Soy la sonrisa del vietnamita cuando descubre que el M16 del
yanki que tiene justo delante se ha encasquillado. Soy el niño argelino que
dispara al corazón del policía francés y deja caer la pistola en una papelera.
He caído a las puertas de Madrid para impedir que el fascismo pasara en el 36.
Soy la niña palestina que recoge cuadernos entre las ruinas de lo que fue su
casa y que prefiere los días nublados porque los drones no pueden volar. He
recibido un disparo en el estómago y he agonizado mirando el azul cielo de
Stalingrado, he sido quemado vivo en Odessa, y he muerto por una infección en
la selva del Mekong. Apreté los puños cuando la policía francesa disparó a
matar en Argel, y fui torturado en una prisión invisible de la CIA. He sido
humillado y golpeado hasta la muerte por unos encapuchados de blanco en Kansas,
y nadie habló jamás de mí. Fui asesinada de un golpe en la cabeza (y por la
espalda) a la salida de un restaurante por detener una agresión machista. Morí
en una cárcel irlandesa por resistir con una huelga de hambre. Soy el que
disparó a los relojes de los campanarios en el 71 en París, y el que entró en
tanque en el 44. Caí con la Lincoln intentando volar un puente en España porque,
aunque no fuera nuestra patria, contra el enemigo nos llamaba el deber. Fui
enterrado por mis compañeros junto a una cinta negra y naranja a las afueras de
Donetsk. Me apuñalaron en el corazón en un vagón en Legazpi. Caí liberando Kobane con el ejército kurdo. Me reventé cayendo
al vacío desde un andamio, y morí de hambre en la carretera al huir de la
miseria de Oklahoma rumbo a California. Fui fusilado contra un muro levantando
el puño derecho, y mis extremidades están dispersadas por Faluya, entre sangre
y ruinas humeantes. Fui quemada viva en una fábrica por luchar por mis
derechos, y tuve que exiliarme para huir de la represión. Enfermé hasta morir
por comer el arroz que sembré el mayo del año pasado porque fue regado con
agente naranja. He trabajado hasta destrozarme los riñones y las manos, y he
sido golpeado por la policía al descubrir que los derechos no se regalan, sino
que se conquistan. He dormido al raso en las montañas de Sierra Maestra, y he
resistido el invierno de Moscú sin calefacción. He follado por dinero con
gordos padres de familia que van a misa los domingos, y he resistido las
jodidas miradas de complacencia y condescendencia de la gente. Bajé la cabeza
mientras mi puño derecho se alzaba cubierto por un guante negro en aquel podio
en el 68. Esperé llorando en silencio escuchando Radio Magallanes en el 73, y
me temblaron las manos cuando los soviéticos liberaron Auschwitz y pusieron un
fusil en mis huesudas manos. Mi cadáver flota cerca de la costa de Lampedusa, y
desgarré mis manos intentando trepar la valla de Melilla. Por la noche, he
utilizado mis llaves del portal como puño americano en cada esquina y he
temblado de rabia e impotencia cada vez que escuchaba pasos detrás de mí. Vi
todos mis libros de filosofía marxista arder para evitar la cárcel y la
represión. Morí asesinada en una celda, colgada con una sábana de una viga. Me
dispararon una sola bala en la nuca y me lanzaron al Landwehr Canal. Me
metieron un navajazo en el pecho y me lanzaron al Manzanares. He visto imperios
doblando las rodillas ante la fuerza de pueblos organizados, he visto al
elefante ser derribado por un saltamontes con la cabeza muy dura. He visto la
nieve, el polvo, la hierba y el asfalto mancharse de sangre. He resistido
siempre con lo que he tenido, y sólo existo en la historia cuando esta es
cepillada a contrapelo. Soy las nadie que construyen silenciosamente la
historia, y son enterradas por las ruinas del progreso. Soy ese susurro
imparable, que si se organiza lo arrasará absolutamente todo. Soy la peste, la
enfermedad, la angustia y esas malas hierbas imposibles de erradicar. Naceré
hasta en un desierto. He aprendido a sobrevivir en el fango. Soy las que nunca
han vencido, soy la eterna derrota. Soy la sal de la tierra, soy la dignidad que
resiste.
lunes, 29 de diciembre de 2014
sábado, 20 de diciembre de 2014
Los últimos instantes de lo eterno.
Estudio comparativo desde Heidegger, Gasset y Benjamin sobre la
clausura de la representación estética y el auge de los movimientos de
vanguardia en el siglo XX.
“Frágil eternidad: es una melodía siempre recomenzada; para callarla,
habría que romper el disco. Y justamente se lo va a romper. La Historia se
halla en las puertas de la ciudad; día a día se hace en los arrozales, en las
montañas y en las llanuras. Un día aún, y luego otro día: todo habrá terminado,
el viejo disco volará en pedazos. Estas instantáneas intemporales están
rigurosamente fechadas: fijan, para siempre, los últimos instantes de lo
Eterno”.
Jean-Paul Sartre,
“De una China a otra”,
en Situations V.
La
melodía siempre recomenzada: volver de nuevo al origen.
Heidegger entiende la obra de arte como vehículo de operación de la
verdad: La verdad es comprendida no como predicación sino como hecho que abre
las posibilidades de existencia del acontecer (para que se dé este acontecer se
necesita como condición de posibilidad un espacio de libertad, una apertura
radical). La estética como reflexión sobre el arte se desvincula de la belleza
y se orienta a esta apertura de la verdad. El
origen de la obra de arte comienza y termina con la misma palabra: origen,
Ursprung. La pregunta por el origen siempre está pre-dada en el acontecer, y
apunta siempre a la esencia de las cosas. Es importante ver que Heidegger le
concede a la obra de arte un alcance ontológico, no de imitación ni de filtro,
ni siquiera de iluminador de la verdad: la obra de arte pone en obra la verdad,
abre el ser de las cosas. La contemplación de la obra de arte no consiste en el
placer, sino en el saber.
Aquí es
importante ver qué es lo que Heidegger piensa como cosa: la cosa se resiste a
la comprensión por parte de un sujeto, pone siempre una distancia, es en cierto
modo autosuficiente (está al margen del sujeto). La obra de arte, en cambio,
está referida a la autonomía de los fines (opuesta por tanto al utensilio, como
creación humana o medio orientado a una finalidad). Para Heidegger, la obra de
arte no copia sino que reproduce la
esencia general de las cosas, en su extrañeza y resistencia al sujeto. El
origen en Heidegger está cargado del instante de lo eterno, y se debe pensar
desde una lógica heteroestática, completamente desigual e incompensable
(recordemos que para Heidegger sólo se puede recorrer el círculo del origen
desde la llamada “fiesta del pensar”).
