“El ser es la huella de nada, la
huella sin genitivo, sin fondo ni razón, a propósito del cual únicamente
nuestros hábitos metafísicos nos inducen a afirmar que surge sobre un fondo al
que, sin embargo, ninguna presencia ha venido aún a visitar. El ser no es la
huella de una presencia; en cambio sí que es la presencia que es huella de lo
Ausente”.
Pierre Aubenque, ¿Hay que desconstruir la metafísica?
Umberto Eco
parte de una insuficiencia, un fracaso que caracteriza las investigaciones
sobre el significado: la insuficiencia de un análisis semántico del verbo ser.
El verbo ser debe ser dado como sobreentendido si se quiere articular una
definición (S es P, implica que el “es” ya es previo). Por tanto, Eco,
utilizando a Pascal, afirma que el ser no tiene definición (toda posible
definición del ser incluiría lo definido). El argumento es que el ser es
condición de posibilidad de la definición, es decir, un primitivo lingüístico.
A continuación,
Eco introduce la Metafísica de Aristóteles, al referirse a la ciencia del ser
en cuanto ser (to on) del libro Γ. Aristóteles utiliza el participio presente
para referirse a esta ciencia, lo que Eco traduce como “ente”, pero no sólo
ente como lo que es (como serían los muchos aspectos de los entes, estudiados
en distintas ciencias) sino de una forma especial, lo que esos diversos entes
tienen en común: el hecho de ser. El ser es entonces la mayor abstracción
posible, lo que tienen en común todos los entes por el hecho de ser. El “ser en
cuanto ser” es, por tanto idéntico al “ente en cuanto ente”. Eco afirma, por
tanto, que la extensión del ser es ilimitada (abarca a la totalidad de los
entes) y su intensión es nula (decir que algo sea no añade absolutamente nada
al ente).
Más tarde,
partiendo de una doble significación (ser como nombre y como verbo-función),
Eco realiza una especie de etimología del ser en distintos idiomas (italiano,
castellano, alemán, inglés, francés), dejando patente la confusa ambigüedad con
la que se expresan. Eco reflexiona sobre esta ambigüedad, y la presenta como
“condición fundamental” al hablar del ser. La ambigüedad no es del lenguaje
(pues se sigue dando en todos los lenguajes analizados) sino de la cosa misma
(la dificultad es objetiva).
El ser incluye
lo posible, la temporalidad pasado-futuro y el propio devenir. El ser es tanto
esencia como cualidad, cantidad y el resto de las categorías aristotélicas. Lo
que hace especial la metafísica es el tratar del ser en cuanto ser. Por tanto,
Eco convierte el ser en el género de todo género, y acaba definiéndolo como
“algo” (entendido en relación a la famosa frase leibniziana “¿Por qué existe algo en lugar de nada?”). El ser, por
tanto, es ese algo que existe en vez
de la nada, el ser es el ente.
Y la semiótica
debe estudiar en este “algo” previo a toda representación o hipótesis, este
algo que despierta previamente la atención (antes de cualquier categorización).
Eco nos da ahora
una razón por la que la Metafísica aristotélica desaparece hasta el siglo I.
a.C. El motivo, para él, es que la pregunta por el ser es una pregunta que va
en contra del propio sentido común, que nunca se plantea. Pero, ¿por qué hay
ser? ¿Cómo responder a la pregunta leibniziana, si (como afirma Eco) la nada es
más fácil? La pregunta no puede plantearse en estos términos: el ser es
condición de posibilidad de esa pregunta, para que esta surja, se necesita que
ya “seamos siendo”. Hay ser, afirma Eco, porque sí. Valga la siguiente
matización:
El ser es la
condición de posibilidad, no sólo de esa pregunta, sino de cualquier pregunta
que pueda hacerse. Haciendo una analogía con el ser humano, Eco afirma que el ser
es el líquido amniótico, una especie de evidencia luminosa que se presenta
siempre como dada. Siempre hay algo (ente), el ser es ya el fundamento de sí
mismo. Eco plantea el ser como horizonte último, como sustento referencial de
toda pregunta posible, y esto implica que el ser sea necesariamente previo al
lenguaje.
