabilidad de las distintas interpretaciones. Hay aspectos del mundo que no pueden ser interpretados libremente (un “tuétano duro”, una resistencia del ser). Estas líneas de resistencia no son fijas, sino móviles, e impiden cualquier interpretación “disparatada”, es decir, limitan el discurso sobre el ser. Está clara la experiencia de un límite (dado como último en la muerte) en el horizonte del ser humano, un límite que pone también una naturaleza constante. Nada, ni siquiera la posibilidad, escapa a un límite determinado (fijado) de antemano.

Eco muestra también la posibilidad de regiones incomunicables del ser. Hay un continuo ilimitado de ser que es todo y nada (como el absoluto hegeliano) hasta que no se limita, hasta que no se asignan signos que lo interpreten y lo diferencien. Y estos signos son organizados lingüísticamente por la cultura. El continuo, previo a la determinación, tiene líneas de resistencia (restricciones negativas) que impiden que el ser se pueda decir “de cualquier manera”, sino sólo “de muchas maneras”. El lenguaje no construye libremente el ser, sino que, como afirma Eco, viene ya dado, lo encuentra como líneas de resistencia. Este límite (resistencia) existe necesariamente.


El último paso es poner los límites como positivos: no hay una incapacidad del ser, sino que en el ser no es posible un sentido por estar ya positivamente en otro distinto (pone el ejemplo de una tortuga a la que se le exigiera volar). El ser no advierte límites sino posibilidades, es el ser humano el que advierte esos límites al fracasar en el deseo de tender hacia una libertad absoluta, hacia rebasar estas resistencias naturales del ser (cuando tendemos a una deconstrucción absoluta del ser). Ni siquiera los Poetas pueden negar las resistencias del ser, sólo logran recordarnos nuestra finitud, recordarnos la definición sartreana del hombre como pasión inútil.

Eco había afirmado, con Pascal, que no era posible ninguna definición del ser (por estar ya previo en toda definición). Aubenque, con Gilson, afirmará que a la pregunta ¿qué es el ser? (ser como “condición trascendental de posibilidad”) la metafísica ha tratado de contestarla rellenando un vacío. El ser sería una apertura, una condición formal a la que se ha intentado dar un contenido que es imposible. Aubenque afirmará que el ser es inobjetivable al ser condición de posibilidad de toda objetivación.

El ser, que para Eco era un nombre (recordemos que Eco identificaba el ser con la totalidad de los entes) no puede ser para Aubenque sino un acto vacío, sin sujeto, la forma verbal del infinitivo, cópula (de la que ninguna conjugación de ningún sujeto puede añadirse). Por tanto, a diferencia de la tesis de Eco, para Aubenque ser es función inobjetivable (ser como sinónimo de existir, pensamiento con influencia de Tomás de Aquino). El ente, siguiendo a Heidegger, sería aquello que tiene ser. Y como el vocablo ser está vacío, es forma (función), la metafísica ha tratado de rellenarlo utilizando para ello la totalidad de los entes, en especial el Ente primero, añadido como sustituto del ser (aunque en realidad sólo sea una modalidad, una presencia del ser). Este rellenar de entes el ser desemboca sin duda en la confusión escolástica-moderna de esencialización de la existencia (Gilson), de ontificación del ser (Heidegger), o de ontoteologización de la metafísica (Aubenque). La confusión ha llevado a la identificación de la metafísica (ciencia del ser en cuanto ser) con la filosofía primera (teología). Esta confusión ha tenido lugar aún siendo la teología una ciencia particular (y teniendo tanto género como objeto determinado, a diferencia de la ciencia del ser en cuanto el ser). Este es el drama de una metafísica occidental que intentaba hablar del ser, que, siguiendo a Gilson, debería ser una ontología (logos sobre el ser) y acaba hablando de Dios, o del bien, lo uno o el hombre.