Las botas de
campesina que pinta Van Gogh, que sólo son botas en el momento en el que la
campesina las utiliza para trabajar en el campo, sin reflexionar sobre ellas; las
botas por las que pasa la incertidumbre del hambre y la angustia de la miseria,
ellas son el utensilio que sirve a la labradora como soporte de su mundo. Este utensilio pertenece a la tierra y su
refugio es el mundo de la labradora. La campesina deposita fiabilidad en
sus botas, y estas a cambio se van gastando junto a ella, día a día. Y toda
esta descripción y explicación de lo que eran estas botas la hemos obtenido
únicamente contemplando la pintura de Van Gogh. La pintura ha desocultado el
ser del utensilio, es la apertura que ha permitido expresar su verdad, su
esencia. Por tanto, la verdad ha obrado en la obra. No se trata en absoluto de
que el arte toma la esencia del utensilio y la copia, sino que abre el ser de
este utensilio, de este ente. Abrir este espacio pone al sujeto ante un abismo
radical, el abismo de la libertad del que brotará la cosa y el Dasein como lo
dado.
Heidegger
entiende la libertad en dos aspectos: como “dejar ser”, en el sentido de no
estar condicionado, negación de la determinación, y también como tensión,
apelación al compromiso. Las cosas no pueden estar terminadas sino cuando el
ser humano se compromete y las asigna un sentido. La libertad, en sentido
ontológico, se inscribirá por tanto en esa apertura, en ese movimiento
direccionado de compromiso y dejar ser (movimiento que opera a través de la
retirada del ser, condición necesaria para el darse de las cosas).
En la segunda
parte del escrito, Heidegger establece la distinción entre mundo y tierra.
Mundo es la operación que abre el sentido, el marco de legalidad en el que
acontecen las relaciones entre sujeto y obra de arte, y la tierra es al mismo
tiempo el espacio de retirada, de emergencia y resistencia no forzada de la
obra, que ancla y fija el sentido. Entre tierra y mundo hay una mutua dependencia,
un combate sin fin que no puede llamarse dialéctico por la imposibilidad de
síntesis, de Aufhebung. En definitiva, Heidegger, para explicar la relación,
afirma que la obra de arte erige un
mundo y trae aquí la tierra.
Este combate
entre mundo y tierra ya está dado en el origen, pero el artista lo trae hacia
delante, saca lo presente de su desocultamiento. Heidegger acabará trazando un
paralelismo hermenéutico entre habla y arte, cuando afirma que el arte es la
llamada, la poesía del acontecimiento por el que las cosas llegan a su ser
propio. El carácter fundacional del arte es para Heidegger lo esencial: la esencia del poema es la fundación de la
verdad. Aquí fundación es entendido en tres sentidos: como donar (gratuidad
transgresora de todo ajuste), como fundamentar (ser soporte de un mundo) y como
comenzar (una irrupción, un salto original). El hecho de establecer un sentido
(traer ese sentido) está en el propio carácter del lenguaje (originalmente
poesía), y nos interpela continuamente. Es el sujeto el que responde a esta
interpelación al convertirse en lector, en espectador de la obra de arte.
La propia
fragmentación está ya en el origen (recordemos el papel del azar, la tirada de
dados en Nietzsche), y de ese azar surge la visión de un acontecer necesaria y
eternamente, bajo la forma del eterno retorno. La técnica como sustrato
instrumental de supervivencia se ha desarrollado a tal nivel que se ha tornado
una segunda naturaleza, y amenaza al argumento, al contenido cultural, a este
espacio de legalidad que constituye el mundo. En el espacio moderno de la
técnica y de la reproducción, la obra de arte es vista como un elemento
perteneciente, en palabras de Hegel, al pasado. Esta es incapaz de producir un
objeto de culto, sino que sólo produce mercancías. El sacerdote es sustituido
por el mercader, y no hay muchas esperanzas de que este cambio pueda ser
revertido. El viejo mundo muere y el nuevo tarda en nacer, y Heidegger es uno
de los últimos intentos de “echar a los mercaderes del templo”, de recuperar el
origen del arte verdadero. Heidegger coge los pedazos del viejo disco roto y
los intenta unir para que la melodía vuelva a sonar. Ortega y Gasset, en La deshumanización del arte, cerrará los
ojos para olvidar que el disco está roto y seguirá tarareando mentalmente la
melodía mientras sigue un ritmo chasqueando los dedos.
El
viejo disco se ha detenido. La búsqueda de la mayor autenticidad.
Ortega y Gasset, en La
deshumanización del arte, hace un análisis del arte de las vanguardias,
único arte realmente estético que queda como reducto en la modernidad técnica del
siglo XX. Este arte de vanguardias no sólo es opuesto al arte burgués sino que
es más auténtico: el carácter contrario a toda ilusión presente en el arte de
vanguardia repugna a la tradición burguesa. El arte no quiere seguir
presentando lo ficticio como si esto fuera real, se niega a reproducir la farsa
de proponer una realidad creíble para el espectador. El arte de vanguardias
huye del sentimentalismo, no quiere agradar al espectador, no quiere que este
se sienta bien, que serene su voluntad (como afirmaría Schopenhauer). Es por
tanto antipopulista, un arte que no
quiere gustar, y elimina todo subjetivismo. No quiere ofrecer lo
interesante, y de ahí procede la condición inhumana
del arte. Esto provoca que el divorcio entre artista vanguardista y público sea
total. El arte, como hemos visto con Heidegger, se niega rotundamente a ser mímesis,
repetición de la realidad, por lo que lo convierte en extraño para las llamadas
masas: cuando estas se plantan delante de la obra, afirman “este arte no me
gusta” cuando deberían decir “no entiendo el arte”. Pongamos, un ejemplo
gráfico: es cierto que El hombre de la
cámara de Vertov era capaz de vaciar un cine soviético lleno de proletarios
en cinco minutos (ya que no lo entendían), pero El acorazado Potemkin de Eisenstein (recordemos que este film es
paradigma de la vanguardia cinematográfica, analizada y destripada infinidad de
veces) era capaz de conmover y despertar la conciencia de todos y cada uno de
los obreros presentes en el cine. Nos gustaría saber qué opinaría Gasset sobre
la obra vanguardista de Eisenstein, y de su relación con las masas. Un obrero
de ese cine estaba más capacitado para comprender la película de Eisenstein que
toda una legión de expertos en semiótica y análisis de la imagen (Althusser
dijo algo parecido sobre la propensión de los obreros para leer El capital).
El arte, hemos
afirmado, ya no conecta con las realidades sagradas y divinas, y no tiene poder
ya para constituirse como mito. El nuevo arte de vanguardia ya no entusiasma,
sino que irrita. La recepción del
arte de vanguardia es por tanto minoritaria, totalmente impopular para Gasset.
Esta recepción minoritaria está cargada con un tinte aristocrático: las masas,
al ser incapaces de reconocer este nuevo arte antiburgués como tal (ya sea por
la educación estética burguesa que han recibido o por la falta de otra educación
estética) lo desacreditan y marginan. En cambio, alguien como Ortega y Gasset
saludará al arte de vanguardias como lo genuinamente estético, desde una noción
nietzscheana de la metafísica del artista. Este arte niega identificarse con la
realidad, hay una sospecha y distanciamiento respecto a esta, no necesita “la
experiencia como piedra de toque”, parafraseando a Kant. El objeto artístico se
distancia como hemos dicho de la cotidianeidad, los espectadores no podemos
vivir una obra de Duchamp como podríamos haber hecho con un cuadro de
Delacroix. Ya no pretendemos ver “algo”, una realidad externa objetiva, a través
de la obra de arte, sino que vemos la obra de arte en sí misma.
