miércoles, 29 de enero de 2014

Fragmento III.

1978. Berlín. Comenzó a ver más borroso que de costumbre. No únicamente por las cataratas, sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. Notaba cómo su cara humedecida comenzaba a enfriarse. Mayo en Berlín: frío y aún así el sol iluminaba. El hombre tosió como solía hacer a menudo, llenando el aire de vaho. Sentía una profunda tristeza, de pie, con las manos en los bolsillos, junto aquella lápida. Casi nadie se pasaba por allí. Muchos cruzaban de largo, sacaban fotos. Otros miraban con desprecio o miedo. Algunos podían mirar con admiración, aunque trataran de ocultarlo. La cuestión es que nadie permanecía allí por más de dos minutos. El anciano bajaba la cabeza, fijaba la mirada en la lápida una y otra vez con cara de tristeza. Sin mediar una palabra con ninguno de los curiosos que se paraba. Miraba con extrema condescendencia, estando seguro de que si ella aún viviera, probablemente le escupiría a la cara con rabia. Ella odiaba la condescendencia. Pero el anciano no sabía mirar de otra forma aquella lápida. Y está seguro de que ella le perdonaría. Aún la recuerda corriendo por el jardín, comiendo aquellas galletas que preparaba su esposa. Aún recuerda sus visitas cada tarde, y el vacío que quedó cuando marchó a estudiar a la universidad. Fue lo más cercano que tuvo nunca a una hija. Su sonrisa inocente, su mirada inteligente, su pasión por los libros. Con once años, la niña había leído todos los libros que había encontrado en sus estanterías. Ahora, el anciano, de pie, no lograba entender. ¿Qué podría haber ocurrido para que una querida niña de clase alta criada entre algodones hubiera acabado siendo la terrorista más buscada de Alemania? Todo comenzó en la universidad, con Marx y la RDA. El salto de los libros a los fusiles sólo era cuestión de tiempo. El anciano recuerda la última vez que la vio: no era la chica que solía ser. En palabras de ella, saltó de la protesta a la resistencia. Clandestinidad. Recuerda el enfado, recuerda el miedo. Pero sobretodo recuerda haberle cerrado la puerta. Habría sido mejor un “te lo dije” y un chocolate caliente, como antes. Él no podía dejar de verla como una niña rica con una pistola. Cuando la detuvieron fue peor. Su mundo se rompió. Más aún cuando se enteró de su muerte en prisión. Habéis asesinado a mi pequeña, no paraba de susurrar. Pero habían pasado dos años, el tiempo a veces cierra heridas. El viento soplaba entre las lápidas. La libertad llegará pronto. Saldremos desde las sombras. Ella lo comenzó todo. Pudo haber elegido su vida de periodista, de intelectual, su vida burguesa. Pero lo dejó todo por un maldito fusil automático y una estrella roja. Lo dejó todo por los oprimidos, los nadie, los olvidados entre ruinas. Y el precio fue demasiado alto. Miedo y odio. Hoy se cumplen dos años sin ti, Ulrike. El anciano suspiró mientras se limpiaba la lágrima que rodaba por su mejilla. Debía coger el autobús y volver a casa.


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