Otro problema surge cuando Eco identifica el ser como la clase de las clases, como la máxima abstracción: abstraer el máximo es acabar destruyendo la naturaleza misma de las cosas particulares (recordemos que la noción importante de naturaleza en el mundo griego es la que se aplica sobre las cosas, al decir que las cosas tienen naturaleza). Decir de algo que es no añade ninguna información, no explica su esencia. El ser no puede ser un género, pues lo rebasa. El ser es, como dice Aubenque, un trascendental. Con esta dificultad, surge una contradicción: si el ser no es un género y toda ciencia necesita versar sobre un género determinado, una ciencia (teórica, apodíctica, demostrativa) del ser estaría siempre abocada a un fracaso absoluto, debido a su imposibilidad de objetivar el ser (que Aubenque, como se ha dicho, entiende como inobjetivable condición de toda objetivación). Sólo podría darse una metafísica dialéctica, que definiera mediante el discurso un objeto aporético, inobjetivable, a modo de propedéutica para una ciencia que empezaría cuando la esencia fuera definida (la dialéctica sería precientífica). La filosofía, por tanto, no puede ser una ciencia, no puede ser clasificada en el sistema de los saberes porque, directamente, rompe el esquema: la filosofía es, como afirma Michel Serres, una diferencia diferente a las diferencias.

Al introducir la Metafísica de Aristóteles, lo primero que llama la atención en Eco es un olvido, el olvido de “la pregunta por el ser”, si se le puede llamar así, durante varios siglos desde la muerte de Aristóteles hasta que fue retomada. Eco achaca este olvido a la propia rareza de la pregunta: el ser es natural, preguntar por él, no es nada habitual. Pero no hay que ver únicamente el olvido natural de una pregunta difícil de hacerse, sino el propio derrumbamiento del mundo y de la forma de pensar griegos que se produce con la propia muerte de Aristóteles.

Retomando de nuevo el inicio del libro Γ de la Metafísica, hay una ciencia del ser en cuanto ser (to on, que sería traducido a ens qua ens en latín). Eco traducía, como se ha visto antes, el ser como ente (participio presente) y acababa afirmando que “ser en cuanto ser” era idéntico a “ente en cuanto ente”. Pero para Aubenque, lo que da el sentido no es el participio sino el infinitivo sustantivado: en él se debe focalizar la interpretación de la expresión to on. El infinitivo ser es el que da el sentido al participio ente y no a la inversa. Aubenque cambia el enfoque: Aristóteles no se pregunta por el porqué del ser, sino que el ser es el porqué. En el mundo griego en general no está la duda de si hay ser porque nos alguien se pregunta por él, alguien se pregunta por el ser porque hay ser. Esta duda es medieval-moderna, no antigua (Aristóteles no podría haberse hecho la ya repetida pregunta leibniziana).

Al observar otro pensamiento aristotélico, se puede hallar otra disensión entre las interpretaciones de Eco y Aubenque: Aristóteles afirma que el ser “se dice de muchas maneras”. Automáticamente, Eco interpreta la expresión “decirse” (logos) como discurso, lenguaje predicativo. De nuevo, vuelve a aplicar un enfoque demasiado moderno. En el mundo griego, la diferencia entre pensar y hablar no es tan clara (pensar, en última instancia, es hablar interiormente). No es que el ser nosotros lo podamos decir de muchas maneras, según los sentidos (como afirmaba Eco, podemos decir el ser en cuanto esencia, accidente, movimiento...) sino que la importancia hay que ponerla en el reflexivo: el ser se dice (el ser diciéndose), es decir, presentándose, dándose. En cuanto al “ser se dice”, Aristóteles no necesita a un sujeto hablando del ser para que lo diga, porque no establece la diferencia moderna entre lenguaje discursivo conceptual y pensar. El ser, como afirma Eco, tendrá prioridad ontológica sobre el hablar, pero el problema es que hasta que no se construye un discurso no se puede saber que existe con anterioridad al propio discurso. “El ser se dice de muchas maneras” equivale por tanto a “El ser se presenta de muchas maneras”.

