En este texto se intentan explicar las diferencias estructurales entre
los conceptos del “Otro” (“El gran Otro”, o el Otro con mayúscula) en dos de
las grandes civilizaciones de la Antigüedad: Grecia por un lado, Roma por otro.
Entendemos que la forma de entender este concepto a uno y otro lado determina
en buena medida la construcción de otros conceptos políticos de radical
importancia, como el de democracia o el de pueblo, así como las diferencias
entre instituciones, o contactos con pueblos exteriores. En resumen, nos
llevará a distinguir entre polis y civitas.
Antes que nada, nos gustaría (para intentar trazar un nexo con la
realidad histórica y no parecer que hablamos en abstracto) dar unas pinceladas
sobre el nacimiento y desarrollo de las polis,
para así comprender más concretamente su realidad. Las polis surgen durante la Edad Oscura (denominada así posteriormente
por la escasez de fuentes históricas que la documenten) y a caballo con el
periodo arcaico. El problema fundamental al que responde esta organización
social es, claro está, al problema de la propiedad de la tierra. Antiguamente,
en el inicio de la agricultura, existen tierras comunales asociadas a un templo
que los agricultores explotaban. La propiedad de estas tierras se transforma y
pasa a pertenecer a los ciudadanos particulares (pese a que muchas personas acabaran
perdiendo esta propiedad por deudas a favor de un caudillo militar, el basileus, al final del arcaísmo),
ciudadanos (recalcamos aquí la "o") particulares organizados en torno a un núcleo individual, una unidad
básica llamada oikos, la esfera
patriarcal doméstica (que no puede entenderse únicamente como la familia
próxima sino que engloba además la familia extendida y el conjunto de esclavos).
Mediante la agregación de estos pequeños núcleos de población (el vivir “junto
a los otros” del que Arendt habla en La
condición humana) obtenemos lo que se conoce como sinecismo, la unión de
grupos de población para su mayor protección. Este proceso histórico lleva
aparejada su propia épica: Recordemos a Plutarco cuando escribe:
Después
de la muerte de Egeo, Teseo se propuso una ingente y admirable empresa: reunió
a los habitantes del Ática en una sola ciudad (asty) y proclamó un solo pueblo (polis) de un solo Estado, mientras que antes estaban dispersos y
era difícil reunirlos para el bien común de todos, e, incluso, a veces tenían
diferencias y guerras entre ellos. (Plutarco, Teseo, 24, 1-4).
Se completa, con este proceso, la unificación del espacio urbano (asty)
y del rural (chora). A partir
de este momento, la imaginación política de los habitantes de la polis se reconfigura espacialmente: la
situación geográfica de Grecia (extremada compartimentación en islas, terrenos
abruptos y escarpados) provoca que la mayoría de los asentamientos fueran de
tamaño reducido. Además, la necesidad de protección y el peligro al exterior
(esto dice mucho de la relación con “el Otro”) obliga al levantamiento de
murallas, que, como dijimos, reconfigura espacialmente la imaginación política
de las griegas. Los ideales supremos comienzan a ser la independencia y
autosuficiencia, es decir, la no necesidad de depender de un exterior
(económicamente las polis son
totalmente autárquicas). Pero, obviamente, siempre hay excepciones, no es
nuestra intención vender el mundo griego como algo parecido al infierno
hobbesiano del estado de naturaleza: se dan alianzas entre polis (llamadas ligas) pero siempre desde la misma óptica, desde la
lógica del “nosotros” contra “ellos”, del koinón
como lo común, el “luchar juntos”. Bajo esta idea de unidad está construida la
alianza o anfictionía, y no se trata en absoluto de una excepción ante la
lógica de ver en el exterior una amenaza. La idílica idea de la polis griega como un espacio de apertura
hacia el exterior, de coexistencia pacífica, tiene más de construcción
posterior retrospectiva (como un “pasado mítico” hacia el que mirar) que de realidad
históricamente efectiva.