Pero esta
sospecha de la realidad cotidiana sólo tiene sentido si se inscribe dentro de
la construcción de un espacio más real todavía: lo que se ha hecho pasar por
realidad, de lo que el arte de vanguardia sospecha y se distancia, es un
simulacro, un fetiche basado en un sentimentalismo hipostasiado. Frente a este,
el nuevo arte reclama un sentido más real, un ultraísmo frente a lo cotidiano,
que reconozca como hostil todo síntoma de la cultura de masas. Para esto, Gasset
afirmará que el nuevo arte utiliza la metáfora como mediación técnica, por su
imposibilidad de ser idealizada por su carácter falsador del mundo (la metáfora
no imita el mundo, sino que lo construye). De la misma forma, una pintura
vanguardista, al no tener la referencia a la realidad externa cotidiana, al
eliminar esta referencia ontológica, se constituye como referencia artística de
sí misma, su sentido auténtico se basa en esta “irrealidad hiperreal”, en
palabras de Baudrillard. El arte de vanguardias es más auténtico que el arte
burgués, por estar el primero referido a sí mismo y el segundo imitando una
realidad externa. Se podría decir, a modo de ejemplo gráfico, que la vaca que
pinta Potter es menos auténtica que la que pinta Dubuffet. Resuena como ya
hemos dicho Nietzsche, la fuerza del artista como creador, la vitalidad
excesiva contra lo caduco, el entusiasmo del mundo joven enfrentado al gris
mundo viejo (recordemos la visión que Gasset da en El tema de nuestro tiempo de un sujeto activo y creativo, la vida
es superior a las formas orgánicas cosificadas por la historia, y se cuela por
los poros de estas). Gasset nos habla de un ritmo en el arte: una oscilación
entre apertura y clausura, de porosidad y hermetismo. La obra se abre y se
cierra en intervalos, lo que le da ese movimiento dialéctico por el que el
espectador puede identificar en la obra de vanguardia un sentido distinto de la
realidad. Este ritmo no se ha detenido con la destrucción del viejo disco, sino
que su estructura de pura temporalidad se sigue sucediendo.
Gasset también
afirmará sobre el arte de vanguardia que se ha liberado de la técnica. Esta
liberación de la forma de reproducción del objeto artístico convierte al nuevo
arte, como hemos dicho antes, en pura temporalidad (la imagen clara para pensar
esta temporalidad vacía es un compás de jazz, constantemente prolongable sobre
el que se puede construir una improvisación, y para la construcción de esta
imagen recordemos el paralelismo que traza Adorno entre este tipo de compás y
la cadena de montaje). La muerte del símbolo también es característica en el
análisis de Gasset: Gasset se sitúa contra la totalización del significado, de
las formas cerradas presentes en el Trauerspiel que analiza Benjamin (como esa
estructura antidialéctica petrificada, en permanente inercia y esperando a un
significante que nunca llega). Esta muerte del símbolo en el drama barroco
alemán se convertirá, siguiendo a Eagleton, en el declive o caída del aura: “El
término «mercancía» representa el elocuente silencio del Origen, el lazo secreto entre la alegoría barroca y la posterior
disección [que Benjamin realiza] de Baudelaire” (Walter Benjamin, o hacia una crítica revolucionaria, pág 51).
Pasaremos por tanto a analizar la perspectiva de Benjamin: este ve los trozos
del disco en el suelo y entiende que sólo se puede ya tomar partido en un mundo
en silencio, sin la melodía flotando en el ambiente.
Volar
en pedazos el disco. Hacer saltar el continuum.
Benjamin, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, nos
pone ante una nueva problemática en el nuevo arte del siglo XX: La problemática
de la caída del aura y de la irrupción del fascismo en la cotidianeidad. La
depreciación de la tradición (que impregnaba a las obras de arte un valor
cultual) viene de la mano de una hipertrofia de la técnica, utilizada como
nueva forma de representación, de control y/o de exterminación de masas. El
lenguaje de la tradición se convierte en insuficiente para describir los horrores
de los combatientes en la Gran guerra, estos se quedan mudos tras haber
contemplado el horror bajo el barro del Somme en el 16. Esto, para Benjamin,
provocaba una pobreza en la experiencia (recordemos, a modo de paralelismo, que
Arendt dirá posteriormente sobre Auschwitz que se trataba de una “experiencia
sin concepto”, para la cual la tradición era inservible).
Las imágenes de
culto, que crea la tradición, están caracterizadas por su inaccesibilidad
frente al espectador, como una lejanía esencial. Cuando levantamos la mirada
hacia la obra, esta se aleja. En Sobre
algunos temas en Baudelaire, Benjamin identifica esta mirada con el aura:
“Advertir el aura de una cosa significa dotarla de la capacidad de mirar (pág
120). También Benjamin define el aura como “manifestación irrepetible de una
lejanía por cercana que esta pueda estar”, y como “el aquí y ahora”, como la
originalidad de la obra de arte. Esto constituye a la obra como un entramado
cultual que dificulta la familiaridad y su apropiación por parte de un
espectador (recordemos que para Heidegger la obra de arte también se resistía a
ser aprehendida por el sujeto). Pero la inaccesibilidad por lejanía de la obra cae
en la época de la reproductibilidad técnica: la extraña distancia entre
espectador y obra desaparece, y la relación se torna de inmediatez: la obra se
deslocaliza y sale al encuentro del receptor, se torna “inmediatamente
presente”. El tiempo de la tradición es neutralizado y sustituido por la
totalidad cotidiana de un tiempo actual, con aspecto homogéneo y vacío.
Este tiempo de
la tradición que la técnica neutraliza es el tiempo del que Benjamin habla en
sus Tesis sobre el concepto de historia,
un tiempo que está cargado de tiempo actual (Jetztzeit) y es lo que permitirá
al materialista dialéctico dar el “salto de tigre hacia el pasado” y “cepillar
la historia a contrapelo” para retener esa imagen del pasado, redimirla y
lograr que el Mesías, el proletariado, el heredero de la filosofía clásica
alemana en palabras de Engels, entre por la pequeña puerta, tire del freno de
emergencia de la historia dejándola en suspensión, y el autómata logre, al fin,
vencer la partida de ajedrez.
El momento en el
que Benjamin escribe es el momento en el que la reproducción técnica ha hecho
completamente imposible recuperar el aura. En el siglo XIX, cuando Baudelaire
escribía, era posible hacer una experiencia estética de la caída del aura.
