En El origen del Trauerspiel alemán [1],
proyectado en 1916 y comenzado a redactar nueve años después, Benjamin se
propone un riguroso estudio que tiene como objeto el drama barroco alemán, una
forma menor dentro del drama barroco (de hecho, las afirmaciones de la
superioridad estilística del drama barroco español, especialmente Calderón, son
constantes). Las referencias en este estudio a la caducidad, finitud e
inmanencia de un tiempo frágil que se desintegra y sólo puede ser atrapado en
fragmentos, se entienden mucho mejor desde la propia matriz temporal e
intelectual en la que Benjamin escribe (y sobre todo madura, recordemos que se
trata de un largo proceso de nueve años) este proyecto. El barro, la metralla y
las trincheras del Somme en la “Gran Guerra” habían producido un inmenso shock
generacional: la gente volvía enmudecida del frente, «no más rica en
experiencia comunicable sino más pobre» [2].
Se genera una nueva cultura de cristal (recordemos que el cristal es enemigo
del misterio, «las cosas de cristal no tienen aura» [3]),
el cristal que es también el de los pasajes,
la total superficialidad transparente de Joseph K. o Gregor Samsa cuando
despierta y ve que de pronto todo ha cambiado excepto las nubes, la destrucción de toda trascendencia romántica del
guerrero (en la IGM ya no existen combatientes ni héroes sino supervivientes [4]).
Estamos también en una República de Weimar en situación de hiperinflación
y con un desempleo masivo, en la que las promesas liberales del progreso se han
derrumbado, y se torna imposible seguir pensando en los mismos términos en los
que se pensaba en el romántico y realista siglo XIX: la gramática burguesa se
ha desbordado y vaciado internamente, la cultura burguesa se ha osificado y
convertido en una segunda naturaleza en ruinas, en vestigio [5],
en algo si no definitivamente muerto, al menos sí en estado terminal. En una
reflexión de Mann sobre su propia obra Consideraciones
de un apolítico (1918), que recogerá Lukács, late esta idea: Mann habla de
comprender «la insalubridad anímica y el vicio de toda simpatía por lo que está
destinado a morir» [6]. En
Benjamin (esa «mirada que veía el mundo desde la perspectiva del muerto» [7]
según Adorno, con la solemnidad que le caracteriza), la caducidad de lo
concreto convertido en imagen es totalmente central. De nuevo en palabras de
Adorno:
Las imágenes benjaminianas no están
conectadas con la naturaleza como momentos de una ontología que permanece igual
a sí misma, sino en nombre de la muerte, de la caducidad como la categoría
suprema de la existencia natural hacia la que progresa la especulación de
Benjamin. Lo único eterno en ellas es lo caduco [8].
En la primera parte de su obra sobre el barroco Benjamin trata de romper
con esa supuesta influencia de la tragedia clásica en la dramática barroca, y
desmentir la presunta hegemonía aristotélica en el Trauerspiel: la idea de kátharsis como resolución de las tensiones
de la trama a través de la identificación y la proyección de pasiones en los
personajes aquí no opera. El Trauerspiel no
busca la empatía entre actor y espectador, en palabras de Benjamin, no se trata
de un espectáculo que nos ponga tristes sino «un espectáculo para tristes» [9].
En el drama barroco las pasiones aparecen agolpadas y paralizan al sujeto a la
hora de tomar decisiones [10],
lo que provoca que este actúe de forma arbitraria y exaltada: Benjamin habla de
una «brusca arbitrariedad que es fruto de una violenta tempestad afectiva y
siempre cambiante, en la que las figuras […] se agitan como banderas
desgarradas» [11].
Radicalmente opuesto a un decisionismo subjetivista, entendido este a la forma
de Carl Schmitt (es decir, como un soberano que trasciende el mundo y es capaz
de unificar la voluntad y la decisión [12],
como un sujeto que confiera sentido al mundo) Benjamin afirma que la función
del tirano en el mundo barroco es precisamente evitar el estado de excepción.
Se trata de preservar a cualquier precio el estado de cosas dado, sin llegar a
trascenderlo: «el hombre religioso del Barroco tiene tanto apego al mundo dado
que se siente arrastrado con él hacia una catarata» [13].
La escatología queda por tanto cancelada, no hay ningún espacio en el mundo del
barroco alemán para la irrupción de lo trascendente, de lo eterno [14].
Siguiendo a Terry Eagleton, «el Barroco renuncia a la escatología: no muestra
ningún mecanismo inmanente por el cual las cosas terrenales serán recogidas y
exaltadas incluso en el movimiento actual» [15].