“El ser se dice
de muchas maneras” es una tesis de Aristóteles. Eco la interpreta como que el
ser se presenta en los entes, tiene significados múltiples. Eco reduce estas
maneras a cuatro: accidente, verdadero, potencia/acto y substancia (ousía, esencia, entidad). Con una
concepción tomista, Eco expone otra tesis aristotélica: la referencia a un
único principio, para afirmar que el único principio es la substancia (un
principio claro y luminoso para Tomás de Aquino, y ambiguo para Aristóteles).
Eco automáticamente identifica el “decirse del ser” (logos) con el discurso, con el lenguaje, y acaba formulando otra
tesis: el ser es un efecto del lenguaje. Hablar del ser es ya interpretar el
ser, y sólo podemos tomar conciencia del ser a través del propio lenguaje. A
continuación, Eco (siguiendo a Aubenque esta vez) presenta los universales no
como una conquista intelectual, sino como una deficiencia (enfermedad) del
discurso, ante la incapacidad de captar la esencia individual del ente.
Hablamos siempre en universal. Se nos presenta también una definición de la
definición, como noción cuyo signo es el nombre. Aquí surge un problema: sólo
puede existir definición con género y diferencia específica. Pero Eco
radicaliza su tesis al situar al ser en un plano distinto a la definición: ni
siquiera el lenguaje puede definir el ser, este escapa a toda definición
posible (el ser no es un género, es lo que permite la definición). El ser no es
un predicado real, no añade nada. Se vuelve al inicio de la argumentación al
fracasar.
El neoplatonismo
sitúa al Uno como fundamento anterior del ser, y la Escolástica trataba de
llenar con la teología (filosofía primera) este hueco metafísico, desarrollando
la noción de analogía que acaba desembocando en una argumentación circular (el
lenguaje es el que dice que el ser sea análogo). Heidegger, más tarde, pondrá
el dedo en la llaga al afirmar que la metafísica no había hecho sino ontificar
el ser, es decir, hablar de entes y no de su fundamento (el ser). Nos falta el
concepto del ser, pero aún así lo comprendemos en el estado de angustia, de
apertura del Dasein. El Sein se
convierte entonces en la prueba de nuestra finitud, el lenguaje oculta el ser.
Eco, ante este
lenguaje ocultador, pone la figura del Poeta: sólo se puede hablar del ser por
vía poética (simbólica, por analogía). Los Poetas no dicen el ser, lo emulan,
es decir, realizan una interpretación que no sustituye al ser. Eco está
pensando aquí en el ejemplo heideggeriano de los zuecos de Van Gogh: la obra de
arte “desoculta” (alétheia) el ser
del ente. En el discurso poético es donde el ser se revela, donde se sostiene
la cuestión sobre el ser (posibilita la hermenéutica), donde se choca contra lo
concreto (esencia).
Para explicar
las ilimitadas combinaciones con las que se puede categorizar el ente (decirse
de muchas maneras), Eco introduce dos constantes: Mente (asigna símbolos) y
Mundo (átomos), donde acaba defendiendo que las posibilidades combinatorias de
ambos serían casi ilimitadas (astronómicas) y se enfrentarían entre ellos de
forma potencialmente equilibrada (astronómicos enunciados mentales para
interpretar astronómicas estructuras mundanas). Cualquier enunciado es una de
las ilimitadas perspectivas de las que se puede “decir” el ser.
Por tanto, un
enunciado, afirma Eco, es una elección en una “superabundancia de ser”. Pero no
hay que caer en la pérdida del valor veritativo del pensamiento débil
posmoderno, que, según Eco, comienza en Nietzsche. No conocemos la X (noúmeno)
kantiana, el conocimiento se fundamenta sobre un algo incognoscible que se debe
categorizar. Esto lleva (Vattimo) a pensar el ser como fractura, como ausencia
de fundamento. El ser sólo puede darse como una suspensión: la muerte de Dios lo
hace estable. Para Eco, la conclusión lógica que este planteamiento tiene es
que no existiría ninguna “interpretación mala” (errónea) del ser. Con un
ejemplo de póker, Eco muestra que el problema es que el ser supera en ocasiones
al entendimiento: pero ¿qué interpretaciones del mundo (entendiendo el mundo
como objeto, como horizonte hermenéutico) son verdaderas y cuáles no? Es obvio
que, de la pluralidad de la actividad de interpretación, algunas
interpretaciones deben de ser falsas (usa para ello el ejemplo del LSD), se
debe poder encontrar un criterio público (si no universal) para juzgar la
validez y aceptabilidad de las distintas interpretaciones. Hay aspectos del
mundo que no pueden ser interpretados libremente (un “tuétano duro”, una
resistencia del ser). Estas líneas de resistencia no son fijas, sino móviles, e
impiden cualquier interpretación “disparatada”, es decir, limitan el discurso
sobre el ser. Está clara la experiencia de un límite (dado como último en la
muerte) en el horizonte del ser humano, un límite que pone también una
naturaleza constante. Nada, ni siquiera la posibilidad, escapa a un límite
determinado (fijado) de antemano.
