Es observable que en nuestra
sociedad actual, a grandes rasgos, la forma hegemónica de tomar partido en el
conflicto político-ideológico es la del acercamiento y la de la búsqueda de la
neutralidad. Sólo hay que analizar cualquier discurso político más o menos
actual: cuando se trata de enfatizar el mensaje ideológico del grupo
hegemónicamente dominante, lo mejor es utilizar un lenguaje que apele a “las
clases medias” en general. Todo por las clases medias, garanticemos el nivel
económico de nuestras “machacadas y dolientes” clases medias, y demás idioteces
son lanzadas a diario para proyectar medidas profundamente ideológicas como si
parecieran neutras o “de sentido común”, y expandirlas en la sociedad como una
mancha de tinta en un papel.
El hecho de camuflar un mensaje
ideológico utilizando la neutralidad que proporciona el lenguaje no puede ser,
de ninguna manera, inocuo. La fuerza que posee el lenguaje cuando habla de acercamiento,
de cerrar heridas y de colaboración transversal en una sociedad desgarrada en
realidad no es neutral, ni puede serlo jamás. Este impulso estético que nos
llena de gozo cuando alguien habla de libertad, sublima en sentimientos
políticos al actuar como forma legitimadora: la estetización de la política
redirige el impulso en la adoración de nosotros mismos, convertidos en
auténtico espectáculo: una clase media global que realmente cree en el discurso
del esfuerzo, que realmente cree que si existen pobres se debe a que no han
trabajado lo suficiente, que realmente creen que sonriendo positivamente cada
mañana el día irá mejor. Una clase media que se ve representada a sí misma en
las pantallas de sus televisores, y esta representación les llena de gozo. Una
clase media que podría tirarse el día masturbándose delante de un espejo. Ellos
son lo neutro, lo inocuo, incoloro, insípido, ellos son el centro y el cero. Y
el resto, son los otros, el infierno sartreano. Sin hacer mucho esfuerzo, se
puede intuir hacia dónde se dirige este impulso: estetización y neutralización
de la política, odio a “lo otro inhumano”, adoración de sí mismo. Una clase
media uniforme es la fácil carne de cañón del fascismo, y siempre lo ha sido
(Benjamin nos prevenía de ello con su análisis sociológico del art pour l’art).
Pero no pueden ser tan
huxleyanamente felices. Hemos encontrado la trampa. La clase media en realidad
es una ficción aglutinadora, un simulacro construido como coartada moral, para
garantizar el status quo de los poseedores y propietarios. No hay nada más
parecido a un fascista que un burgués asustado, nos advertía Brecht. La
propiedad de los medios de producción es ocultada bajo un discurso
multicultural, tolerante e inclusivo que tiene lo mismo de fascista que de
pacifista: Al observar el discurso progre-pacifista, uno queda profundamente
horrorizado: no existe el conflicto, no existe movimiento. El discurso
multicultural globalizado que surgió tras la caída del muro de Berlín (años que
hoy día han terminado, ya podemos hablar de una era post-globalizada, la vuelta
a los “tiempos interesantes”) es un discurso inocuo y profundamente
estructurado: Este discurso se parece en exceso al Trauerspiel, el drama
barroco alemán del que nos hablaba Benjamin.
Este discurso es una inmensa y
compleja estructura, en el que cada parte encaja perfectamente. Pero el
problema que tiene este discurso, es que no tiene movimiento: imaginemos que
somos una mota de polvo en el interior de un reloj sin cuerda, y que podemos observar
esa inmensa maquinaria articulada y parada. No existe dialéctica sino una
inabarcable estructura de realidad. En el discurso la forma absorbe
completamente el contenido, es completamente imposible discutir con alguien que
se dice “ni de derechas ni de izquierdas”, porque no hay concreción: intentar
dar contenido a su discurso no es posible debido a que son dos planos
epistémicamente distintos. Cualquier acuerdo que lleguemos con ellos será
producto de una ficción o de una extraña coincidencia. Por decirlo de otra
forma: a alguien que se esté moviendo en el plano de caracterizar el problema
del mundo actual desde la categoría “coches oficiales” no se le puede hablar de
contradicción en las relaciones de producción ni de plusvalía. Antes, es
necesario cambiar el plano epistemológico. Y ahí reside el principal problema.
