lunes, 3 de marzo de 2014

La estética de Marcuse.

“El arte desafía el monopolio de la realidad creando un mundo ficticio que es más real que la propia realidad”. – La dimensión estética.

“A la libertad se llega por la belleza”. – Eros y civilización.

“Detrás de la forma estética yace la armonía reprimida de la razón”. – Eros y civilización.

“El final feliz es lo otro del arte”. – La dimensión estética.

Es necesario entender el arte como creación, como construcción. El arte no es espejo que refleja la realidad: es martillo que le da forma, afirmaba Bertolt Brecht. El arte tiene una lógica implícita, distinta a la del mundo. Está claro que el arte nace en un mundo ya real, en un principio de realidad determinado. La visión de un arte representativo la podemos encontrar en Heidegger, cuando afirma algo así como que la obra de arte no copia, sino que reproduce la esencia general de las cosas. La obra de arte, para Heidegger, nos pone ante un abismo, el abismo de la libertad, de la extrañeza de las cosas que nos impide discernir si existe original o únicamente representación. Pero ¿qué significa que el arte desafía el monopolio de la realidad? Haciendo un paralelismo con los términos platónicos, sería algo como suponer que la copia sensible pudiera desafiar la idea inteligible. El esquema platónico se rompe en el arte: el arte no es sólo representación. El arte también es praxis política. Marcuse presenta el arte como oposición contra las fuerzas represivas de la sociedad. El mundo que crea el arte desafía la realidad material, se constituye como “hiperreal” en términos de Baudrillard. Para entenderlo en ejemplos: la Oda a la pobreza de Neruda no es únicamente una descripción del hambre, sino una declaración de intenciones: Cuando Neruda escribe: donde vayas, pobreza, mi canto está cantando. Mi vida está viviendo. Mi sangre está luchando está asumiendo un compromiso, está realizando la tesis 11 sobre Feuerbach, está transformando el mundo en vez de interpretándolo. El mundo creado por Neruda es más real que la realidad.

El arte, para Marcuse, es resistencia: resistencia contra las fuerzas represivas, contra la propiedad privada de los medios de producción, contra el conjunto de los aparatos ideológicos del estado capitalista (en términos de Althusser). Resistencia como contrahegemonía, como una forma de articular un contrapoder cultural que consiga que dejemos de aceptar la mano de acero por el hecho de estar recubierta de seda, que dejemos de tolerar cualquier represión subliminal. En términos aún más gramscianos, el arte disputa la hegemonía a la ideología dominante. El orden teórico está suspendido del arte, y no sería una locura afirmar, con Benjamin, que el arte es también epistemología, es también fundación de la categorización humana (y, en definitiva, de su forma de conocer el mundo). Al igual que conocemos (mediante) escaparates, también conocemos mediante el arte, sea en museos o anuncios de televisión. El arte es parte indispensable de la iconosfera cultural de la sociedad moderna.

Para interpretar la segunda tesis, podemos fijarnos en el esquema kantiano: a Kant le estalla el problema del juicio en una brecha insondable que provoca una gran fractura en el sistema: la brecha entre intuición y concepto, entre sensibilidad y razón (que en definitiva, es la misma brecha entre Eros y Civilización que expone Marcuse). A la libertad se llega por la belleza implica que el orden práctico está construido sobre el arte (al igual que, como antes habíamos afirmado, el orden teórico). Defender la posibilidad de un orden teórico y un orden práctico es, en última instancia, defender una objetividad en el espacio del arte, en la fisura de la praxis del artista. Esta objetividad es condición de posibilidad de las dos grandes construcciones kantianas, separadas al eliminar un dios, un paralelismo, entre ellas.

