-
¿Qué lista incluiría juntos a un corredor de apuestas
ilegales y a un agitador comunista?
-
Quizás una lista de hombres que dan falsas esperanzas a
los pobres. Sólo que a veces, Freddie, mis caballos aciertan.
El Birmingham industrial y fabril de principios de siglo. Adoquines
mojados por la última lluvia, hombres cabizbajos con la cara manchada de carbón
y sudor. En el suelo, periódicos arrugados cuya tinta se emborrona, niños
descalzos de ojos claros que se asoman curiosos por una rendija. Un hombre
impoluto con gorra de obrero avanza por un suelo lleno de barro a lomos de su
caballo. La grave voz de Nick Cave le recibe. Una toma aérea permite conocer la
arquitectura londinense de los suburbios obreros durante los años diez y
veinte, diseñados para el hacinamiento de la fuerza de trabajo, un permanente
ejército de reserva, como Marx describió a la perfección. The bloody Karl Marx, aquel hombre que situó Londres en el punto de
mira, aquel que analizó los mecanismos de reproducción del capital y afirmó que
esta reproducción genera la fuerza que acabará por destruir el sistema, la
negatividad pura, el proletariado. Ese proletariado es el que vive hacinado en
el Birmingham de 1919, que pone toda su esperanza en apostar por un caballo
hechizado, que busca protección de aquel jinete solitario. Un jinete, aunque
nada importe esta información, que tiene nombre: Thomas Shelby. Su pasado
tampoco importa: desde que volvió de la Gran Guerra en Francia, no ha vuelto a
ser el mismo. Su esperanza se hundió en la metralla y la sangre de los
cadáveres mutilados, en los túneles y las trincheras llenas de barro en el Somme. El opio
mitiga el sonido de los picos tras la pared, pero no tiene un efecto eterno.
Siempre están ahí, amenazando con disolver su frágil cordura. Como muchos
otros, Tommy tiene que vivir con su estigma. Pero aún así, él, tiene a su
familia.
En esta historia, continuamente hay un cruce de caminos, de
tensiones y de intereses entre cuatro factores: el orden establecido custodiado
por la policía, los comunistas, el IRA y las mafias de corredores de apuestas. En
medio, un puñado de armas militares provenientes de Libia. Un tesoro por el que
pactar con tu peor enemigo y traicionar a tus afines, un tesoro que se asemeja
sorprendentemente (muy sorprendentemente) al botín de El bueno, el feo y el malo. Resumiendo: un complejo juego de poder,
un equilibrio inestable que se va alterando con alianzas y traiciones, para
lograr la hegemonía sobre una masa indiferenciada de nadies.
Pero volvamos a ese proletariado que, como hemos dicho, no
es el centro de la historia. No conocemos sus casas, sus horarios laborales ni el
trabajo que realizan en el interior de las fábricas. Los podemos observar como
extras en el bar, como extras en las calles, como extras en las fábricas. Los
únicos que no los ven como extras, son los comunistas (que, paradigmáticamente,
son los únicos que no quieren las armas): entre ellos, Freddie Thorne, amigo de
la infancia de Thomas. Los comunistas son la mala hierba que crece en las
fábricas, son las asambleas clandestinas para votar ir a la huelga. Todos ellos
lucharon en la Guerra a cambio de nada, todos ellos fueron obligados a luchar
en una guerra imperialista en la que, como todos los pobres, no tenía ningún
interés ni garantía de un futuro mejor para ellos. La esperanza, la promesa y
la poesía de Rusia y los soviets están en el horizonte de la conquista del
poder. El brillo de sus ojos al hablar de la futura y segura revolución los delata: viven en la continua derrota. Los eternos vencidos, los que entregan su vida por una causa mayor que
ellos mismos, aunque esta causa diste mucho de convertirse en realidad
efectiva. Su método es desaparecer, ser sombras anónimas a las que sólo se
puede atrapar con delaciones y traiciones. Y así es como funciona el corrupto
poder institucional. Desapariciones forzosas, torturas y asesinatos. El “miedo
rojo” es la coartada perfecta para legitimar cualquier abuso de poder. Pero, a
pesar de todo, esto no es el jodido
Belfast. En Birmingham, si los enemigos del sistema tropiezan por las
escaleras y mueren o sus cadáveres aparecen lacerados en canales del agua, se
convierten en noticia. Salen en los periódicos. Y esto, Churchill no lo puede
permitir. La opinión pública no debe saber jamás cuándo “pasa algo” en los
sótanos de las comisarías inglesas. Las extralimitaciones, las torturas y
asesinatos, sólo son efectivas si son invisibles y objetivas, si no tocan la
realidad cotidiana sino que la recubren con un manto invisible. Las tenemos
encima, pero podemos seguir viendo el cielo a través de ellas. Si hacen alguna
sombra, la gente comienza a preguntar, y las torturas fallan. Churchill y su
enviado el inspector Campbell responden perfectamente al análisis foucaltiano
de Vigilar y castigar, del poder
político invisible sin muestra alguna de humanidad o subjetividad.