Debemos luchar usando lo único que
tenemos: un lenguaje que es profundamente ideológico, convencional y
perpetuador (“camuflador”) de injusticias y desigualdades. No podemos, aunque a
veces podamos soñar con ello, crear un lenguaje formalmente perfecto, un
lenguaje lógico (como Frege o Kripke buscaban) sino denunciar el carácter
inmensamente ideológico (fuerza ilocucionaria) de este lenguaje. Un ejemplo claro
de este carácter ideológico es la subsunción del femenino en el masculino a la
hora de construir el plural, aspecto que lleva a identificar lo masculino con
“lo neutro” y lo femenino como “lo otro”, lo que si se pone todo junto es
“ellas” pero si se une a mí se convierte en “nosotros”. Esta subsunción se
realiza de una forma extremadamente esencialista. La realidad nos llega en un
lenguaje no neutral, que la categoriza y nos hace pensar en función de estas
categorías (pensamos hablando). El poder simbólico del discurso ha sido ya
analizado en términos de dominación (Foucault). Pero sigamos hablando sobre la
neutralización del conflicto ideológico en la sociedad industrial avanzada (en
palabras exactas de Marcuse).
¿Cómo eliminar cualquier
dicotomía? Introduciendo un término entre medias. ¿Cómo frenar la dialéctica
hegeliana? Introduciendo un término medio que, en vez de constituirse como una
superación (Aufhebung) en forma de triángulo, se constituya como la mediatriz
de una línea recta. ¿Cómo eliminar la lucha de clases? Introduciendo la clase media,
como un espectro de pacificación y colaboración transversal. La figura de
Aristóteles destruyendo las condiciones materiales de lucha, de conquista de
poder por parte del proletariado, eliminando el movimiento en forma de
equidistancia neutral. Esta es la ficción de la clase media, la pacificación de
la explotación y dominación de la sociedad de clase.
Que en la clase media podamos
encontrar tanto a Emilio Botín como al padre de familia que se parte la espalda
desde las siete de la mañana hasta las ocho de la tarde cargando cajas de
frutas es algo paradigmático. No existe conflicto, porque todos somos clase
media. Bueno, quizás no todos. Los canis que fuman porros en el parque y se
funden la miseria que ganan en unas llantas nuevas son sólo una “subclase”
(analizada magistralmente por Owen Jones en “Chavs, la demonización de la clase
obrera”), un grupo residual de monstruos y vagos que se niegan a ser clase
media, que se niegan a escapar individualmente de la clase obrera y “prosperar”
(cuando había hueco para todos en la clase media hablaban de prosperar, hoy,
tras una crisis que ha proletarizado y devuelto a la realidad a todo ese
espectro sociológico caracterizado como clase media, ya no se habla de
prosperar sino de “emprender”). Porque los problemas sociales son
individualizados: la pobreza es responsabilidad de los pobres, por no querer
esforzarse para progresar. No hay pobres sino loosers. Y por ello mismo,
quizás, y sólo quizás, estos monstruos criminalizados y demonizados “que no se
esforzaron lo suficiente” sean en realidad los sin esperanza, aquellos de los
que sólo puede venir la esperanza.