El contacto entre distintas polis
adquiere una forma más elevada (más allá de la alianza para la guerra) con el
desarrollo del comercio, sobretodo el marítimo (recordemos la extrema
compartimentación de Grecia en pequeñas islas). Con el activo desarrollo del
comercio a lo largo y ancho del Mediterráneo, Asia central o incluso el norte
de Europa, acompañado de un crecimiento demográfico, se producirán
asentamientos y relaciones coloniales. A su vez, el colonialismo produce una
transformación muy importante en la agricultura: se pasa de una agricultura de
la subsistencia a una de mercado o de excedencia.
Tras esta caracterización histórica, vamos a pasar a analizar las
relaciones sociales existentes entre habitantes (que no es lo mismo que
ciudadanos) de la polis, así como el
desarrollo del conflicto social (stasis)
y su función estructural dentro del espacio público. Además, tocaremos con ello la relación entre distintas polis, sin perder de vista nuestro
objetivo de analizar cómo opera el discurso del Otro en Grecia.
En su análisis del término “poder” en sus dos variantes ambiguas (potentia y potestas), el profesor José Luis Pardo [1] establece una diferencia crucial: la potentia
se trata de un poder que sólo puede ser limitado por otro poder igual o
superior, es decir (en términos de Spinoza) una “fuerza natural” que sólo puede
imponerse sobre potencias inferiores. En cambio, potestas significa que el límite al poder no viene del propio poder
natural, sino que se trata de una limitación externa[2],
artificial. Lo primero que nos viene a la cabeza al pensar la realidad de la polis griega es vincularla a esta
segunda acepción, pero creemos que con un análisis de las relaciones sociales
que se dan dentro de las propias ciudades-estado (es decir, el espacio
privado), no está tan clara esta vinculación.
En el interior de las familias habitantes de la polis, es decir, en el oikos,
la potencia del padre (entendido como pater
familias en su versión romana, como “cabeza”, como patricio también) es absoluta. Esta superioridad no se da en forma
de contrato o pacto, sino que siempre busca su legitimidad en la propia
naturaleza, se trata de una potencia que se legitima en el mismo acto de
aplastamiento de los desiguales (mujer, hijas, esclavas). Este derecho de
dominación despótica, al provenir de la naturaleza y no poder ser legislado, es
absoluto. Hasta tal punto de que, como afirma Pardo, “el jefe de familia puede,
excepcionalmente, matar a sus hijos, a su mujer o a sus esclavos sin que ello
constituya homicidio”[3]. Recordemos
el diálogo Eutifrón de Platón, en el
que Sócrates intenta convencer a un joven de que no acuse a su padre por el
asesinato de uno de sus esclavos (Eutifrón afirma que lo que importa no es que
el asesino sea familiar o no, sino que lo hiciera o no justamente: “si lo ha
hecho justamente dejar el asunto en paz; pero si no, perseguirlo aunque el
matador viva en el mismo hogar que tú y coma en tu misma mesa”[4]).
Pero esto no es todo, incluso el espacio público en la polis funciona de este modo: la
pretendida potestas del ágora y el
espacio de decisión colectiva, donde las diferencias se reúnen, es ya una
ficción, desde el mismo momento en el que uno de los requisitos para entrar en
este espacio y participar en la decisión pública es tener dominio privado en el
oikos, es decir, ser un varón adulto
libre. La distinción público/privado se viene totalmente abajo: no se trata de
dos espacios opuestos, distintos o complementarios, sino que la no existencia
de uno ya implica que no se pueda sostener el otro (una esclava, por ejemplo,
no puede tener “vida privada”, como mucho ella será la vida privada de su dueño[5]).
El espacio público, como choque entre múltiples potencias iguales para
generar algo así como una ley común, una voluntad general, es una estafa en
tanto que se apoya en una concepción excluyente del oikos como espacio de sometimiento. Si vamos a Michel Foucault,
esto queda bastante más claro: “Dirigir el oikos
es mandar; y el gobierno de la Casa no es distinto del poder que debe ejercerse
en la ciudad”[6]. Por tanto, siguiendo a
Foucault, existe un “mecanismo sutil” que, secretamente, une estos dos espacios
a simple vista contrapuestos.
