Me gustaría articular una reflexión acerca de la praxis, la
acción (tanto espontánea como organizada) y su relación con la teoría, y, para
ello, he elegido el cotidiano ejemplo que nos da Sartre en su Crítica de la razón dialéctica, un
ejemplo conocido como “el ejemplo del autobús”. Primero lo expondré y después
iré sacando las conclusiones que he obtenido al analizarlo.
Todo comienza con un conjunto de personas, que esperan el
autobús como cada mañana. Algunos irán a trabajar a la oficina, otros a clase a
la facultad, otros a comprar al centro. La cosa es que esperan en la parada,
sin hablarse, sin tener contacto entre ellos, hasta que a alguno se le ocurre
una idea: al subir al autobús, podrían obligar al conductor a llevarles a sus respectivos
destinos en vez de hacer la ruta que les dejaría en alejadas paradas. Todos se
ponen de acuerdo, y al subirse, obligan al conductor a realizarlo. Este no ve
inconveniente, y lo hace. Al haber sido forzado, no le pondrían sanción, y no
querían robar el autobús ni nada peor, así que decide seguir la corriente a los
pasajeros por si acaso. No es un crimen tan grave. Lleva a la anciana a su
casa, a los chicos a la facultad, etc. Al bajarse en su destino, cada pasajero
continúa su propio rutinario día, y no vuelve a encontrarse más con ninguno de
sus cómplices en el “secuestro”, en aquel peculiar suceso.
Sartre expone este argumento, y ahora toca analizar la
acción política (como acción colectiva) llevada a cabo por este grupo de
pasajeros. Todo parte de un conjunto de individualidades, de sujetos libres no
coaccionados. Estos deciden unirse para realizar la acción colectiva. Un
individuo solo que hubiera querido desviar la ruta para que lo llevaran a él
solo a casa, habría sido reducido por la masa del conjunto del autobús, aún
tratándose de la misma acción.
Encontramos aquí casi parafraseada la reflexión que hacía Ulrike Marie Meinhof
sobre la lucha armada: “Lanzar una piedra es un delito punible. Lanzar mil
piedras es una acción política”.
Los sujetos eligen libremente
como colectividad subirse al autobús y desviar su ruta. Todos saldrían
beneficiados, y nadie se opone, sino que a todos les parece bien. Cuando
alguien propone algo razonable, sin violencia, sin heridos, sin muertos, los
otros (la objetividad trascendente y ajena), el resto de las subjetividades, se
pone de acuerdo, formándose un grupo, un sujeto colectivo (que puede llegar a
devenir en sujeto histórico, aunque recordemos que el ejemplo que da Sartre es
cotidianeidad pura). Por tanto, tenemos el caso de una objetividad construida a partir de múltiples subjetividades, una
acción política, realizada por un grupo y que afecta a un grupo.
Pero llegamos a la segunda parte del ejemplo: una vez
llegados al destino propio, el pasajero se apea del autobús, y se olvida de lo
que ocurre a bordo. Su objetivo
personal ha sido cumplido, ya ha llegado al centro comercial o a la oficina.
¿De qué ha servido entonces una acción colectiva que sólo ha cambiado las
circunstancias personales de cada individuo particular? Es más, una vez que
sólo quede un pasajero a bordo, ¿qué le garantiza que pueda llegar a su
destino? Sartre nos contesta: al sujeto, después de esa experiencia colectiva,
le queda el recuerdo: el pasajero podrá contar a sus hijos: recuerdo una vez
que logramos tomar un autobús para que nos dejara en casa. Las ancianas
sonreían porque no tenían que andar, un hombre daba las gracias por haber
podido llegar a tiempo a la oficina. Y los hijos, escuchando aquella historia,
quizás tumbados junto al fuego, podrán pensar: ¿y si nosotros hiciéramos algo
parecido?
La toma del autobús es una praxis pura, vacía, una acción
espontánea que, por suerte, sale bien, y sirve como un ejemplo para una
posterior situación. Pero la pregunta clara es: tomar un autobús puede salir
bien, pero ¿sólo podemos aspirar a tomar un simple autobús? ¿Qué ocurre si
aspiráramos a transformar el mundo, a cambiar las relaciones de producción o la
propiedad privada de los medios productivos? Aquí surge el segundo término: la
teoría. Los hijos pueden ver en qué puede fallar la acción, escribirlo,
memorizarlo, pensar sobre ello. Y, así, reescribir y mejorar la acción de su padre, haciéndola más infalible, realizando
una acción más perfecta. Mientras tanto, el padre podrá contar su hazaña en el
bar, mirarse al espejo y sonreír al recordar aquel día. El día en el que
descubrió que, uniéndose a otros, podía cambiar las cosas.