Kant elimina a Dios como sustento del conocimiento humano: ahora el orden práctico no tiene porqué coincidir con el orden teórico, el ser no tiene porqué ajustarse al deber ser, sino que existe una independencia. Matar a Dios no puede ser matar la objetividad y perdernos en la disolución nihilista de todo sentido. Debe existir una forma de garantizar una objetividad sin necesitar a Dios, y esta objetividad la presenta la belleza: la belleza nos presenta un “como si” regulativo. El mundo es contingencia, pero es tan bello que parece como si fuera producto de un proyecto racional. El juicio estético es completamente universalizable (al igual que el imperativo categórico), y esto es una muestra de que debe de existir una cierta y extraña objetividad en el arte. Afirmar “esto es tan bello que es imposible que no plazca”, aunque no exista ninguna prueba racional de que deba placer a alguien (la definición kantiana: bello es lo que place sin concepto) es lo que nos hace sentirnos iguales al resto de los seres humanos, sin las determinaciones particulares, es la “Fraternidad” que Robespierre introdujo en el imponente lema de la Ilustración.

Que el modelo desaparezca es, en cierto modo, terrible: no sólo es que el conocimiento deje de estar garantizado, que el arte ya no pueda imitar, sino más profundo: nunca lo ha podido hacer. Dios consolaba, pero su consuelo era ficción. La objetividad, el logos entre ser y conocer que pretendíamos infalible no existe. La fractura entre intuición y concepto es insondable, original en términos de Heidegger: desde el origen, el ser está fracturado. Y el arte, la belleza, el juego de los poetas, se presenta como alternativa, como frágil y extraño sustento, como mediación.

La belleza es mediación, el juicio estético establece la mediación entre la naturaleza y la libertad, afirmaba Kant en la Crítica del Juicio. Esta mediación, se encarga de recordarnos Marcuse, la lleva a cabo la imaginación como tercera facultad. El arte nos transporta a un orden normativo distinto de la realidad (crea ese mundo ficticio), el nuevo orden normativo de la finalidad sin fin (la obra de arte es autónoma con respecto a fines, no es poiesis sino praxis), el orden de la potencialidad de fuerzas reprimidas que son ahora liberadas (siguiendo a Freud, cita constante en Marcuse).

Otra tesis central de Marcuse es la que expone una armonía reprimida de la razón tras el marco discursivo de la obra de arte. La civilización se ha construido a base de subyugar el orden de lo sensible bajo el manto de la razón, afirma Marcuse. La represión de lo sensible, de Eros es parte constitutiva de las sociedades humanas. Pero en realidad, existe una armonía reprimida de la razón en la forma estética entendida como juego de liberación: con Schiller, Marcuse afirma que para hablar de emancipación política se debe aprender a jugar el juego de la estética, pues esta es vehículo. Y la libertad que la dimensión estética ofrece no es libertad interior en tanto que sosiego, tranquilidad interior. La dimensión estética se traduce en liberación política.

Siguiendo a Benjamin, esta tesis marcusiana puede parecer, cuanto menos, una barbaridad. Desarrollar la dimensión estética hasta su último exponente se traduce en l’art pour l’art, máximo ejemplo de politización (el apoliticismo es la máxima expresión de politización, de tomar partido en el debate-conflicto ideológico, afirma Zizek). Lo malo del arte vacío es que se puede llenar. Lo peor, es que se puede llenar de política: puede llegar Marinetti por ejemplo, y hacer odas a los tanques italianos en Somalia, puede escribir belleza sobre las balas disparadas, aunque cuando estas comenzaran a sonar en realidad saliera corriendo. Puede convertir la autodestrucción en belleza, en máximo ejemplo de goce estético. Estetizar la política es el primer paso para camuflar el discurso fascista, Benjamin nos prevenía de ello. Quizás Adorno trazara mal la línea al afirmar que Auschwitz es heredera de la Ilustración. Esa línea no debería partir de la Ilustración sino de la filosofía de la historia de Hegel. Pero lo que sí es cierto, es que escribir poesía después de Auschwitz se torna casi imposible (escribirla, como Heidegger en Caminos de bosque, durante y con la complicidad del régimen nazi, es pura barbarie, propia de un brillante monstruo). No veo claro que la dimensión estética sea necesariamente liberadora, sino únicamente un vehículo, que en el mejor de los casos, será un vehículo político (politización del arte) si se le da la pluma a Neruda o Miguel Hernández, el pincel a Picasso, el pegamento a Renau o la guitarra a Víctor Jara. Pero esto no se debe a la dimensión estética, sino a la propia politización del arte, al arte militante sin tapujos ni medias tintas, que se dirija abiertamente a las masas sin tratar de sugestionarlas ni de redirigir el impulso estético subliminalmente a la adoración de un líder carismático (arte costumbrista contra epopeyas individuales). El artista comprometido se dirige abiertamente a las masas. Como magistralmente dicen Los Chikos del Maíz en una canción: Somos marxistas, somos pura propaganda.