Eco muestra
también la posibilidad de regiones incomunicables del ser. Hay un continuo
ilimitado de ser que es todo y nada (como el absoluto hegeliano) hasta que no
se limita, hasta que no se asignan signos que lo interpreten y lo diferencien.
Y estos signos son organizados lingüísticamente por la cultura. El continuo,
previo a la determinación, tiene líneas de resistencia (restricciones
negativas) que impiden que el ser se pueda decir “de cualquier manera”, sino
sólo “de muchas maneras”. El lenguaje no construye libremente el ser, sino que,
como afirma Eco, viene ya dado, lo encuentra como líneas de resistencia. Este
límite (resistencia) existe necesariamente.
El último paso
es poner los límites como positivos: no hay una incapacidad del ser, sino que
en el ser no es posible un sentido por estar ya positivamente en otro distinto
(pone el ejemplo de una tortuga a la que se le exigiera volar). El ser no
advierte límites sino posibilidades, es el ser humano el que advierte esos
límites al fracasar en el deseo de tender hacia una libertad absoluta, hacia
rebasar estas resistencias naturales del ser (cuando tendemos a una
deconstrucción absoluta del ser). Ni siquiera los Poetas pueden negar las
resistencias del ser, sólo logran recordarnos nuestra finitud, recordarnos la
definición sartreana del hombre como pasión inútil.
Eco había
afirmado, con Pascal, que no era posible ninguna definición del ser (por estar
ya previo en toda definición). Aubenque, con Gilson, afirmará que a la pregunta
¿qué es el ser? (ser como “condición trascendental de posibilidad”) la
metafísica ha tratado de contestarla rellenando un vacío. El ser sería una apertura,
una condición formal a la que se ha intentado dar un contenido que es
imposible. Aubenque afirmará que el ser es inobjetivable al ser condición de
posibilidad de toda objetivación.
El ser, que para
Eco era un nombre (recordemos que Eco identificaba el ser con la totalidad de
los entes) no puede ser para Aubenque sino un acto vacío, sin sujeto, la forma
verbal del infinitivo, cópula (de la que ninguna conjugación de ningún sujeto
puede añadirse). Por tanto, a diferencia de la tesis de Eco, para Aubenque ser
es función inobjetivable (ser como sinónimo de existir, pensamiento con
influencia de Tomás de Aquino). El ente, siguiendo a Heidegger, sería aquello
que tiene ser. Y como el vocablo ser está vacío, es forma (función), la
metafísica ha tratado de rellenarlo utilizando para ello la totalidad de los
entes, en especial el Ente primero, añadido como sustituto del ser (aunque en
realidad sólo sea una modalidad, una presencia del ser). Este rellenar de entes
el ser desemboca sin duda en la confusión escolástica-moderna de esencialización
de la existencia (Gilson), de ontificación del ser (Heidegger), o de
ontoteologización de la metafísica (Aubenque). La confusión ha llevado a la identificación
de la metafísica (ciencia del ser en cuanto ser) con la filosofía primera
(teología). Esta confusión ha tenido lugar aún siendo la teología una ciencia
particular (y teniendo tanto género como objeto determinado, a diferencia de la
ciencia del ser en cuanto el ser). Este es el drama de una metafísica
occidental que intentaba hablar del ser, que, siguiendo a Gilson, debería ser
una ontología (logos sobre el ser) y acaba hablando de Dios, o del bien, lo uno
o el hombre.
