Un lugar oscuro, húmedo, frío. Sin contacto con el exterior,
en una esquina, agua estancada con moscas sobrevolándola. Algunas baldosas
manchadas de sangre.
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Se nos acaba la paciencia. Habla. Ya.
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¿Queréis saber si tengo información sobre Hamas? La
tengo. Yo soy Hamas. El niño que agacha la cabeza al veros mientras su cabeza
funciona a mil también es Hamas. Hamas es la niña que recoge cuadernos
calcinados de los restos devastados de la casa en la que algún día vivió. La
madre que rechina los dientes al pasar por delante de la lápida de su hijo es
Hamas, y también lo es el recién nacido que ya no llora cuando escucha las
explosiones. Nunca podréis comprenderlo: acostumbrarse a la barbarie es lo peor
que le puede ocurrir a un ser vivo. Siempre te dicen: si escuchas la explosión,
sigues vivo. Sólo podemos encerrarnos en casa, contar bombas, y en los
descansos, recuperar cadáveres. Pero algo sí habéis entendido.
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No merece la pena, no va a dar información.
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Habéis entendido que para detener a Hamas, sólo podéis
hacer un genocidio. Exterminarnos a todos. Mientras quede un palestino, Hamas
estará allí. En esta cárcel está Hamas, Hamas está en el humo y también en los
callejones oscuros. Somos la serpiente que acecha, somos la hierba que crece
entre el polvo y las ruinas que han dejado vuestros misiles. Sonreiremos cada
vez que un soldado israelí vuele por los aires, y jamás nos iremos de nuestras
tierras. Aquí nacieron mis padres. Tengo las manos llenas de callos de trabajar
esta tierra. Mi tierra. Aquí voy a morir. Somos el saltamontes que se estrella
contra el elefante para derribarlo, sin importar las consecuencias. No he
disparado, no he matado a nadie. Pero yo soy Hamas. Siempre lo he sido, desde
que nací. Hemos sido Hamas desde que invadisteis nuestra tierra, quemasteis
nuestros olivos y bombardeasteis nuestras ciudades. Pero nosotros no
claudicamos. El elefante acabará cayendo. Lo juro. Venceremos.
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Suficiente.
Uno de los soldados israelíes se coloca detrás del detenido,
que está de rodillas con las manos en la cabeza. Pone la pistola en su nuca, y
aprieta el gatillo. Una fuerte explosión reverbera y es seguida del sonido
sordo de un peso muerto cayendo al suelo. El eco de los pasos lentos de un
segundo detenido se hace cada vez más fuerte.