La idea de mera criatura inunda todo lo que compone el mundo y la única
eternidad posible, como antes afirmaba Adorno, es la de lo perecedero, la de lo
finito, la del fragmento que no aspira a ser salvado.
Esta negación de la trascendencia eterna e infinita se puede apreciar en
el predominio absoluto de la figura de la alegoría sobre la figura del símbolo.
Por «símbolo»
entendemos la representación de lo infinito por medio de lo finito (que
produce, según Eagleton, la totalización de los significados por medio del
sometimiento del objeto: «en su inevitable acción idealizadora, el símbolo
somete el objeto material a una fuerza del espíritu que lo ilumina y redime
desde dentro» [16]). En
cambio, por «alegoría»
entendemos la referencia de lo finito hacia lo finito, el retornar de lo mismo
finito en forma de cadáver, de fragmento (sólo el miembro, lo troceado, puede
ser expresión alegórica de la finitud, de ahí la figura de la calavera como
ejemplo claro de la alegoría [17]).
En Parque central Benjamin escribe: «la
alegoría se aferra a las ruinas, ofreciendo la imagen de la inquietud
coagulada» [18].
La alegoría no busca redimir el mundo, ni siquiera intenta preparar los objetos
para la escatología teleológica, si ilumina los objetos no es para salvarlos
sino para mostrarlos en su propia finitud, como objetos muertos. Hay una
regresión de todo objeto del mundo (incluido, como hemos afirmado, el tirano,
el soberano [19]) al
mero estado creatural, «el Trauerspiel
alemán se sume por entero en el desconsuelo de la condición terrena» [20],
una condición terrena que se presenta como ahistórica a la manera de las leyes
de la naturaleza (es de hecho esta presentación de la naturaleza, en palabras
de Arthur Hübscher como una «vía para huir del tiempo» [21]
lo que permite la afirmación y restauración de un orden). Buck-Morss lo expresa
de forma muy clara: «la naturaleza orgánica que es “fluida y cambiante” es la
materia del símbolo mientras que en la alegoría, el tiempo se expresa en la
naturaleza mortificada, no en el “capullo y la flor, sino en la maduración y
decadencia de sus creaciones”» [22].
Como afirma Benjamin, el ethos histórico se aniquila, se anquilosa y deja de
fluir, «la historia se desplaza […] al teatro» [23]
o, en palabras de Eagleton, «el sujeto no puede encontrar consuelo en el mito
compensatorio de la historia» [24].
El concepto de «segunda naturaleza», introducido por Lukács en Teoría de la novela, es unido por Adorno
(en La idea de historia natural) con
esta aniquilación del ethos histórico de la que Benjamin habla. La historia se
naturaliza como algo invariable, eterno, presente, mítico y paralizado: «la
historia naturalizada es naturaleza, o lo viviente paralizado de la naturaleza
es mero devenir histórico» [25].
Estamos ante un mundo «muerto, alienado, reificado», de «formas estéticas
fijas» y de «convenciones literarias vacías, al que se le ha extraído el alma
profunda» [26]. El
movimiento de toda criatura barroca no es un movimiento de la vida, sino un
movimiento de la muerte, inercial, teledirigido, que se asemeja más al espasmo
cadavérico que al automovimiento de conatus
de un ser vivo. Benjamin habla de la «lentitud y solemnidad [con la que] se
mueven los cortejos de los poderosos» [27]:
luto y ostentación van aquí de la mano en un «espectáculo […] cuya repetición ad
infinitum promueve hasta el predominio desesperanzado la desgana vital
propia de la estirpe de los melancólicos» [28].
Es en este carácter fijo donde
entrará en juego el espacio o, mejor dicho, un encajonamiento, una amalgama
amorfa de espacio y tiempo que constituye la narrativa de los dramas barrocos.
La detención de la historia no puede entenderse sin este predominio espacial
que le acompaña: el tiempo aquí no es un tiempo cualitativo, mesiánico, actual
(o cargado de tiempo-ahora [Jetztzeit])
sino un tiempo homogéneo, cuantitativo, continuo, intercambiable, eternamente
presente y espacializado; el tiempo de la mercancía tal y como Lukács lo
presenta en Historia y consciencia de
clase [29].
El tiempo antiguo de la tragedia es cíclico, cualitativo, heterogéneo e
inseparable de los acontecimientos y tareas; por ejemplo es posible hablar del
tiempo de la siembra, del tiempo de la siega, del tiempo que se tarda en amasar
un pan. Las horas no duran lo mismo todo el año, sino que acompañan al mismo
ciclo solar y a las estaciones. En palabras de Warburg (citado por Benjamin)
este tiempo está dominado por «el dios griego del tiempo y el daímon romano de las cosechas» [30].