Baudelaire descubre (quita el velo) que la Modernidad ha transformado la
experiencia del lector, y adopta una actitud propensa a encontrar algo en la
ciudad que le devuelva la mirada, sin ir buscándolo. Baudelaire se limita a
pasear (flâneur)
y a encontrar estos instantes rutilantes que surgen en la ciudad moderna (y
quizás contra ella) por puro azar.
En la época de
Benjamin esto es impensable. Y más lo seguirá siendo conforme avance el siglo
XX, hasta tal punto que Adorno acabará cuestionándose si se puede escribir
poesía después de Auschwitz sin ser un monstruo. La experiencia de la
Modernidad ha sido transformada totalmente, y Baudelaire fue el último poeta
lírico, es decir, el que hizo una experiencia estética de la desaparición de la
experiencia estética. La historia de la tradición, la historia del culto, ha
terminado. El sacerdote ha estudiado ADE y ahora ejerce de mercader. Además, no
sabe hacer otra cosa. El disco se ha detenido y el botón de rebobinar está
roto. Se abren para Benjamin dos caminos, dos vertientes que se excluyen
mutuamente: la estetización de la política y la politización del arte.
La estetización
de la política, propugnada por el fascismo, es entendida por Benjamin como
canalizar toda muestra de impulso estético hacia fines políticos: se trataría
de convertir una acción política en una obra de arte. El político, el líder, se
convierte en un actor que interpreta un papel. El valor estético se convierte
en el paradigma de lo real, y lo político se despolitiza formalmente. La
neutralización del conflicto político se universaliza bajo la forma de “sentido
común” en Kant: Una acción política concreta se torna de “sentido común”, y es
imposible que no se esté de acuerdo. La intuición sin concepto en la que se ha
convertido la política se universaliza bajo esta forma. Todo punto de la
estetización de la política culmina, para Benjamin, en la guerra: el ejemplo es Marinetti escribiendo poesía sobre los
tanques en Etiopía, buscando satisfacción estética en el desarrollo técnico
aplicado sobre los mecanismos de guerra imperialistas (independientemente de
que si en realidad, cuando comenzaran a sonar disparos cerca, Marinetti huyera
despavorido). La sociedad moderna se convierte en espectáculo de sí misma:
vamos al cine a ver una película de acción, en la que un tipo fuerte salva a
una chica indefensa y mata a unos malos entre frases ingeniosas, y aplaudimos
con gusto. En realidad no estamos aplaudiendo a la película, sino que nos
aplaudimos a nosotros mismos, aplaudimos a la parte de nosotros que creemos que
está reflejada en la pantalla: la reproducción del arte conlleva la
reproducción de las masas, una masa (uni)formada y ensamblada capaz de
justificar cualquier tipo de barbarie disfrazada de neutral. Es totalmente
paradigmático el concepto que los miembros de esta masa uniforme (cuya máxima
aspiración es diferenciarse) asumen y utilizan para denominarse a sí mismos:
“clase media”. No fue la clase obrera la que permitió el avance de los
movimientos fascistas en Europa, como muchos libros de texto afirman: Fue esta
clase media, refugiada en la obediencia por miedo a perder privilegios y fuerza
política.
Además, la
sociedad del espectáculo, en palabras de Debord, encarnada en la industria
cultural, bombardea constantemente al espectador con fotogramas con la
intención de dispersarlo, de lograr que no sea capaz de articular una reflexión
sobre lo que está viendo. La contemplación ya no es la de una fotografía o un
cuadro, analizables en silencio. Ahora cuando queremos explicar qué estamos
viendo, la imagen ha cambiado totalmente (el espectador moderno se parece en
este sentido a Álex, el personaje de La
naranja mecánica de Kubrick). En un mundo en el que los semióticos que se
dedican al análisis estructural como Metz o Bellour son los únicos que se
niegan a “dejarse llevar” por una película, parece que si parpadeamos nos
perdemos algo. El espectador, como dice Duhamel, no puede rastrear
significados. Este shock que se produce en el espectador, esta carga sensorial,
recibida como un estímulo “natural” (en el sentido de totalmente abstraído de
la reflexión política) es redireccionado hacia fines políticos y logra que los
oprimidos legitimen y justifiquen las mismas relaciones de producción que les
oprimen, como si de algo natural, eterno y neutral se tratara. La desigualdad
se convierte en algo tan imposible de transformar como el clima.
Frente a esta autoalienación capaz de vivenciar su propia
aniquilación como goce estético de primer orden, Benjamin menciona la otra
posibilidad: la politización del arte, con la que el comunismo responde al
fascismo. Si el fascismo (y el sistema capitalista, del cual el fascismo
conserva sus relaciones de producción) naturalizaba la política como si se
tratara del clima, para explicar la politización del arte podríamos usar algo
así como lo que escribió en los sesenta Ulrike Meinhof: todos hablan sobre el
clima, pero nosotros no. Nosotros hablamos de política. El comunismo responde
al fascismo explicitando la política que este camuflaba bajo la obra de arte.
Bertolt Brecht deteniendo la obra de teatro y gritando al público que no se
crea nada, que todo es una farsa, que no pueden identificarse con ninguno de
los personajes porque, mientras se están divirtiendo, alguien puede estar
intentando “colar” subliminalmente un mensaje, es el ejemplo claro de esto.
Brecht detiene, suspende el curso de la obra cuando se va a producir la
catarsis aristotélica, para que esta se produzca fuera del teatro. Al final no
se soluciona todo y se puede volver con una sonrisa a la cotidianeidad de
explotación, sino que el público sale del teatro con ganas de incendiarlo todo.
Politizar el
arte no es pintar únicamente retratos de Lenin, ni interpretar marchas
soviéticas en los auditorios. Más que un realismo social, más que películas
filmadas por obreros y para obreros, proyectadas en asambleas de estudiantes y
fábricas en huelga (como intentó el colectivo sesentayochista Dziga Vertov), más
que “películas de pizarra” la politización del arte es más eficaz si tiene como
estrategia servirse del arma “del enemigo”, es decir, de la industria cultural:
Politizar el arte es, como dijo Jean Luc Godard en una entrevista, hacer un Love Story con lucha de clases.
Conclusión:
el cover.
El nuevo arte no es, como afirmaba Gasset, una fuerza minoritaria,
antipopulista y alejada del mundo. La reproducción del arte es también la
reproducción de las masas, y el arte es una parte fundamental de la industria
cultural. El arte es un medio de comunicación de masas y no se encuentra ajeno
a los equilibrios de poder y a las cuestiones políticas. La obra de arte, como
signo producido, no está captando una realidad de forma neutral: la realidad hay
que producirla, fabricarla. Como Claire Johnston afirmó, la verdad naturalizada
de la opresión (ejercida en este caso sobre las mujeres en el cine) no puede ser captada en el celuloide con la
inocencia de la cámara. El mundo estético naturaliza (vuelve natural) el
mundo de la ideología dominante, y esto es lo que moldea la cámara. Como afirmó
Brecht, el arte no es espejo que refleja
la realidad, sino un martillo que le da forma.
