"La filosofía de Hegel es el álgebra de la revolución"
- Aleksandr Herzen
Para todo esquema que aborde la filosofía occidental, el idealismo alemán se liga inevitablemente a la Revolución Francesa, a la lucha contra el Antiguo Régimen y sus privilegios, y al concepto de Razón. La importancia de este concepto es central en el esquema idealista: recordemos a Descartes, cuando unificaba la especie humana a través de la razón autónoma, a la capacidad del sujeto de conocer la realidad y construir conocimientos sin necesidad de tutores: toda aquella que aprendiera el método (sin importar género, raza, clase) llegaría a razonar por sí misma. Kant lleva la razón más allá: el límite epistemológico a la razón teórica (piedra de toque de la experiencia) le sirve para abrir un nuevo dominio de la razón, el dominio práctico, el dominio de la libertad contra la causalidad de la naturaleza. Esta brecha entre intuición y concepto que Kant establece en el marco teórico puro es la que Hegel intentará cerrar desde un desarrollo autoconsciente del ser humano: la libertad no es planteada como inicio del concepto, como fundamento de la moralidad, sino que es resultado de un proceso de autodesvelamiento. La libertad es obtenida al final, no es dada al inicio.
Hegel afirmará que “todo lo real es racional” y “todo lo
racional es real” y tratará de fundamentar una ontología desde la lógica, pero
esto es quedarse sólo con la mitad del esquema hegeliano: todo concepto lógico
tiene que tener su referencia en la realidad, es decir, todas las formas del
pensar también son principios constitutivos
de lo real (la lógica es metafísica, por eso su sistema de lógica comienza con
los principios ser y nada). Es decir: si Hegel es capaz de fundamentar una
ontología sobre la lógica sólo se debe a que la lógica está ya de algún modo “ontologizada”.
Hegel desdobla, al igual que hizo Kant, dos funciones de una misma razón: la
función teórica (que busca el núcleo racional tras la corteza multicolor exteriorizada) y la función práctica (que hace
real lo pensable, entendiendo esto como un arte humano, como por ejemplo, el
derecho).
No es cuestión de explicar el inicio del sistema hegeliano,
pero quizás sean útiles unas cuantas pinceladas: Hegel busca un principio
absoluto e inmediato, que sea capaz de generar su propia negación para así
devenir. Debido a la imposibilidad de demostrar este principio desde el inicio,
la prueba deberá ser inmanente, es decir: el principio debe demostrarse al
final del sistema (lo que da a su filosofía ese aspecto cíclico, de donde surge
la crítica de que en realidad el sistema hegeliano no se mueve, no avanza sino
que sólo explicita, saca fuera-de-sí lo que ya daba por hecho desde el
principio). Este principio es el ser indiferenciado, igual a la nada
indiferenciada, que logra la unidad traspasándose a sí mismo en el devenir de la razón (es decir, en el
tiempo).
Lo importante en la filosofía de Hegel (que misteriosamente
desaparece en Heidegger, donde sólo queda el ser y el tiempo) es la nada, el
aspecto negativo, la negación: la razón no es total si no contiene la negación,
es imposible que la totalidad pueda devenir si no se une a la completa
negatividad. La negatividad es lo único que puede añadirse al todo. La negatividad, el límite, es lo que, en la
filosofía de Hegel, da sentido al ser, lo diferencia y concretiza, en
definitiva, lo realiza. El ser sin límite es una totalidad indiferenciada, inmediata,
abstracta, igual a la nada. Es el traspasarse con el límite lo que hace al ser
real. Pero ¿quién pone ese límite? ¿Quién mueve al concepto? La dialéctica. La
definición clásica de dialéctica (hegeliana) es la de principio motor del concepto que genera y disuelve las particularidades
de lo universal. Sin esta temporalidad del concepto, sin exteriorización
(alienación) del ser, sin el regreso al ser desde el ser-otro, no existiría lo
concreto real sino sólo lo abstracto. Sólo la mediación realiza el ser. Pero
este movimiento dialéctico no lo inventa el concepto, no está (sólo) en la
cabeza: la lógica está expresando un proceso real. Hegel sólo extrae las formas
lógicas de un movimiento que ocurre en la realidad, todas las formas de ser
llevan dentro de sí esta negatividad que determina su movimiento (más tarde,
Marx devolverá esta dialéctica a su terreno verdadero: el terreno material e
histórico). Aquí llegamos al punto central: ¿qué es y qué implica esta
negatividad? ¿Qué se está jugando cuando afirmamos que lo racional sólo puede
realizarse mediante una negatividad?