Creemos, por tanto, que esta dicotomía que se suele presentar entre
“público” y “privado” esconde otra dicotomía más profunda, que suele pasar
desapercibida en la mayoría de los estudios antropológicos sobre la polis griega: estamos hablando de la
división sexual del trabajo. El sociólogo, economista o antropólogo Friedrich
Engels (refiriéndose especialmente a Atenas) lo explica de esta forma: “En
Eurípides se designa a la mujer como oikurema,
es decir, como algo destinado a cuidar del hogar doméstico (la palabra es
neutra), y, fuera de la procreación de los hijos, no era para el ateniense sino
la criada principal. El hombre tenía sus ejercicios gimnásticos y sus
discusiones públicas, cosas de las que estaba excluida la mujer; además solía
tener esclavas a su disposición, y, en la época floreciente de Atenas, una
prostitución muy extensa y protegida, en todo caso, por el Estado”[7]. De
este largo pero interesante fragmento nos quedamos sobretodo con el carácter de
“algo” que presentan las mujeres (como el mismo Engels afirma, se trata de una
palabra neutra, en absoluto para referirse a un alguien). Las mujeres presentan
aquí el nivel ontológico de atributo, de complemento, de suplemento añadido (de
“Otro”, en la terminología de Simone de Beauvoir; recordemos que la mujer es
siempre lo marcado mientras que el varón representa lo neutro[8]), y
nunca de sujeto jurídico de derechos, nunca de persona. Sólo desde aquí se
puede explicar la polaridad que existe entre los términos anér (ciudadano) y guné
(esposa de ciudadano).
Toda esta estructura histórica de dominación propiciada por una toma de
poder por parte de los varones, se legitima, siguiendo a Dolors Reguant, en “un
orden simbólico a través de los mitos y la religión que la legitiman como única
estructura posible”[9], es decir, a través de
estos mitos la dominación es naturalizada, y queda plasmada como enseñanza para
el futuro. Además, estas construcciones culturales tienen un fuerte carácter de
vínculo, de unidad en el grupo: a través de estos se crea un “nosotros” que,
como explicamos al principio, funda comunidad al oponerse a un Otro exterior.
Por ello, el mito puede definirse como una “creación estratégica que reafirme
la construcción de todo discurso social”[10].
Otra figura, aparte de la de las esclavas y las mujeres, que adquiere el Otro
en el mundo griego, es la del extranjero, el no-griego, o el meteco (varón). Distintos
de los extranjeros que simplemente están de paso, los metecos eran los
extranjeros que habitaban dentro de la polis
griega. En tanto que exteriores, insertados desde fuera de la polis, estos no eran considerados
ciudadanos. No tenían derechos políticos y, por tanto, tampoco privados (por
ejemplo no podían tener en propiedad bienes inmuebles), además debían pagar un
impuesto especial (el metoíkion).
Este espacio de exterioridad que suponían los extranjeros se plasmó también en
un discurso mítico: el mito de los “bárbaros” y de los “salvajes” que existen
fuera de la civilización. Este “afuera no es únicamente un afuera espacial
sino, sobretodo, un afuera respecto de la administración, de la ley: un afuera
respecto de la comunidad y de su regulación.
Siguiendo a Woortmann[11], las
características que los griegos utilizaron para definir al Otro venían
determinadas por la necesidad de proporcionarse una definición sobre ellos
mismos: es decir, para lograr un espacio positivo de definición necesitaron
trazar unas distinciones con el resto de su entorno. A raíz de estas se
utilizan los mitos como legitimación (los ya descritos mitos de feminidad y de
los salvajes): existe una barrera entre quienes habitan un mundo ordenado
(regido por leyes justas), desarrollado y domesticado (hemeros) y aquellos entes amorfos y descritos como monstruosos, sin
consistencia antropológica, y que existen más allá del mundo conocido (en el agros)[12].