Otro problema
surge cuando Eco identifica el ser como la clase de las clases, como la máxima
abstracción: abstraer el máximo es acabar destruyendo la naturaleza misma de
las cosas particulares (recordemos que la noción importante de naturaleza en el
mundo griego es la que se aplica sobre las cosas, al decir que las cosas tienen
naturaleza). Decir de algo que es no añade ninguna información, no explica su
esencia. El ser no puede ser un género, pues lo rebasa. El ser es, como dice
Aubenque, un trascendental. Con esta dificultad, surge una contradicción: si el
ser no es un género y toda ciencia necesita versar sobre un género determinado,
una ciencia (teórica, apodíctica, demostrativa) del ser estaría siempre abocada
a un fracaso absoluto, debido a su imposibilidad de objetivar el ser (que
Aubenque, como se ha dicho, entiende como inobjetivable condición de toda
objetivación). Sólo podría darse una metafísica dialéctica, que definiera
mediante el discurso un objeto aporético, inobjetivable, a modo de propedéutica
para una ciencia que empezaría cuando la esencia fuera definida (la dialéctica
sería precientífica). La filosofía, por tanto, no puede ser una ciencia, no
puede ser clasificada en el sistema de los saberes porque, directamente, rompe
el esquema: la filosofía es, como afirma Michel Serres, una diferencia
diferente a las diferencias.
Al introducir la
Metafísica de Aristóteles, lo primero que llama la atención en Eco es un
olvido, el olvido de “la pregunta por el ser”, si se le puede llamar así,
durante varios siglos desde la muerte de Aristóteles hasta que fue retomada.
Eco achaca este olvido a la propia rareza de la pregunta: el ser es natural,
preguntar por él, no es nada habitual. Pero no hay que ver únicamente el olvido
natural de una pregunta difícil de hacerse, sino el propio derrumbamiento del
mundo y de la forma de pensar griegos que se produce con la propia muerte de
Aristóteles.
Retomando de
nuevo el inicio del libro Γ de la Metafísica, hay una ciencia del ser en cuanto
ser (to on, que sería traducido a ens qua ens en latín). Eco traducía,
como se ha visto antes, el ser como ente (participio presente) y acababa
afirmando que “ser en cuanto ser” era idéntico a “ente en cuanto ente”. Pero
para Aubenque, lo que da el sentido no es el participio sino el infinitivo
sustantivado: en él se debe focalizar la interpretación de la expresión to on. El infinitivo ser es el que da el
sentido al participio ente y no a la inversa. Aubenque cambia el enfoque:
Aristóteles no se pregunta por el porqué del ser, sino que el ser es el porqué.
En el mundo griego en general no está la duda de si hay ser porque nos alguien
se pregunta por él, alguien se pregunta por el ser porque hay ser. Esta duda es
medieval-moderna, no antigua (Aristóteles no podría haberse hecho la ya
repetida pregunta leibniziana).
Al observar otro
pensamiento aristotélico, se puede hallar otra disensión entre las
interpretaciones de Eco y Aubenque: Aristóteles afirma que el ser “se dice de
muchas maneras”. Automáticamente, Eco interpreta la expresión “decirse” (logos) como discurso, lenguaje
predicativo. De nuevo, vuelve a aplicar un enfoque demasiado moderno. En el
mundo griego, la diferencia entre pensar y hablar no es tan clara (pensar, en
última instancia, es hablar interiormente). No es que el ser nosotros lo
podamos decir de muchas maneras, según los sentidos (como afirmaba Eco, podemos
decir el ser en cuanto esencia, accidente, movimiento...) sino que la
importancia hay que ponerla en el reflexivo: el ser se dice (el ser
diciéndose), es decir, presentándose, dándose. En cuanto al “ser se dice”, Aristóteles
no necesita a un sujeto hablando del ser para que lo diga, porque no establece
la diferencia moderna entre lenguaje discursivo conceptual y pensar. El ser,
como afirma Eco, tendrá prioridad ontológica sobre el hablar, pero el problema
es que hasta que no se construye un discurso no se puede saber que existe con
anterioridad al propio discurso. “El ser se dice de muchas maneras” equivale
por tanto a “El ser se presenta de muchas maneras”.
En cuanto la
segunda articulación de la expresión aristotélica, que el ser no sólo “se
dice”, sino que se dice “de muchas maneras”, hay otra oposición entre las tesis
de Eco y de Aubenque, debida sin duda a la concepción de ser como participio o
como infinitivo. Para Eco, como se había observado, que el ser se diga de
muchas maneras significa que existen muchos entes (muchas modalidades del ser).