Los últimos
instantes de lo eterno no es la nostalgia por un reducto anterior de
originalidad estética, tampoco es la redención que posibilita la poesía al
verlo todo convertido en fango: los últimos instantes de lo eterno implican que
sólo queda ya fango, que la poesía ya no es refugio, que la aureola que
Baudelaire abandona al estar borracho es la única aureola a la que podemos
aspirar. El tiempo perdido que Proust recobraba sólo se puede reencontrar como
ruina, como perdido para siempre: nunca podremos apropiárnoslo como experiencia
privada.
Aún así, con
todo ello, quizás haya aún en el arte algo que se resiste a ser reducido, que
permanece irreductible a una instrumentalización técnica. La imposibilidad de
una total industrialización nos hace pensar que quizás exista lo que Barthes
llamó el “tercer sentido”, el sentido obtuso que atraviesa la fotografía y nos
pincha al contemplar la imagen, el pedazo de arte: ese punctum que nos altera y
nos recuerda que hay algo más. El disco del arte ya se ha detenido, y nos ha
dejado en un silencio incómodo, sólo alterado por las manecillas de un reloj,
como pequeños shocks homogéneos. Some of
these days you’ll miss me, honey. Ese día ha llegado. Antoine Roquentin no va a escuchar nunca más
la canción del gramófono. El disco, el mundo de lo imaginario que dependía del
mundo de lo real, ha volado en mil pedazos. El origen está perdido, y el
trabajo hermenéutico de recuperación que llevó a cabo Heidegger no ha
funcionado. El disco es irrecuperable. La aureola ha caído, y cada vez se deja
ver menos entre la cotidianeidad y la contaminación de la ciudad. Ya no podemos
escuchar más el disco, pero aún recordamos la melodía. Y con esa melodía, usando
el tempo del reloj, el único que nos queda, quizás podamos hacer un cover.
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SCHOLEM, G: Walter Benjamin, historia de una amistad. J.F. Yvars, Vicente Jarque (trad). Barcelona,
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VATTIMO, G: Introducción a Heidegger. Alfredo Báez (trad). Barcelona, Gedisa.
2002.
VV.AA: La mirada del ángel. En torno a las tesis sobre la historia de Walter
Benjamin. Bolívar Echevarría (ed). México, UNAM, Era. 2005.
VV.AA : Cuando las películas votan. Pablo Iglesias Turrión (ed). Madrid,
UCM, La catarata. 2013.
martes, 16 de diciembre de 2014
La huella de la ausencia.
“El ser es la huella de nada, la
huella sin genitivo, sin fondo ni razón, a propósito del cual únicamente
nuestros hábitos metafísicos nos inducen a afirmar que surge sobre un fondo al
que, sin embargo, ninguna presencia ha venido aún a visitar. El ser no es la
huella de una presencia; en cambio sí que es la presencia que es huella de lo
Ausente”.
Pierre Aubenque, ¿Hay que desconstruir la metafísica?
Umberto Eco
parte de una insuficiencia, un fracaso que caracteriza las investigaciones
sobre el significado: la insuficiencia de un análisis semántico del verbo ser.
El verbo ser debe ser dado como sobreentendido si se quiere articular una
definición (S es P, implica que el “es” ya es previo). Por tanto, Eco,
utilizando a Pascal, afirma que el ser no tiene definición (toda posible
definición del ser incluiría lo definido). El argumento es que el ser es
condición de posibilidad de la definición, es decir, un primitivo lingüístico.
A continuación,
Eco introduce la Metafísica de Aristóteles, al referirse a la ciencia del ser
en cuanto ser (to on) del libro Γ. Aristóteles utiliza el participio presente
para referirse a esta ciencia, lo que Eco traduce como “ente”, pero no sólo
ente como lo que es (como serían los muchos aspectos de los entes, estudiados
en distintas ciencias) sino de una forma especial, lo que esos diversos entes
tienen en común: el hecho de ser. El ser es entonces la mayor abstracción
posible, lo que tienen en común todos los entes por el hecho de ser. El “ser en
cuanto ser” es, por tanto idéntico al “ente en cuanto ente”. Eco afirma, por
tanto, que la extensión del ser es ilimitada (abarca a la totalidad de los
entes) y su intensión es nula (decir que algo sea no añade absolutamente nada
al ente).
Más tarde,
partiendo de una doble significación (ser como nombre y como verbo-función),
Eco realiza una especie de etimología del ser en distintos idiomas (italiano,
castellano, alemán, inglés, francés), dejando patente la confusa ambigüedad con
la que se expresan. Eco reflexiona sobre esta ambigüedad, y la presenta como
“condición fundamental” al hablar del ser. La ambigüedad no es del lenguaje
(pues se sigue dando en todos los lenguajes analizados) sino de la cosa misma
(la dificultad es objetiva).
El ser incluye
lo posible, la temporalidad pasado-futuro y el propio devenir. El ser es tanto
esencia como cualidad, cantidad y el resto de las categorías aristotélicas. Lo
que hace especial la metafísica es el tratar del ser en cuanto ser. Por tanto,
Eco convierte el ser en el género de todo género, y acaba definiéndolo como
“algo” (entendido en relación a la famosa frase leibniziana “¿Por qué existe algo en lugar de nada?”). El ser, por
tanto, es ese algo que existe en vez
de la nada, el ser es el ente.
Y la semiótica
debe estudiar en este “algo” previo a toda representación o hipótesis, este
algo que despierta previamente la atención (antes de cualquier categorización).
Eco nos da ahora
una razón por la que la Metafísica aristotélica desaparece hasta el siglo I.
a.C. El motivo, para él, es que la pregunta por el ser es una pregunta que va
en contra del propio sentido común, que nunca se plantea. Pero, ¿por qué hay
ser? ¿Cómo responder a la pregunta leibniziana, si (como afirma Eco) la nada es
más fácil? La pregunta no puede plantearse en estos términos: el ser es
condición de posibilidad de esa pregunta, para que esta surja, se necesita que
ya “seamos siendo”. Hay ser, afirma Eco, porque sí. Valga la siguiente
matización:
El ser es la
condición de posibilidad, no sólo de esa pregunta, sino de cualquier pregunta
que pueda hacerse. Haciendo una analogía con el ser humano, Eco afirma que el ser
es el líquido amniótico, una especie de evidencia luminosa que se presenta
siempre como dada. Siempre hay algo (ente), el ser es ya el fundamento de sí
mismo. Eco plantea el ser como horizonte último, como sustento referencial de
toda pregunta posible, y esto implica que el ser sea necesariamente previo al
lenguaje.
“El ser se dice
de muchas maneras” es una tesis de Aristóteles. Eco la interpreta como que el
ser se presenta en los entes, tiene significados múltiples. Eco reduce estas
maneras a cuatro: accidente, verdadero, potencia/acto y substancia (ousía, esencia, entidad). Con una
concepción tomista, Eco expone otra tesis aristotélica: la referencia a un
único principio, para afirmar que el único principio es la substancia (un
principio claro y luminoso para Tomás de Aquino, y ambiguo para Aristóteles).