Heródoto ya hablaba de culturas alejadas, extrañas, y aunque él sí que les
concediera el estatuto ontológico de realidad lejana pero próxima (es decir, aceptaba
una equivalencia entre griegos y bárbaros), lo general era concederle a estas
un estatuto intermedio entre la naturaleza y la civilización[13]. La comparación de estas culturas con animales no humanos es muestra, no sólo de rechazo a lo desconocido sino de un profundo especismo. Es
un lugar común aquí hablar de un desarrollo incompleto de la civilización;
Platón, en Leyes, habla de tres
estadios de desarrollo civilizatorio, de tres politeias: “Una en lo alto de los montes: la más simple y
silvestre. Otra, después, en la falda de los mismos montes, que, poco a poco,
fue adquiriendo confianza y ánimo. La tercera, al final, en las llanuras”[14].
Al igual que con las polis,
vamos a intentar ahora dar unas pinceladas sobre la formación y desarrollo de
las ciudades romanas, para así comprender el desarrollo de estas y la importancia
que el concepto del Otro presenta en estas.
Las ciudades romanas (urbs) son
profundamente herederas de la polis
griega, en cuanto que compartían un desarrollo orgánico común (el acto de
edificar era un “añadir” a un núcleo central). Aún así, el urbanismo sufre un
desarrollo especial: se crea por primera vez el trazado hipodámico estructurado
en cuadrículas (recordemos los campamentos militares romanos, la llamada
“planta en damero”). Esto produce un desplazamiento del centro (del ágora) y la constitución de dos arterias
perpendiculares principales que atraviesan toda la civitas: el cardus (en
dirección norte-sur) y el decumanus (este-oeste).
Se da así una reordenación total del espacio, un cambio en la lógica espacial
que influye sin duda en la interacción que los romanos llevan a cabo entre sí:
el espacio de reunión ya no es un ágora central sino una calle, el espacio de
reposo es sustituido por el movimiento (es mucho más fácil atravesar la civitas que la polis, ya que la primera está diseñada para el fácil tránsito de
las mercancías y las viandantes.
Es paradigmática también la definición de las viviendas que se dan en el
mapa arquitectónico de la civitas:
los ricos vivían en casas unifamiliares llamadas domus, que ocupaban un lugar central dentro de la ciudad, mientras
que las pobres vivían en casas de pisos, las insulae (el término “isla” proviene sin duda de estas
construcciones).
El cambio cualitativo en las ciudades romanas se da con las invasiones
germánicas, en el siglo III. Hasta entonces, las ciudades romanas carecían de
protección exterior, de amurallamiento. El simple poderío del Imperio era
suficiente como medida disuasoria, y además, el Imperio se sustentaba con estos
intercambios comerciales (y en parte también culturales) entre extranjeros y
habitantes de la civitas. Pero con
las invasiones esto se transforma. Se comienzan a levantar murallas como
protección contra el exterior[15], la
calidad de vida dentro de las ciudades disminuye notablemente (en estado de
sitio llegan a escasear los productos básicos) y los niveles de insalubridad y
concentración demográfica se disparan. Esto llevará posteriormente a los ricos
a abandonar las ciudades y edificar las famosas villas romanas, casas de campo,
dando paso a un desarrollo rural y a una economía feudal.
La sociedad romana, al igual que la griega, está atravesada por una
diferencia estructural: la diferencia entre ciudadanos y no ciudadanos. La
primera clase se subdivide en senadores, patricios y plebeyos (todos varones). Los patricios (patres) eran, bien padres de familia,
bien hijos varones de padres de familia (a los diecisiete y posteriormente
catorce años adquirían el derecho pleno de ciudadanía, pero continuaban sujetos
a la potestad del padre hasta que este muriera, hasta este momento no se les
consideraba verdaderos padres de familia). Los plebeyos eran bien clientes,
libertos, descendientes de extranjeros o cautivos procedentes de campañas de
conquista. En cambio, las esclavas, no ciudadanas (tanto mujeres como varones), carecían de estatuto jurídico de derecho.