Los canis y las chonis no son en
realidad la carne de cañón del fascismo, por mucho que se repita continuamente ese
mantra: la carne de cañón del fascismo son los universitarios que trabajan de
reponedores, camareros o teleoperadores y ven sus respectivos trabajos como una
eventualidad pasajera, que va a terminar pronto. Son los que inventan
categorías como “capital cultural” o “precariado” para definirse a sí mismos y
establecer un corte, una diferencia ontológica entre ellos y la clase
trabajadora. Porque ellos sólo “están de paso”. Son los que olvidan que, por
muchas carreras o másters que tengas, sigues siendo un proletario si cobras 600
euros al mes. El fascismo es el peligro que acecha al olvidar la propiedad de
los medios de producción para analizar sociológicamente un sistema económico y
político. Ya basta de afirmar sin más que la clase trabajadora apoyó a Hitler
en los años 30: el sustento sociológico de Hitler fueron precisamente los que,
aún siendo clase trabajadora, se negaban taxativamente a serlo, los que sentían
shame y no working class pride, los que se sentían más cerca de los
empresarios que de los trabajadores de mono azul.
Por esas razones, tengo más
simpatía por un “cani” que está deseando reventarle la cara a su jefe porque es
un esclavista cabrón que le debe varios meses que por un universitario que se
llama a sí mismo “exiliado” por tener que irse a buscar trabajo a Alemania. Si
te largas por trabajo eres un emigrante (exactamente igual que los que mueren
baleados y ahogados en nuestras costas), no un exiliado. Por mucho que intentes
utilizar nombres distintos para distanciarte, sigues siendo la misma mierda
cantante y danzante del mundo, como todos lo somos aquí.
Y si nos centramos en el caso
particular de las mujeres, el problema adquiere un matiz mucho más claro y
distinto. Los hombres (varones, es significativo que esta aclaración sea
necesaria) son lo neutro, y adquieren para sí el concepto de humanidad. En
ellos reside la justicia y la sublimidad. Las mujeres son relegadas a ser
siempre “lo otro”, lo infrahumano. En ellas reside la honestidad y lo bello. La
universalidad es siempre del varón, ellos son los únicos que pueden tomar la
palabra en el ágora, que pueden ocupar el espacio público. La mujer es
desposeída, reducida a valor de cambio y relegada al espacio privado. El
estigma se reproduce y perpetúa: la mujer tiene agorafobia, y debe ocupar el
menor espacio público posible. El discurso machista adquiere su máximo
exponente en el paternalismo del “discurso de la excelencia”, camuflándose
además de “defensa de las mujeres”, algo mucho más peligroso que el discurso
machista habitual. Este discurso pacificador dice apreciar a las mujeres,
intenta ser neutral e inocuo, lo que reproduce con más efectividad los roles asignados
y la dominación masculina. Para este discurso de la excelencia, las mujeres son
puras, bellos ángeles que claro, no deben contaminarse con la fea realidad.
Ellas deben mantenerse vírgenes e incorruptibles, no ser manchadas. Por ello,
la emancipación radical de la mujer sólo puede pasar por enfrentarse
abiertamente contra este discurso profundamente paternalista (utilizar las
tijeras contra todo aquel que hable de “pobrecitas”) y matando al ángel del
hogar, siguiendo a Virginia Woolf.
Pero seguimos con la
neutralización del conflicto ideológico. Volviendo al tema del lenguaje,
podemos hablar de eufemismos “políticamente correctos” que nos suena mejor a
todos los que hemos nacido después de la caída del muro de Berlín, en un
ambiente tolerante, multicultural y progresista. Un ejemplo de ello es llamar a
un negro “alguien de color” (¿Es que tú eres incoloro, no imbécil?). La
categoría divisoria trata de establecer una diferencia profundamente
jerarquizante que nos distinga a nosotros particularmente (hombres blancos
propietarios occidentales) de una masa informe e indistinguible de “otros”
(recordemos que los únicos que no son “de color” son los blancos, la gente que
tiene la piel “de color carne” ya que sólo existe un color de carne, ¿verdad?).
Se trata de levantar un gran campo de concentración en Occidente para
protegernos del infierno exterior, reclamar la humanidad única y exclusivamente
para nosotros mismos, y vivir bien con ello. No sólo vivir bien, sino creernos
solidarios y tolerantes “con el diferente” sin pensar que si alguien es
diferente es porque nosotros también somos diferentes con respecto a él. La
tolerancia progre occidental post-1989, y aquí está la tesis fuerte del texto, se
olvida de la reciprocidad en toda relación política y utiliza una versión
sublimada del pensamiento de Eichmann en Jerusalén (“sólo me equivoqué un poco,
cumplía órdenes”) como una coartada moral para legitimarse.