Primero, debemos comprender qué se está negando en la
filosofía hegeliana: Hegel niega el hecho inmediato para restablecer desde esa negación la verdad. Los hechos son el
conjunto de fracturas que impiden la totalidad y unidad de la razón, y estas
fracturas pueden ser traducidas, en definitiva, a una sola: la fractura
ontológica entre sujeto y objeto. Sólo en la razón los antagonismos entre
sujeto y objeto se integran en la totalidad, la verdad sólo podrá concretarse
negando los hechos, negando el estado de cosas dado. Sólo transformando la
realidad podrá realizarse la razón: no se trata de interpretar, sino de
transformar. La tesis 11 sobre Feuerbach resuena aquí con toda su intensidad: la filosofía es práctica, no fáctica.
Esta negatividad da cabida a un proceso por el cual la razón se adueña de la
realidad al transformarla. Esta realidad ya era racional, sólo que no era
consciente de ello. Es la razón la que explicita el núcleo de racionalidad: el
único problema es que Hegel ya nos predice el resultado de antemano. La
realidad está condenada a ser cada vez más racional, no existen retrocesos en
la historia hegeliana.
La dialéctica negativa vuela literalmente por los aires el
orden establecido y legitimado por la filosofía anterior. Los hechos no tienen
ninguna autoridad, sino que han sido puestos por el sujeto. Lo dado no posee
ninguna justificación por sí mismo, sino que tiene que ser justificado ante la
razón. El esquema de Robespierre es el más adecuado para explicar esta
adecuación: si la realidad no encaja en la razón, se debe utilizar la
guillotina para recortar esos trozos de realidad que no encajen (por supuesto,
la cabeza del rey era uno de esos trozos. La cabeza de un rey no encaja en un
orden racional). La razón aniquila “el mundo seguro” y el sentido común. Este
mundo seguro es para Hegel el estado inmediato de los hechos, que la razón
niega y a la vez supera. La negatividad es el preludio necesario para eliminar
la inmediatez en un hecho, para hacerlo devenir y hacerlo real. Se trata, en la
lógica hegeliana, de sacar de la identidad consigo mismo a un objeto: cuando
afirmamos que A es B, de algún modo hemos debido salir de A=A, el primer objeto
A que se dice idéntico a B aparece distinto
de sí mismo, existe como su otredad. El objeto A se mueve, sale de sí mismo
en el proceso de la identidad con B. Esta lógica es incompatible a la
petrificada lógica aristotélica (la crítica moderna hacia la Escolástica
postaristotélica es clara: la lógica formal planteada por Aristóteles en su
Organon sólo habla de corrección y no de verdad, no permite conocimiento, es un
esquema vacío, un andamio incapaz de síntesis, incapaz del proceso de
conocimiento).
Sería interesante ligar la filosofía hegeliana a su contexto
histórico, para observar más de cerca hasta qué punto está legitimada la
destrucción del orden social hacia un modelo de sociedad más racional (y de
este modo, entender que Marx tenía la guía para saltar desde la anarquía de la producción a la
producción autoconsciente, planificada y racional).
La filosofía hegeliana está ligada, como todo idealismo
alemán, a los procesos revolucionarios de Francia. Recordemos su precioso texto
de juventud junto a Schelling y Hölderlin, en el que saludaba la Revolución
Francesa como el amanecer de la razón. El desencanto hegeliano con el proceso
revolucionario llega pronto. Hegel considera la Revolución Francesa como una etapa
necesaria del pasado europeo, pero ya no aplicable a la actualidad alemana.
Francia había tenido que cortar cabezas antes de educarlas, pero eso ya no era
necesario. El Espíritu absoluto de la Historia ya había sido desarrollado, y
Alemania no necesitaba ya pasar por la revolución. El modelo de Estado racional
es un modelo centralizado, basado en la igualdad, y con un modelo productivo
absolutamente racional (trabajo como subjetivación del objeto producido, como
mediación del trabajador, es decir, lo radicalmente opuesto a la alienación que
criticaba Marx: el producto tiene que subjetivarse para que el trabajador no se
objetive). Un Estado fuerte opuesto al contractualismo liberal (los contratos
que hace la sociedad civil son de modelo comercial, finitos y estratégicos, por
lo que son insuficientes para construir un Estado), un Estado que sea el
gobierno absoluto de la Ley, en el que el individuo se identifique con el todo.
El modelo de Estado que propone Hegel como el más racional es el de monarquía.
Y, por supuesto, este Estado racional ya
había llegado a Alemania.