En cuanto la segunda articulación de la expresión aristotélica, que el ser no sólo “se dice”, sino que se dice “de muchas maneras”, hay otra oposición entre las tesis de Eco y de Aubenque, debida sin duda a la concepción de ser como participio o como infinitivo. Para Eco, como se había observado, que el ser se diga de muchas maneras significa que existen muchos entes (muchas modalidades del ser). El ser es el algo leibniziano, que se dice en tantas modalidades como entes haya. El ser sería lo que tienen en común aquellas modalidades. Aubenque, en cambio, considera esta tesis (la polisemia del ser) como la más importante de la Metafísica de Aristóteles. El ser se dice de muchas maneras es idéntico a la tesis “el ser significa (semainei) de manera múltiple”. Aubenque, por tanto, identifica “se dice” con “significa”. En el ser, surgen continuamente distintos sentidos que lo hacen profundamente ambiguo. El ser no es claro, como interpretó Tomás de Aquino, sino ambiguo. Y esta ambigüedad ni surge ni desaparece con el lenguaje, sino que es el “sentido auténtico” del ser. El ser es polisémico y aporético, y este surgir continuo de sentidos, es lo que Aubenque afirma que es el movimiento del ser, entendido como diferencia (gracias a este movimiento se concluiría la tesis fundamental del libro de Aubenque: la metafísica incluiría su propio rebasamiento y no sería necesario deconstruirla para liberarla. Se podría decir que, si se hubiera leído de esa forma a Aristóteles, no habría hecho falta Derrida).

Lo que Eco afronta sin dificultad, pasando casi de puntillas (el hecho de que el ser se diga de muchas maneras), para Aubenque resulta el núcleo más importante, el sentido mismo de la Metafísica aristotélica, la mejor definición de un ser polisémico, aporético y ambiguo.

Los “sentidos” en los que el ser se dice, es decir, esencia (substancia), relación, cantidad, cualidad, etc. (Aubenque se encarga de recordarnos que la definición que Aristóteles da es catalógica, es decir, enumerativa) para Eco se reducen a uno, la substancia (recordemos que utilizaba la tesis aristotélica de la referencia a un único principio para subsumir el resto de los sentidos en la substancia como primer sentido). Aquí, Aubenque vuelve a disentir.

El ser, para Aubenque, es absolutamente irreductible a la esencia (substancia-entidad-ousía). Los sentidos nunca pueden decirse de otro sentido, la accidentalidad del ser no puede ser cerrada mediante un principio primero. El ser no puede ser substancia, porque esto implicaría que sólo podría ser sujeto (se acabaría esencializando la existencia) y no accidente. El ser no puede agotarse ni coincidir en un solo sentido, pues esta coincidencia destruiría el surgir de sentidos con el que el ser se presenta. A esta tesis es a la que Aubenque denomina “parricidio” contra el maestro Parménides, motivo posible por el que Aristóteles no quisiera llevar hasta el final su afirmación y por la que trató de suavizarla y atenuarla.

Pero esto resulta inquietante y, en cierto modo, desencantador: ¿Lo único que podemos hacer es resignarnos a que el ser se presente como polisémico, tanto que ni siquiera podemos intentar una especie de unidad en el ser para referirnos por lo menos a él? Esta tesis se asemejaría mucho a la tesis sofística de que todo (y nada por tanto) es accidental (ontología accidental), tesis que combate ferozmente Aristóteles. Aubenque, con Aristóteles, dirá que sí que se puede y se debe buscar una unidad, una especie de unidad aglutinadora (focal, afirma él) y esta unidad es la esencia-ousía-substancia. Pero esta unidad no viene dada (como pensarían Eco y Tomás de Aquino). Esta unidad es sólo buscada, construida y articulada. Pero la metafísica se olvida de que es puesta por el sujeto, y la tradición acaba desproblematizando el objeto en el origen: el ser pierde su carácter problemático original (Heidegger), y acaba tornándose un ser con esencia definida, claro y luminoso (como afirmaría el propio Tomás de Aquino).

Pero Aristóteles también afirma la primacía de la esencia, pero únicamente la justifica de dos maneras, como primacía gnoseológica (en tanto que conocer) y como primacía cronológica (es decir, como fundamento). La esencia es, por tanto, condición necesaria pero no suficiente. Siguiendo a Heidegger, cuando el ser se desvela como ousía (presencia) se vela como acontecimiento, hay un doble movimiento en el que se presenta el ente y se oculta el ser.

