1978. Berlín. Comenzó a ver más borroso que de costumbre. No únicamente
por las cataratas, sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. Notaba cómo su
cara humedecida comenzaba a enfriarse. Mayo en Berlín: frío y aún así el sol
iluminaba. El hombre tosió como solía hacer a menudo, llenando el aire de vaho.
Sentía una profunda tristeza, de pie, con las manos en los bolsillos, junto
aquella lápida. Casi nadie se pasaba por allí. Muchos cruzaban de largo,
sacaban fotos. Otros miraban con desprecio o miedo. Algunos podían mirar con
admiración, aunque trataran de ocultarlo. La cuestión es que nadie permanecía
allí por más de dos minutos. El anciano bajaba la cabeza, fijaba la mirada en
la lápida una y otra vez con cara de tristeza. Sin mediar una palabra con ninguno
de los curiosos que se paraba. Miraba con extrema condescendencia, estando
seguro de que si ella aún viviera, probablemente le escupiría a la cara con
rabia. Ella odiaba la condescendencia. Pero el anciano no sabía mirar de otra
forma aquella lápida. Y está seguro de que ella le perdonaría. Aún la recuerda
corriendo por el jardín, comiendo aquellas galletas que preparaba su esposa.
Aún recuerda sus visitas cada tarde, y el vacío que quedó cuando marchó a
estudiar a la universidad. Fue lo más cercano que tuvo nunca a una hija. Su
sonrisa inocente, su mirada inteligente, su pasión por los libros. Con once
años, la niña había leído todos los libros que había encontrado en sus
estanterías. Ahora, el anciano, de pie, no lograba entender. ¿Qué podría haber ocurrido
para que una querida niña de clase alta criada entre algodones hubiera acabado
siendo la terrorista más buscada de Alemania? Todo comenzó en la universidad,
con Marx y la RDA. El salto de los libros a los fusiles sólo era cuestión de
tiempo. El anciano recuerda la última vez que la vio: no era la chica que solía
ser. En palabras de ella, saltó de la protesta a la resistencia. Clandestinidad.
Recuerda el enfado, recuerda el miedo. Pero sobretodo recuerda haberle cerrado
la puerta. Habría sido mejor un “te lo dije” y un chocolate caliente, como
antes. Él no podía dejar de verla como una niña rica con una pistola. Cuando la
detuvieron fue peor. Su mundo se rompió. Más aún cuando se enteró de su muerte
en prisión. Habéis asesinado a mi pequeña, no paraba de susurrar. Pero habían
pasado dos años, el tiempo a veces cierra heridas. El viento soplaba entre las
lápidas. La libertad llegará pronto. Saldremos desde las sombras. Ella lo
comenzó todo. Pudo haber elegido su vida de periodista, de intelectual, su vida
burguesa. Pero lo dejó todo por un maldito fusil automático y una estrella
roja. Lo dejó todo por los oprimidos, los nadie, los olvidados entre ruinas. Y el precio fue demasiado alto. Miedo y odio. Hoy
se cumplen dos años sin ti, Ulrike. El anciano suspiró mientras se limpiaba la lágrima
que rodaba por su mejilla. Debía coger el autobús y volver a casa.
miércoles, 29 de enero de 2014
viernes, 24 de enero de 2014
Progreso y catástrofe.
El tiempo, la línea histórica, en términos hegelianos se
entiende como un progreso creciente de libertad: en la Historia hegeliana no
hay retrocesos. Cada momento es el Espíritu absoluto desvelándose, realizándose
en la totalidad de la especie humana, de la Humanidad. Cada acción histórica
viene justificada desde un primer principio. Y así es. La filosofía hegeliana
sólo desarrolla un principio, genera un movimiento a partir de contradicciones.
Pero no es un movimiento real, sino un simulacro de movimiento. La filosofía
hegeliana aparenta moverse, pero en realidad, sólo justifica los principios
utilizando para ello el resultado final. La circularidad del sistema hegeliano
es innegable.