Si bien Kant dejaba de necesitar a Dios como garante, Nietzsche es el primero que pone en cuestión el principio de realidad. El orden de los conceptos ya no es natural, ya no es el que se acerque más al “concepto bueno” (que sólo podía darlo Dios). El orden de los conceptos es ahora creado por el ser humano, una arquitectónica estructurada y construida por el entendimiento humano. Pero, ¿esto quiere decir que sólo queda una disolución nihilista de todo sentido o tenemos derecho a seguir diciendo que hay conceptos mejores que otros? Puede parecer terrible, pero al mundo le da igual si la construcción de conceptos que tiene el ser humano es buena o no, se adapta a la realidad o no. Y debemos vivir con ello. Por supuesto que hay palabras mejor creadas que otras, y esto lo podemos pensar gracias a esa objetividad oculta en el arte, gracias a esa armonía reprimida de la razón que está presente en el juego de creación de los poetas, en la forma estética. No hay una completa arbitrariedad, sino un principio regulativo kantiano, un “como si”, una legalidad sin leyes, la objetividad sin reglas que no responde a ningún fin, que no es debida a la ejecución de un plan divino.



Esta objetividad es autoevidente, reclamada por toda la Humanidad en su conjunto (por ejemplo, el inicio de la DUDH habla del “olvido” de los principios como causa de todos los males). Marcuse, junto a la estética marxista, lucha continuamente contra la corriente posmoderna-deconstructivista que afirma que no hay palabras buenas sino que todo depende del “cristal” con el que se mira. Marcuse se lo juega todo para defender esa objetividad sin Dios, opuesta tanto a la tradición como al pensamiento líquido. Y lo hace porque el comunismo es el único sistema en el que el progreso puede darse, en el que se puede afirmar con seguridad que una palabra es mejor que otra. El capitalismo avanza imparable hacia la disolución de la sociedad y hacia la destrucción del mundo produciendo daños ecológicos irreversibles, convirtiendo el desarrollo técnico en progreso, convirtiendo la barbarie en espectáculo de sí mismo. Las revoluciones, como afirma Benjamin, no pueden ser locomotoras, pues la locomotora desbocada es el capitalismo. Las revoluciones sólo pueden ser el freno de emergencia, la cordura. Únicamente el socialismo ofrece un tiempo libre que no es funcional al capitalismo (Paul Lafarge nos enseña a ser libres del tiempo). Porque está claro: los comunistas no queremos “cualquier tiempo libre”. No queremos ser felices y emborracharnos los fines de semana, o ir a pasar el sábado a un centro comercial (planificación del ocio) para ir el lunes más contentos al trabajo a ser explotados. No queremos olvidar, sino cambiar nuestra vida si esta es una mierda. Lo decía el propio Marcuse: La libre elección de amos no suprime la esclavitud. Exigimos ser libres de la rueda imparable del capitalismo, ser libres de Cronos, de nada sirve el tiempo libre si lo utilizamos para consumir en vez de para discutir en la asamblea o para gritar de rabia en las calles. Lo decía Howard Zinn: No se puede ser neutral en un tren en marcha. Tampoco queremos un arte en el que el burgués sea el nuevo mecenas. No podemos conformarnos con otro final feliz que no sea el reino de la libertad (“A cada cual según su necesidad, de cada cual según su necesidad”) del que nos hablaba Marx. Y el resto es espectáculo.

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