Este esquema temporal cíclico es sustituido por uno lineal en progresiva
homogeneización; las horas son equivalentes, vacías, no existe la regularidad,
todo vestigio de Eternidad [31]
es eliminado, la muerte como fenómeno lineal constante lo inunda todo: «aquello
que domina al tiempo ya no es el ciclo anual con su recurrencia de siembra,
cosecha y barbecho, sino ese rodar inexorable que lleva toda vida hacia la
muerte» [32].
El tiempo de la homogeneización abstracta es, al mismo tiempo, el tiempo del
fordismo y la cadena de montaje. Como anticipa Lukács en su intento de
construir una ontología de la sociedad burguesa a partir de categorías
hegelianas (sobre todo de las categorías de alienación y sujeto/objeto), el
proletariado es mecanizado y atomizado por una lógica abstracta e independiente
que produce su «desgarramiento» y su inserción como engranaje en el sistema de
producción: «a consecuencia de la racionalización del proceso del trabajo las
propiedades y peculiaridades humanas del trabajador se presentan cada vez más como meras fuentes de error respecto del
funcionamiento racional y previamente calculado de estas leyes parciales
abstractas» [33]. Se
puede observar en este desarrollo de la cosificación también el rasgo de lo
finito y lo perecedero: no existe trascendencia alguna al sistema de
producción, el esquema lógico del tiempo homogéneo, vacío, espacializado, es
hermético y no permite la existencia de ningún espacio de “afuera”. Benjamin,
en Calle de dirección única (Einbahnstraβe) (1928), lo expresa de
esta forma: «es como si estuviéramos atrapados dentro de un teatro y tuviéramos
que presenciar la obra que se representa en el escenario, lo queramos o no,
convirtiéndola, una y otra vez, en objeto del pensamiento y la conversación» [34].
La inmanencia respecto a un decorado teatral y la constitución de un
mundo de atrezzo (es decir,
superficial y mortificado) cuyos métodos constructivos se asemejan a los del
teatro [35]
son una parte fundamental de la visión benjaminiana del Barroco, pero no se
reducen a este arco temporal. Como se ha defendido, existe una continuidad
teórica entre el mundo que construye el barroco y el mundo que construye la
modernidad. Y la propia producción teórica de Benjamin constata totalmente esta
continuidad (como afirma Maura, «Benjamin halla en el Trauerspiel un género moderno» [36]).
Se puede citar a David Harvey cuando habla de la función de la ciudad en
Gustave Flaubert para constatar la superficialidad y mortificación del mundo
moderno, y del inmenso parecido de este con el mundo inmanente barroco:
«Flaubert reduce la ciudad a un escenario, que con independencia de lo
maravillosamente construido o lo sublimemente decorado que esté, funciona como
un telón de fondo de la acción humana que se desarrolla en ella y sobre ella.
La ciudad se convierte en un objeto muerto (como sucede en gran medida en los
planes de Haussmann)» [37].
El paralelismo aquí es innegable, y creemos que vuelve más comprensible e
inteligible el paso del Trauerspiel
al PW.
Esta continuidad también puede
verse en el plano del lenguaje. Este, en el Barroco se presenta siempre
fragmentado, en decadencia y afirmando la imposibilidad de trascender su
momento histórico dado: la historia se anquilosa en una naturaleza en
decadencia (en términos adornianos, aparece como mortificación del mundo de las
cosas), que sólo puede expresarse alegóricamente mediante la ruina. La
representación alegórica de la historia se encarna perfectamente en los
emblemas, montajes de una imagen visual (pictura)
y un signo lingüístico (subscriptio),
«a partir del cual se puede leer, como en un rompecabezas ilustrado, qué
“significan” las cosas» [38].
Sobre los libros de emblemas del Barroco, Benjamin decía que eran «los
auténticos documentos del moderno modo alegórico de mirar las cosas» [39].
Buck-Morss pone como ejemplo el emblema Vivitur
ingenio (1618) de Florentius Schoonovius en el que se puede ver un
esqueleto ataviado con una espada y una corona (atributos transitorios del
poder terrenal, del soberano), también puede distinguirse un libro apoyado en
una roca, sobre la que crece una hiedra, y una serpiente enroscada (signos
emblemáticos de la duración eterna). El fondo de la imagen es un paisaje en
ruinas. Como subtítulo, podemos leer:
Los gobernantes caen, las
ciudades perecen, nada
de lo que un día fue Roma
permanece.