Cada pueblo, en Hegel, desarrolla un momento más del
Espíritu absoluto, agrega más libertad a la que ya existía. Hegel afirma, en
efecto, que Alemania es el último pueblo antes del final de la Historia, el
pueblo definitivo que llevará las conquistas humanas hacia su máxima expresión.
Francia ha tenido que pasar por una sangrienta revolución, y ha tenido que
cortar las cabezas de los tiranos. El modelo ilustrado francés, cortar cabezas
y después educar a las que queden, es para Hegel un absoluto horror. Y como la
Historia es sabia, es progreso, desvelamiento de la razón, el pueblo alemán
será más sabio que el francés: Claro. Hegel sabe que es mejor educar las
cabezas antes que cortarlas.
Pero en este esquema entra Haine, cuando afirma
sarcásticamente que el modelo que defiende Hegel, educar cabezas antes de
cortarlas, representa muchísimo mejor la barbarie que el modelo ilustrado
francés. La historia no puede tener razón, el tiempo no puede hacerse
conceptos. Haine no se equivocaba, nunca lo ha hecho. Robespierre eligió la
guillotina, pero Hegel eligió Auschwitz. Robespierre “recortó” las partes
sobrantes del derecho, hizo que la sociedad entrara en estado de derecho
cortándole el cuello al rey, obligando a la sociedad a que encajara en el
derecho. Hegel hizo que el derecho entrara en estado de sociedad o, peor aún,
de historia. Porque “el tiempo lo dirá”, nada es más sabio que el tiempo. Y es
lo que ocurre cuando se presenta la historia como un desarrollo ininterrumpido
de racionalidad. Que la racionalidad deviene técnica, y la técnica no es
neutral.
Quizás, Adorno trazara mal la línea: No hay una línea recta
desde la Ilustración hacia Auschwitz, esa línea existe pero no parte de la
Ilustración sino de la filosofía de la historia de Hegel. El progreso
hegeliano, la locomotora de la historia que avanzaba hacia la racionalidad y la
libertad, se asusta de golpe al observar los campos de exterminio nazis. Pero
este susto no es inocente. Resulta que el “humanismo” hegeliano, la razón
encarnándose en la Humanidad y conquistando poco a poco la libertad, Dios llorando
de emoción al reconocerse en el género humano, en realidad era la racionalidad
técnica deshumanizante, la máxima eficiencia, Eichmann apuntando en su libreta
la tasa de prisioneros cremados como si de los beneficios de una empresa se
tratara.
Porque la historia sí es una linealidad, pero una linealidad
de catástrofe. La Historia con mayúscula se basa en el “todo sigue así”
parafraseando a Scholem. Es el huracán de la imagen que presenta Benjamin, que
arrastra hacia delante al Angelus Novus de Klee, que, sin poder plegar las
alas, sólo puede observar las ruinas transparentes que va dejando a su paso el
tiempo hegeliano. El ángel de la Historia mira con horror las ruinas dejadas a
su paso, un auténtico espanto lo invade. Pero también ve redención.
La redención son esos estallidos en los que el tiempo se
detiene. Esas irrupciones mesiánicas que logran detener, aunque sea por un
momento, el imparable arrastre de la Historia. En esos momentos, la Humanidad
puede escuchar cómo crece la hierba, las ruinas de la historia se visibilizan,
se hacen opacas, cobran estatuto ontológico, comienzan a “contar” para la
historia. La cotidianeidad exige un hueco entre el imparable progreso
histórico, y los momentos de redención se conectan unos con otros, dándose
sentido en una doble direccionalidad temporal pasado-futuro. El Angelus Novus
ve emerger de entre las ruinas pequeños instantes, pequeños fragmentos de
calma. Esas irrupciones son las revoluciones.
Irrupción mesiánica es el pueblo francés tomando la
Bastilla, son los comuneros de París disparando a los relojes (disparando al
padre tiempo, al contexto de todos los contextos), los bolcheviques tomando el
palacio de Invierno. Momentos en los que el proletariado, los nadie, los
eternos olvidados por la historia (invisibilizados más que invisibles), los que
se amontonan en las ruinas, adquieren sentido.