Normalmente eran presas de guerra, y eran consideradas instrumentum vocale (es decir, herramientas que hablan).
Es de crucial importancia hablar aquí, y si no se hiciera la explicación
quedaría descolgada, de las ciudades dependientes de Roma. La expansión
territorial de Roma[16], si
bien es incomparable con la de otros imperios como China o Egipto, sí que tuvo
efectos en la relación de la capital con los habitantes de las ciudades
conquistadas. Estas estaban sometidas a Roma a discreción y bajo su soberanía,
rendidas sin condiciones a la autoridad del imperio y la pax romana (sus habitantes quedaban por tanto con el estatuto
jurídico de dediticios). Roma cobraba un diezmo a las ciudades sometidas y
garantizaba un usufructo para estas. No podían asociarse en convenios entre sí,
no tenían potestad para declarar la guerra[17] (de
hecho estaban obligadas a ir a la guerra cuando Roma lo hiciera) ni tampoco
podían acuñar moneda.
También en el caso de la sociedad romana las descripciones del Otro son
profundamente negativas y despersonificadoras: Tácito habla del pueblo germano
como de “criaturas inhumanas y monstruosas, capaces de hacer sacrificios
humanos”[18], que
vivían en bosques y asentamientos individuales “regidos por la orografía del
terreno”[19].
Fuera de las lindes de la ciudad, tanto de la polis como de la civitas,
observamos que griegas y romanas daban por descontado que sólo existía
violencia, dominio del más fuerte, aniquilación. Es decir, la legitimidad moral
que ambos pueblos se presuponían con respecto al resto del mundo “no
civilizado” era total. Ambas civilizaciones se veían con la potestad de imponer
su ley: el mito homérico funciona aquí perfectamente (no sólo en Grecia sino
también en Roma; de hecho estos se consideraban descendientes de los troyanos a
través de Eneas). Aún así, podemos destacar, desde Arendt, algunas diferencias
en las formas griega y romana de concebir al Otro.
Arendt afirma que la visión del extranjero dentro del mundo griego poco
tenía que ver con una visión política. Los extranjeros eran incluidos dentro de
la polis como extranjeros, nunca se
interactuaba con lo extranjero en sí mismo sino con lo extranjero mediatizado,
insertado dentro del contexto de “los nuestros”, “los de dentro”, el koinón. El reconocimiento sólo se da
dentro de la polis bajo estas
circunstancias, y jamás se llegó a producir esa inclusión de las perspectivas
de los enemigos o de los extranjeros dentro del mundo compartido de la polis[20]. De alguna forma,
los griegos no lograron comprender que la aniquilación del enemigo (o la
asimilación total del extranjero) también tiene repercusiones sobre el que
aniquila, el que obliga a asimilar, el que destruye la heterogeneidad y la
multiplicidad de perspectivas.
En cambio, los romanos, debido sin duda a la mayor proyección geográfica
de su Imperio, y a la necesidad de mantener intercambios comerciales que les
fueran rentables y permitieran el desarrollo de sus infraestructuras, se vieron
obligados a superar el enfoque griego y darle un recubrimiento más
universalista, inventando, según Arendt, la política: “lo que sucedió cuando
los descendientes de Troya [como dijimos antes, los romanos] arribaron sobre
suelo italiano, fue nada menos que la creación de la política precisamente allí
donde llegaba a sus límites y acababa según los griegos: es decir, en las relaciones
no entre los ciudadanos de una misma ciudad sino entre pueblos extranjeros y
distintos que se encontraron en el combate”[21]. Por
tanto, en este contacto con el Otro con mayúscula, en el que no queda otra que
asumir que existe una pluralidad, un entre-dos, un intervalo relacional, nace
aquí la política. Aunque este intervalo
acabe desembocando en una guerra será siempre una guerra entre distintos, entre
enemigos que se enfrentan por una hegemonía, no entre unos ciudadanos y unos
extranjeros que han sido cooptados por el sistema de la polis, que han venido “desde fuera” para jugar con las reglas de
juego de la polis.