El pasado es vacío, nada.
Sólo esos asuntos de la
sabiduría y
libros que dan fama y respeto
escapan a la pira funeraria
creada
por el tiempo y la muerte [40]
Buck-Morss hace referencia aquí a
un texto barroco en el que esta idea del carácter «perdurable» e «inmortal» de
los libros frente a la decadencia de los monumentos, dañados por el tiempo y
convertidos en ruinas. Este texto es el prefacio del editor a los dramas de Jakob
Ayrer, que también cita Benjamin. Al igual que estos grandes templos, pirámides
y estatuas de dioses, el lenguaje en el Barroco sólo sobrevive físicamente en
sus fragmentos finitos, se constituye como una alegoría de un mundo igualmente
finito y perecedero, que hay que tratar de conservar sin la esperanza de una
trascendencia salvadora, de un más allá que redima su sentido. En su poema Le cygne, Baudelaire escribía «Vieux
faubourgs, tout pour moi devient allégorie» [41].
Este carácter alegórico tiene como propiedad la arbitrariedad ante los objetos:
entender que todo deviene o puede devenir alegoría hace que estos objetos se
igualen abstractamente y que cualquiera pueda ser intercambiado hasta el
infinito. Ningún objeto está a salvo del poder de la alegoría barroca, la pura
temporalidad y la finitud reduce a la insignificancia a cualquier objeto que
intente perdurar y librarse del paso del tiempo. Además, este “toque” no está
exento de un carácter mágico y fetichista. En palabras de Eagleton, los objetos
«son investidos por el Barroco con una fuerza fetichista: a la manera de Midas,
el Trauerspiel cosifica mediante su
toque cualquier cosa que toma, confiriéndole un significado numinoso» [42].
Se establece de esta forma una circulación sin fin de objetos finitos igualados
abstractamente, que van remitiéndose entre sí en una cadena de equivalencias a
través de la forma emblema (es decir, mediante imágenes e inscripciones). Es
fácil percatarse del inmenso parecido que existe entre la circulación de los
emblemas barrocos y la circulación de las mercancías bajo condiciones de
producción capitalistas, es decir, de mercado generalizado. La abstracción
mediante la cual la alegoría barroca iguala formalmente todo objeto tiene un
punto de anclaje con esa «objetividad espectral», «gelatina de trabajo […]
indiferenciado» con el que Marx describe ese «residuo de los productos del
trabajo» [43] que son
las mercancías. Como afirma
Buck-Morss, «las mercancías se
relacionan con su valor en el mercado tan arbitrariamente como las cosas se
relacionan con su significado en la emblemática barroca. “Los emblemas vuelven
bajo la forma de mercancía”» [44].
Si se observa la circulación de las mercancías en el tiempo, el fenómeno
más central y digno de estudiar es el de la moda. Existe en el frenético ritmo
de sucesión de mercancías algo que es común a la emblemática barroca: su
carácter inmanente, jamás rebasa ni transforma el marco donde ha nacido. La
moda, al igual que los emblemas del barroco, forma parte de un sistema que contribuye
a mantener con vida. En el fondo lo único que se puede ver en ella es lo
siempre igual lo muerto, camuflado bajo el disfraz de la novedad perpetua, sin
entidad fuerte en el sentido parmenídeo sino siempre “en proceso de”
(convertirse en desfasado). «La moda – afirma Buck-Morss – expresaba
emblemáticamente la esencia de una metafísica de la transitoriedad» [45],
y esta metafísica del cambio es la misma que construye Baudelaire en El pintor de la vida moderna cuando
habla de «rescatar de lo histórico cuanto la moda contenga de poético, […]
extraer lo eterno de lo transitorio» [46].
Este convertirá la dialéctica entre eternidad y transitoriedad infinita en
paradigma de toda la Modernidad. Justo después Baudelaire escribe: «la
modernidad es lo transitorio, lo fugaz, lo contingente, la mitad del arte cuya
otra mitad es lo eterno e inmutable» [47].
Contra el concepto de “verdad atemporal”, como una idea desconectada de toda
realidad histórica y cuya verdad no es afectada por un desarrollo, Benjamin
afirmará que «lo eterno es en todo caso más bien el volante de un vestido, que
una idea» [48]. Se
trata, en el mismo movimiento de Baudelaire, de buscar lo eterno en lo
transitorio, en lo cambiante, en los volantes de los vestidos. En la tesis XIV
sobre el concepto de historia, Benjamin escribe que la Revolución jacobina
«citaba a la antigua Roma exactamente como la moda cita un traje ya pasado» [49].
