martes, 31 de mayo de 2016

El efecto de distanciamiento; una dramática no aristotélica

Este texto es un intento de abordaje del teatro épico brechtiano centrado en la relación entre espectador y actor: en el teatro de Brecht nada es dejado al azar, y prueba de ello serán sus Escritos sobre teatro[1] que utilizaremos en el desarrollo. Aquí se aprecia una profunda reflexión teórica detrás de cada uno de los métodos utilizados por el dramaturgo alemán para la consecución de un objetivo claro: el objetivo de distanciar, extrañar, separar, actor y espectador. De alguna forma lograr que este último no pueda dejarse llevar a trompicones por el desarrollo de la obra, que no sea engañado mediante un torbellino de sentimientos y arrastrado, que no sea obligado a “sentir” emociones prefabricadas por el director. El drama épico brechtiano, en vez de esto, nos pone ante situaciones cotidianas, ante las cuales los personajes reaccionan de forma extraña. De esta forma se produce un impasse que imposibilita la identificación entre los actores y los espectadores.
               La dramática clásica se articula en torno al concepto aristotélico de kátharsis o purificación, que consiste en plantear la obra de teatro como un problema e incluir en este al espectador. El espectador se involucra y se redime de sus pasiones al verlas proyectadas (o incluso a proyectarlas, pues no es necesario que estas pasiones aparezcan como tal) en los actores. La pasión principal sobre la que se articula la dramática clásica es la hybris, es decir, la suplantación de los dioses (no vivir según la razón humana, «según lo más divino e inmortal que hay en nosotros»[2] sino aspirar orgullosamente a no necesitar ningún dios). La Poética aristotélica consiste en educar a los ciudadanos a través de las pasiones, nunca de forma racional. El espectador que se ponga enfrente de los actores, que se reconozca en ellos y que vea sus pasiones y cómo estas desembocan en un trágico final, será un espectador asustado, dócil, temeroso de los dioses. La tragedia se convierte en un perfecto método de aleccionar religiosamente al pueblo, a través de ese profundo vínculo infantilizador de la identificación, de la mimesis. Brecht lo resume de forma muy clara: la kátharsis, afirma, consiste en «la purificación del espectador del espanto y la compasión, gracias a la representación de acciones que provocan el espanto y la compasión»[3]. Su fuerza está en el engaño, la representación y la provocación de un estado (fijado previamente) en los espectadores. Los espectadores creen estar sintiendo pasiones genuinas y reales cuando en realidad no están sintiendo sino un sucedáneo, un producto diseñado con anterioridad. Obligar a sentir, lograr que las emociones se agolpen y se conviertan en una amalgama indistinguible, provocar la «crisis de las emociones»[4] ese es el objetivo de la dramática trágica.
               Objetivo radicalmente opuesto al teatro épico brechtiano. Blanchot describe la figura de Brecht de forma inmejorable: «aquel que tomó conciencia de la fascinación y quiere romper con ella volviéndola en contra de sí misma»[5]. Se trata de romper de raíz los mecanismos por los que opera esta fascinación, romper este dejarse llevar por los sentimientos: el espectador del teatro épico no fluye, se detiene y observa. La actitud más perversa que puede darse es que una obra de arte, en general, se convierta en obvia para el espectador[6]: «cuando todo es obvio se renuncia sencillamente a comprender»[7]. Nada en la obra de Brecht es obvio, nada es natural, nada se sobreentiende. El espectador ya no está implicado en el vertiginoso e imparable desarrollo de la obra, ya no está fascinado como un niño en los inicios del cine. El espectador ahora es un observador externo a la obra, pero esta despierta su actividad, no se trata de un mero espectador pasivo[8]. El espectador no es implicado en una acción, es confrontado directamente con ella; no posibilita ni guía sus sentimientos, le obliga a tomar decisiones, tomar partido. El ser humano se presenta no ya como algo inmutable, ahistórico e invadido por pasiones, sino que es una contingencia histórica, producto del tiempo, efímero, resultado de una lucha, de la dialéctica. No se trata por tanto de la victoria de una razón abstracta, alejada totalmente de los sentimientos y emociones, sino una razón concreta, unas pasiones racionales. Como afirma Galileo en la obra homónima, «la victoria de la razón sólo puede ser la victoria de los que razonan»[9]. El responsable de la separación entre razón y emoción no es el teatro brechtiano sino el aristotélico: Brecht vuelve a unir estas no limitándose a crear y desatar emociones, pero tampoco a combatirlas, sino analizarlas, convertir el hecho de emocionarse en un subproducto que acompañe a la reflexión: «sería completamente errado pretender negar a este teatro [al épico] la emoción. Vendría a ser como negar hoy a la ciencia la emoción».
               El teatro clásico intenta inducir (en el sentido más conductista) estados de conciencia en el público, y para ello utiliza elementos como la distracción y la dispersión: al conseguir que el espectador “baje la guardia”, logra naturalizar comportamientos y prácticas sociales, para así legitimarlos. A través del bombardeo y de eliminar la separación entre el escenario y el patio de butacas (recordemos algunos comentarios típicos sobre el cine en 3d: “es tan real que casi puedes tocarlo”) el espectador se ve arrastrado por la marea de la representación, se conforma, en términos de Debord, con la imagen, piensa y siente en imágenes[10]. Los sentimientos son inmediatos, superficiales, planos, cercanos a lo que Jameson denomina «lo sublime histérico». Este estado de histeria adormece los sentidos y provoca un efecto anestesiante de ensueño (un trance naturalizado) que condena a la pasividad política. Pero este estado es inoperante cuando se intenta transformar la realidad y convertir la obra de arte en un martillo en vez de en un espejo: «las masas – afirma Brecht – no son capaces de hacer una revolución en estado de hipnosis»[11]. De esta forma continúa: «hay que conseguir mantener el aparato productivo del teatro obrero fuera del comercio de estupefacientes generalizado del sistema teatral burgués»[12].