Que la política sea guerra por otros medios, como afirmaba Foucault
leyendo a los liberales en Nacimiento de
la biopolítica, no entra en contradicción con el reconocimiento del Otro.
Reconocer al Otro como diferente, aunque sea como enemigo a aniquilar, es ya
reconocer su extrañeza en vez de tratar de sistematizarlo y convertirlo en
nuestro semejante[22]. Entonces, para evitar la
destrucción, según Arendt, los romanos vieron necesario inventar el pacto y
situar la alianza “en el corazón de sus concepciones políticas”[23]. El
pacto ya no es impuesto desde fuera sino entre contratantes, que se reúnen para
no ser destruidos entre sí[24]. Es
decir, esta concepción de los romanos (para ser justos digamos que fue
“obligada”, es decir, no quedó otra que enfrentarse con el Otro para realizar
sus intereses imperialistas) tiene mucho que ver con un concepto que construyó
y popularizó la Teología de la Liberación en los setenta (especialmente Enrique
Dussel): el concepto de analéctica
como “pensar con el Otro”, es decir, la irrupción de lo distinto en la propia
historia del sujeto[25].
Y esta irrupción no puede negarse, ni esconderse debajo de la alfombra. El
Otro está ahí, por mucho que queramos convertirlo en una masa informe
inconceptualizable. Y, como afirma Sartre en el prólogo a Los condenados de la tierra, el Otro no necesita de quienes vivimos
en centros imperialistas. Fanon les ha enseñado a derrotarnos; como
occidentales podemos retrasar (con masacres como la de París en 1961) los
movimientos anticolonialistas pero jamás podremos detenerlos: por mucho que nos
duela, la historia sigue haciéndose en arrozales, no en facultades. Pero, como
afirma Sartre, no todo está perdido para nosotras, las occidentales: podemos condenar acríticamente toda violencia de las oprimidas, y hacer como que esta violencia nace del aire y no responde a una lucha contra una estructura de opresión. Sí. Pero también podemos utilizar el
libro de Fanon como purga, descubrir las estructuras violentas que sustentan
nuestro cómodo mundo, aceptar al Otro y unirnos a su lucha ontológica por el
reconocimiento[26].
[1] Pardo,
J.L.: Políticas de la intimidad,
Madrid, Escolar y mayo, 2012. p.9.
[2] Foucault analiza el tema de los límites externos e internos (en este caso en
torno a la cuestión del derecho) en Nacimiento
de la biopolítica.
[3] Pardo, J.L., op. cit., p.10.
[4] Platón: Eutifrón. En Diálogos I,
Madrid, Gredos, 2015, p.52.
[5] Precisamente, si vamos a los dos grandes filósofos de la Antigüedad (Platón y
Aristóteles), encontramos que allí donde se habla el paralelismo entre las
pasiones bajas y las mujeres por una parte, y la naturalidad del “gobierno” del
varón sobre la mujer por la otra es, precisamente, en las obras dedicadas al
análisis político del espacio público (República
y Política, respectivamente). Es
cierto que Platón no siempre presenta este carácter marcadamente machista, por
ejemplo cuando defiende la igual enseñanza a varones y mujeres (p.155), pero sí
podemos seguir manteniendo esta idea desde otros fragmentos de República.
[6] Foucault, M., El uso de los placeres,
Madrid, Siglo XXI, 1987, p.141.
[7] Engels, F., El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado, Madrid, Alianza, 2008, p.136.