El ser es el algo leibniziano, que se
dice en tantas modalidades como entes haya. El ser sería lo que tienen en común
aquellas modalidades. Aubenque, en cambio, considera esta tesis (la polisemia
del ser) como la más importante de la Metafísica de Aristóteles. El ser se dice
de muchas maneras es idéntico a la tesis “el ser significa (semainei) de manera múltiple”. Aubenque,
por tanto, identifica “se dice” con “significa”. En el ser, surgen
continuamente distintos sentidos que lo hacen profundamente ambiguo. El ser no
es claro, como interpretó Tomás de Aquino, sino ambiguo. Y esta ambigüedad ni
surge ni desaparece con el lenguaje, sino que es el “sentido auténtico” del
ser. El ser es polisémico y aporético, y este surgir continuo de sentidos, es
lo que Aubenque afirma que es el movimiento del ser, entendido como diferencia
(gracias a este movimiento se concluiría la tesis fundamental del libro de
Aubenque: la metafísica incluiría su propio rebasamiento y no sería necesario
deconstruirla para liberarla. Se podría decir que, si se hubiera leído de esa
forma a Aristóteles, no habría hecho falta Derrida).
Lo que Eco
afronta sin dificultad, pasando casi de puntillas (el hecho de que el ser se
diga de muchas maneras), para Aubenque resulta el núcleo más importante, el
sentido mismo de la Metafísica aristotélica, la mejor definición de un ser
polisémico, aporético y ambiguo.
Los “sentidos”
en los que el ser se dice, es decir, esencia (substancia), relación, cantidad,
cualidad, etc. (Aubenque se encarga de recordarnos que la definición que
Aristóteles da es catalógica, es decir, enumerativa) para Eco se reducen a uno,
la substancia (recordemos que utilizaba la tesis aristotélica de la referencia
a un único principio para subsumir el resto de los sentidos en la substancia
como primer sentido). Aquí, Aubenque vuelve a disentir.
El ser, para
Aubenque, es absolutamente irreductible a la esencia (substancia-entidad-ousía). Los sentidos nunca pueden
decirse de otro sentido, la accidentalidad del ser no puede ser cerrada
mediante un principio primero. El ser no puede ser substancia, porque esto
implicaría que sólo podría ser sujeto (se acabaría esencializando la
existencia) y no accidente. El ser no puede agotarse ni coincidir en un solo
sentido, pues esta coincidencia destruiría el surgir de sentidos con el que el
ser se presenta. A esta tesis es a la que Aubenque denomina “parricidio” contra
el maestro Parménides, motivo posible por el que Aristóteles no quisiera llevar
hasta el final su afirmación y por la que trató de suavizarla y atenuarla.
Pero esto
resulta inquietante y, en cierto modo, desencantador: ¿Lo único que podemos
hacer es resignarnos a que el ser se presente como polisémico, tanto que ni
siquiera podemos intentar una especie de unidad en el ser para referirnos por
lo menos a él? Esta tesis se asemejaría mucho a la tesis sofística de que todo
(y nada por tanto) es accidental (ontología accidental), tesis que combate
ferozmente Aristóteles. Aubenque, con Aristóteles, dirá que sí que se puede y
se debe buscar una unidad, una especie de unidad aglutinadora (focal, afirma
él) y esta unidad es la esencia-ousía-substancia.
Pero esta unidad no viene dada (como pensarían Eco y Tomás de Aquino). Esta
unidad es sólo buscada, construida y articulada. Pero la metafísica se olvida
de que es puesta por el sujeto, y la tradición acaba desproblematizando el
objeto en el origen: el ser pierde su carácter problemático original
(Heidegger), y acaba tornándose un ser con esencia definida, claro y luminoso
(como afirmaría el propio Tomás de Aquino).
Pero Aristóteles
también afirma la primacía de la esencia, pero únicamente la justifica de dos
maneras, como primacía gnoseológica (en tanto que conocer) y como primacía
cronológica (es decir, como fundamento). La esencia es, por tanto, condición
necesaria pero no suficiente. Siguiendo a Heidegger, cuando el ser se desvela
como ousía (presencia) se vela como
acontecimiento, hay un doble movimiento en el que se presenta el ente y se
oculta el ser.