Esta cita a través de la cual la moda hace presente vestimentas que han
pertenecido a otras épocas del pasado será crucial para entender el concepto de
actualización en la filosofía de la historia, pero hace surgir un problema:
Benjamin identifica lo siempre igual, ese eterno retorno de lo mismo,
directamente con el infierno [50].
¿En qué sentido se puede decir que la citación del pasado que lleva a cabo una
revolución es una simple vuelta de lo mismo? No creemos que la citación sea un
traslado mecánico del pasado, ni que Benjamin esté en la línea de Chesterton
cuando afirma que «toda revolución, como todo arrepentimiento, es una vuelta» [51].
Los procesos revolucionarios, a diferencia de las modas, no se integran en un
sistema de producción y aparición: Benjamin afirma que el proceso de citación
(o de actualización) es exactamente el mismo, pero de aquí no se puede deducir
que su resultado también lo sea. Una refuerza el sistema capitalista de
circulación de mercancías, otra lo vuela por los aires.
Con todo esto, es necesario realizar otra mediación antes de desembocar
en el PW, y es la de situar el libro
sobre el Trauerspiel en una
problemática filosófica a la que Eduardo Maura se refiere como una
«epistemo-crítica del conocimiento» [52].
Consideramos que tomar como base el “Prólogo epistemo-crítico” del libro sobre
el Barroco para establecer una conexión con el convoluto N del libro sobre los
pasajes de París permitirá leer las tesis sobre el concepto de historia con una
mayor claridad y establecer la indisociable relación entre epistemología y
política que late tras estas. Como realizar un estudio pormenorizado del
“Prólogo epistemo-crítico” necesitaría un ensayo específico por su enorme
complejidad (quizás estas sean las páginas más complejas de Benjamin), el
desarrollo se centrará sobre todo en dos conceptos fundamentales: constelación
y mónada.
En continuidad con la problemática de su escrito sobre la crítica de arte
en el protorromanticismo alemán, Benjamin habla de la necesidad del momento de
exposición como un rodeo necesario para el nacimiento de la verdad. La
exposición de la verdad acompaña a esta como su carácter formal, y esta es
inseparable de aquello que se está exponiendo, es decir, de su contenido
objetivo: «el contenido de verdad sólo se puede aprehender con la inmersión más
precisa en los detalles de un contenido objetivo» [53].
No se trata de que la verdad exista en un afuera y sea absorbida por la
filosofía [54], sino
que nace en la misma forma de exposición de la objetividad: se trata de hacer
brotar la verdad del material objetivo que carece de intencionalidad, hay un
«giro hacia la escoria del mundo de los fenómenos» [55]
en términos de Adorno. La conexión entre contenido objetivo y verdad, entre
fenómeno e idea, es aquí directa: Benjamin afirmará que el corte epistemológico
que la tradición filosófica establece entre ideas y fenómenos, que toma pie en
la teoría platónica de las ideas y que da un privilegio epistemológico a estas
últimas, en realidad no es tal. Para Benjamin no hay un salto cualitativo
fenómeno-idea, sino que las ideas son únicamente el «virtual ordenamiento
objetivo […] interpretación objetiva» [56] de los fenómenos. Este ordenamiento no
trasciende lo ordenado, sino que desaparece con la desaparición de los
elementos objetivos. Para explicar esta relación, Benjamin recurre a la célebre
metáfora de la constelación: «las ideas son a las cosas lo que las
constelaciones a las estrellas» [57].
La constelación no preexiste a las estrellas que la conforman, sino que se
trata de su mera ordenación espacial. Destruidas las estrellas se destruye la
constelación; destruidos los objetos, se destruyen las ideas [58].
Las ideas, como estructuras generales, necesitan la mediación de los fenómenos
y estos son «salvados» a través de ellas: no existe aquí relación de
subsidiariedad, ni siquiera se puede defender una alteridad total entre ideas y
fenómenos. Se trata de la exposición de la objetividad, de, en palabras de
Adorno en La actualidad de la filosofía,
«un orden de ser vinculante que está por encima de lo subjetivo» [59].
Es en esta objetividad expresada en una constelación donde Adorno sitúa el
programa del materialismo filosófico. La idea de montaje y la negación de la
intencionalidad confluyen: «interpretar lo que carece de intención mediante la
composición de los elementos aislados a través del análisis e iluminar lo real
mediante esa interpretación» [60].