Eco automáticamente identifica el “decirse del ser” (logos) con el discurso, con el lenguaje, y acaba formulando otra
tesis: el ser es un efecto del lenguaje. Hablar del ser es ya interpretar el
ser, y sólo podemos tomar conciencia del ser a través del propio lenguaje. A
continuación, Eco (siguiendo a Aubenque esta vez) presenta los universales no
como una conquista intelectual, sino como una deficiencia (enfermedad) del
discurso, ante la incapacidad de captar la esencia individual del ente.
Hablamos siempre en universal. Se nos presenta también una definición de la
definición, como noción cuyo signo es el nombre. Aquí surge un problema: sólo
puede existir definición con género y diferencia específica. Pero Eco
radicaliza su tesis al situar al ser en un plano distinto a la definición: ni
siquiera el lenguaje puede definir el ser, este escapa a toda definición
posible (el ser no es un género, es lo que permite la definición). El ser no es
un predicado real, no añade nada. Se vuelve al inicio de la argumentación al
fracasar.
El neoplatonismo
sitúa al Uno como fundamento anterior del ser, y la Escolástica trataba de
llenar con la teología (filosofía primera) este hueco metafísico, desarrollando
la noción de analogía que acaba desembocando en una argumentación circular (el
lenguaje es el que dice que el ser sea análogo). Heidegger, más tarde, pondrá
el dedo en la llaga al afirmar que la metafísica no había hecho sino ontificar
el ser, es decir, hablar de entes y no de su fundamento (el ser). Nos falta el
concepto del ser, pero aún así lo comprendemos en el estado de angustia, de
apertura del Dasein. El Sein se
convierte entonces en la prueba de nuestra finitud, el lenguaje oculta el ser.
Eco, ante este
lenguaje ocultador, pone la figura del Poeta: sólo se puede hablar del ser por
vía poética (simbólica, por analogía). Los Poetas no dicen el ser, lo emulan,
es decir, realizan una interpretación que no sustituye al ser. Eco está
pensando aquí en el ejemplo heideggeriano de los zuecos de Van Gogh: la obra de
arte “desoculta” (alétheia) el ser
del ente. En el discurso poético es donde el ser se revela, donde se sostiene
la cuestión sobre el ser (posibilita la hermenéutica), donde se choca contra lo
concreto (esencia).
Para explicar
las ilimitadas combinaciones con las que se puede categorizar el ente (decirse
de muchas maneras), Eco introduce dos constantes: Mente (asigna símbolos) y
Mundo (átomos), donde acaba defendiendo que las posibilidades combinatorias de
ambos serían casi ilimitadas (astronómicas) y se enfrentarían entre ellos de
forma potencialmente equilibrada (astronómicos enunciados mentales para
interpretar astronómicas estructuras mundanas). Cualquier enunciado es una de
las ilimitadas perspectivas de las que se puede “decir” el ser.
Por tanto, un
enunciado, afirma Eco, es una elección en una “superabundancia de ser”. Pero no
hay que caer en la pérdida del valor veritativo del pensamiento débil
posmoderno, que, según Eco, comienza en Nietzsche. No conocemos la X (noúmeno)
kantiana, el conocimiento se fundamenta sobre un algo incognoscible que se debe
categorizar. Esto lleva (Vattimo) a pensar el ser como fractura, como ausencia
de fundamento. El ser sólo puede darse como una suspensión: la muerte de Dios lo
hace estable. Para Eco, la conclusión lógica que este planteamiento tiene es
que no existiría ninguna “interpretación mala” (errónea) del ser. Con un
ejemplo de póker, Eco muestra que el problema es que el ser supera en ocasiones
al entendimiento: pero ¿qué interpretaciones del mundo (entendiendo el mundo
como objeto, como horizonte hermenéutico) son verdaderas y cuáles no? Es obvio
que, de la pluralidad de la actividad de interpretación, algunas
interpretaciones deben de ser falsas (usa para ello el ejemplo del LSD), se
debe poder encontrar un criterio público (si no universal) para juzgar la
validez y aceptabilidad de las distintas interpretaciones. Hay aspectos del
mundo que no pueden ser interpretados libremente (un “tuétano duro”, una
resistencia del ser). Estas líneas de resistencia no son fijas, sino móviles, e
impiden cualquier interpretación “disparatada”, es decir, limitan el discurso
sobre el ser. Está clara la experiencia de un límite (dado como último en la
muerte) en el horizonte del ser humano, un límite que pone también una
naturaleza constante. Nada, ni siquiera la posibilidad, escapa a un límite
determinado (fijado) de antemano.
Eco muestra
también la posibilidad de regiones incomunicables del ser. Hay un continuo
ilimitado de ser que es todo y nada (como el absoluto hegeliano) hasta que no
se limita, hasta que no se asignan signos que lo interpreten y lo diferencien.
Y estos signos son organizados lingüísticamente por la cultura. El continuo,
previo a la determinación, tiene líneas de resistencia (restricciones
negativas) que impiden que el ser se pueda decir “de cualquier manera”, sino
sólo “de muchas maneras”. El lenguaje no construye libremente el ser, sino que,
como afirma Eco, viene ya dado, lo encuentra como líneas de resistencia. Este
límite (resistencia) existe necesariamente.
El último paso
es poner los límites como positivos: no hay una incapacidad del ser, sino que
en el ser no es posible un sentido por estar ya positivamente en otro distinto
(pone el ejemplo de una tortuga a la que se le exigiera volar). El ser no
advierte límites sino posibilidades, es el ser humano el que advierte esos
límites al fracasar en el deseo de tender hacia una libertad absoluta, hacia
rebasar estas resistencias naturales del ser (cuando tendemos a una
deconstrucción absoluta del ser). Ni siquiera los Poetas pueden negar las
resistencias del ser, sólo logran recordarnos nuestra finitud, recordarnos la
definición sartreana del hombre como pasión inútil.
Eco había
afirmado, con Pascal, que no era posible ninguna definición del ser (por estar
ya previo en toda definición). Aubenque, con Gilson, afirmará que a la pregunta
¿qué es el ser? (ser como “condición trascendental de posibilidad”) la
metafísica ha tratado de contestarla rellenando un vacío. El ser sería una apertura,
una condición formal a la que se ha intentado dar un contenido que es
imposible. Aubenque afirmará que el ser es inobjetivable al ser condición de
posibilidad de toda objetivación.
