Este texto es un intento de abordaje del teatro épico brechtiano centrado
en la relación entre espectador y actor: en el teatro de Brecht nada es dejado
al azar, y prueba de ello serán sus Escritos
sobre teatro[1]
que utilizaremos en el desarrollo. Aquí se aprecia una profunda reflexión
teórica detrás de cada uno de los métodos utilizados por el dramaturgo alemán
para la consecución de un objetivo claro: el objetivo de distanciar, extrañar,
separar, actor y espectador. De alguna forma lograr que este último no pueda
dejarse llevar a trompicones por el desarrollo de la obra, que no sea engañado
mediante un torbellino de sentimientos y arrastrado, que no sea obligado a
“sentir” emociones prefabricadas por el director. El drama épico brechtiano, en
vez de esto, nos pone ante situaciones cotidianas, ante las cuales los
personajes reaccionan de forma extraña. De esta forma se produce un impasse que imposibilita la
identificación entre los actores y los espectadores.
La dramática clásica se articula
en torno al concepto aristotélico de kátharsis
o purificación, que consiste en plantear la obra de teatro como un problema e
incluir en este al espectador. El espectador se involucra y se redime de sus
pasiones al verlas proyectadas (o incluso a proyectarlas, pues no es necesario
que estas pasiones aparezcan como tal) en los actores. La pasión principal
sobre la que se articula la dramática clásica es la hybris, es decir, la suplantación de los dioses (no vivir según la
razón humana, «según lo más divino e inmortal que hay en nosotros»[2]
sino aspirar orgullosamente a no necesitar ningún dios). La Poética aristotélica consiste en educar
a los ciudadanos a través de las pasiones, nunca de forma racional. El
espectador que se ponga enfrente de los actores, que se reconozca en ellos y
que vea sus pasiones y cómo estas desembocan en un trágico final, será un espectador
asustado, dócil, temeroso de los dioses. La tragedia se convierte en un
perfecto método de aleccionar religiosamente al pueblo, a través de ese
profundo vínculo infantilizador de la identificación, de la mimesis. Brecht lo resume de forma muy
clara: la kátharsis, afirma, consiste
en «la purificación del espectador del espanto y la compasión, gracias a la
representación de acciones que provocan el espanto y la compasión»[3].
Su fuerza está en el engaño, la representación y la provocación de un estado (fijado
previamente) en los espectadores. Los espectadores creen estar sintiendo
pasiones genuinas y reales cuando en realidad no están sintiendo sino un
sucedáneo, un producto diseñado con anterioridad. Obligar a sentir, lograr que
las emociones se agolpen y se conviertan en una amalgama indistinguible,
provocar la «crisis de las emociones»[4]
ese es el objetivo de la dramática trágica.
Objetivo radicalmente opuesto al
teatro épico brechtiano. Blanchot describe la figura de Brecht de forma
inmejorable: «aquel que tomó conciencia de la fascinación y quiere romper con
ella volviéndola en contra de sí misma»[5].
Se trata de romper de raíz los mecanismos por los que opera esta fascinación,
romper este dejarse llevar por los sentimientos: el espectador del teatro épico
no fluye, se detiene y observa. La actitud más perversa que puede darse es que
una obra de arte, en general, se convierta en obvia para el espectador[6]:
«cuando todo es obvio se renuncia sencillamente a comprender»[7].
Nada en la obra de Brecht es obvio, nada es natural, nada se sobreentiende. El
espectador ya no está implicado en el vertiginoso e imparable desarrollo de la
obra, ya no está fascinado como un niño en los inicios del cine. El espectador
ahora es un observador externo a la obra, pero esta despierta su actividad, no
se trata de un mero espectador pasivo[8].
El espectador no es implicado en una acción, es confrontado directamente con
ella; no posibilita ni guía sus sentimientos, le obliga a tomar decisiones,
tomar partido. El ser humano se presenta no ya como algo inmutable, ahistórico
e invadido por pasiones, sino que es una contingencia histórica, producto del
tiempo, efímero, resultado de una lucha, de la dialéctica. No se trata por
tanto de la victoria de una razón abstracta, alejada totalmente de los
sentimientos y emociones, sino una razón concreta, unas pasiones racionales.
Como afirma Galileo en la obra homónima, «la victoria de la razón sólo puede
ser la victoria de los que razonan»[9].
El responsable de la separación entre razón y emoción no es el teatro
brechtiano sino el aristotélico: Brecht vuelve a unir estas no limitándose a
crear y desatar emociones, pero tampoco a combatirlas, sino analizarlas, convertir
el hecho de emocionarse en un subproducto que acompañe a la reflexión: «sería
completamente errado pretender negar a este teatro [al épico] la emoción.
Vendría a ser como negar hoy a la ciencia la emoción».