El concepto de «constelación eterna», en consonancia con esta
interpretación objetiva del mundo, desemboca en la idea de mónada. A través del
concepto de «historia natural» [61],
Lukács iguala a la naturaleza la transformación de todo lo histórico, de lo
devenido: como afirma Adorno, «la historia paralizada es naturaleza» [62]
y el despertar de esta parálisis sólo puede darse en un horizonte escatológico
lejano y trascendente. La diferencia entre Lukács y Benjamin, para Adorno, es
que este último trae “aquí” el despertar con su libro sobre el Trauerspiel: «el giro decisivo que
Benjamin ha dado al problema de la historia natural es haber sacado la
resurrección de la lejanía infinita para traerla a la infinita cercanía,
convirtiéndola en objeto de la interpretación filosófica» [63].
Y este elemento de tránsito histórico no despertado, de transformación y
devenir narcotizados, se convierte en expresión de la eternidad en la
naturaleza; la historia natural tiene una presencia «virtual» y ha de leerse
«en el estado perfecto y llegado al reposo, en el estado de esencialidad» [64].
Es este tránsito histórico entre pasado, presente y futuro, lo que según
Benjamin «da la totalidad a la idea» [65],
una totalidad monadológica. «La idea es mónada, y eso significa […], que cada
idea contiene la imagen del mundo» [66].
La imagen dialéctica es eterna en el sentido en el que se ha hablado antes de
eternidad, y permite una interpretación objetiva del mundo, entendiendo esto
como un mero dejar aparecer la cualidad misma del material objetivo [67],
un hacer brotar la verdad en vez de atraparla cuando esta venga volando desde
fuera, siguiendo la metáfora de la telaraña que se expuso previamente.
Buck-Morss lo expresa de una forma totalmente certera: «el objetivo de Benjamin
era tomar tan en serio al materialismo como para lograr que los fenómenos
históricos mismos hablaran» [68].
Estos fenómenos históricos toman en el mundo parisino de los Pasajes (acero,
corsés, vidrio, daguerrotipos) su mayor concreción: el PW, como autoexposición de la Modernidad, es el ejemplo de una
mónada, una idea filosófica expresada en una «constelación de referentes
históricos concretos» [69].
[1]
«Trauer: tristeza, duelo, luto. Spiel: juego, pero también espectáculo,
representación teatral, así como tañido de instrumentos musicales [N. del T.]»,
Benjamin, W., BOC I/1, op. cit., p.286 y ss.
[2]
Benjamin, W., Experiencia y pobreza,
en Escritos políticos, Madrid, Abada, 2012, p.82.
[3]
Ibíd., p.86. Wilde, con una expresión que seguramente influyera bastante a
Benjamin, afirmaría en su ensayo El
secreto de la vida que el arte «es un velo más que un espejo».
[4]
Ponemos como ejemplo la serie inglesa Peaky blinders (BBC, 2013), en la que
Thomas Shelby, el protagonista, lo primero que hace tras volver del frente es
lanzar sus medallas y condecoraciones a un canal.
[5]
Remarcamos aquí el interés que Benjamin tiene por los vestigios, lo “pasado de
moda” como los interiores burgueses o la figura en decadencia del flanêur. Como ejemplo gráfico recordamos
una anécdota junto a Brecht: «a la caída de la tarde me encontró Brecht en el
jardín leyendo El capital. Brecht:
“me parece muy bien que estudie usted a Marx ahora que tropezamos con él cada
vez menos y especialmente entre los nuestros”. Le respondí que prefiero los
libros famosos cuando no están ya de moda», Benjamin, W., Tentativas sobre Brecht, Iluminaciones III, Madrid, Taurus, 1975,
p.149.
[6]
Lukács, G., Teoría de la novela,
Barcelona, Debolsillo, 2016, p.49.
[7] Adorno, Th. W., Miscelánea I, op. cit., p.162.
[8]
Adorno, Th. W., Notas sobre literatura,
op. cit., p.555.
[9] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit.,
p.329. La ruptura de la identificación entre actor y espectador tendrá,
bajo formas totalmente distintas que las del drama barroco, una centralidad
absoluta en el teatro épico brechtiano, desarrollado en el concepto teórico de
«distanciamiento».
[10]
La decisión aquí viene unida a la figura de la soberanía y del monarca: el
único que es capaz de decidir sobre el estado de excepción (y decretarlo) está
paralizado y es incapaz de tomar decisiones. Esta idea, unida a la mera
inmanencia del mundo y la necesidad de su conservación, la inexistencia de un
plan divino trascendente de salvación, será la crítica central que Benjamin
realiza contra Schmitt en el libro del Trauerspiel.
El soberano se presenta aquí como “una criatura más”, es decir, se niega su
excepcionalidad.
[11]
Ibíd., p.274.