               Por ello, es precisamente este estado de inhibición sensorial el que Brecht intenta destruir planteando el «efecto de distanciamiento», extrañamiento, o alejamiento [Verfremdungseffekt o V-Effekt]. En palabras de Blanchot, «debemos estar en situación de recordar que asistimos a una ficción obtenida por medios artificiales, que el actor es un actor y no Galileo Galilei»[13]. El actor siempre debe enfrentarse a su papel como sorprendido, extrañado y desconfiado, desde fuera. En ningún momento debe dar la sensación de estar improvisando, sino que debe leer su guion como si fuera una cita. Las emociones deben ser sustituidas por el gesto, el actor debe producir la sensación de haber leído, releído, anotado y memorizado su papel: él sabe cómo termina, es un texto fijado, y eso no debe olvidarse nunca. El actor brechtiano “no finge”. Por su parte, el escenario debe ser todo lo contrario a una atmósfera: se debe destruir la ilusión de asistir a una escena momentánea, espontánea, real (es decir, no ensayada). Por ejemplo, los focos siempre deben estar a la vista del espectador[14], los elementos que participan en la construcción escénica son siempre los mínimos necesarios (el escenario parece parco y sobrio) y siempre tienen que mostrar sus relaciones con el proceso material de producción: pongamos el ejemplo de una vivienda proletaria y de una vieja silla situada en el escenario. La huella de la relación entre el hecho de que la silla esté ahí y el trabajo que la familia proletaria ha tenido que desempeñar para un capitalista para poder comprarla siempre suele borrarse en las obras de teatro, y por ello debe ser recordada con gestos (por ejemplo, una inmensa tristeza cuando esta silla se rompe ante la imposibilidad de permitirse comprar otra). Los objetos que aparecen deben estar siempre unidos a la esfera material de la producción (como dice un conocido poema de Brecht, mostrar cómo “el hoy nació del ayer”, el vínculo con el pasado no puede romperse, las mercancías no aparecen por generación espontánea, necesitan un proceso de producción).
En cuanto a la música, esta no debe sobreexplotarse hasta convertirse en un acompañamiento alegre: una inflación de escenas acompañadas de música se traduce en una desvalorización de esta. La función de la música debe ser la de despertar el interés y aumentar el conocimiento; por tanto hay que evitar caer tanto en el simplismo kitsch como en el «vanguardismo culinario»[15] que sólo agota al público (el ejemplo perfecto de mantenerse entre estos dos límites es la obra de Hans Eisler, quien puso música a bastantes poemas del mismo Brecht). En general, el nuevo teatro debe siempre huir del esquema, de las soluciones mecánicas de conflictos: lo importante aquí no es la capacidad de saber cómo reaccionar siempre, de aplicar al arte una lógica de resolución de conflictos, sino la capacidad de «desencadenar crisis»[16], de producir un efecto de asombro y capacitar al espectador para poder responder a su propia realidad material con vistas a su futura transformación.
Porque si pudiéramos definir el teatro épico brechtiano en unas pocas líneas, creemos que sería imprescindible hablar de su carácter marcadamente político: su función no es entretener, divertir, lograr que los espectadores se evadan de su jornada laboral y volver soportable una realidad insoportable. Todo espectador que asista a una representación del dramaturgo de Augsburg con la intención de evadirse saldrá del teatro, con toda la razón, furioso. El teatro de Brecht clava a los espectadores a su realidad material, a su cotidianeidad, a su miseria y condición de explotación. Pero lo mejor es que este “aguafiestas” que está continuamente recordando que el mundo que nos rodea es inaceptable en su totalidad, no se limita a ser una amarga bilis pesimista. Pesimista es el teatro ideológico aristotélico, que nos lleva a aceptar como natural toda situación injusta al derivarla necesariamente de “pasiones humanas”, eternas e inmutables. Pesimista es la kátharsis, que estalla en pequeñas dosis controladas, en pildoritas de rabia, para que no ocurra nada fuera del teatro. Brecht únicamente nos pone en una mano el miserable mundo que nos rodea, y en la otra mano una teoría política que nos dice que nada es eterno, que no existe ninguna naturaleza humana, que todo es histórico y que «todo lo que existe merece perecer»[17]. En 1932 Brecht escribió un precioso poema llamado Loa a la dialéctica, en el que se insta a no decir «jamás» mientras se esté vivo. Tanto la opresión como el fin de la opresión no son realidades eternas e inmutables: las estructuras de dominación, al igual que se impusieron con violencia, también pueden caer. Y esto no depende del movimiento de las estrellas en el mundo supralunar, tampoco de los designios de furiosos dioses que castigan la hybris. Como cantan Ismael y Silvio, el destino no pare miseria[18]. Todo actor del teatro épico debe mostrar que tanto el hecho de que la opresión siga como que se acabe depende de las luchas históricas de las clases oprimidas. Las últimas líneas del poema citado de Brecht son una arenga precisamente a esta clase, una clase que si quiere vencer tiene que entender el arte no como un espejo que refleje su insoportable realidad sino un martillo que la transforme:
¡Aquel que está perdido, que combata!
¿Quién podrá contener al que conoce su condición?
Pues los vencidos de hoy son los vencedores de mañana
y el jamás se convierte en hoy mismo[19].