Una acción espontánea puede cambiar el mundo. Pero no es
duradera. La espontaneidad debe reinventarse a cada instante para no perder su
fuerza, y eso cansa además de ser profundamente improductivo. Imaginemos que
cada mañana volvieran a intentar tomar el autobús, desde el lunes hasta el
viernes. Al tercer día, muy probablemente, llenarían el autobús de policías, o
incluso suspenderían la línea. Una acción espontánea tiene una fuerza inmensa,
pero durante muy poco tiempo. Con espontaneidad no se escribe la historia, por
eso es necesario teorizar.
La praxis surge espontáneamente, pero debe reinventarse y
adaptarse a una teoría de la que brote una nueva praxis, más perfecta, más
organizada que la anterior. La relación entre teoría y praxis es por ello una
relación dialéctica, una relación cambiante, que se vaya adaptando a las
circunstancias y contradicciones del mundo que intenta transformar. No podemos
aspirar únicamente a tomar un autobús, y eso, Sartre también lo sabía. Como
ejemplo, la acción espontánea está bien, pero es insuficiente. Su repetición la
hace inocua e inservible, previsible, decepcionante y alienante.
Pero hay en el ejemplo algo esencial: la construcción de
objetividad a partir de las subjetividades individuales: la colectividad es la
que toma el poder político, y la colectividad es un conjunto de subjetividades
con un interés común. Este interés incluye siempre a los oprimidos,
desfavorecidos, débiles (la anciana, por ejemplo). Eso es lo crucial en todo
movimiento colectivo espontáneo: pensemos por ejemplo el manido y estancado
15m. Un movimiento que ha recuperado la colectividad (en forma de plaza), el
salir a la calle a hablar de política. Si no logra reinventarse con una teoría
seria (no hablo de libritos ridículos de 40 páginas, sino de una teoría
consistente, organizada, sin fisuras) toda esa fuerza se perderá en los mares
de la pasividad y desidia (de hecho, la fuerza del 15m no ha hecho más que
disminuir desde el primer día). Podemos soñar con una revolución permanente,
pero la realidad está ahí. Nuestra imaginación no es infinita, sino contingente.
Otro aspecto importante sobre el que se puede reflexionar es
sobre la cotidianeidad del ejemplo de Sartre. Todos hemos montado en el
autobús, muchos lo esperamos cada mañana para ir a cualquier sitio y,
reconozcámoslo, todos hemos soñado alguna vez con que nos llevara directamente
a nuestro destino. La acción que pone Sartre podría pasar en cualquier ciudad,
por ser un ejemplo completamente verosímil. No tienen que alinearse los astros,
no hay condiciones objetivas y subjetivas que impidan llevar a cabo la acción. Es
factible, simplemente, puede pasar.
Se ha demostrado que espontáneamente, se puede llenar las
calles de gente hablando de política. Se puede y ha pasado. La vanguardia la
tenemos, nos queda una teoría que la sustente, que no se derrumbe. Una teoría
que pueda hacerle frente al abanico posmoderno de vaivenes fluctuantes de la
prima de riesgo y los mercados, una
teoría que aguante firme la tormenta, como Ernesto Guevara resistía gritándole
que se pusiera derecho a su verdugo. Las masas ahí están, sólo hay que
organizarlas, y para eso, como dijo Lenin, se debe ¡Estudiar! ¡Estudiar!
¡Estudiar!
Estudiar, explicar y concienciar. Cuantas veces haga falta. Explicar
a la gente el porqué de sus problemas, no hablar de coches oficiales ni de políticos chorizos sino de
contradicciones entre capital y trabajo y plusvalía, hasta que todo el mundo lo
entienda, y no sólo unos cuantos universitarios. No hay otro camino más rápido.
Esa es la única manera existente de crear hegemonía, trabajar día a día y no
manifestarse cada semana con una nueva e innovadora forma de reinventarse a sí
mismos en una lucha destituyente-biotransformadora (batucada, disfraces de
payaso, barbacoa, se acaban las ideas...). Aunque no podamos bailar, sigue
siendo nuestra revolución. Y tenemos que construirla para que no la construyan
otros por nosotros.
El ejemplo de Sartre nos ilumina, pero sólo nos ilumina un
rato. Yo, por lo menos, no quiero estar continuamente secuestrando autobuses.
Preferiría que todos fuéramos siempre los dueños de la compañía de autobuses,
de los medios de producción, y no sólo un único día. Preferiría una conquista
más duradera. La conquista de los
medios de producción por parte de los obreros sólo puede ser colectiva. Y sólo
puede darse con conciencia de clase (condiciones subjetivas), no con
espontaneidad. Ser conscientes de que, si no tenemos el revólver, nos toca cavar,
porque el mundo se reduce a eso: los que tienen revólver y los que cavan. Si
queremos dejar de cavar, sólo nos queda una opción: arrancarle de las manos el
revólver al poderoso. Y sostenerlo en la mano. Y lo más crucial y necesario de
todo: el revólver (el poder político) no nos debe quemar en la mano cuando por fin lo agarremos.