[12]
Schmitt rastrea esta unificación en Bodino: «El mérito de Bodino […] se debe a
haber insertado en el concepto de la soberanía la decisión», en Schmitt, C., Teología política I, Madrid, Trotta,
2009, p.15.
[13] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit.,
p.269.
[14]
Aquí se debe tener cuidado y no extrapolar esto al Barroco en general: Benjamin
afirma que el español (Calderón, La vida
es sueño), debido a sus raíces católicas, entiende la soberanía como un
«poder de salvación secularizado», es decir, de un modo más schmittiano (no
puede ser casualidad que una de las referencias centrales de Schmitt sea Donoso
Cortés). Por tanto, en el drama barroco español, a diferencia del alemán,
intenta apropiarse de la trascendencia a través de rodeos. Ibíd., p.285.
[15]
Eagleton, T., Walter Benjamin o hacia una
crítica revolucionaria, Madrid, Cátedra, 2012, P.46.
[16]
Ibíd., p.25.
[17]
En El verdadero Dios, Calderón
también nos ofrece una descripción muy interesante de la alegoría: «La alegoría
no es más / que un espejo que traslada / lo que es con lo que no es / y está
toda su elegancia / en que salga parecida / tanto la copia en la tabla / que el
que está mirando a una / piense que está viendo a entrambas». La idea aquí de
la alegoría como “ver a entrambas” es la de una conexión entre momentos
descontextualizados, o como afirma Jameson en Marxism and form (citado por Eagleton), «un torpe desciframiento,
durante momentos, del sentido, el doloroso intento de devolver una continuidad
a instantes desconexos y heterogéneos», en Eagleton, T., Walter Benjamin, op. cit., p.31.
[18]
Parque central, <13>, en
Benjamin, W., Baudelaire, Madrid,
Abada, 2014, p.219. Para una imagen de esta coagulación podemos pensar en Alegoría del invierno (1948), de
Remedios Varo.
[19]
«Por muy alto que esté entronizado sobre los súbditos y el Estado […]»,
Benjamin, W., BOC I/1, op. cit., p.289.
[20]
Ibíd., p.285.
[21]
Ibíd., p.297.
[22]
Buck-Morss, S., Dialéctica de la mirada,
op. cit., p.189.
[23]
Íd. Las acciones dramáticas barrocas se retrotraen al tiempo de la Creación, es
decir, al tiempo sin historia.
[24] Eagleton, T., Walter Benjamin…, op. cit., p.47.
[25]
En Adorno, Th. W. Escritos filosóficos
tempranos, Madrid, Akal, 2010, p.325. Si volvemos de nuevo a la
introducción de los Schriften: «en
Benjamin lo histórico mismo aparece como si fuera naturaleza. No en vano el
concepto de “historia natural” ocupa el centro de su interpretación del
barroco», Adorno, Th. W., Notas sobre
literatura, op. cit., p.554.
[26]
Buck-Morss, S., Dialéctica de la mirada, op.
cit., p.182.
[27] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit.,
p.353. Consideramos muy interesante rastrear este “cortejo de los
poderosos”, terrible pero con apariencia patética, de nuevo hasta la filosofía
de la historia. Michael Löwy, de forma muy certera y apoyado en el propio
Benjamin, describe exactamente así la historia para Benjamin, como un «cortejo
triunfal de poderosos», en Löwy, M., Walter
Benjamin, op. cit., p.100.
[28] Benjamin, W., BOC I/1, op.
cit., p.353 (sn). De Nuevo, Susan Buck-Morss lo expresa de forma
magistral: «los poetas barrocos veían en la naturaleza transitoria una alegoría
de la historia humana, en la que ésta aparecía no como plan divino o como
cadena de acontecimientos en un “camino de salvación”, sino como muerte, ruina,
catástrofe, y era precisamente esta actitud esencialmente filosófica la que
otorgaba a la alegoría una pretensión que iba más allá de un mero recurso
estético. La caída de la naturaleza, entendida como verdad teológica, era la
fuente de la melancolía de los alegoristas», en Buck-Morss, S., Dialéctica de la mirada, op. cit.,
p.197.
[29]
La influencia aquí de Lukács es directa. Remitimos al brillante capítulo
“Benjamin y Lukács” en Maura, E., Las
teorías críticas…, op. cit., p.90 y ss.
[30] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit., p.365.
[31]
Recordamos que en el mundo griego de la tragedia, la regularidad es lo más
parecido a la Eternidad que existe: lo que le da el carácter de divinidad a los
movimientos de los astros en el mundo supralunar es su movimiento rectilíneo
uniforme y regular.
[32]
Íd.