El teatro clásico intenta inducir
(en el sentido más conductista) estados de conciencia en el público, y para
ello utiliza elementos como la distracción y la dispersión: al conseguir que el
espectador “baje la guardia”, logra naturalizar comportamientos y prácticas
sociales, para así legitimarlos. A través del bombardeo y de eliminar la
separación entre el escenario y el patio de butacas (recordemos algunos
comentarios típicos sobre el cine en 3d: “es tan real que casi puedes tocarlo”)
el espectador se ve arrastrado por la marea de la representación, se conforma,
en términos de Debord, con la imagen, piensa y siente en imágenes[10].
Los sentimientos son inmediatos, superficiales, planos, cercanos a lo que
Jameson denomina «lo sublime histérico». Este estado de histeria adormece los
sentidos y provoca un efecto anestesiante de ensueño (un trance naturalizado) que
condena a la pasividad política. Pero este estado es inoperante cuando se
intenta transformar la realidad y convertir la obra de arte en un martillo en
vez de en un espejo: «las masas – afirma Brecht – no son capaces de hacer una
revolución en estado de hipnosis»[11].
De esta forma continúa: «hay que conseguir mantener el aparato productivo del
teatro obrero fuera del comercio de estupefacientes generalizado del sistema
teatral burgués»[12].
Por ello, es precisamente este
estado de inhibición sensorial el que Brecht intenta destruir planteando el
«efecto de distanciamiento», extrañamiento, o alejamiento [Verfremdungseffekt o V-Effekt].
En palabras de Blanchot, «debemos estar en situación de recordar que asistimos
a una ficción obtenida por medios artificiales, que el actor es un actor y no
Galileo Galilei»[13]. El
actor siempre debe enfrentarse a su papel como sorprendido, extrañado y
desconfiado, desde fuera. En ningún momento debe dar la sensación de estar
improvisando, sino que debe leer su guion como si fuera una cita. Las emociones
deben ser sustituidas por el gesto, el actor debe producir la sensación de
haber leído, releído, anotado y memorizado su papel: él sabe cómo termina, es
un texto fijado, y eso no debe olvidarse nunca. El actor brechtiano “no finge”.
Por su parte, el escenario debe ser todo lo contrario a una atmósfera: se debe
destruir la ilusión de asistir a una escena momentánea, espontánea, real (es
decir, no ensayada). Por ejemplo, los focos siempre deben estar a la vista del
espectador[14], los
elementos que participan en la construcción escénica son siempre los mínimos
necesarios (el escenario parece parco y sobrio) y siempre tienen que mostrar
sus relaciones con el proceso material de producción: pongamos el ejemplo de
una vivienda proletaria y de una vieja silla situada en el escenario. La huella
de la relación entre el hecho de que la silla esté ahí y el trabajo que la
familia proletaria ha tenido que desempeñar para un capitalista para poder
comprarla siempre suele borrarse en las obras de teatro, y por ello debe ser recordada
con gestos (por ejemplo, una inmensa tristeza cuando esta silla se rompe ante
la imposibilidad de permitirse comprar otra). Los objetos que aparecen deben
estar siempre unidos a la esfera material de la producción (como dice un
conocido poema de Brecht, mostrar cómo “el hoy nació del ayer”, el vínculo con
el pasado no puede romperse, las mercancías no aparecen por generación
espontánea, necesitan un proceso de producción).
En cuanto a la música, esta no debe sobreexplotarse hasta convertirse en
un acompañamiento alegre: una inflación de escenas acompañadas de música se
traduce en una desvalorización de esta. La función de la música debe ser la de
despertar el interés y aumentar el conocimiento; por tanto hay que evitar caer
tanto en el simplismo kitsch como en
el «vanguardismo culinario»[15]
que sólo agota al público (el ejemplo perfecto de mantenerse entre estos dos
límites es la obra de Hans Eisler, quien puso música a bastantes poemas del
mismo Brecht). En general, el nuevo teatro debe siempre huir del esquema, de
las soluciones mecánicas de conflictos: lo importante aquí no es la capacidad
de saber cómo reaccionar siempre, de aplicar al arte una lógica de resolución
de conflictos, sino la capacidad de «desencadenar crisis»[16],
de producir un efecto de asombro y capacitar al espectador para poder responder
a su propia realidad material con vistas a su futura transformación.
Porque si pudiéramos definir el teatro épico brechtiano en unas pocas
líneas, creemos que sería imprescindible hablar de su carácter marcadamente
político: su función no es entretener, divertir, lograr que los espectadores se
evadan de su jornada laboral y volver soportable una realidad insoportable.
Todo espectador que asista a una representación del dramaturgo de Augsburg con
la intención de evadirse saldrá del teatro, con toda la razón, furioso. El
teatro de Brecht clava a los espectadores a su realidad material, a su
cotidianeidad, a su miseria y condición de explotación. Pero lo mejor es que
este “aguafiestas” que está continuamente recordando que el mundo que nos rodea
es inaceptable en su totalidad, no se limita a ser una amarga bilis pesimista.