El ser, que para
Eco era un nombre (recordemos que Eco identificaba el ser con la totalidad de
los entes) no puede ser para Aubenque sino un acto vacío, sin sujeto, la forma
verbal del infinitivo, cópula (de la que ninguna conjugación de ningún sujeto
puede añadirse). Por tanto, a diferencia de la tesis de Eco, para Aubenque ser
es función inobjetivable (ser como sinónimo de existir, pensamiento con
influencia de Tomás de Aquino). El ente, siguiendo a Heidegger, sería aquello
que tiene ser. Y como el vocablo ser está vacío, es forma (función), la
metafísica ha tratado de rellenarlo utilizando para ello la totalidad de los
entes, en especial el Ente primero, añadido como sustituto del ser (aunque en
realidad sólo sea una modalidad, una presencia del ser). Este rellenar de entes
el ser desemboca sin duda en la confusión escolástica-moderna de esencialización
de la existencia (Gilson), de ontificación del ser (Heidegger), o de
ontoteologización de la metafísica (Aubenque). La confusión ha llevado a la identificación
de la metafísica (ciencia del ser en cuanto ser) con la filosofía primera
(teología). Esta confusión ha tenido lugar aún siendo la teología una ciencia
particular (y teniendo tanto género como objeto determinado, a diferencia de la
ciencia del ser en cuanto el ser). Este es el drama de una metafísica
occidental que intentaba hablar del ser, que, siguiendo a Gilson, debería ser
una ontología (logos sobre el ser) y acaba hablando de Dios, o del bien, lo uno
o el hombre.
Otro problema
surge cuando Eco identifica el ser como la clase de las clases, como la máxima
abstracción: abstraer el máximo es acabar destruyendo la naturaleza misma de
las cosas particulares (recordemos que la noción importante de naturaleza en el
mundo griego es la que se aplica sobre las cosas, al decir que las cosas tienen
naturaleza). Decir de algo que es no añade ninguna información, no explica su
esencia. El ser no puede ser un género, pues lo rebasa. El ser es, como dice
Aubenque, un trascendental. Con esta dificultad, surge una contradicción: si el
ser no es un género y toda ciencia necesita versar sobre un género determinado,
una ciencia (teórica, apodíctica, demostrativa) del ser estaría siempre abocada
a un fracaso absoluto, debido a su imposibilidad de objetivar el ser (que
Aubenque, como se ha dicho, entiende como inobjetivable condición de toda
objetivación). Sólo podría darse una metafísica dialéctica, que definiera
mediante el discurso un objeto aporético, inobjetivable, a modo de propedéutica
para una ciencia que empezaría cuando la esencia fuera definida (la dialéctica
sería precientífica). La filosofía, por tanto, no puede ser una ciencia, no
puede ser clasificada en el sistema de los saberes porque, directamente, rompe
el esquema: la filosofía es, como afirma Michel Serres, una diferencia
diferente a las diferencias.
Al introducir la
Metafísica de Aristóteles, lo primero que llama la atención en Eco es un
olvido, el olvido de “la pregunta por el ser”, si se le puede llamar así,
durante varios siglos desde la muerte de Aristóteles hasta que fue retomada.
Eco achaca este olvido a la propia rareza de la pregunta: el ser es natural,
preguntar por él, no es nada habitual. Pero no hay que ver únicamente el olvido
natural de una pregunta difícil de hacerse, sino el propio derrumbamiento del
mundo y de la forma de pensar griegos que se produce con la propia muerte de
Aristóteles.
Retomando de
nuevo el inicio del libro Γ de la Metafísica, hay una ciencia del ser en cuanto
ser (to on, que sería traducido a ens qua ens en latín). Eco traducía,
como se ha visto antes, el ser como ente (participio presente) y acababa
afirmando que “ser en cuanto ser” era idéntico a “ente en cuanto ente”. Pero
para Aubenque, lo que da el sentido no es el participio sino el infinitivo
sustantivado: en él se debe focalizar la interpretación de la expresión to on. El infinitivo ser es el que da el
sentido al participio ente y no a la inversa. Aubenque cambia el enfoque:
Aristóteles no se pregunta por el porqué del ser, sino que el ser es el porqué.
En el mundo griego en general no está la duda de si hay ser porque nos alguien
se pregunta por él, alguien se pregunta por el ser porque hay ser. Esta duda es
medieval-moderna, no antigua (Aristóteles no podría haberse hecho la ya
repetida pregunta leibniziana).
Al observar otro
pensamiento aristotélico, se puede hallar otra disensión entre las
interpretaciones de Eco y Aubenque: Aristóteles afirma que el ser “se dice de
muchas maneras”. Automáticamente, Eco interpreta la expresión “decirse” (logos) como discurso, lenguaje
predicativo. De nuevo, vuelve a aplicar un enfoque demasiado moderno. En el
mundo griego, la diferencia entre pensar y hablar no es tan clara (pensar, en
última instancia, es hablar interiormente). No es que el ser nosotros lo
podamos decir de muchas maneras, según los sentidos (como afirmaba Eco, podemos
decir el ser en cuanto esencia, accidente, movimiento...) sino que la
importancia hay que ponerla en el reflexivo: el ser se dice (el ser
diciéndose), es decir, presentándose, dándose. En cuanto al “ser se dice”, Aristóteles
no necesita a un sujeto hablando del ser para que lo diga, porque no establece
la diferencia moderna entre lenguaje discursivo conceptual y pensar. El ser,
como afirma Eco, tendrá prioridad ontológica sobre el hablar, pero el problema
es que hasta que no se construye un discurso no se puede saber que existe con
anterioridad al propio discurso. “El ser se dice de muchas maneras” equivale
por tanto a “El ser se presenta de muchas maneras”.
En cuanto la
segunda articulación de la expresión aristotélica, que el ser no sólo “se
dice”, sino que se dice “de muchas maneras”, hay otra oposición entre las tesis
de Eco y de Aubenque, debida sin duda a la concepción de ser como participio o
como infinitivo. Para Eco, como se había observado, que el ser se diga de
muchas maneras significa que existen muchos entes (muchas modalidades del ser).
El ser es el algo leibniziano, que se
dice en tantas modalidades como entes haya. El ser sería lo que tienen en común
aquellas modalidades. Aubenque, en cambio, considera esta tesis (la polisemia
del ser) como la más importante de la Metafísica de Aristóteles. El ser se dice
de muchas maneras es idéntico a la tesis “el ser significa (semainei) de manera múltiple”. Aubenque,
por tanto, identifica “se dice” con “significa”. En el ser, surgen
continuamente distintos sentidos que lo hacen profundamente ambiguo. El ser no
es claro, como interpretó Tomás de Aquino, sino ambiguo. Y esta ambigüedad ni
surge ni desaparece con el lenguaje, sino que es el “sentido auténtico” del
ser. El ser es polisémico y aporético, y este surgir continuo de sentidos, es
lo que Aubenque afirma que es el movimiento del ser, entendido como diferencia
(gracias a este movimiento se concluiría la tesis fundamental del libro de
Aubenque: la metafísica incluiría su propio rebasamiento y no sería necesario
deconstruirla para liberarla. Se podría decir que, si se hubiera leído de esa
forma a Aristóteles, no habría hecho falta Derrida).
Lo que Eco
afronta sin dificultad, pasando casi de puntillas (el hecho de que el ser se
diga de muchas maneras), para Aubenque resulta el núcleo más importante, el
sentido mismo de la Metafísica aristotélica, la mejor definición de un ser
polisémico, aporético y ambiguo.
