1992. París. Extraña paz. Quizás el lugar más bello de la tierra. Olor a
tierra mojada, en aquel espacio cubierto de flores. El cementerio de Montparnasse
es, sin duda, el mejor lugar de la capital para desaparecer. Callar, y escuchar
cómo crece la hierba entre las lápidas. Huir de las ruinas del progreso con algo
de tiempo libre. Sentirse libre del tiempo. Los reyes, tras la muerte, son
devorados por los gusanos. Al igual que a los pobres. Los mismos gusanos. ¿Pero
qué es un rey para un dios? Exactamente lo mismo que un dios para un ateo. Rien. Pero allí, todo es distinto. El
ángel de Montparnasse se levanta imparable entre las nubes, obliga a caer de
rodillas. Souvenir. El resto:
silencio. El ángel querría gritar a la chica, contarle que él sólo ve una
catástrofe lineal, ruinas amontonadas por el progreso. Sólo puede mirar hacia
abajo con cierta desolación. Todo continúa siendo silencio, hasta que el olor a
tierra mojada es sustituido por la fuerte respiración. Las manos comienzan a
temblar, y las pupilas se dilatan. El sol ya no ilumina, sino que produce
arcadas, náuseas. Zumbido en los oídos. La chica cae de rodillas al suelo, y
nota el contacto con la tierra mojada y marrón. Manos sucias. Ya no hay
paraísos artificiales, aquellos quedan unas lápidas más allá. Mira su reloj de
pulsera. El absurdo le obliga a analizarlo fenomenológicamente en vez de mirar
la hora. La muchacha mira una lápida junto al muro. Las nubes vuelven, las
moscas no llegan, y el infierno queda a puerta cerrada. Montparnasse no es
refugio. Ya no existe ningún refugio en París, sólo existe angustia. La angustia
de la libertad, de la nada, de los muertos sin sepultura. No hay paz, sólo
incapacidad de respirar. Una lápida. Letras sencillas.
Jean-Paul Sartre
1905-1980
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Simone de Beauvoir
1908-1986
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