No existe nada más neutral y
objetivo que Eichmann apuntando minuciosamente en una lista el número de seres
humanos asesinados en los campos de concentración nazis. Y ese es el modelo al
que ha tendido el pensamiento de la época de la globalización (globalizando los
mercados para hablar de una “responsabilidad global” en la que claro, todos nos
hemos portado “un poco mal” como afirma Habermas). Encogerse de hombros ante la
estructura es la praxis normalizada en el capitalismo global. Porque sólo
cumplíamos órdenes, la técnica reificada ha eliminado todo ápice de
responsabilidad real. Pero a veces, y como afirma Slavoj Zizek, no hacer nada
es lo más violento que puede hacerse. Negarse a analizar la estructura criminal
e imperialista del capitalismo, negarse a hacer frente a la barbarie es más
violento que todos los regímenes “estalinistas” que podamos llegar a imaginar
en nuestra vida.
Pongamos un ejemplo: un acto que
debería ser tan natural, inocuo y desideologizado como el de comprarnos
cualquier camiseta, está provocando la explotación y el robo de plusvalía a
niñas indonesas, llamar por el móvil legitima la guerra por el coltán en el
Congo, de más de cuatro millones de muertos, conducir un coche no es una acción
universalizable (y por tanto, en contra del imperativo categórico kantiano), y
así podríamos seguir hasta tender al infinito o hasta que nos cansásemos antes.
Lo más seguro es que acabáramos extenuados numerando las acciones con
repercusiones inmorales que podemos hacer en nuestro día a día (sin ni siquiera
ser conscientes). La estructura, el sistema capitalista, es la violencia, es el
sistema más violento que ha existido nunca, y se perpetúa utilizando la impoluta
conciencia de los neutrales, los indiferentes que evitan tomar partido en el
conflicto, los equidistantes y los multiculturales que, siguiendo a Voltaire,
creen que toda opinión o cultura son respetables por el hecho de existir (ya
sea las que hablen de ablar clítoris o torturar toros hasta la muerte).
La neutralización de los
conflictos ideológicos es la negación de la lucha de clases (“enfrentarnos
entre nosotros es tirar piedras a nuestro propio tejado, unámonos por el bien
de nuestro país, la guerra civil fue una guerra entre hermanos”) y, en su
máximo exponente, la pacificación fascista de la sociedad. Eichmann es el tipo
corriente, el señor que piensa cosas “de sentido común”. Eichmann es el
peligroso enemigo, aquel que no es un demonio sino la cotidianeidad llevada a
su máximo exponente. Si no decís cosas ni de derechas ni de izquierdas, sino de
sentido común, Eichmann (la banalidad del mal) es vuestro modelo.
Para evitar el fascismo, para
estar a la altura de la inmensa generación que derrotó a Hitler, a la
generación que aprendió en España que hasta la mejor causa puede fracasar y
cuando esto ocurre duele de veras (la generación de las tres puntas rojas que
volvió a casa con lágrimas en los ojos a casa tras dejarse la piel en el Jarama Valley). Para estar a la altura
de los partisanos, los guerrilleros y la Résistance,
debemos hacer únicamente lo que ellos hicieron: tomar partido.
Ser partisano es sentir las
injusticias, y estar dispuesto a levantarse y combatir contra ellas. Ser
partisano es no ser un peso muerto en la historia, es no elegir jamás la
equidistancia del “todos son malos” o del “es muy complejo”. Ser partisano es
combatir la pasividad en la historia y volar por los aires la neutralidad. Ser
partisano es ensuciarse las manos y mancharse de barro en vez de saltar
charcos. Por eso, como Gramsci, odio a los que no toman partido. Odio a los
indiferentes.