En cambio, el IRA es demonizado como si de un conjunto de
monstruos se tratara: en la serie podemos simpatizar con los mafiosos, incluso
con los comunistas, pero no se nos puede ocurrir simpatizar con el IRA: son
descritos como borrachos que cantan viejas canciones irlandesas e intentan violar mujeres, como monstruos
deshumanizados y sin empatía capaces de beberse un vaso entero de agua sin
dejar de mirar fijamente a alguien. No parpadean, y no podemos comprender ni
siquiera sus aspiraciones políticas. Sólo sabemos que matan, y que necesitan
armas. Y que su palabra no tiene ningún valor. En realidad, no necesitamos
saber nada más con respecto a ellos en esta serie (casualmente) inglesa.
Un espacio político dividido, fragmentado, una ciudad sin
ley, en la que sólo se negocia cuando se
ha atacado previamente. Thomas no está para juegos, sabe cuándo ha sido
derrotado y cuándo debe golpear. Ha aprendido a luchar y a ser el líder de su
familia. Sabe que la política, la negociación, es únicamente la guerra que
continúa por otro medio. En la sombra de la familia, quizás el mejor personaje
de la serie: la tía Polly. Si no el mejor personaje, seguro que sí el que más
trasfondo tiene: vestida eternamente de luto, es la parte racional y coherente
de Thomas. Que se ocupó de los negocios durante la Guerra es de las pocas cosas
que conocemos de su pasado, ligado fuertemente a la fe religiosa. Polly no piensa con la polla, ha luchado toda
su vida y ha soportado condescendencia, marginación, miradas de pena y
palmaditas de ánimo en la espalda. Aún así, ha conseguido salir adelante sin
ayuda de nadie, y eso hace que no esté nunca en deuda con nadie.
Y no podemos olvidar que Peaky
Blinders es, además, una historia de amor. Y aquí entra Grace, un
personaje que de primeras parece plano, superficial. Una agente infiltrada en
la banda de Tommy, que miente continuamente sobre su pasado para intentar
encajar y conseguir la confianza del protagonista. Es Grace la que hace
desaparecer los picos. Tiene la superficialidad de un personaje de Kafka, y
esto es en lo que realidad nos inquieta. Sus líneas de guión son cortas, no
hace grandes reflexiones. Su voz calmada, en vez de tranquilizar, nos extraña. No
sabemos qué mueve exactamente a Grace a tomar las decisiones. Casi todas sus acciones nos desconciertan, no sabemos a quién apoya. Su mirada siempre
triste y melancólica cubre sin duda una fragmentación autodestructiva interior:
su superficialidad nos inquieta porque sabemos que hay algo detrás aunque no
podamos identificarlo.
Primeros planos, tomas móviles, acentos con carisma, cuidadas estructuras
narrativas, canciones de White Stripes y
escenas de ultraviolencia sin ningún sonido en las que vemos a la banda de
Tommy atacar a sus enemigos con cuchillas de afeitar escondidas en sus gorras,
como si se tratara de la película de Kubrick. Un protagonista que sabemos que
no es bueno, pero al menos, como Amy
Winehouse, nos avisa: you know I'm no good. Tommy es ese protector
que siempre consigue lo que quiere (perdiendo varias cosas en el camino), ya
sea un bar o una secretaria, es ese carisma weberiano autoritario: todos los
obreros en los suburbios de Birmingham quieren que sea él el que gane porque,
aunque sea el tipo malo, es nuestro tipo
malo.