Bibliografía.


Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Alianza, 2011.
Blanchot, M., La conversación infinita, Caracas, Monte Ávila, 1970.
Brecht, B., Escritos sobre teatro, Barcelona, Alba, 2015.
Poemas y canciones, Madrid, Alianza, 1984.
               Galileo Galilei, Buenos Aires, Nueva visión, 1976.
Engels, F., Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Barcelona, Grijalbo, 1970.


Retrato de Bertolt Brecht (1926), Rudolf Schlichter.





[1] Brecht, B., Escritos sobre teatro, Barcelona, Alba, 2015.
[2] Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 7, Madrid, Alianza, 2011, p.303.
[3] Brecht, B., Escritos sobre teatro, op. cit., p.19.
[4] Ibíd., p.21.
[5] Blanchot, M., La conversación infinita, Caracas, Monte Ávila, 1970, p.558.
[6] Esta «obviedad» nos recuerda al «clearly» de Schapiro cuando se refiere a los zapatos de Van Gogh, como nos cuenta Derrida en Restituciones (La verdad en pintura).
[7] Brecht, B., Escritos sobre teatro, op. cit., p.45.
[8] Brecht lo expresa de manera inmejorable. Pese a ser muy extensa vemos imprescindible reproducir el fragmento por su claridad expositiva: «El espectador del teatro dramático dice: Sí, yo también he sentido eso; así soy; eso es natural; siempre será así; el sufrimiento de este hombre me conmueve porque no hay salida para él; esto es arte grande, en él todo es obvio; lloro con los que lloran, río con los que ríen. El espectador del teatro épico dice: No lo hubiera imaginado; así no se puede hacer; eso es muy llamativo, casi increíble; hay que pararlo; el sufrimiento de ese hombre me conmueve porque sé que hay salida para él; esto es arte grande, en él nada es obvio; me río del que llora y lloro por el que ríe», ibíd., p.46-47.
[9] Brecht, B., Galileo Galilei, Buenos Aires, Nueva visión, 1976, p.160.
[10] Cuando esto se lleva al plano político produce, si cabe, más miedo. Se nos ocurre por ejemplo la masificación e hiperexposición de la foto del niño sirio ahogado. Parece que sólo se puede sentir devorando imágenes en forma de mercancía, convirtiendo el horror en algo trendy (por supuesto, desvinculado de sus causas materiales, como una tragedia que nos “cae del cielo”) que será olvidado al cabo de unos cuantos días, cuando el nuevo flashazo, el nuevo shock, la nueva noticia de moda, ocupe nuestras pantallas.
[11] Brecht, B., Escritos sobre teatro, op. cit., p.111.
[12] Ibíd., p.237.
[13] Blanchot, M., La conversación infinita, op. cit., p.561
[14] El teatro antiguo siempre ha ocultado las fuentes de luz, como si fueran naturales. Frente a esto, Brecht pone el ejemplo de un combate de boxeo: aquí nadie espera que los focos se oculten a la vista.
[15] Brecht, B., Escritos sobre teatro, op. cit., p.238. Veladamente y con malicia Brecht se refiere, por supuesto, a Schönberg y Adorno.
[16] Ibíd., p.293.
[17] Engels, F., Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Barcelona, Grijalbo, 1970, p.21.
[18]Despierta (2013)”, Ismael Serrano y Silvio Rodríguez.
[19] En Brecht, B., Poemas y canciones, Madrid, Alianza, 1984, p.65.

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