Y adquieren un sentido mesiánico de redención. El
proletariado sólo puede redimirse haciendo una revolución, conectando con los
otros momentos revolucionarios del pasado y del futuro. Y la violencia es
partera. No comprende nada Arendt cuando afirma contra Fanon y siguiendo supuestamente
a Marx, que no es la violencia sino las contradicciones inherentes al
capitalismo las que provocarán el fin de este. Con esas contradicciones
llevamos dos siglos. El socialismo no puede ser una locomotora que corra más
que el capitalismo, pues eso es técnicamente imposible. Ningún sistema
económico corre más que el capitalismo, abocado a la autodestrucción, y a vivir
esa autodestrucción como máxima expresión de goce estético. El capitalismo es
una rueda de ratón, y sus contradicciones lo aceleran. Por eso la tirada
violenta del freno de emergencia es redención: los viajeros del tren se salvan
a sí mismos, y también salvan el mundo, es la única vía.
Cuando Fanon y Sartre afirman que la violencia contra la
policía francesa es la afirmación ontológica del lumpenproletariado argelino,
quizás no estén diciendo una barbaridad. Y Arendt cuando iguala la violencia
del ejército francés a la violencia del FNL (al igual que hace lo propio con la
violencia racista y la violencia del Black Panther Party) está igualando la
violencia del agredido con la violencia del agresor, muestra inequívoca de
apoyo al agresor. Sólo la violencia puede redimir al proletariado, sólo la
lucha y la organización puede dar ese impulso mesiánico. Arendt fija estas
contradicciones en vez de incluirlas en un devenir que desemboque en el cambio
violento del estado de cosas existente. Quizás Arendt nunca se haya quedado
hipnotizada frente a una fogata.
Porque, al fin y al cabo, el proletariado sigue siendo el
heredero de la filosofía clásica alemana, aunque esté tocado y hundido, “en
cama y con 40 de fiebre” como dice una canción de Los Chikos del Maíz. El
proletariado es el sujeto histórico. El obrero sigue siendo el tipo duro, el
que madruga y tiene las manos rotas de trabajar: porque es el ser social el que
determina la conciencia. Por mucho que quieran los analistas políticos, sólo
del proletariado puede nacer la irrupción mesiánica, sólo de los sin esperanza
viene la esperanza. El proletariado es el mesías, el llamado a redimir la
Humanidad, a accionar el freno de emergencia que tumbe al capitalismo y a sus
relaciones de producción. No hay salvador individual, el proletariado es el
héroe cotidiano.
Y el proletariado despierta en los barrios, no en los medios de comunicación: hay “periodistas” a años luz de la realidad cuando afirman que
no entienden “por qué un barrio pacífico que ha luchado pacífica y legítimamente
como Gamonal sale en defensa de los cuatro vándalos descerebrados que incendian
contenedores y rompen escaparates”. Porque esos vándalos son hijas, hermanos,
vecinas. Porque ellos son el barrio, son el pueblo, son el proletariado. Necesitamos gente que vaya a los platós y se lo diga claramente. Porque así
lucha la clase trabajadora: organización, lucha y respuesta. Quizás este
“proletariado puro” sea sacado o copiado del idealismo alemán. Sigue siendo lo
universal en lo individual, la clase que abolirá las clases, sigue siendo la
negación dialéctica que contiene la afirmación, o si se quiere, el Dios
metafísico-hegeliano. El proletariado será el Mesías de los temps modernes,
pero es nuestra única posibilidad de redención. Construir, luchar para que
despierte, tome conciencia de sí, antes de que sea tarde. Las desheredadas
heredarán la tierra, y no les asusta que sólo queden ruinas. Además, jamás
perdonarán que hayáis sido neutrales en un tren en marcha.
Pd: Lamento el repetitivo y quizás extenuante mesianismo
“profano” que desprende el texto. Sobredosis de Benjamin.
viernes, 17 de enero de 2014
Fragmento II.