Aquí es donde algo comienza a chirriar: Hegel pasará a
afirmar, desde su filosofía del Derecho, que Alemania ya está preparada para
ser el último pueblo, el Volk
racional. Hegel traza una filosofía total (recordemos que la filosofía era la
última piedra de su sistema de ciencias), la filosofía ha terminado. Hegel ha
analizado la historia en términos de lucha, de negación, de contradicciones, y
ha desembocado en la totalidad de la razón, en el fin de las luchas, de las
contradicciones, en la unidad del Espíritu. Sólo queda una filosofía: la de
Hegel, el último filósofo.
El problema es que, después de Hegel, sigue existiendo
filosofía. La escuela hegeliana se da cuenta de que no puede pasarse la vida
“estudiando y repitiendo al maestro” y decide hacer crítica, demolición, de la
filosofía hegeliana. Bauer, Feuerbach, Ruge, Stirner, Marx y Engels siguen el
camino de Hegel. Él ha dado el método a través de la historia. Sólo era
necesario bajar a Hegel de los cielos, colocarlo sobre sus pies y darse cuenta de que la historia no se ha detenido
sino que las contradicciones reales siguen moviendo la realidad. Marx desliga
la dialéctica de su base ontológica cerrada y universal (la dialéctica
hegeliana da la forma lógica abstracta y la dialéctica marxista su movimiento
real y concreto), pero conserva la negatividad en su aplicación a la condición
histórica. Construye una dialéctica opuesta
radicalmente a la de Hegel, pero también con la contradicción como fuerza. La lucha de clases sigue siendo el
motor, las particularidades siguen disolviéndose en el universal. Hegel no
tenía razón con el fin de la filosofía, ni con la unidad de la razón. Al fin y
al cabo, aún Dios no se ha asustado al
reconocerse en su creación (recordemos que Dios-Espíritu absoluto, un en-sí
y para-sí se exteriorizaba/negaba/alienaba en la naturaleza, en la gravedad,
para después volver a sí mismo desde su ser otro en la especie humana
explicando el dogma de la encarnación. El momento en el que Dios se encarnaba
en la especie humana era cuando leía, al fin, la Ciencia de la lógica).
Y aquí está el punto clave: Hegel, intentando justificar y
sostener el orden social desde su final de la historia, da la pauta para su
demolición y crítica filosófica. Hegel demostró que la negatividad no era la
distorsión de la verdadera esencia de una cosa, sino su misma esencia. Hegel
demostró que las crisis, las luchas, los colapsos, las aniquilaciones, no eran
accidentes ni perturbaciones externas a un progreso positivo: las crisis
manifiestan la naturaleza misma de
las cosas, y sólo desde las crisis se puede entender un sistema social. El daño
que Hegel hizo contra el orden social fue incalculable e irreparable. Hegel
llenó la universidad de jóvenes revolucionarios (que fueron echados a patadas
cuando se le concedió el rectorado a un decrépito Schelling, único que podía
plantear un sistema distinto al hegeliano y frenar ese hedor a hegelianismo que desprendían las facultades).
No sabemos si Hegel pretendía demoler el orden social con su
filosofía, o si lo hizo sin ese propósito. La dialéctica negativa era esa
grieta insobornable que amenazaba con arrasar el sistema de privilegios que los
explotadores habían edificado. La dialéctica negativa es ese martillo que
podemos ver perfectamente en Das Kapital,
es esa muerte del viejo mundo que espera impaciente un nuevo amanecer. Es la
certeza de que las potencialidades del género humano sólo pueden desarrollarse
mediante la muerte del orden social que originaron estas potencialidades. En
definitiva, es la expresión de que la contradicción es el motor real del
proceso, y la crisis la única forma de entenderlo.
Era fácil, sólo había que demostrar que la filosofía no
había terminado aún. Sólo había que
darle cuerda de nuevo a la contradicción, y reanudar la historia por donde
Hegel la había detenido. Si se podía “hacer filosofía después de Hegel” era
porque la historia no se había detenido (al igual que se puede hacer historia
después de Fukuyama). El método que dio Hegel fue la pesadilla para los
poderosos. Hegel intentó calmar el espíritu revolucionario de la única forma
que supo: afirmando que la época de las contradicciones, de las crisis, había
terminado. Que la historia había llegado a su fin, que su filosofía era total.
La teoría coincidía con la realidad. Pero fue incapaz de convencer a esa
juventud revolucionaria que hincaba codos y soñaba con transformar el mundo. La
sola existencia del proletariado destruía esa totalidad de la razón construida
por Hegel, el proletariado expresa la negatividad total, por padecer el sufrimiento y la injusticia
universal.