Los “sentidos”
en los que el ser se dice, es decir, esencia (substancia), relación, cantidad,
cualidad, etc. (Aubenque se encarga de recordarnos que la definición que
Aristóteles da es catalógica, es decir, enumerativa) para Eco se reducen a uno,
la substancia (recordemos que utilizaba la tesis aristotélica de la referencia
a un único principio para subsumir el resto de los sentidos en la substancia
como primer sentido). Aquí, Aubenque vuelve a disentir.
El ser, para
Aubenque, es absolutamente irreductible a la esencia (substancia-entidad-ousía). Los sentidos nunca pueden
decirse de otro sentido, la accidentalidad del ser no puede ser cerrada
mediante un principio primero. El ser no puede ser substancia, porque esto
implicaría que sólo podría ser sujeto (se acabaría esencializando la
existencia) y no accidente. El ser no puede agotarse ni coincidir en un solo
sentido, pues esta coincidencia destruiría el surgir de sentidos con el que el
ser se presenta. A esta tesis es a la que Aubenque denomina “parricidio” contra
el maestro Parménides, motivo posible por el que Aristóteles no quisiera llevar
hasta el final su afirmación y por la que trató de suavizarla y atenuarla.
Pero esto
resulta inquietante y, en cierto modo, desencantador: ¿Lo único que podemos
hacer es resignarnos a que el ser se presente como polisémico, tanto que ni
siquiera podemos intentar una especie de unidad en el ser para referirnos por
lo menos a él? Esta tesis se asemejaría mucho a la tesis sofística de que todo
(y nada por tanto) es accidental (ontología accidental), tesis que combate
ferozmente Aristóteles. Aubenque, con Aristóteles, dirá que sí que se puede y
se debe buscar una unidad, una especie de unidad aglutinadora (focal, afirma
él) y esta unidad es la esencia-ousía-substancia.
Pero esta unidad no viene dada (como pensarían Eco y Tomás de Aquino). Esta
unidad es sólo buscada, construida y articulada. Pero la metafísica se olvida
de que es puesta por el sujeto, y la tradición acaba desproblematizando el
objeto en el origen: el ser pierde su carácter problemático original
(Heidegger), y acaba tornándose un ser con esencia definida, claro y luminoso
(como afirmaría el propio Tomás de Aquino).
Pero Aristóteles
también afirma la primacía de la esencia, pero únicamente la justifica de dos
maneras, como primacía gnoseológica (en tanto que conocer) y como primacía
cronológica (es decir, como fundamento). La esencia es, por tanto, condición
necesaria pero no suficiente. Siguiendo a Heidegger, cuando el ser se desvela
como ousía (presencia) se vela como
acontecimiento, hay un doble movimiento en el que se presenta el ente y se
oculta el ser.
Sobre el ser
como fundamento de sí mismo, Eco afirmaba que eliminar el fundamento del ser
(Vattimo y la corriente posmoderna) lleva necesariamente a no poder discernir
las erróneas de las correctas interpretaciones del ser. Si no estuviera el
fundamento último como sustento del ser, ¿los desplazamientos serían laterales
y aleatorios, sin seguir una jerarquía determinada (es decir, siguiendo el
modelo de rizoma de Deleuze)? Aubenque responde que no tiene por qué ser así,
y, con Plotino (contra los gnósticos), expone una “necesidad de conveniencia”.
Lo que expone
Aubenque en el capítulo V, sobre Derrida, puede resultar aclarativo. Según Eco,
Derrida, al intentar superar la metafísica, estaría pensando más allá de las
resistencias del ser (que impiden cualquier interpretación). Ante la ausencia
de un centro, en Derrida, todo se torna discurso (nunca hay un significado
absoluto o trascendental). Derrida libera el movimiento de referencia de los
significados hasta el infinito, en un sistema de diferencias, libera la
metafísica, desoculta el ser (de alguna forma, abre más el espacio del pensar),
utiliza el signo para subvertir los conceptos. Pero la limitación de Derrida,
para Aubenque, es cómo pensar la diferencia sin la idea de unidad, cómo pensar
lo absolutamente aleatorio. En el punto de esta superación, no parece haber
tanto desacuerdo en las tesis de Eco y Aubenque.
Comentando de
nuevo la disensión entre si el ser es o no un género, se articula uno de los
mayores problemas de la metafísica occidental: el problema de la homonimia (equivocidad)
y la sinonimia (univocidad). Tomás de Aquino, y Eco al hablar de un solo
sentido del ser al que se reduce y al afirmar que el ser es “la clase de las
clases” (un género) defienden que el ser es unívoco, que todas las formas de
decirse del ser comparten una esencia común, es decir, que se dicen de la misma
manera (todas las cosas tendrían en común el ser, se podría construir una
ciencia del ser en cuanto ser, que sería la ciencia que estudie la esencia, es
decir, una “ousiología” en palabras de Giovanni Reale). En cambio, la
concepción acerca del ser de Aubenque es de un ser equívoco u homónimo, en el
que la esencia no fuera común (el ejemplo que pone Aristóteles es el de “can”
como perro o constelación). El ser no tiene el fundamento ontológico de la
pertenencia a un género, es decir, la pluralidad de sus significaciones
(entendida esta pluralidad por Aristóteles como la lista antes mencionada: como
esencia, potencia/acto, verdadero/falso, categorías...) no puede ser reducida a
un género determinado.
La conclusión a
la que llega Aubenque es, de contenido, negativa: el ser no es un género y no
se dice en un único sentido. No hay respuesta esencial a la pregunta sobre el
ser, no se puede construir un sistema que exprese su esencia. Hay muchas
maneras de responder a la pregunta qué es el ser, pero todas se refieren a la
forma en la que el ser se dice (enumeración), y no a su esencia.
Tras la
confrontación entre Eco y Aubenque, lo lógico es encontrar más consuelo en la
tesis de Eco: las formas en la que se dice el ser pueden ser reducidas a una sola,
la ousía o esencia: por tanto,
podemos conocer esa esencia, podemos construir un orden cognoscitivo que esté
garantizado por la esencia. Esta concepción es tranquilizadora.
Pero al leer a
Aubenque la angustia nos atrapa. El intento de construir un sistema apodíptico
que hable del ser está abocado al desastre. No podemos sino resignarnos a la
construcción dialéctica de la metafísica (por ser esta la única posible). La
ambigüedad y la polisemia es el sentido último del ser. Intentar suavizar esta
contradicción es imposible. Y lo más inquietante de todo, es observar cómo la
metafísica escolástica occidental se ha venido abajo, se ha derrumbado
literalmente al haberse fundado en un mundo, el griego, con una visión
completamente distinta. Y la metafísica no se ha derrumbado debido a fisuras,
es mucho más profundo: no es su estructura lo que falla, sino sus cimientos. El
orden que la metafísica escolástica ha construido, parafraseando a Rosa
Luxemburgo, ha sido edificado sobre arena: la arena movediza de la polisemia y de
la ambigüedad de un ser aporético, no presente sino signo de lo ausente.
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