1940. California. Blanco y negro es elegancia, nostalgia, quizás un
puñado de sueños. Los sueños metidos dentro de una maleta y abandonados junto
Sunset Blvd. La magia de los 35 mm. Cada poco tiempo, una mancha ovalada negra
en la esquina superior derecha de la pantalla. Un zumbido constante en la atmósfera
sirve como base para las conversaciones. Sentados en un puente bajo una
autopista. Quizás, al asomarnos veamos las estrellas. Pero esta noche no es
para mirar estrellas. Música de fondo de Woody Guthrie. Quizás, música de
combate antifascista. Quizás sólo antiguo country, que sueña con una tierra
para ti y para mí. La tierra de las oportunidades cotiza a medio dólar la hora.
Una jornada laboral de ocho horas no ganada, sino conquistada con sangre y
sudor. Boina encasquetada, botas hechas para caminar, callos en las manos, quizás manchas de carbón en la
cara. Aún así, los dos sonreímos mientras contamos viejas historias. Humo que
sale con fuerza de mi boca, y despacio del cigarrillo que sostengo. La luz de
la hoguera crea formas y sombras en nuestros rostros. Pero apenas calienta. En
el suelo, un papel arrugado y manchado de agua de lluvia relataba otra victoria
en un país extranjero. El ruido de los coches que atraviesan la carretera
impide que nos concentremos. Al fondo, una bella y decadente ciudad, altos
rascacielos creciendo vertiginosamente en número. Al este, el desierto. Por el
sudoeste está la fábrica. Mis ojos se abren y dejo de sonreír. Miro mis manos
rotas de trabajar. Ser un héroe de la clase obrera es algo duro. Comida fría,
miembros amputados, caídas del andamio, el deber de luchar siempre por un sitio
donde caer muerto: el obrero, al fin y al cabo, es el tipo duro. Los golpes de
la policía duelen menos que el llanto de un bebé hambriento. La consigna es
resistir: el límite es el cielo. Con cuidado, saco una pistola de mi bolsillo
ajado. El fantasma de Tom Joad, sentado a mi lado junto al fuego, asiente con
la cabeza. Búscame, mamá. Estaré allí.
miércoles, 8 de enero de 2014
Fragmento I.
1992. París. Extraña paz. Quizás el lugar más bello de la tierra. Olor a
tierra mojada, en aquel espacio cubierto de flores. El cementerio de Montparnasse
es, sin duda, el mejor lugar de la capital para desaparecer. Callar, y escuchar
cómo crece la hierba entre las lápidas. Huir de las ruinas del progreso con algo
de tiempo libre. Sentirse libre del tiempo. Los reyes, tras la muerte, son
devorados por los gusanos. Al igual que a los pobres. Los mismos gusanos. ¿Pero
qué es un rey para un dios? Exactamente lo mismo que un dios para un ateo. Rien. Pero allí, todo es distinto. El
ángel de Montparnasse se levanta imparable entre las nubes, obliga a caer de
rodillas. Souvenir. El resto:
silencio. El ángel querría gritar a la chica, contarle que él sólo ve una
catástrofe lineal, ruinas amontonadas por el progreso. Sólo puede mirar hacia
abajo con cierta desolación. Todo continúa siendo silencio, hasta que el olor a
tierra mojada es sustituido por la fuerte respiración. Las manos comienzan a
temblar, y las pupilas se dilatan. El sol ya no ilumina, sino que produce
arcadas, náuseas. Zumbido en los oídos. La chica cae de rodillas al suelo, y
nota el contacto con la tierra mojada y marrón. Manos sucias. Ya no hay
paraísos artificiales, aquellos quedan unas lápidas más allá. Mira su reloj de
pulsera. El absurdo le obliga a analizarlo fenomenológicamente en vez de mirar
la hora. La muchacha mira una lápida junto al muro. Las nubes vuelven, las
moscas no llegan, y el infierno queda a puerta cerrada. Montparnasse no es
refugio. Ya no existe ningún refugio en París, sólo existe angustia. La angustia
de la libertad, de la nada, de los muertos sin sepultura. No hay paz, sólo
incapacidad de respirar. Una lápida. Letras sencillas.
Jean-Paul Sartre
1905-1980
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Simone de Beauvoir
1908-1986
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