La filosofía negativa desató una revolución intelectual y
una sacudida brutal en la Alemania de la segunda mitad del siglo XIX. Si la
primera mitad del siglo fue de contrarrevolución brutal y restauración
napoleónica, 1848 hizo saltar la pólvora: absolutamente nadie podía negar desde
la razón que el socialismo era la única
salida hacia delante en la historia, el único modelo social racional. Todos
los que negaban este componente de racionalidad y de progreso tenían intereses
privados, esos intereses de la sociedad civil (contrato) que, según Hegel, no
podían construir un Estado. La filosofía negativa anticipaba el salto del reino de la necesidad al reino de la libertad,
y sólo era cuestión de tiempo para que ese salto se materializase. Otra
cuestión es ya si esa unidad, esa totalidad de la razón, podría llegar a
materializarse algún día (como pensaba el mismo Hegel) o si sólo se trataba,
como afirmó Camus, de ficción, de nostalgia por el drama de lo humano.
Por supuesto, los poderosos y los interesados en la
reproducción del capitalismo no podían permitir que el salto del reino de la
necesidad al de la libertad se materializase. Para frenar la explosión de la
filosofía negativa, se refugiaron en la única filosofía posible, la
diametralmente opuesta: el positivismo.
El positivismo se basa radicalmente en la facticidad del
hecho: necesita un objeto externo (no puesto por la subjetividad), y necesita
suponer los hechos como neutrales, sin que estos puedan afectar al sujeto. El
componente empírico es fundamental: todo conocimiento de los hechos debe
provenir de su observación. Es fundamental también el carácter antihegeliano
que presenta el positivismo. Recordamos estas palabras de Friedrich Julius
Stahl, positivista alemán: La doctrina de
Hegel es una fuerza hostil, esencialmente destructiva. Su teoría, desde el
comienzo, ocupa el mismo terreno que la revolución. El cometido del
positivismo no puede ser más claro: frenar la filosofía negativa, devolver la
positividad al estudio de la realidad y salvar como sea el orden social
existente. El positivismo es la filosofía contrarrevolucionaria que necesitaban
los poderosos. Los poderosos necesitaban a Comte para acabar con Hegel de una
vez por todas (ya que Schelling había sido incapaz), para enterrarle como a un perro muerto.
El positivismo acepta lo dado como natural y lo que se
contrapone a lo dado como absurdo, utópico e inexistente. Esta es la mayor
legitimación ideológica de lo dado que se puede pensar. Desplaza el debate práctico-político
hacia el terreno teórico-científico, y conduce a la resignación y a la
aceptación de las normas sociales. La armonía positiva es irreconciliable con
la contradicción negativa: una construye estabilidad, la otra la destruye.
Comte fue el primero en considerar el socialismo como pura utopía absurda por intentar oponerse al estado de cosas, Comte
seguía escribiendo contra el Antiguo Régimen a mediados del siglo XIX, y
reclamaba la evolución contra la revolución. Ni siquiera desde el modelo
positivista se puede interpretar, sólo aprehender los hechos. No hay más allá,
y mucho menos, racionalidad. Nietzsche afirmaría que los positivistas, al
eliminar de un plumazo el mundo verdadero
de la razón y quedarse sólo con el
mundo aparente de los fenómenos (esta distinción es la distinción clásica
platónica) estaban destruyendo ambos mundos. El positivismo aniquila la
pretensión científica de buscar un más allá trascendente al hecho, un núcleo de
racionalidad que haga ver que el ser no es únicamente lo que aparece, núcleo de racionalidad reclamado tanto por la
filosofía hegeliana como por la marxista.
Ante la aceptación acrítica y legitimadora de lo dado, el
marxismo se constituye como radicalmente opuesto a un orden social alienante y
a un estado de cosas negativo: sólo la pura negatividad, el proletariado, puede
impugnar el estado de cosas establecido y negar la negación: sólo la clase más
negativamente universal, sólo el proletariado, es el legítimo heredero de la filosofía clásica alemana. Sólo el
proletariado es el heredero directo de la dialéctica negativa de Hegel. Aunque
no tengamos el “spoiler” hegeliano de que al final ganan los buenos, sí sabemos
quiénes son los únicos que pueden luchar: las nadies, desheredadas, explotadas,
saqueadas, golpeadas, humilladas: las que han aprendido a vivir en el barro y
en sus miradas no cabe más ira. Ante la duda de quién es el sujeto
revolucionario, buscad a Tom Joad. Él estará allí.