[8] En El segundo sexo se observa perfectamente
esta idea: “En nuestros días el hombre representa el positivo y el neutro, es
decir, el macho y el ser humano, mientras que la mujer es sólo el negativo, la
hembra. [...] Cada vez que una mujer se conduce como un ser humano, se dice que
se identifica con el varón”. En Beauvoir, S, El segundo sexo, I: Los hechos y los mitos, Buenos Aires, Siglo
Veinte Editores, 1970, pp 15 y ss.
[9] Citada en Alzard Crerezo, D, Construcciones
y estereotipos de la feminidad reforzados a partir de la mitología clásica. El
caso de Afrodita, Hera y Atenea, 2013, UCM, p.13. Pensemos por ejemplo en
el mito del nacimiento de Afrodita, nacida de la respuesta a una violación (la
respuesta de Cronos contra el violador Urano).
[10] Ibíd.
[11] Woortmann, K, O Selvagem e a História.
Primeira parte: Os antigos e os Medievais, citado en Muñoz Morán, O, Salvajes, bárbaros y brutos. De la Grecia
Clásica al México contemporáneo, Liminar. Estudios Sociales y Humanísticos,
Vol. VI, Núm. 2, julio-diciembre, 2008, pp. 155-167
[12] Una
observación sobre cómo se trata la inmigración y el exilio en los medios de
comunicaciones occidentales puede ser pertinente: se habla de “mareas”, de
avalanchas amorfas de personas, incluso los muertos se contabilizan como
“cientos” negando la individualidad, como si de sacos de alfalfa se tratara.
[13] Según Woortmann, con el inicio de las confrontaciones (pone como ejemplo los
grupos persas) esta caracterización de los no griegos como salvajes se dispara,
por la necesidad de justificar y legitimar la guerra contra un grupo que no
tiene el estatuto ontológico de “ciudadano”, y, por tanto, no se le puede
aplicar la ley.
[14] Ibíd, p.156.
[15] Hasta tal punto que, según algunos historiadores, se llegó a demoler los
templos para utilizar las rocas en edificar las murallas.
[16] La
red principal de calzadas romanas (como forma de vertebración del Imperio) era
de 120.000 km. Recordemos que la circunferencia de la Tierra, en el ecuador, es
de 40.091 km.
[17] En
palabras de Carl Schmitt (en Teología
política), estas ciudades no tenían ninguna soberanía ya que soberano es
únicamente quien puede decretar el estado de excepción. En Schmitt, C, Teología política, Madrid, Trotta, 2009,
p.13.
[18] Muñoz
Morán, O, Salvajes, bárbaros y brutos. De
la Grecia Clásica al México contemporáneo, op. cit., p. 157.
[19] Ibíd. El término “forest” (ing.), puede tener su procedencia del latín foris, “fuera de”.
[20] Taminiaux, J., ¿Performatividad y
grecomanía?, en VVAA, Hannah Arendt,
el legado de una mirada, Sequitur,
Madrid, 2001, p.82
[21] Ibíd, pp 82-83.
[22] Muchos discursos que pretenden ser tolerantes caen en esta lógica: parece que
tolerancia significa tolerancia negativa, es decir, respetar al Otro siempre y
cuando este no salga de unos límites (por ejemplo, sólo se puede “tener pluma”
el día del Orgullo, los negros sólo son respetables si viven segregados en
guetos, las mujeres sólo si intentan ocupar el menor espacio público posible).
[23] Ibíd.
[24] Es
lógico que esto suene muy hobbesiano: lo que Hobbes nos enseñó con su homo homini lupus fue, sencillamente,
que el egoísmo y la competencia jamás pueden construir comunidad, ya que el
Estado de naturaleza está abocado a la guerra y a la destrucción. De ahí tanto
odio liberal hacia la figura de Hobbes.
[25] Además que desde el Cristianismo, esta idea también se ha trabajado desde la
filosofía judía. Pensamos en la irrupción mesiánica del Acontecimiento y en
Lévinas especialmente.
[26] Fanon, F, Los condenados de la tierra,
México, FCE, 2011, p.28-29.