Sobre el ser
como fundamento de sí mismo, Eco afirmaba que eliminar el fundamento del ser
(Vattimo y la corriente posmoderna) lleva necesariamente a no poder discernir
las erróneas de las correctas interpretaciones del ser. Si no estuviera el
fundamento último como sustento del ser, ¿los desplazamientos serían laterales
y aleatorios, sin seguir una jerarquía determinada (es decir, siguiendo el
modelo de rizoma de Deleuze)? Aubenque responde que no tiene por qué ser así,
y, con Plotino (contra los gnósticos), expone una “necesidad de conveniencia”.
Lo que expone
Aubenque en el capítulo V, sobre Derrida, puede resultar aclarativo. Según Eco,
Derrida, al intentar superar la metafísica, estaría pensando más allá de las
resistencias del ser (que impiden cualquier interpretación). Ante la ausencia
de un centro, en Derrida, todo se torna discurso (nunca hay un significado
absoluto o trascendental). Derrida libera el movimiento de referencia de los
significados hasta el infinito, en un sistema de diferencias, libera la
metafísica, desoculta el ser (de alguna forma, abre más el espacio del pensar),
utiliza el signo para subvertir los conceptos. Pero la limitación de Derrida,
para Aubenque, es cómo pensar la diferencia sin la idea de unidad, cómo pensar
lo absolutamente aleatorio. En el punto de esta superación, no parece haber
tanto desacuerdo en las tesis de Eco y Aubenque.
Comentando de
nuevo la disensión entre si el ser es o no un género, se articula uno de los
mayores problemas de la metafísica occidental: el problema de la homonimia (equivocidad)
y la sinonimia (univocidad). Tomás de Aquino, y Eco al hablar de un solo
sentido del ser al que se reduce y al afirmar que el ser es “la clase de las
clases” (un género) defienden que el ser es unívoco, que todas las formas de
decirse del ser comparten una esencia común, es decir, que se dicen de la misma
manera (todas las cosas tendrían en común el ser, se podría construir una
ciencia del ser en cuanto ser, que sería la ciencia que estudie la esencia, es
decir, una “ousiología” en palabras de Giovanni Reale). En cambio, la
concepción acerca del ser de Aubenque es de un ser equívoco u homónimo, en el
que la esencia no fuera común (el ejemplo que pone Aristóteles es el de “can”
como perro o constelación). El ser no tiene el fundamento ontológico de la
pertenencia a un género, es decir, la pluralidad de sus significaciones
(entendida esta pluralidad por Aristóteles como la lista antes mencionada: como
esencia, potencia/acto, verdadero/falso, categorías...) no puede ser reducida a
un género determinado.
La conclusión a
la que llega Aubenque es, de contenido, negativa: el ser no es un género y no
se dice en un único sentido. No hay respuesta esencial a la pregunta sobre el
ser, no se puede construir un sistema que exprese su esencia. Hay muchas
maneras de responder a la pregunta qué es el ser, pero todas se refieren a la
forma en la que el ser se dice (enumeración), y no a su esencia.
Tras la
confrontación entre Eco y Aubenque, lo lógico es encontrar más consuelo en la
tesis de Eco: las formas en la que se dice el ser pueden ser reducidas a una sola,
la ousía o esencia: por tanto,
podemos conocer esa esencia, podemos construir un orden cognoscitivo que esté
garantizado por la esencia. Esta concepción es tranquilizadora.
Pero al leer a
Aubenque la angustia nos atrapa. El intento de construir un sistema apodíptico
que hable del ser está abocado al desastre. No podemos sino resignarnos a la
construcción dialéctica de la metafísica (por ser esta la única posible). La
ambigüedad y la polisemia es el sentido último del ser. Intentar suavizar esta
contradicción es imposible. Y lo más inquietante de todo, es observar cómo la
metafísica escolástica occidental se ha venido abajo, se ha derrumbado
literalmente al haberse fundado en un mundo, el griego, con una visión
completamente distinta. Y la metafísica no se ha derrumbado debido a fisuras,
es mucho más profundo: no es su estructura lo que falla, sino sus cimientos. El
orden que la metafísica escolástica ha construido, parafraseando a Rosa
Luxemburgo, ha sido edificado sobre arena: la arena movediza de la polisemia y de
la ambigüedad de un ser aporético, no presente sino signo de lo ausente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario