2014. Madrid. Antes de girar el picaporte de la puerta de mi
apartamento, me llevo las manos a mi bolsillo del abrigo. Cuando cojo el
mechero que había olvidado encima de la mesa, salgo y cierro con cuidado para
evitar el portazo. Bajo las escaleras despacio hasta el portal, mis tacones
rojos no me permiten correr. No importa, tampoco tengo prisa. Tapo mi cara
gracias a mi pelo rubio, ondulado y
largo. El frío me recibe al abrir la puerta. Una mujer mayor que pasea me
pregunta si no tengo frío con la minifalda y respondo con una mueca antes de
ponerme las gafas de sol. Enciendo un cigarrillo, y mancho el filtro de
pintalabios rojo. Comienzo a caminar hasta Gran Vía, y zigzagueo para esquivar
a algunos turistas. Al pasar delante de una zona en obras, un señor me grita un
piropo cuando cruzo. Logro controlarme y no volarle la cabeza. Sólo tienes una
bala, recuerda. No puedes hacerlo. Ni siquiera giro la cabeza para contestarle,
continúo despacio mi camino bajando la Gran Vía. No hay distracciones cuando
tienes un objetivo. A la altura de Plaza España, por fin puedo verle. Está
sentado en un banco junto a la fuente, con las piernas abiertas, hablando por
el móvil. Ríe sonoramente. Cruzo el paso de cebra con pasos largos, y me quito
las gafas de sol al llegar al parque. Dos manchas negras, en forma de ojeras de
mapache, cubren mis mejillas. Saco el revólver del bolsillo del abrigo, y me
coloco enfrente del banco. El sol está a mi espalda, el hombre entrecierra los
ojos. Levanto el revólver con decisión. Cuando el hombre consigue reconocer mis
ojos, esos ojos verdes que en su día estaban llenos de pánico y que desde
entonces no ha podido olvidar, se queda blanco y mirando fijamente. Parece que
pide algo parecido a compasión. Intenta tartamudear y yo hablo tranquila:
-
Los cerdos como tú no tienen redención.
Se lleva las manos a la cara. Aprieto el gatillo. La bala
atraviesa su palma derecha, y sigue su recorrido agujereando su cabeza a la
altura de la mejilla. El banco se llena de sangre y trozos de cráneo. La gente
a mi alrededor empieza a gritar. Dejo caer el revólver, y huyo en dirección a
Debod. En el puente bajo la carretera, lanzo la peluca rubia al suelo. Con
cuidado, saco mi pequeña y ajada libreta y un bolígrafo. Tacho otro nombre. Con
la sociedad en mi contra, contra el estigma, contra la marcación de violada de
por vida, contra las caras tristes, los silencios, las palmadas en la espalda y
la compasión fingida. Fui más fuerte que todos ellos. No he dejado de
maquillarme, de ponerme faldas cortas ni escotes largos. No he dejado de salir
de noche, que es cuando pasan las cosas interesantes. Y ahora soy King Kong, no
Kate Moss. Soy una superviviente en una sociedad que se reproduce en la forma
de la violación. Te enseña a esconderte en vez de a defenderte. Pero nosotras
aprendimos a resistir por nuestra cuenta. Y ahora, hemos saltado de la
resistencia al combate. Guardo la libreta de nuevo en el bolsillo. Uno por uno,
van a caer. Va por ti, Valerie.
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