[33]
Lukács, G., Historia y consciencia de
clase, Barcelona, Grijalbo, 1975, p.130.
[34]
Benjamin, W., Calle de dirección única,
Madrid, Abada, 2011, p.26. La metáfora del teatro es bastante recurrente en
Benjamin. Véase supr., nota 51.
[35]
Es decir, construye totalidades a partir de la acumulación de escenas, de
fragmentos. Además está orientado hacia la función del espectador como
contemplador de la obra: es un mundo, en palabras de Lukács, «dominable por la
mirada», Lukács, G., Teoría de la novela,
op. cit., p.64.
[36]
Maura, E., Las teorías críticas de Walter
Benjamin, Barcelona, Bellaterra, 2014, p.91.
[37]
Harvey, D., París, capital de la
modernidad, Madrid, Akal, 2014, p.117
[38]
Buck-Morss, S., Dialéctica de la mirada, op.
cit., p.183.
[39]
Íd.
[40]
Traducción del latín en ibíd., p. 186.
[41]
«Viejos
barrios, todo para mí deviene alegoría», en Baudelaire, C., Les fleurs du mal, GF-Flammarion, 1991,
p.131.
[42] Eagleton, T., W alter Benjamin…,
op. cit., p.51.
[43]
Marx, K., El capital, Madrid, Siglo
XXI editores, 1975, p.47.
[44]
Buck-Morss, Dialéctica de la mirada,
op. cit., p.202.
[45]
Ibíd., p.40.
[46]
Baudelaire, C., El pintor de la vida
moderna, Madrid, Taurus, 2013, p.21.
[47]
Ibíd., p.22.
[48]
Benjamin, W., El libro de los pasajes,
op. cit., p.465 [N3,2].
[49] Benjamin, W., BOC I/2, op. cit.,
p.315 [tesis XIV].
[50]
«Los castigos del infierno tienen la traza de última novedad en todo tiempo, de
“penas eternas y siempre nuevas”», en Benjamin, W., El libro de los pasajes, op. cit., p.63 [París, capital del sXIX].
[51]
Chesterton, G.K., El hombre vivo, Madrid,
Valdemar, 2011, p.209
[52]
Maura, E., Las teorías críticas de Walter
Benjamin, op. cit., p.62 y ss.
[53] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit.,
p.225.
[54]
La metáfora que utiliza Benjamin es preciosa: no se trata de intentar «atrapar
la verdad en una tela de araña tendida entre distintos conocimientos, como si
aquélla viniera volando de fuera», ibíd., p.224.
[55]
Adorno, Th. W., Escritos filosóficos
tempranos, op. cit., p.307.
[56] Benjamin, W, BOC I/1, op. cit., p.230.
[57]
Íd.
[58]
Esta acción de destrucción no es en absoluto ni tan sencilla ni tan posible, y
sólo se ha utilizado de forma condicional para explicar las implicaciones de la
relación idea-fenómeno. En realidad Benjamin continúa con una sentencia a
primera vista bastante extraña y que será fuertemente criticada por Adorno
junto al concepto de “imagen dialéctica”. Quizás esta cita pueda salvarse desde
el concepto de eternidad en los transitorios volantes de los vestidos, porque
parece que entra en contradicción con el materialismo histórico: «las ideas son
constelaciones eternas, y al captarse los elementos como puntos de tales
constelaciones los fenómenos son al mismo tiempo divididos y salvados», íd.
[59]
Adorno, Th. W., Escritos filosóficos
tempranos, op. cit., p.299. Adorno insertará en este contexto la tarea de
la fenomenología.
[60]
Ibíd., p.307. Adorno afirma explícitamente que este es el programa de la
epistemología materialista.
[61]
A partir de Teoría de la novela, y
con clara resonancia en la «segunda naturaleza» de Hegel. Es necesario recordar
aquí esa amalgama homogénea de espacio y tiempo a la que nos referíamos al
hablar de los dramas barrocos.
[62]
La idea de historia natural, en
ibíd., p.325.
[63] Ibíd., p.327.
[64] Benjamin, W., BOC I/1, op. cit.,
p.245.
[65]
Íd.
[66]
Íd.
[67]
El dodecafonismo, con su destrucción de los patrones musicales formales
(caracterizados por limitar la aparición de lo no idéntico e irreductible a una
estructura tonal prediseñada) es un ejemplo de este “dejar aparecer” objetivo.
Como exponentes podemos citar a Schönberg o el mismo Adorno.
[68]
Buck-Morss, S., Dialéctica de la mirada,
op. cit., p.19.
[69]
Ibíd., p.20.
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