1940. California. Blanco y negro es elegancia, nostalgia, quizás un
puñado de sueños. Los sueños metidos dentro de una maleta y abandonados junto
Sunset Blvd. La magia de los 35 mm. Cada poco tiempo, una mancha ovalada negra
en la esquina superior derecha de la pantalla. Un zumbido constante en la atmósfera
sirve como base para las conversaciones. Sentados en un puente bajo una
autopista. Quizás, al asomarnos veamos las estrellas. Pero esta noche no es
para mirar estrellas. Música de fondo de Woody Guthrie. Quizás, música de
combate antifascista. Quizás sólo antiguo country, que sueña con una tierra
para ti y para mí. La tierra de las oportunidades cotiza a medio dólar la hora.
Una jornada laboral de ocho horas no ganada, sino conquistada con sangre y
sudor. Boina encasquetada, botas hechas para caminar, callos en las manos, quizás manchas de carbón en la
cara. Aún así, los dos sonreímos mientras contamos viejas historias. Humo que
sale con fuerza de mi boca, y despacio del cigarrillo que sostengo. La luz de
la hoguera crea formas y sombras en nuestros rostros. Pero apenas calienta. En
el suelo, un papel arrugado y manchado de agua de lluvia relataba otra victoria
en un país extranjero. El ruido de los coches que atraviesan la carretera
impide que nos concentremos. Al fondo, una bella y decadente ciudad, altos
rascacielos creciendo vertiginosamente en número. Al este, el desierto. Por el
sudoeste está la fábrica. Mis ojos se abren y dejo de sonreír. Miro mis manos
rotas de trabajar. Ser un héroe de la clase obrera es algo duro. Comida fría,
miembros amputados, caídas del andamio, el deber de luchar siempre por un sitio
donde caer muerto: el obrero, al fin y al cabo, es el tipo duro. Los golpes de
la policía duelen menos que el llanto de un bebé hambriento. La consigna es
resistir: el límite es el cielo. Con cuidado, saco una pistola de mi bolsillo
ajado. El fantasma de Tom Joad, sentado a mi lado junto al fuego, asiente con
la cabeza. Búscame, mamá. Estaré allí.
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