miércoles, 8 de enero de 2014

Fragmento I.

1992. París. Extraña paz. Quizás el lugar más bello de la tierra. Olor a tierra mojada, en aquel espacio cubierto de flores. El cementerio de Montparnasse es, sin duda, el mejor lugar de la capital para desaparecer. Callar, y escuchar cómo crece la hierba entre las lápidas. Huir de las ruinas del progreso con algo de tiempo libre. Sentirse libre del tiempo. Los reyes, tras la muerte, son devorados por los gusanos. Al igual que a los pobres. Los mismos gusanos. ¿Pero qué es un rey para un dios? Exactamente lo mismo que un dios para un ateo. Rien. Pero allí, todo es distinto. El ángel de Montparnasse se levanta imparable entre las nubes, obliga a caer de rodillas. Souvenir. El resto: silencio. El ángel querría gritar a la chica, contarle que él sólo ve una catástrofe lineal, ruinas amontonadas por el progreso. Sólo puede mirar hacia abajo con cierta desolación. Todo continúa siendo silencio, hasta que el olor a tierra mojada es sustituido por la fuerte respiración. Las manos comienzan a temblar, y las pupilas se dilatan. El sol ya no ilumina, sino que produce arcadas, náuseas. Zumbido en los oídos. La chica cae de rodillas al suelo, y nota el contacto con la tierra mojada y marrón. Manos sucias. Ya no hay paraísos artificiales, aquellos quedan unas lápidas más allá. Mira su reloj de pulsera. El absurdo le obliga a analizarlo fenomenológicamente en vez de mirar la hora. La muchacha mira una lápida junto al muro. Las nubes vuelven, las moscas no llegan, y el infierno queda a puerta cerrada. Montparnasse no es refugio. Ya no existe ningún refugio en París, sólo existe angustia. La angustia de la libertad, de la nada, de los muertos sin sepultura. No hay paz, sólo incapacidad de respirar. Una lápida. Letras sencillas.

Jean-Paul Sartre
1905-1980
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Simone de Beauvoir
1908-1986

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