Sobre el ser como fundamento de sí mismo, Eco afirmaba que eliminar el fundamento del ser (Vattimo y la corriente posmoderna) lleva necesariamente a no poder discernir las erróneas de las correctas interpretaciones del ser. Si no estuviera el fundamento último como sustento del ser, ¿los desplazamientos serían laterales y aleatorios, sin seguir una jerarquía determinada (es decir, siguiendo el modelo de rizoma de Deleuze)? Aubenque responde que no tiene por qué ser así, y, con Plotino (contra los gnósticos), expone una “necesidad de conveniencia”.

Lo que expone Aubenque en el capítulo V, sobre Derrida, puede resultar aclarativo. Según Eco, Derrida, al intentar superar la metafísica, estaría pensando más allá de las resistencias del ser (que impiden cualquier interpretación). Ante la ausencia de un centro, en Derrida, todo se torna discurso (nunca hay un significado absoluto o trascendental). Derrida libera el movimiento de referencia de los significados hasta el infinito, en un sistema de diferencias, libera la metafísica, desoculta el ser (de alguna forma, abre más el espacio del pensar), utiliza el signo para subvertir los conceptos. Pero la limitación de Derrida, para Aubenque, es cómo pensar la diferencia sin la idea de unidad, cómo pensar lo absolutamente aleatorio. En el punto de esta superación, no parece haber tanto desacuerdo en las tesis de Eco y Aubenque.

Comentando de nuevo la disensión entre si el ser es o no un género, se articula uno de los mayores problemas de la metafísica occidental: el problema de la homonimia (equivocidad) y la sinonimia (univocidad). Tomás de Aquino, y Eco al hablar de un solo sentido del ser al que se reduce y al afirmar que el ser es “la clase de las clases” (un género) defienden que el ser es unívoco, que todas las formas de decirse del ser comparten una esencia común, es decir, que se dicen de la misma manera (todas las cosas tendrían en común el ser, se podría construir una ciencia del ser en cuanto ser, que sería la ciencia que estudie la esencia, es decir, una “ousiología” en palabras de Giovanni Reale). En cambio, la concepción acerca del ser de Aubenque es de un ser equívoco u homónimo, en el que la esencia no fuera común (el ejemplo que pone Aristóteles es el de “can” como perro o constelación). El ser no tiene el fundamento ontológico de la pertenencia a un género, es decir, la pluralidad de sus significaciones (entendida esta pluralidad por Aristóteles como la lista antes mencionada: como esencia, potencia/acto, verdadero/falso, categorías...) no puede ser reducida a un género determinado.

La conclusión a la que llega Aubenque es, de contenido, negativa: el ser no es un género y no se dice en un único sentido. No hay respuesta esencial a la pregunta sobre el ser, no se puede construir un sistema que exprese su esencia. Hay muchas maneras de responder a la pregunta qué es el ser, pero todas se refieren a la forma en la que el ser se dice (enumeración), y no a su esencia.

Tras la confrontación entre Eco y Aubenque, lo lógico es encontrar más consuelo en la tesis de Eco: las formas en la que se dice el ser pueden ser reducidas a una sola, la ousía o esencia: por tanto, podemos conocer esa esencia, podemos construir un orden cognoscitivo que esté garantizado por la esencia. Esta concepción es tranquilizadora.

Pero al leer a Aubenque la angustia nos atrapa. El intento de construir un sistema apodíptico que hable del ser está abocado al desastre. No podemos sino resignarnos a la construcción dialéctica de la metafísica (por ser esta la única posible). La ambigüedad y la polisemia es el sentido último del ser. Intentar suavizar esta contradicción es imposible. Y lo más inquietante de todo, es observar cómo la metafísica escolástica occidental se ha venido abajo, se ha derrumbado literalmente al haberse fundado en un mundo, el griego, con una visión completamente distinta. Y la metafísica no se ha derrumbado debido a fisuras, es mucho más profundo: no es su estructura lo que falla, sino sus cimientos. El orden que la metafísica escolástica ha construido, parafraseando a Rosa Luxemburgo, ha sido edificado sobre arena: la arena movediza de la polisemia y de la ambigüedad de un ser aporético, no presente sino signo de lo ausente.

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