Pesimista es el teatro ideológico aristotélico, que nos lleva a aceptar como
natural toda situación injusta al derivarla necesariamente de “pasiones
humanas”, eternas e inmutables. Pesimista es la kátharsis, que estalla en pequeñas dosis controladas, en pildoritas
de rabia, para que no ocurra nada fuera del
teatro. Brecht únicamente nos pone en una mano el miserable mundo que nos
rodea, y en la otra mano una teoría política que nos dice que nada es eterno,
que no existe ninguna naturaleza humana, que todo es histórico y que «todo lo
que existe merece perecer»[17].
En 1932 Brecht escribió un precioso poema llamado Loa a la dialéctica, en el que se insta a no decir «jamás» mientras
se esté vivo. Tanto la opresión como el fin de la opresión no son realidades
eternas e inmutables: las estructuras de dominación, al igual que se impusieron
con violencia, también pueden caer. Y esto no depende del movimiento de las
estrellas en el mundo supralunar, tampoco de los designios de furiosos dioses
que castigan la hybris. Como cantan
Ismael y Silvio, el destino no pare miseria[18].
Todo actor del teatro épico debe mostrar que tanto el hecho de que la opresión
siga como que se acabe depende de las luchas históricas de las clases
oprimidas. Las últimas líneas del poema citado de Brecht son una arenga
precisamente a esta clase, una clase que si quiere vencer tiene que entender el
arte no como un espejo que refleje su insoportable realidad sino un martillo
que la transforme:
¡Aquel que está
perdido, que combata!
¿Quién podrá contener
al que conoce su condición?
Pues los vencidos de
hoy son los vencedores de mañana
y el jamás se
convierte en hoy mismo[19].
Bibliografía.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Alianza, 2011.
Blanchot, M., La conversación infinita, Caracas, Monte Ávila, 1970.
Brecht, B., Escritos sobre teatro, Barcelona, Alba, 2015.
Poemas y canciones, Madrid, Alianza, 1984.
Galileo Galilei, Buenos Aires, Nueva visión, 1976.
Engels, F., Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Barcelona, Grijalbo, 1970.
Retrato de Bertolt Brecht (1926), Rudolf Schlichter.
[1]
Brecht, B., Escritos sobre teatro,
Barcelona, Alba, 2015.
[2]
Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 7,
Madrid, Alianza, 2011, p.303.
[3]
Brecht, B., Escritos sobre teatro,
op. cit., p.19.
[4]
Ibíd., p.21.
[5]
Blanchot, M., La conversación infinita,
Caracas, Monte Ávila, 1970, p.558.
[6]
Esta «obviedad» nos recuerda al «clearly»
de Schapiro cuando se refiere a los zapatos de Van Gogh, como nos cuenta
Derrida en Restituciones (La verdad en
pintura).
[7]
Brecht, B., Escritos sobre teatro,
op. cit., p.45.
[8]
Brecht lo expresa de manera inmejorable. Pese a ser muy extensa vemos
imprescindible reproducir el fragmento por su claridad expositiva: «El
espectador del teatro dramático dice: Sí, yo también he sentido eso; así soy;
eso es natural; siempre será así; el sufrimiento de este hombre me conmueve
porque no hay salida para él; esto es arte grande, en él todo es obvio; lloro
con los que lloran, río con los que ríen. El espectador del teatro épico dice:
No lo hubiera imaginado; así no se puede hacer; eso es muy llamativo, casi
increíble; hay que pararlo; el sufrimiento de ese hombre me conmueve porque sé
que hay salida para él; esto es arte grande, en él nada es obvio; me río del
que llora y lloro por el que ríe», ibíd., p.46-47.
[9]
Brecht, B., Galileo Galilei, Buenos
Aires, Nueva visión, 1976, p.160.
[10]
Cuando esto se lleva al plano político produce, si cabe, más miedo. Se nos
ocurre por ejemplo la masificación e hiperexposición de la foto del niño sirio
ahogado. Parece que sólo se puede sentir devorando imágenes en forma de
mercancía, convirtiendo el horror en algo trendy
(por supuesto, desvinculado de sus causas materiales, como una tragedia que nos
“cae del cielo”) que será olvidado al cabo de unos cuantos días, cuando el
nuevo flashazo, el nuevo shock, la nueva noticia de moda, ocupe nuestras
pantallas.
[11]
Brecht, B., Escritos sobre teatro, op.
cit., p.111.
[12]
Ibíd., p.237.
[13]
Blanchot, M., La conversación infinita,
op. cit., p.561
[14]
El teatro antiguo siempre ha ocultado las fuentes de luz, como si fueran
naturales. Frente a esto, Brecht pone el ejemplo de un combate de boxeo: aquí
nadie espera que los focos se oculten a la vista.
[15]
Brecht, B., Escritos sobre teatro, op.
cit., p.238. Veladamente y con malicia Brecht se refiere, por supuesto, a
Schönberg y Adorno.
[16]
Ibíd., p.293.
[17]
Engels, F., Ludwig Feuerbach y el fin de
la filosofía clásica alemana, Barcelona, Grijalbo, 1970, p.21.
[18]
“Despierta (2013)”, Ismael Serrano y
Silvio Rodríguez.
[19]
En Brecht, B., Poemas y canciones,
Madrid, Alianza, 1984, p.65.
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